Capítulo 22

Antes de contarles las experiencias difíciles que tuve siendo maiko, quisiera referirme a las más bonitas. Y, al caso, mencionar que conocí a muchas personas maravillosas. Aunque, entre todas ellas, destacan dos en especial.

En primerísimo lugar, el distinguido filósofo y esteta Tetsuzo Tanigawa, a quien tuve ocasión de conocer poco después de mi debut, cuando tuve la suerte de acudir a un ozashiki al que él asistía como invitado.

—Hacia más de cincuenta años que no venía a Gion Kobu —me indicó a modo de presentación.

Supuse que bromeaba, ya que no parecía lo bastante mayor para que aquello fuese cierto. Pero mientras charlaba con él y con su anfitrión, el presidente de una importante compañía de publicidad, me di cuenta de que el doctor Tanigawa debía de tener más de setenta años.

Cuando lo conocí, ignoraba que fuese un hombre importante. Saltaba a la vista que era un erudito, pero no tenía ni una pizca de esnobismo y su actitud afable incitaba a la conversación. Le hice una pregunta y me escuchó con auténtico interés. Reflexionó durante unos instantes y luego me dio una respuesta clara, aguda y precisa.

Entusiasmada, lo interrogué sobre otro asunto. Y de nuevo me respondió con seriedad y sensatez. Me cautivó.

Era casi la hora de mi siguiente compromiso, pero no quería irme. Salí un momento y le pedí a la okasan que, por favor, explicarse que no me encontraba bien y cancelase mi próxima cita, algo que nunca había hecho hasta entonces.

Regresé al ozashiki y seguimos departiendo. Y cuando, llegado el momento de marcharse, el doctor Tanigawa se levantó, le aseguré que había sido un gran placer conocerlo y que esperaba volver a verlo.

—Yo he disfrutado mucho con la conversación —repuso él— y creo que eres una jovencita encantadora. Por favor, considérame un fan tuyo. Y, puesto que debo asistir a una serie de simposios mensuales en esta ciudad, trataré de verte otra vez. ¡Piensa más preguntas para hacerme!

—Será sencillo. Por favor, vuelva cuanto antes.

—Haré todo lo posible. Pero ahora tengo que despedirme.

El doctor Tanigawa había usado la palabra inglesa fan, que estaba muy de moda en aquella época. Aunque la utilizó en sentido genérico, lo cierto es que yo tenía varios clubes de fans, incluso entre las maiko y las geiko de otros karyukai de Kioto, y entre las geishas de otras regiones del país, pues maiko sólo existen en Kioto.

El doctor Tanigawa cumplió su palabra y regresó al cabo de un tiempo.

Durante nuestro siguiente encuentro, le hice preguntas sobre su vida. Respondió de buen grado y aprendí muchas cosas sobre su larga e impresionante carrera.

Era un año mayor que mi padre. A lo largo del tiempo, había enseñado estética y filosofía en distintas universidades de Japón, incluyendo la Facultad de Arte de Kioto, donde mi padre estudió.

Además, había sido director del Museo Nacional de Nara, del Museo Nacional de Kioto y del Museo Nacional de Tokio. ¡Con razón sabía tanto sobre casi todo! También era miembro de la elitista Academia de Arte de Japón y padre de Shuntaro Tanigawa, un poeta tan famoso que hasta yo lo conocía.

Al interesarme por sus estudios académicos, me contó que había decidido ir a la Universidad de Kioto, en lugar de la de Tokio, para estudiar con el gran filósofo Kitaro Nishida. Le encantaban Kioto y Gion Kobu, y los conocía bien porque había estudiado en la ciudad.

Cada vez que me enteraba de que el doctor Tanigawa acudiría al ochaya, cancelaba el resto de mis compromisos para poder dedicarle toda mi atención. Entablamos una amistad que continuaría hasta su muerte, a principios de la década de los años noventa. Y yo consideraba que mis citas con él no eran transacciones comerciales, sino que las veía como una clase con mi profesor favorito.

Lo atosigaba con mis preguntas, pero él me respondía en todo momento con seriedad, en un lenguaje claro y conciso. El doctor Tanigawa me enseñó a pensar, ya que lejos de tratar de imponer sus ideas, me animaba a razonar por mí misma. Manteníamos interminables conversaciones sobre arte y estética, pues como artista, yo deseaba educarme para reconocer la belleza en todas sus formas.

—¿Cómo debo mirar una obra de arte? —quise saber, en cierta ocasión.

—Limítate a ver lo que ves y a sentir lo que sientes —fue su respuesta, franca y sucinta.

—¿La belleza está en los ojos del que mira?

—No, Mineko, la belleza es universal. En este mundo existe un principio absoluto que subyace a la aparición y desaparición de todos los fenómenos. Es lo que llamamos "karma". Es constante e inmutable, y origina valores universales como la belleza y la moral.

Esta enseñanza se convirtió en el concepto básico de mi filosofía personal.

Una noche, mientras el doctor Tanigawa cenaba con el presidente de otra compañía de publicidad, éste inició una conversación sobre estética, usando un sinfín de palabras difíciles.

—¿Cómo debo hablar de una obra de arte para que los demás piensen que soy un entendido? —inquirió el presidente.

"¡Qué pregunta más mezquina!", pensé.

El doctor Tanigawa me sorprendió ofreciéndole la misma contestación que yo había oído de sus labios poco tiempo atrás:

—Limítese a ver lo que ve y a sentir lo que siente.

Yo no podía creerlo. El doctor Tanigawa le daba al presidente de una gran compañía el mismo consejo que a mí, que no era más que una ignorante jovencita de quince años.

Aquello me conmovió hasta lo más hondo de mi ser. "Es un hombre íntegro", pensé.

El doctor Tanigawa me enseñó a buscar la verdad en mi interior y creo que con ello me hizo el mejor regalo de cuantos he recibido en toda mi vida. Yo lo veneraba.

En marzo de 1987, el doctor Tanigawa publicó un libro titulado Dudas a los noventa. Asistí a la fiesta de presentación en el hotel Okura de Tokio, con un centenar de amigos del doctor. Me sentí honrada de que me incluyera entre ellos.

—¿De verdad le quedan dudas todavía? —le pregunté—. ¿A pesar de tener noventa años?

—Hay ciertas cosas de las que nunca podemos estar seguros —aseveró—, aunque vivamos cien años. Eso demuestra que somos humanos.

Durante sus últimos años de vida, yo iba a visitarlo a su casa de Tokio siempre que tenía ocasión. Un día, bromeando, fingí robarle una antigua mosca egipcia de oro.

—Me he comprometido a legar cada pieza de mi colección a un museo, ya que deben estar a la vista del público para que todos podáis conocer cuanto tienen que decir sobre el arte y la cultura. Así que haz el favor de devolverme ese objeto de inmediato, me amonestó.

Para hacerme perdonar por mi embarazoso desacierto, encargué una caja para el amuleto que diseñé yo misma. El exterior era de madera de membrillo chino y el interior de paulonia forrada de seda.

El doctor Tanigawa, encantado con el regalo, guardó el amuleto en ella a partir de ese momento.

El segundo de los hombres que dejó una profunda huella en mi mente juvenil fue el doctor Hideki Yukawa. Era profesor de Física en la Universidad de Kioto y en 1949 había ganado el premio Nobel por predecir la existencia del mesón, una partícula elemental.

También él se tomaba en serio mis preguntas.

El doctor Yukawa solía marearse cuando bebía sake. Una vez se quedó dormido y tuve que despertarlo.

—Despierte, doctor Yukawa. No es su hora de dormir.

Tenía los ojos vidriosos y la cara arrugada.

—¿Qué quieres? Tengo mucho sueño.

—Quiero que me explique cosas sobre la Física. ¿Qué es? Y cuénteme qué tuvo que hacer para ganar ese gran premio. Ya sabe, el Nobel.

Yo era una ignorante, pero él no se rió de mí. Se sentó y, paciente, respondió con todo detalle a mis preguntas. Aunque lo cierto es que no sé si llegué a entender algo.