Nunca había estado tan ocupada como durante la Exposición de Osaka. Tenía tantos compromisos con visitantes extranjeros que me sentía como una empleada del ministro de Asuntos Exteriores o de la Casa Imperial. Luego una amiga cayó enferma y prometí reemplazarla en los Miyako Odori, lo que complicó aún más mi apretada agenda. Para colmo, una maiko de la okiya Iwasaki, Chiyoe, decidió fugarse justo en esos momentos y tuvimos que sustituirla.
Había otra geiko que también nos estaba causando problemas.
Se llamaba Yaemaru y era insoportable. También era hermana menor de Yaeko (aunque era mayor que yo). Las dos eran tal para cual. Yaemaru bebía demasiado y se emborrachaba casi todas las noches. Las criadas tenían que ir a buscarla a donde estuviese y llevarla a casa, desgreñada y con el quimono hecho un asco. Era un caso perdido.
Cada vez que tía Oima o mamá Masako la amenazaban con echarla, ella les suplicaba que la perdonasen y prometía portarse mejor, pero cumplía su palabra sólo durante un par de semanas y luego volvía a las andadas, una situación que se prolongó durante años.
Se preguntarán por qué la okiya toleraba semejante indisciplina. El motivo es muy simple: Yaemaru tocaba el taiko, el tambor, como nadie; era una de las mejores de toda la historia de Gion Kobu. Desempeñaba un papel fundamental en los Miyako Odori y todo el mundo contaba con ella, aunque nosotras nunca sabíamos si iba a presentarse. Llegaba al teatro haciendo eses, tarde y con resaca, pero en cuanto cogía las baquetas experimentaba una especie de transformación. Era magnífica. Nadie podía superarla.
En consecuencia, a pesar de que era un constante quebradero de cabeza, tía Oima y mamá Masako habían pasado por alto sus faltas y la habían protegido. Pero aquella primavera estaba causando demasiados problemas. Y encima Chiyoe se marchó. Un buen día se fugó con su novio, dejando un montón de deudas. Tal como había hecho Yaeko años atrás.
Como atotori, yo era muy consciente de mi responsabilidad económica para con la okiya, de modo que cada vez que Yaemaru estaba demasiado borracha para trabajar, igual que cuando Chiyoe nos dejó en la estacada, me sentía obligada a trabajar aún más. Aunque no sabía gran cosa sobre cuestiones económicas, tenía claro que yo era la principal fuente de ingresos de la casa.
Esa primavera debía bailar en treinta y ocho de las cuarenta funciones de los Miyako Odori. Estaba tan cansada que me costaba mantenerme en pie. Un día me acosté en la habitación de las criadas, que estaba junto al salón de té. La gran maestra vino a verme.
—¿Te encuentras bien, Mine-chan? No tienes buen aspecto. Creo que deberías ir al médico.
—Gracias por su interés, pero me encuentro bien. Se lo prometo. Sólo estoy un poco fatigada. Se me pasará enseguida.
La verdad es que me sentía fatal. Fui gimiendo todo el camino hasta el escenario y, mientras esperaba el momento de entrar en escena, me recosté sobre un cojín detrás de las bambalinas. En el escenario, por extraño que parezca, me sentí mejor.
"Estoy bien —pensé—. Es sólo cansancio. La función terminará pronto y me iré a casa a dormir la siesta".
Traté de darme ánimos. Al final de la jornada regresé a la okiya y descansé un rato. Luego me levanté, dejé que me vistieran y fui a cumplir con mis compromisos nocturnos.
Cuando estaba a punto de hacer mi entrada en un ozashiki, me sentí tan ligera que creí flotar. De repente oí un fuerte estruendo. Cuando desperté, me encontraba tendida en una cama. El doctor Yanai me miraba con atención. Yo sabía que él debía asistir al ozashiki.
—¿Qué hace aquí? —pregunté—. ¿Por qué no está en la fiesta?
—Porque te desmayaste y te traje aquí, a mi clínica.
—¿Si? Imposible.
Lo único que recordaba era la sensación de estar flotando. Había perdido la noción del tiempo.
—Si, Mineko. Me temo que tienes un problema: tu tensión arterial está a ciento sesenta de máxima.
—¿Ah, si?
No tenía la menor idea de lo que significaba eso.
—Quiero que mañana vayas al hospital de la Universidad de Kioto, para que te sometan a un reconocimiento exhaustivo.
—No, me encuentro bien. Sólo estoy cansada, porque últimamente he trabajado mucho. Ahora volveré al ozashiki. ¿Quiere acompañarme?
—Escucha a este viejo curandero, Mine-chan. Tienes que cuidarte. Ahora debes volver a casa y meterte en la cama. Prométeme que mañana irás al hospital.
—Pero si estoy bien.
—No me escuchas, Mine-chan.
—Porque estoy bien.
—No estás bien. Si sigues así, podrías morir.
—Ah, las mujeres hermosas siempre mueren jóvenes.
—Esto no es ninguna broma. —Ahora parecía enfadado.
—Lo siento, doctor. Le agradezco mucho su amabilidad. ¿Le importaría llamar un taxi?
—¿Y adónde piensas ir?
—Necesito pasar un momento por el ozashiki para disculparme.
—No te preocupes por eso, Mine-chan. Vete a casa, que yo iré al ozashiki y les transmitiré tus disculpas.
Volví a la okiya y permanecí un rato allí, pero tenía previsto asistir a otro ozashiki y, como me encontraba mejor, decidí ir. En cuanto llegué empecé a sentirme débil y temblorosa, y esta vez sí me preocupé. Quizá fuera cierto que necesitaba una revisión médica. Pero no sabía cuándo tendría tiempo para someterme a ella.
Al día siguiente hablé con mamá Masako.
—Mamá, no me encuentro muy bien. No quiero causar problemas en la okiya, pero ¿te parece que podría tomarme unos días libres?
—Por supuesto, Mine-chan. No te preocupes por el trabajo. No hay nada más importante que tu salud. Mañana a primera hora iremos al hospital para que te examinen y ya veremos qué hacemos luego.
—Pero no quiero tomarme mucho tiempo. No me gustaría retrasarme en mis clases y si dejo de ir a los ozashiki perderé mi puesto. Dejaré de ser la número uno.
—No estaría mal que les dieras una oportunidad a las otras chicas.
—¿No te importaría?
—Claro que no.
No seguimos hablando porque volví a quedarme dormida.
A la mañana siguiente Kuniko me llevó al hospital de la Universidad de Kioto. El jefe de Medicina Interna, el doctor Nakano, me hizo beber una jarra entera de agua para hacerme un análisis de orina. Pero tardé más de tres horas en tener ganas de hacer pis. El médico introdujo un papel en la orina y cuando lo sacó estaba teñido de color verde oscuro. Lo recuerdo porque era mi color favorito. Me llevaron a un consultorio y, al poco, el doctor Nakano llegó acompañado de unos diez residentes.
—Quítese la blusa.
El único hombre que me había visto sin ropa era mi padre y de eso hacía muchos años, así que no pensaba desnudarme delante de aquellos desconocidos. Al ver que titubeaba, el doctor Nakano me ladró:
—Haga lo que le digo, jovencita. Estas personas serán médicos y están aquí para observar el reconocimiento. Ahora hágase la cuenta que no hay nadie más que yo en la habitación y desvístase de cintura para arriba.
—No me quitaría la blusa aunque no hubiera nadie más que usted en la habitación —aseguré.
Se impacientó.
—Deje de hacerme perder el tiempo y obedezca.
Hice una mueca y obedecí. No pasó nada, aunque tampoco sé qué esperaba que ocurriese con exactitud. Lo cierto es que el médico y los residentes siguieron concentrados en sus asuntos.
Cuando me percaté de que no estaban interesados en mí cuerpo, me olvidé de ellos y eché un vistazo al consultorio. Había una máquina extraña, con un montón de cables colgando, y una enfermera empezó a pegarme unos adhesivos redondos en el pecho para conectarme a aquel artilugio.
El médico lo encendió y aquello comenzó a escupir una tira de papel en la que aparecía impreso un gráfico. Había dos líneas, una recta y otra zigzagueante.
—Esa línea es bonita —comenté—. Me refiero a la recta.
—Me temo que para usted no es muy bonita: significa que su riñón izquierdo no funciona.
—¿Por qué no?
—Tendremos que averiguarlo, pero es posible que necesite una operación. Debo hacerle otras pruebas.
Lo único que yo oí fue la palabra "operación".
—Disculpe, pero creo que será mejor que vuelva a casa y hable de esto con mi madre.
—¿Puede volver mañana?
—No estoy segura de qué compromisos tengo para mañana.
—Señorita Iwasaki, tiene que ocuparse de esto de inmediato. De lo contrario podría tener un problema serio.
—¿Qué clase de problema?
—Podríamos vernos obligados a extirparle un riñón.
Todavía no me había dado cuenta de la gravedad de la situación.
—Yo ni siquiera sabía que tenía dos riñones. ¿No basta con uno? ¿Necesito los dos?
—Sí. No es fácil vivir con un solo riñón. Tendría que someterse a diálisis, con el riesgo de que sufrieran otros órganos internos. Esto es muy grave. Necesito hacer otras pruebas lo antes posible.
—¿Podría hacerlas ahora?
—Sí, siempre que usted esté dispuesta a ingresar en el hospital.
—¿Ingresar? ¿Quiere decir que tendré que pasar la noche aquí?
—Desde luego. Es más, tal vez deba quedarse una semana.
Me sentí como si me hubiese dado un puñetazo en el estómago.
—Pues me temo que no dispongo de tanto tiempo, doctor. Tal vez pueda concederle tres días, pero sería mejor que fueran dos.
—Tardaremos el tiempo que sea necesario. Ahora, haga lo que tenga que hacer para ingresar en el hospital lo antes posible.
Me sentí impotente, como una carpa en una tabla de madera, esperando que la cortasen para hacer sashimi.
El médico, tras someterme a un sinfín de pruebas, descubrió que tenía una infección de amígdalas y que la acumulación de bacterias era la causa del fallo renal, así que decidió extirpármelas para ver si de este modo resolvía el problema.
Lo primero que vi cuando entré en el quirófano fue a un hombre de bata blanca que enfocaba mi cara con una cámara de fotos. Sin pensar, le dediqué una gran sonrisa.
El médico me habló con brusquedad:
—Por favor, no preste atención a la cámara y no sonría. Necesito fotografías de esta operación para una conferencia sobre cirugía. Ahora abra la boca…
La enfermera que estaba a mi lado contuvo una risita. Pero debido a la naturaleza de mi trabajo, yo no podía apartar la vista de la cámara. Fue bastante divertido. Al menos durante un minuto. Me habían inyectado anestesia local y, poco después de que el médico comenzase a operar, sufrí una reacción alérgica y me salió un sarpullido en todo el cuerpo que me picaba mucho. Estaba muy incómoda, y no veía la hora de salir de allí y volver a casa.
Tras la operación, me negué a permanecer en el hospital.
—Mis piernas están perfectamente —argüí, e hice los trámites necesarios para continuar el tratamiento como paciente externa.
Regresé a la okiya, pero aún me sentía muy mal. La garganta me estaba matando y no podía tragar ni hablar. El dolor y la fiebre me dejaron tan agotada que permanecí tres días en la cama, casi sin moverme. Cuando por fin fui capaz de levantarme, Kuniko me acompañó al hospital para que me examinasen. En el camino de regreso, al pasar por delante de una cafetería, percibí el delicioso aroma de los bollos calientes. Hacia más de una semana que seguía una dieta líquida y era la primera vez que sentía hambre, de modo que pensé que era una buena señal. Pero todavía no podía hablar, de modo que escribí "tengo hambre" en mí bloc de notas y se lo mostré a Kuniko.
—Eso es estupendo —exclamó ella—. Regresemos a casa y démosle la buena noticia a todo el mundo.
Mi nariz quería seguir el aroma de los bollos calientes, pero dejé que Kuniko me llevase a casa. Kuniko le contó a mamá Masako que yo tenía hambre.
—Entonces supongo que es una suerte que esta noche no vayamos a cenar sukiyaki. —Tenía una sonrisa maliciosa en la cara. Poco antes de la hora de la cena, el aroma de la carne frita llegó a mi habitación desde la cocina. Bajé hecha una furia a la cocina y escribí en mi bloc: "Algo apesta".
—¿Qué cosa? ¿Esto? —Mamá rió—. Vaya, a mí me parece que huele fenomenal.
"Sigues siendo una vieja arpía. ¡Mira que preparar una comida deliciosa sabiendo que no puedo comer!", escribí.
Mamá Masako estaba tan enfrascada en nuestra pequeña discusión que hizo un amago de escribir su respuesta. Le arrebaté el bloc de las manos.
"No necesitas escribir nada. Mis oídos están muy bien".
—Oh, tienes razón. —Y se rió a carcajadas de su despiste.
Le pedí un vaso de leche. Bebí un sorbo y sentí un dolor tan grande que se irradió hasta las puntas de mis cabellos. De modo que me fui a la cama hambrienta. Mis amigas tuvieron el detalle de ir a visitarme, pero me exasperaba no poder hablar con ellas. La verdad es que no lo estaba pasando muy bien. Una amiga acudió con un gran ramo de asteres, que estaban fuera de temporada.
—Gracias —dije—, pero habría preferido algo ligero (un eufemismo que empleamos para referirnos al dinero).
—Eres una ingrata. Con lo que me ha costado traerte estas flores…
—No, me refería a una comida ligera. Estoy muerta de hambre.
—¿Y por qué no comes?
—Si pudiera comer, no me estaría muriendo de hambre.
—Ay, pobrecilla. Pero apuesto a que estos asteres tendrán el poder de hacerte sentir mejor —anunció envuelta en misterio—. No los pagué yo: ALGUIEN me pidió que te los trajese. Así que concéntrate en las flores y veremos qué pasa.
—Lo haré —respondí—. Cuando era niña solía hablar con ellas. Mantuve una seria conversación con las flores, que me dijeron de dónde venían. Yo estaba en lo cierto: me las había mandado el hombre que me había robado el corazón. Lo echaba muchísimo de menos y estaba impaciente por volver a verlo, pero al mismo tiempo le tenía miedo. Cada vez que pensaba en él, una pequeña puerta se cerraba en mi interior y sentía deseos de llorar. No entendía qué me pasaba. ¿Acaso mi sobrino había arruinado mi vida para siempre? ¿Estaba demasiado asustada para mantener una relación con un hombre? Siempre que pensaba en intimar con alguien, recordaba el horrible abrazo de Mamoru y mi cuerpo se paralizaba de miedo. "Mi verdadero problema no está en mi garganta ni en mis riñones. El médico debería haberme operado del corazón".
No tenía con quién hablar de esos sentimientos.