Al día siguiente fui al ensayo de los Yukatakai, los bailes de verano, y mi vida volvió a la normalidad.
Esa noche asistí a un ozashiki, aunque todavía me sentía débil.
Cuando saludé con una reverencia, un invitado que fingía estar borracho me arrojó al suelo. Caí de espaldas y, antes de que pudiese levantarme, el hombre cogió el dobladillo acolchado de mi quimono y me lo levantó hasta los muslos, dejando al descubierto mis piernas y mi ropa interior. Acto seguido me agarró de los tobillos y me arrastró por el suelo como si fuese una muñeca de trapo. Todos rieron, incluso las demás geiko y maiko que se encontraban allí.
Yo estaba pálida de furia y de vergüenza. Me incorporé, me arreglé las ropas y fui directa a la cocina. Una vez allí, le pedí un cuchillo a una de las criadas, lo puse en una bandeja y regresé a la sala de banquetes.
—¡Muy bien, todos quietos! ¡Que nadie se mueva!
—Por favor, Mine-chan. Sólo estaba bromeando. No pretendía ofenderte.
La okasan llegó corriendo.
—¡Detente, Mine-chan! ¡No lo hagas!
Pero estaba furiosa e hice caso omiso de sus órdenes.
—Quédese donde está —le hablé despacio y con serenidad—. Quiero que todos escuchen atentos lo que tengo que decir: voy a herir a este caballero. Hasta es posible que lo mate. Deben entender que me siento muy humillada.
Me acerqué a mi atacante y le puse el cuchillo en la garganta.
—Apuñala el cuerpo y sanará. Pero lastima el corazón y la herida permanecerá abierta durante toda la vida. Has lacerado mí orgullo. No olvidaré lo ocurrido esta noche mientras viva. Pero no merece la pena ir a la cárcel por alguien como tú, así que te dejaré ir. Sólo por esta vez. De modo que no vuelvas a hacer nada parecido.
Con esas palabras arrojé el cuchillo y lo clavé en el tatami, junto al sitio donde estaba sentado el hombre, y salí de la habitación con la cabeza muy alta.
Al día siguiente, mientras comía en la cafetería de la escuela, una maiko que había presenciado el incidente se sentó a mi lado. No era mucho mayor que yo. Me contó que las geiko habían sido las instigadoras y habían convencido al cliente para que colaborara en sus planes. Añadió que todas habían reído imaginando lo divertido que sería humillarme. La pobre chica se sentía muy mal, pues, si bien no había estado de acuerdo, tampoco había sabido qué hacer.
Mi acceso de furia no logró poner fin al acoso. De hecho, éste empeoró. La hostilidad tomó múltiples formas, algunas más crueles que otras. Por ejemplo, mis accesorios (abanicos, parasoles, varillas para remover el té) desaparecían cada dos por tres. Las demás geiko eran groseras conmigo o no me dirigían la palabra en los banquetes. Incluso ciertas personas llegaron a llamar a la okiya para concertar citas falsas.
El dobladillo del quimono de maiko está acolchado con guata para que la cola tenga la forma y el peso adecuados. Una noche, alguien clavó alfileres en él. Después de pincharme en repetidas ocasiones, regresé a casa y retiré con tristeza veintidós agujas de mi hermoso quimono.
Puesto que estos incidentes no dejaban de repetirse, cada vez me resultaba más difícil confiar en alguien o bajar la guardia. Y cuando cometía un error, el castigo nunca parecía lo suficiente severo. Una noche, al entrar en un ochaya, estaba tan oscuro que no distinguí a la persona con la que me crucé en el pasillo: era la okasan. Se enfureció conmigo porque no la había saludado como debía y me vetó el acceso a su ochaya durante un año. Soporté el hostigamiento como pude y creo que, al final, me convirtió en una mujer más fuerte.
No tenía ninguna amiga entre las chicas de mi edad y sólo algunas geiko mayores, todas seguras de su éxito, se mostraban de lo más atentas conmigo. Eran las únicas que se alegraban de que yo fuese semejante fenómeno.
El sistema de contabilidad de Gion Kobu es muy transparente al traducir en cifras la popularidad de una maiko o geiko. La cantidad de hanadai que gana una mujer demuestra el nivel de demanda de sus servicios, una información que está a disposición del público. No pasó mucho tiempo antes de que mis ingresos superasen a los de todas las demás y además, ocupé esa posición la práctica totalidad de las semanas durante mis cinco años de maiko.
La geiko que más dinero ha ganado durante el ejercicio anterior recibe el reconocimiento público durante la ceremonia de graduación que se celebra cada 7 de enero en la academia Nyokoba. Yo fui homenajeada ya el año de mi debut.
Desde el principio me contrataron para asistir a un número inaudito de ozashiki. Visitaba una media de diez ochaya por noche y asistía en cada uno a cuantos banquetes me era posible, de manera que rara vez pasaba más de treinta minutos en una casa. Con frecuencia permanecía tan sólo cinco minutos en una fiesta y me marchaba para cumplir con el siguiente compromiso.
Debido a mi popularidad, a los clientes les facturaban una hora entera de mi tiempo aunque no estuviese más que unos minutos con ellos. De ese modo, acumulé muchos más hanadai que unidades reales de tiempo trabajadas. Y eso noche tras noche. No dispongo de las cifras exactas, pero calculo que ganaba medio millón de dólares al año. Era mucho dinero en el Japón de los años sesenta. Sobre todo para una adolescente de quince años.
Sin embargo, no me tomaba muy en serio mi trabajo en los ozashiki. Todavía los veía como un escenario donde bailar y no daba mayor importancia al trato con los clientes. Suponía que si yo me divertía, ellos también, y no me desvivía por complacerlos.
Pero con las geiko me sucedía todo lo contrario, pues deseaba su respeto y su amistad, y trataba de congraciarme con ellas. Quería caerles bien, pero, a pesar de mi empeño, nada de lo que hacía daba resultado. Y cuanto más popular era entre los clientes, más se distanciaban ellas de mí. Casi todas, desde las maiko más jóvenes a las geiko más veteranas, me trataban con desprecio y empecé a sentirme frustrada y deprimida. Hasta que tuve una idea genial.
Puesto que sólo podía permanecer en los banquetes unos minutos, quedaba bastante tiempo libre que había que cubrir con otras geiko. En consecuencia, procuraba elegir yo misma a las que me acompañarían, pidiéndole a las okasan de los ochaya que invitasen a determinadas geiko a los ozashiki a los que yo debía asistir. Lo organizaba todo en el trayecto a casa desde la academia Nyokoba.
—Okasan, me preguntaba si esta noche podría pedirle a fulana y a mengana que me ayudasen en el ozashiki con el señor tal o cual…
Entonces la okasan telefoneaba a las okiyas y decía que Mineko había solicitado que fulana, en concreto, trabajase con ella esa noche. Contrataba entre tres y cinco geiko por banquete, de modo que, si se multiplica este número por el de ozashiki a los que yo asistía, se obtiene una cifra respetable. Era trabajo que las geiko no habrían recibido de otra manera, así que la envidia pronto dejó paso a la gratitud.
Cuando sus bolsillos comenzaron a llenarse gracias a mi intervención, no tuvieron más remedio que empezar a tratarme mejor.
El acoso disminuyó poco a poco, lo cual fortaleció mi determinación de permanecer en la cima, pues mi ingeniosa estrategia sólo podía funcionar mientras yo fuese la número uno.
Esta táctica me ayudó con las mujeres, pero no con los hombres.
También tenía que aprender a defenderme de ellos. Con las mujeres intentaba ser amistosa y complaciente, mientras que con los hombres me mantenía firme.
Un día regresaba del santuario Shimogamo, donde había interpretado una danza de Año Nuevo. Era el 5 de enero. Yo llevaba una flecha "para ahuyentar a los demonios", un talismán que venden en los santuarios sintoístas en Año Nuevo, para protegerse de los malos espíritus. Un caballero de mediana edad que caminaba hacia mí, al pasar por mi lado se volvió de improviso y empezó a toquetearme.
Lo cogí por la muñeca y le clavé la flecha de bambú en el dorso de la mano. La punta de la flecha tenía pequeñas muescas. La hundí cuanto pude, hasta que la herida empezó a sangrar. El hombre trató de soltarse, pero yo seguí sujetándole la muñeca con todas mis fuerzas, sin dejar de hundir la flecha. Lo miré con frialdad y le espeté:
—Muy bien, señor, tenemos dos opciones: vamos juntos a la policía o bien jura aquí mismo que jamás volverá a hacerle algo semejante a nadie. Todo depende de usted. ¿Qué elige?
—Le prometo que no lo haré nunca más —respondió de inmediato con voz llorosa—. Suélteme, por favor.
—Quiero que cada vez que sienta la tentación de hacerle daño a alguien mire la cicatriz de su mano y se detenga.
En otra ocasión, mientras Yuniko y yo estábamos andando por la calle Hanamikoji, vi de través que tres hombres que parecían borrachos se acercaban a nosotras y tuve un mal presentimiento. Antes de que pudiera reaccionar, uno de ellos me cogió por detrás y me inmovilizó los brazos. Los otros dos se dirigieron a Yuniko. Yo le grité que corriera y huyó por una callejuela.
Entretanto, el hombre que me sujetaba se inclinó y empezó a lamerme la nuca. Sentí un profundo asco.
—No es una buena idea tontear con las mujeres de hoy en día. Debería tener cuidado —le indiqué, al tiempo que buscaba una vía de escape.
Me obligué a relajar los músculos y él dejó de sujetarme con tanta fuerza. Entonces le cogí la mano izquierda y le mordí la muñeca.
Gritó y me soltó. Le sangraba la mano. Los otros hombres se quedaron atónitos y, al final, los tres huyeron.
Con los labios manchados de sangre, proseguí mí camino pero, cuando estaba a unos pasos de la okiya, vi a un grupo de hombres pavoneándose por la calle, a todas luces tratando de impresionar a las mujeres que iban con ellos. Me rodearon y, acto seguido, mientras me sonreían y me lanzaban miradas lascivas, empezaron a tocarme. Una de las varillas de bambú del cesto que llevaba se había roto y asomaba por el fondo, así que la partí con la mano libre y empecé a sacudirla delante de mis atacantes.
—Os creéis muy listos, ¿no? ¡Idiotas! —Con la punta de la varilla le arañé la cara al más agresivo de los hombres y, viendo que los demás se apartaban, corrí hacia la casa.
Me sucedió algo similar en otra ocasión, cuando un hombre trató de molestarme en el cruce de las calles Shinbashi y Hanamikoji.
Me escabullí de entre sus garras, me quité un okobo de uno de mis pies y se lo arrojé a la cara. Di en el blanco. Otra vez, cuando iba de un ochaya a otro, un borracho me agarró por detrás, me sujetó y tiró un cigarrillo encendido por la parte posterior del cuello de mi quimono. Yo no podía alcanzarme la espalda, así que corrí tras él y lo obligué a quitarme el cigarrillo. Me dolía mucho y me fui a casa con rapidez. Una vez allí, después de desvestirme y mirarme en el espejo, vi que tenía una ampolla grande en el cuello. Cogí una aguja, perforé la piel para que saliese el líquido y volví a aplicarme el maquillaje, procurando que no se notase nada. Conseguí llegar a tiempo a mi siguiente cita. Pero decidí que ya era suficiente y empecé a viajar en taxi a todas partes, aunque sólo tuviera que recorrer trescientos o cuatrocientos metros.
De vez en cuando también tenía problemas en el interior del ochaya. La mayoría de los clientes son perfectos caballeros, pero de tarde en tarde aparece uno que es la excepción a la regla.
Había un hombre en particular que iba a Gion Kobu todas las noches y se gastaba una fortuna en ozashiki. Tenía mala reputación entre las maiko y las geiko, de manera que yo trataba de evitarlo.
Una noche, mientras esperaba una jarra de sake caliente junto a la puerta de la cocina, ese hombre se acercó a mí y empezó a palparme la pechera del quimono.
—¿Dónde tienes las tetas, Mine-chan? ¿Por aquí?
Desconocía si las demás chicas le permitían hacer esas cosas, pero yo no estaba dispuesta a consentírselo.
En la sala del altar, que estaba junto a la cocina, vi unos bloques de madera sobre un cojín, de esos que se usan para marcar el ritmo cuando recitamos sutras y que son bastante pesados. Entré, agarré uno de ellos y me volví hacia el repugnante individuo. Mi aspecto debía de ser amenazador, porque al instante echó a correr por el pasillo. Fui tras él, incluso cuando salió al jardín, a pesar de que iba descalza y arrastraba la larga cola del quimono. Lo perseguí por las dos plantas del ochaya, sin molestarme en imaginar qué pensarían de esa escena los demás clientes. Al final lo alcancé cuando volvimos a pasar junto a la cocina y lo golpeé en la cabeza con el bloque de madera que aún asía. El impacto produjo un ruido sordo.
—¡Le he pillado! —exclamé.
Es curioso, pero dio la casualidad de que ese hombre se quedó calvo poco después.