No necesité ver los libros de contabilidad para saber que me había convertido en la maiko más popular de Gion Kobu. Me bastaba con echar un vistazo a mi agenda: tenía compromisos concertados para el siguiente año y medio.
Mi programa de actividades era tan apretado que los clientes tenían que confirmar las reservas un mes antes de la cita y aunque acostumbraba reservarme un par de huecos para emergencias, los llenaba siempre con una semana de antelación. Si me quedaban unos minutos libres en la agenda del día, los ofrecía en el trayecto a casa desde la academia Nyokoba, prometiendo estar cinco minutos aquí y diez allí. Mientras almorzaba, Kuniko apuntaba estos trabajos extra en mi cuaderno de citas.
Prácticamente no tuve un momento libre durante mis cinco años de maiko. Desde los quince hasta los veintiún años, trabajé todos los días de la semana los trescientos sesenta y cinco del año. Nunca me tomaba una jornada de descanso. Trabajaba los sábados y los domingos, en Nochevieja y en Año Nuevo.
Era la única persona de la okiya Iwasaki, y quizá también de Gion Kobu, que no tenía días libres. Pero eso era mejor que no trabajar.
De hecho, no sabía divertirme. A veces salía con amigas, pero estar en público me resultaba agotador. En cuanto salía de casa me convertía en "Mineko de Gion kobe". Mis admiradores me perseguían y yo me sentía obligada a interpretar un papel. De modo que siempre estaba de servicio. Si alguien quería hacerse una foto conmigo, se lo permitía. Si alguien quería un autógrafo, se lo daba. Jamás descansaba.
Temía desmoronarme si no mantenía a todas horas la actitud de una maiko. La verdad es que me sentía mucho mejor en casa sola, pensando, leyendo o escuchando música. Sólo entonces conseguía relajarme de verdad.
Resulta difícil vivir en un mundo donde todos —tus amigos, tus hermanas e incluso tu madre— son tus rivales. Me resultaba desconcertante. No era capaz de distinguir a los amigos de los enemigos y no sabía a quién o qué creer. Como era de esperar, todo esto me afectó psíquicamente y empecé a tener problemas emocionales.
Sufría episodios de ansiedad, insomnio y trastornos del habla.
Sabía que si seguía tomándome las cosas tan a pecho como hasta entonces, acabaría enfermando. Así que decidí volverme más divertida. Me compré un montón de discos de historias cómicas y empecé a escucharlos todos los días. Inventé mis propios chistes para contarlos en los ozashiki. Fingía que la sala de banquetes era un patio de juegos y que yo estaba allí para divertirme.
Lo cierto es que mi plan funcionó, y empecé a sentirme mejor y más capaz de prestar atención a lo que sucedía en la habitación. La danza y las demás disciplinas artísticas se aprenden, pero nadie puede enseñarte a amenizar un ozashiki, pues es algo que requiere cierto talento y muchos años de práctica.
Cada ozashiki es diferente, aunque se celebren dentro del mismo ochaya. Es posible adivinar la posición social de los invitados si se presta atención a la decoración de la habitación. ¿Es caro el lienzo colgado en el tokonoma? ¿Qué clase de vajilla hay en la mesa? ¿Dónde han encargado la comida? Una geiko con experiencia capta estos detalles en cuanto entra en la sala de banquetes y, luego, adapta su conducta a las circunstancias. La educación estética que me dieron mis padres fue un buen punto de partida para aprender.
Lo siguiente que debemos saber es cómo animar el ambiente.
¿Al anfitrión le gusta contemplar un espectáculo de danza, conversar o participar en juegos divertidos? Una vez que llegamos a conocer a un cliente, memorizamos sus gustos y aficiones para atenderlo mejor en el futuro.
A los ochaya no se va sólo para pasar un rato ameno, pues, con frecuencia, también son el escenario de tratos comerciales y discusiones políticas. Un ozashiki proporciona un entorno privado, en el que los asistentes se sienten cómodos y se saben protegidos.
Tía Oima me explicó que la razón de que nuestros adornos del cabello sean puntiagudos es que nos permite valernos de ellos para defender a nuestros clientes de un posible ataque. Y los que están rematados con coral, que se llevan en los meses más fríos, sirven para cerciorarse de que no hay ninguna sustancia peligrosa en el sake: el coral se rompe en presencia de un veneno.
En ocasiones, el servicio más valioso que puede prestar una geiko es confundirse con la pared o, mejor aún, volverse invisible. Si es necesario, se situará cerca de la puerta e indicará al anfitrión que se aproxima alguien con un pequeño movimiento de la mano, cuando se lo piden, informará a cualquiera que se acerque que los invitados no desean que se les moleste.
Una de las tareas especializadas en el salón de té es la que lleva a cabo el okanban o encargado de calentar el sake. El okanban llena la jarra con sake y la pone a calentar dentro de una olla con agua hirviendo. Parece sencillo, pero cada invitado quiere que le sirvan el sake a una temperatura determinada, de manera que la habilidad del okanban estriba en calcular cuántos grados de calor se perderán mientras el sake viaja desde la cocina hasta la sala de banquetes, para lograr que éste llegue a la temperatura adecuada. No es nada fácil A mí me gustaba ir a recoger el sake porque disfrutaba hablando con los okanban, que eran una fuente inagotable de información interesante y confidencial.
Como ya he dicho, las relaciones entre los propietarios de los salones de té y los mejores clientes suelen perdurar durante generaciones. Una de las formas en que los ochaya fomentan la lealtad de los clientes es contratando a los hijos de éstos como empleados temporales. El puesto de ayudante de okanban está muy solicitado.
Así, un joven que está a punto de ingresar en la universidad de Kioto puede solicitar el empleo, recomendado por su padre, para sufragar en parte sus gastos. Todo el mundo sale beneficiado, pues el joven aprende desde dentro el funcionamiento del ochaya, descubre que se requiere mucho esfuerzo para celebrar hasta el más sencillo de los ozashiki y conoce a las maiko y las geiko del local; el padre por su parte, recibe ayuda para instruir a su hijo en el sofisticado mundo de los adultos, y el ochaya, por ende, invierte en un futuro cliente.
Yo seguía esforzándome al máximo en mis clases de baile. Por fin era una bailarina profesional y tenía la impresión de que estaba haciendo verdaderos progresos. Por eso me disgustó sobremanera recibir mi segundo otome.
Sucedió durante un ensayo para los Yukatakai, los bailes de verano en que participa todo Gion Kobu.
Yo tenía diecisiete años. Estábamos practicando un número en grupo cuando, de repente, la gran maestra interrumpió el ensayo y me ordenó salir del escenario. Yo no podía creerlo. No había cometido ningún error. La que se había equivocado era la chica que estaba a mi lado.
Me dirigí hecha una furia a casa para hablar con mamá Masako y estallé:
—¡Ya está bien! ¡Lo dejo! He recibido otro otome y tampoco esta vez ha sido culpa mía.
—Muy bien —respondió mamá Masako de inmediato y sin perder la calma—. Adelante, déjalo. Ni siquiera te equivocaste, ¿no?
¿Cómo se atreve esa mujer a humillarte delante de todo el mundo? ¡Pobrecilla!
Me estaba provocando. Ay, cómo me conocía. Sabía muy bien que yo hacía siempre lo contrario de lo que me indicaba.
—Lo digo en serio, mamá. Voy a dejarlo.
—Es comprensible. Yo en tu lugar haría lo mismo.
—Pero si abandono el baile quedaré mal. Tal vez debería burlarme de todos y seguir yendo. No sé…
—Bueno, es otra opción…
En ese momento entró Yaeko, que había estado escuchando nuestra conversación.
—Esta vez lo has conseguido, Mineko. Nos has avergonzado a todas.
Quería decir que mi deshonra afectaría a todas las geiko asociadas con nuestro linaje.
Pero mamá Masako no le hizo caso.
—Esto no es de tu incumbencia, Yaeko. ¿Te importaría quedarte en la habitación contigua durante unos minutos?
—Claro que es de mi incumbencia. —Yaeko esbozó su habitual sonrisa tensa—. Su mala conducta también me avergüenza a mí.
—No seas ridícula, Yae —rebatió mamá Masako con firmeza—. ¿Me haces el favor de marcharte de aquí?
—¿Desde cuándo te crees con autoridad para darme órdenes?
—Este es un asunto entre Mineko y yo, y quiero que permanezcas al margen.
—Bueno, en tal caso lamento mucho haberte molestado. Lo último que deseaba era entrometerme en tus asuntos y en los de la "querida" Mineko. Como si valiera algo…
Yaeko salió de la habitación, pero sus palabras permanecieron en mi mente. Tal vez debía dejar el baile porque era demasiado incompetente.
—Perdóname, mamá, lo siento mucho. Quizá sea mejor que abandone.
—Lo qué tú decidas me parecerá bien.
—Pero ¿y si Yaeko tiene razón? ¿Y si he deshonrado a nuestra okiya?
—Esa no es una buena razón para dejar el baile. Tú misma lo dijiste hace unos minutos. Si te vas, podrías quedar mal. Yo en tu lugar hablaría con la gran maestra. Averigua lo que piensa. Apuesto a que quiere que continúes.
—¿De veras? Gracias, mamá. Lo haré.
Mamá Masako llamó a madre Sakaguchi, que acudió presta en un coche. Como de costumbre, nuestra delegación se sentó frente a la de la escuela. Todo el mundo saludó con reverencias.
Yo esperaba que madre Sakaguchi defendiera mi inocencia.
—Señora Aiko, debo expresarle cuánto le agradezco que haya reprendido a Mineko: es la clase de crítica que necesita para convertirse en una auténtica bailarina. En su nombre, le ruego con humildad que continúe guiándola y enseñándola.
Como si les hubieran hecho una señal, las integrantes de la comisión Iwasaki hicieron otra reverencia. Yo tardé un segundo más en imitarlas, el tiempo suficiente para pensar: "¿Qué diablos pasa aquí?" Luego lo comprendí: la gran maestra me estaba poniendo a prueba otra vez y utilizaba el otome para estimularme. Quería que entendiese que no había nada más importante que seguir bailando.
Una reprimenda de cuando en cuando no era nada comparado con lo que podría llegar a conseguir o con lo que me arriesgaba a perder. En mi carrera no había sitio para mi arrogancia y mi vanidad de colegiala. En ese instante algo cambió en mi interior y empecé a ver las cosas desde otro ángulo. Me comprometí de verdad con lo que estaba haciendo y me convertí en bailarina.
No sé qué le habría contado mamá Masako a madre Sakaguchi cuando la llamó, ni cómo reaccionó ésta, ni qué le explicó a la señora Aiko antes de que nos reuniésemos todas. Pero con su elocuente demostración de humildad, madre Sakaguchi me transmitió un importante mensaje, pues me demostró que las profesionales resolvían sus diferencias de una manera constructiva y beneficiosa para todos los involucrados. Había visto innumerables ejemplos de esta actitud, pero hasta aquel momento no la entendí. Me sentí orgullosa de la habilidad con que madre Sakaguchi había afrontado el problema. Y, aunque la regañina procediera de la gran maestra, fue madre Sakaguchi quien me dio una auténtica lección.
Aún me faltaba mucho para convertirme en una mujer adulta, pero en aquel momento supe que deseaba ser tan buena persona como las mujeres que me rodeaban. La gran maestra le dio las gracias a madre Sakaguchi por su visita y, seguida por sus ayudantes, la acompañó hasta la puerta.
Poco antes de subir al coche, madre Sakaguchi se inclinó y me susurró al oído:
—Trabaja duro, Mine-chan.
—Sí, lo prometo.
Cuando regresamos a casa registré la okiya y llevé todos los espejos que encontré a mi habitación. Los apoyé en las paredes para verme desde todos los ángulos y empecé a bailar. A partir de ese momento practiqué hasta la extenuación. Me ponía la ropa de danza en cuanto volvía a casa por la noche y ensayaba hasta que era incapaz de mantener los ojos abiertos. Recuerdo que algunas noches dormía apenas una hora.
Era lo más crítica posible conmigo misma, y trataba de analizar todos mis movimientos y de perfeccionar cada gesto. Pero me faltaba algo, un elemento de expresividad. Medité durante largo tiempo la cuestión. ¿Qué podía ser? Por fin me di cuenta de que mi problema no era psíquico sino emocional.
En realidad, mi verdadero problema era que nunca había estado enamorada y, por tal motivo, mi forma de bailar carecía del profundo sentimiento que sólo se consigue después de experimentar una pasión amorosa. ¿Cómo iba a expresar el verdadero amor o su pérdida si no había experimentado ninguna de las dos cosas?
Este descubrimiento me asustó, porque siempre que pensaba en el amor físico recordaba el intento de violación de mi sobrino y mi mente se bloqueaba. Aún podía sentir el terror de aquel momento y temía que aquella experiencia me hubiese afectado de manera irreversible. ¿Había quedado tan traumatizada que jamás podría mantener una relación normal? Pero ése no era el único obstáculo que se interponía entre la intimidad sentimental y yo. Había algo más profundo y con probabilidad más dañino.
El hecho era que no me gustaba la gente. No me había gustado cuando era niña y seguía sin gustarme. Mi aversión por los demás me afectaba tanto en el plano profesional como en el personal y constituía mi mayor deficiencia como maiko. Pero no tenía alternativa y debía obligarme a fingir que todo el mundo me era grato.
Me conmueve mirar atrás y ver esa imagen de mí misma, la imagen de una jovencita inexperta empeñada en gustar y, al mismo tiempo, reacia a que cualquiera se aproximase a ella.
La relación entre los sexos, siempre misteriosa, es desconcertante para la mayoría de los adolescentes, pero yo estaba por completo confundida. Tenía tan poca experiencia con chicos o con hombres que carecía de esa capacidad intuitiva para demostrar afecto sin invitar a la intimidad. Estaba obligada a ser simpática con todos, pero si era demasiado afectuosa el cliente se haría una idea equivocada de mí, y eso era lo último que yo quería. Tardé años en encontrar el equilibrio entre complacer a los hombres y mantenerlos a distancia. Al principio, hasta que aprendí a transmitir las señales apropiadas, cometí muchos errores.
En una ocasión un cliente joven y rico me dijo:
—Me voy a estudiar al extranjero y quiero que vengas conmigo. ¿Alguna objeción?
Me quedé atónita. Anunció sus planes como si ya lo tuviera todo previsto. No supe qué responder.
Los hombres que conocen las costumbres de Gion Kobu entienden las reglas tácitas y rara vez las rompen. Pero cabe la posibilidad de que un individuo más ingenuo de lo habitual, como el cliente en cuestión, interprete mal nuestra amabilidad y la tome como algo personal. No tuve más remedio que hablarle sin tapujos y explicarle que sólo estaba haciendo mi trabajo y que, aunque me resultaba agradable, no había querido darle la impresión de que estaba interesada por él.
En otra ocasión un joven cliente me trajo una muñeca muy cara de su ciudad natal. Estaba tan impaciente por dármela que no pudo esperar al siguiente ozashiki, de modo que se dirigió a la okiya y llamó a la puerta.
Aquello era una flagrante violación de las normas de etiqueta, pero me dio pena, a pesar de que era un hombre bastante desagradable. No podía creer que fuese tan ingenuo como para pensar que tenía derecho a presentarse en mi casa. No obstante, intenté ser amable.
—Muchas gracias, pero no me gustan mucho las muñecas. Por favor, regálela a alguien que la aprecie de verdad.
Pronto se corrió el rumor de que yo detestaba las muñecas.
Una vez, durante un trabajo en Tokio, un cliente me llevó a una tienda de artículos de lujo.
—Elige lo que quieras —me indicó.
Yo casi nunca aceptaba regalos de los clientes, de modo que respondí que me contentaba con echar un vistazo por el local. Vi un reloj que me gustó y murmuré sin darme cuenta:
—Bonito reloj.
Al día siguiente el cliente me lo envió al hotel. Fue un recordatorio de que nunca debía bajar la guardia.
Todos estos incidentes sucedieron cuando tenía entre dieciséis y diecisiete años, y son testimonio de mi inmadurez y de mi inexperiencia. Demuestran lo mucho que me quedaba por aprender. Y eso que a veces la inocencia me ponía en situaciones de lo más embarazosas.
Poco después de convertirme en maiko, durante los festejos de Año Nuevo, me invitaron a la Hatsu gama, la primera ceremonia del té del año, en la Escuela del Té Urasenke, principal baluarte de la corrección estética en Japón. Era un privilegio para mí, y exhibí mis mejores modales ante los distinguidos asistentes.
Las geiko estudiamos la ceremonia del té para imbuirnos del refinamiento que transmite, pero también porque debemos estar preparadas para celebrarla en público durante los Miyako Odori.
En el Kaburenjo hay un enorme salón de té con capacidad para trescientos espectadores. El día señalado, la geiko representa la ceremonia cinco veces antes de cada función, en intervalos de quince minutos, para que puedan verla las mil cuatrocientas cincuenta personas del público. De hecho, sólo prepara té para dos de ellas, los invitados de honor, y a las otras doscientas noventa y ocho las atienden camareras que han preparado la infusión en la antesala. Puesto que toda geiko ha de estudiar esta ceremonia, existe una estrecha relación entre la Escuela del Té Urasenke y Gion Kobu.
Durante la Hatsugama, nos sentamos en fila en el amplio salón y una camarera empezó a pasar de invitado en invitado una copa de aspecto curioso, pues no tenía base. Se asemejaba al soporte de una pelota de golf o a una seta y, puesto que resultaba imposible dejarla sobre la mesa, había que beberse todo su contenido. "Qué divertido", pensé, y cuando me llegó el turno la vacié de un solo trago.
Nunca había probado nada tan repulsivo: pensé que iba a vomitar. Mi cara debió de delatarme, porque la señora Kayoko Sen, la esposa del ex director de la escuela Urasenke, que siempre se mostraba muy agradable conmigo, exclamó divertida:
—¿Qué pasa, Mine-chan? ¿No te gusta el sake?
¿SAKE? Primero hice una mueca de asco y, acto seguido, me invadió el pánico. ¡Acababa de violar la ley! ¡Dios mío! ¿Y sí me arrestaban? Mi padre me había inculcado tal respeto por la ley que me horrorizaba la posibilidad de cometer un delito. "¿Qué voy a hacer ahora?". Pero volvieron a pasarme la taza, así que, como nadie parecía pensar que hubiera nada de malo en ello y dado que no quería hacer una escena delante de tanta gente importante, contuve el aliento y volví a beber. Cuando la fiesta terminó, yo había consumido mucho sake.
Empecé a sentirme rara, pero conseguí bailar sin incidentes. Por la noche asistí al número habitual de banquetes y también salí airosa. Sin embargo, en cuanto llegué a casa, me caí de bruces en el vestíbulo. Hubo un gran revuelo entre las habitantes de la okiya, que me ayudaron a desvestirme y acostarme en el futón.
Al día siguiente me desperté a la seis, como de costumbre, pero de inmediato me sentí avergonzada y llena de odio hacia mí misma.
¿Qué había hecho la noche anterior? No recordaba nada de lo sucedido desde que había salido de la escuela del té. No conservaba ningún recuerdo de los ozashiki a los que había asistido. Deseaba ocultarme bajo tierra y morir, pero tenía que levantarme e ir a clase. Además de quebrantar la ley, cabía la posibilidad de que me hubiese comportado de manera indecorosa. La sola idea se me hacía insoportable y no deseaba ver a nadie. Me obligué a saltar de la cama y a ir a la academia. Tomé mi clase con la gran maestra, pero estaba convencida de que todo el mundo me miraba de forma extraña. Me sentía muy incómoda, así que pedí permiso para faltar al resto de las clases y volví a la okiya. Me encerré en el armario y empecé a balancearme mientras repetía mentalmente, como si fuese un mantra: "Lo siento. Perdóname. No lo haré nunca más".
Hacía bastante tiempo que no me refugiaba en el armario. Permanecí en él toda la tarde y sólo salí cuando se hizo la hora de vestirme para volver al trabajo. Ésa fue la última vez que me permití el solaz de mi escondite infantil, pues jamás volví a encerrarme en un armario.
Ahora me pregunto por qué era tan exigente conmigo misma. Tal vez mi actitud tuviera que ver con mi padre o con la inmensa soledad que sentía. Estaba convencida de que la autodisciplina era la solución para todos los problemas. Creía que ésa era la clave de la belleza.