Capítulo 23

Por desgracia, no todos mis primeros encuentros en el ochaya fueron agradables o instructivos. Una noche me llamaron para que asistiese a un ozashiki y me aseguraron que el anfitrión había insistido en que fuese, pero yo tenía un mal presentimiento. Y no me equivocaba: me aguardaban problemas. En el salón había también una geiko llamada señorita K. Estaba borracha, como de costumbre.

En Gion Kobu, al llegar a un ozashiki, lo primero que hace una geiko es saludar a sus hermanas mayores. De manera que yo hice una reverencia a la señorita K. y le dirigí un atento saludo:

—Buenas noches, onesan. —Luego me volví y le hice una reverencia al cliente.

—Es un placer volver a verte —afirmó él.

Alcé la vista y lo reconocí: era uno de los asistentes al infame banquete en el que había corrido a mirar los muñecos antes de saludar a los invitados. Sólo habían pasado unas semanas, pero en esa breve temporada me habían ocurrido tantas cosas que se me antojaba una eternidad.

—Vaya, parece que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos. Muchas gracias por invitarme esta noche.

La señorita K. interrumpió.

—¿Qué quieres decir? ¿Ha pasado mucho tiempo desde cuándo?

—¿Perdón? —Yo no entendía de qué hablaba.

—A propósito, ¿qué le pasa a tu onesan? ¿Qué problema tiene? Ni siquiera es una buena bailarina. ¿Por qué se comporta como sí fuese superior a todas?

—Si ha hecho algo que te ha ofendido, lo lamento muchísimo.

La señorita K. estaba fumando un cigarrillo, envuelta en una nube de humo.

—¿Lo lamentas? ¿Y qué significa eso? El hecho de que lo lamentes no cambia nada.

—¿Por qué no nos encontramos aquí mañana para discutir este asunto?

Me sentía incómoda y noté que el cliente parecía cada vez más disgustado. No pagaba para oír esas cosas.

Trató de controlar la situación.

—Vamos, vamos, señorita K. He venido aquí para divertirme. Cambiemos de tema, ¿de acuerdo?

Pero ella se negó.

—No. Intento ayudar a Mineko. No quiero que acabe pareciéndose a su horrible onesan.

El cliente hizo otro esfuerzo.

—Estoy seguro de que eso no ocurrirá.

—¿Y usted qué sabe? ¿Por qué no cierra el pico?

Sucedió en ese instante lo que cabía esperar: el cliente se enfadó y alzó la voz.

—¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo?

No se me ocurrió otra manera de salir de aquel lío que seguir disculpándome por la conducta de Yae.

—Te prometo que hablaré de este asunto con Yae de inmediato, onesan. Le diré que estás muy enfadada. Lamentamos haberte molestado.

Y la respuesta que me dio carecía de sentido:

—¿Qué te pasa? ¿No ves que estoy fumando?

—Oh, sí, claro que si. Perdona. Te traeré un cenicero enseguida. —Cuando iba a levantarme, la señorita K. me sujetó del brazo.

—No, está bien. Hay uno ahí. Tiende la mano.

Pensé que iba a darme un cenicero para que lo vaciara. Pero, en lugar de ello, cogió mi mano izquierda y arrojó la ceniza en mi palma. Asía mi muñeca con tanta fuerza que no conseguí zafarme. El horrorizado cliente llamó a la okasan en vista de que la señorita K. seguía negándose a soltarme.

Recordé que tía Oima había insistido una y otra vez en que una auténtica geiko mantenía siempre la calma, pasara lo que pasase.

"Esto es como una práctica espiritual —me dije—. Si pienso que las cenizas están calientes, estarán calientes; si pienso que no existen, no existirán. Concéntrate". Justo cuando la okasan cruzó la puerta, la señorita K. apagó la colilla en la palma de mi mano y me soltó. Sé que parece una exageración, pero ocurrió de verdad.

—Gracias —balbucí, pues no sabía cómo reaccionar—. Vendré a verte mañana.

—Bien. Creo que ahora tengo que irme.

Estaba demasiado ebria para levantarse, de modo que la okasan la sacó del salón medio a rastras, medio en volandas.

Yo pedí permiso para ausentarme y fui a buscar un cubito de hielo a la cocina. Sujetándolo con fuerza en la mano herida, volví a entrar en la habitación y saludé al cliente como si nada hubiera ocurrido.

Hice una reverencia y dije:

—Lamento aquel incidente de los muñecos. Por favor, perdóneme.

El hombre se mostró muy cortés, pero la reunión languidecía.

Por suerte, la okasan regresó de inmediato con varias geiko veteranas y lo bastante hábiles para animar la fiesta.

Yo había cumplido con dos reglas importantes: sé siempre respetuosa con tus hermanas mayores y nunca te enfades ni seas grosera delante de un cliente.

Pero tenía que demostrarle a la señorita K. que su vergonzosa conducta no me había intimidado. Así que al día siguiente tomé la iniciativa y le hice una visita. Tenía la mano vendada y dolorida, pero fingí que no era culpa suya.

—Lamento mucho los problemas de anoche, onesan.

—Vale, está bien. ¿Qué te ha pasado en la mano?

—Oh, soy muy torpe. No miré por dónde iba y tropecé. No es nada. Pero quería agradecerte los consejos que me diste anoche. Los tomaré muy en serio y trataré de seguirlos en el futuro.

—Claro, desde luego. —Era evidente que estaba mortificada y también sorprendida de que yo me comportase como si no hubiera pasado nada—. ¿Quieres una taza de té?

—Eres muy amable, pero debo marcharme. Todavía no he terminado con mis clases de hoy. Hasta pronto.

Yo había dominado la situación. Y la señorita K. no volvió a molestarme.

En los inicios de mi carrera, además de contender con caracteres difíciles, tuve que adaptarme a un programa de actividades riguroso y en extremo exigente, que incluía clases diarias, ozashiki todas las noches y periódicas actuaciones públicas.

Observemos mis primeros seis meses: el 15 de febrero empecé a ensayar para los Miyako Odori; me convertí en maiko el 26 de marzo; los Miyako Odori comenzaron una semana después, el 1 de abril, y se prolongaron por espacio de un mes; luego, en mayo, bailé en una serie de funciones especiales en el teatro Nuevo Kabukiza de Osaka, y en cuanto éstas terminaron, empecé a ensayar otra vez para los Rokkagai, que tendrían lugar en junio.

Estaba impaciente por participar en este festival. Rokkagai, que significa "Los Cinco Karyukai", es la única ocasión del año en que todos los karyukai de Kioto se reúnen y organizan una serie de espectáculos para exhibir los distintos estilos de danza. (Antes había seis karyukai en Kioto. Ahora sólo hay cinco, porque ya no hay actividad en la zona de Shimabara)

Estaba ansiosa por conocer a las demás chicas e imbuirme del espíritu comunitario. Pero me llevé una decepción: en el festival reinó la competitividad y una envidia muy mal disimulada. El orden de aparición de los karyukai se considera una prueba contundente de la clasificación de ese año. Gion Kobu se ahorró las luchas internas, ya que conserva el privilegio de aparecer en primer lugar todos los años, pero de todos modos me entristeció ver la magnitud de las disputas. Esto acabó para siempre con mi fantasía de "la familia unida".

Me estaba convirtiendo muy deprisa en la maiko más popular de Kioto, gracias a lo cual recibía numerosas solicitudes para asistir a ozashiki en otros karyukai de Kioto. La gente que tenía los medios necesarios para permitírselo quería verme, y si la invitación era importante, mamá Masako la aceptaba. Yo no consideraba que hubiese nada de extraño en estas idas y venidas, pues mi ingenuidad me llevaba a creer que todo lo que era bueno para el negocio del karyukai era beneficioso para el conjunto de los que en él se movían.

Pero no todos pensaban lo mismo en Gion Kobu, ya que otras maiko y geiko consideraban que mis actividades fuera de mi karyukai sólo podían calificarse de intrusismo, y preguntaban con malicia:

—¿De qué karyukai has dicho que eras?

Repito que siempre me han gustado las cosas claras y simples, de manera que aquellas intrigas me parecían absurdas. Ahora, con la perspectiva que sólo el paso del tiempo otorga, es fácil, me mantuve al margen porque ya ocupaba una posición ventajosa, pero lo cierto es que en aquel entonces yo no entendía esos conflictos. Y además los detestaba. Traté de utilizar mis influencias para que los representantes de la Kabukai me escuchasen.

En Kioto, uno de los pasatiempos favoritos de los turistas y los periodistas es fotografiar a las maiko. A menudo me acosaban mientras iba de una cita a otra. Un día que me encontraba en la estación de Kioto para tomar un tren con destino a Tokio, descubrí que mi rostro estaba por todas partes y que incluso en los quioscos vendían bolsas con mi retrato para publicitar la ciudad de Kioto. Yo nunca había visto aquella fotografía y, desde luego, no había dado mi autorización para que la usasen. Me indigné. Al día siguiente entré en la sede de la Kabukai hecha una furia.

—¿Cómo se han atrevido a usar una foto mía sin mi autorización? —exclamé.

Yo tenía quince años, pero el hombre que estaba al otro lado del mostrador me habló como si tuviera cuatro.

—Vamos, vamos, Mine-chan, no dejes que esas preocupaciones de adulto entren en tu bonita cabeza. Considéralo el precio de la fama.

Huelga añadir que aquella respuesta no me satisfizo, de modo que regresé al día siguiente, después de clase, y me mantuve firme en mis exigencias hasta que conseguí hablar con el director. Aunque él no se mostró más comprensivo que su subordinado, me aseguró que investigaría el asunto, pero no hizo nada al respecto.

Por desgracia, esta clase de incidentes se repitieron durante años.

Nunca permití que mi creciente insatisfacción interfiriese en mi trabajo. Cuando terminaron las actuaciones de los Rokkagai, a mediados de junio, yo estaba exhausta. Se suponía que debía empezar de inmediato con los ensayos para los Yukatakai, una serie de bailes que la escuela Inoue organiza en verano. Pero mi cuerpo no resistió más y al final me vine abajo.

Sufrí una apendicitis aguda y tuvieron que operarme. Debía pasar diez días en el hospital. Kuniko no se separó de mi lado, aunque dormí de un tirón durante los primeros cuatro días y no recuerdo nada de lo que ocurrió en ese lapso.

Más tarde, Kuniko me contó que había estado repasando mi horario en sueños: "Tengo que estar en el Ichirikitei a las seis en punto y en el Tomiyo a las siete".

Por fin desperté.

El médico que vino a reconocerme quiso saber si había tenido gases.

—¿Gases? —pregunté.

—Si, gases. ¿Han salido ya?

—¿Salir? ¿De dónde?

—Lo que quiero decir es si te has tirado algún pedo.

—¡Por favor! —exclamé, indignada—. Yo no hago esas cosas.

Sin embargo, consulté con Kuniko si había notado algo y me respondió que no había oído ni olido nada. El médico hizo una anotación.

Recibí la visita de mamá Masako.

—¿Cómo te encuentras, pequeña? —se interesó, afectuosa.

Luego sonrió con picardía y añadió-: ¿Sabes?, no debes reír mientras tengas los puntos, porque es muy doloroso. —Se llevó las manos a la cabeza e hizo una mueca de lo más ridícula—. ¿Qué te parece esto? ¿Y esto?

Fue una actuación tan impropia de Masako que me hizo muchísima gracia y me eché a reír a carcajadas. Era incapaz de detenerme y la herida me dolía tanto que se me saltaron las lágrimas.

—Para, por favor —supliqué.

—Siempre que vengo a visitarte estás durmiendo y me aburro. Pero esto ha sido divertido. Tendré que volver.

—No es necesario —repliqué—. Y dile a la gente que deje de mandarme flores.

En mi habitación había tantos ramos que su fragancia ya no resultaba agradable, sino empalagosa. Masako convenció a mis amigas para que en lugar de flores me llevasen manga, los gruesos tebeos que los adolescentes japoneses devoran como si se tratasen de golosinas. Dediqué muchas horas a leerlos, cosa que nunca había podido hacer en casa por falta de tiempo. Permanecí en la cama descansando, leyendo, riendo y sufriendo.

Durante los diez días que pasé en el hospital no perdí la esperanza de que me dejasen salir antes. Hacía años que quería experimentar el ochaohiku, así que decidí intentarlo. La okiya había distribuido prospectos por todo Gion Kobu, anunciando que yo no estaría disponible durante diez días, de manera que no tendría ningún compromiso en todo ese tiempo. Eso me daba la oportunidad de hacer ochaohiku.

Como parte de su trabajo, una geiko se viste cada noche con el traje formal aunque no tenga ningún compromiso, por si la llaman en cualquier momento de un ochaya. La palabra "ochaohiku" hace referencia a los momentos en que la geiko se acicala sin tener adónde ir. En otras palabras, la tienda está abierta, pero no hay clientes.

Mi tiempo había estado reservado todos los días desde que había empezado a trabajar y, por tanto, nunca había podido experimentar el ochaohiku. Pensé que, al menos una vez, debía probarlo. Lo primero que hice fue darme un agradable baño.

Era maravilloso estar en el espacioso cuarto de baño después de mi confinamiento en el hospital. Me protegí la herida para que no se mojase y me metí con satisfacción en la amplia bañera de pino.

Me sumergí con cuidado en el agua humeante y permanecí en remojo hasta que se me arrugó la piel. Luego salí de la bañera y me lavé a conciencia usando un cubo y agua caliente procedente de un grifo de la pared. A continuación me froté todo el cuerpo con un saquito de gasa lleno de salvado de arroz. Este producto contiene una importante cantidad de vitamina B y es magnifico para la piel. Por último, me metí en la bañera para darme un último remojón.

Los miembros de la familia y Kuniko eran los únicos residentes que tenían autorización para entrar en el cuarto de baño. Todos los demás debían usar los baños públicos, como era costumbre en aquellos tiempos. Pocos japoneses podían permitirse el lujo de tener uno en casa.

Relajada por el baño, fui a que me peinaran.

—Pensé que no trabajarías hasta mañana —comentó mi peluquera al verme.

—Ya, pero quería probar el ochaohiku —le expliqué.

Me miró extrañada, pero se avino a peinarme. Llamé al Suehiroya y pedí al encargado de vestuario que fuese a la okiya. Él tampoco me entendió, pero accedió a vestirme. Cuando estuve lista para salir, me senté y esperé. No pasó nada, por supuesto, ya que aún no me había incorporado a mí actividad. Pero aprendí algo importante: no me gustaba estar ociosa. Permanecer sentada con aquel pesado traje resultaba agotador.

"Es mucho más fácil estar ocupada", pensé.