Siempre me he lamentado de haber tenido que abandonar la educación académica a los quince años. Y no entiendo por qué en el centro Nyokoba no impartían también este tipo de materias. Lo que más me preocupaba era que no enseñasen inglés ni francés. Nos preparaban para entretener a líderes mundiales, pero, por más irracional que parezca, no nos proporcionaban las herramientas necesarias para comunicarnos con ellos.
Poco después de convertirme en maiko fui a la Kabukai y me quejé de que no nos enseñasen lenguas extranjeras. Me sugirieron que contratase un profesor particular, cosa que hice, pero era evidente que no entendían mi posición. Sin embargo, el hecho de ser miembro del karyukai me permitió acceder a una educación inusual que en cualquier otra parte me hubiera resultado difícil recibir. Conocí a muchas personas brillantes y admirables, con algunas de las cuales llegué a entablar una auténtica amistad.
Pero mis fronteras geográficas no se expandieron con la misma rapidez que mis horizontes intelectuales, pues rara vez salía fuera del barrio, ya que mamá Masako resultó ser tan sobreprotectora como tía Oima. Gion Kobu se encuentra al este del río Kamo, la principal vía fluvial de Kioto, y el centro comercial de la ciudad está del otro lado. Pues bien, hasta que cumplí los dieciocho años, no me permitieron cruzar el río ni aventurarme fuera del distrito sin un acompañante.
Mis clientes eran mi único vínculo con el mundo. Fueron mis verdaderos maestros. Una noche me llamaron del ochaya Tomiyo para que asistiera a un ozashiki ofrecido por uno de los clientes habituales, el diseñador de teatro Kayoh Wakamatsu.
Me preparé para hacer mi entrada. Dejé la jarra de sake en la bandeja, abrí la puerta y dije "ookini". Aunque en realidad significa "gracias", solemos usar esta palabra en lugar de "permiso". Estaban celebrando una auténtica fiesta y en la habitación ya se hallaban siete u ocho de mis onesan.
—Has abierto mal la puerta —exclamó una.
—Lo lamento —respondí.
Cerré la puerta y volví a abrirla.
Nadie se quejó.
Dije "ookini" por segunda vez y entré en el salón.
—Has hecho una entrada incorrecta —intervino otra.
—La bandeja no se lleva así —me recriminaron.
—Y esa no es manera de coger la jarra de sake —objetaron.
Empecé a ponerme nerviosa, pero traté de mantener la calma y salí al pasillo, dispuesta a volver a intentarlo.
—¿Qué pasa, Mine-chan? —me preguntó la okasan del Tomiyo.
—Mis amables onesan me están indicando cómo hacer las cosas bien —respondí.
A pesar de que sabía que estaban siendo crueles conmigo, sólo quería averiguar hasta dónde llegarían antes de que interviniera el invitado o la okasan.
—Oh, vamos —concluyó ella—. ¿No te das cuenta de que te están tomando el pelo? Entra y no les hagas caso.
Esta vez nadie pronunció una sola palabra.
El señor Wakamatsu me pidió con delicadeza que le llevase un pincel grande, una barra de tinta y una piedra para moler. Obedecí. Después me pidió que preparase la tinta. Molí la barrita con la piedra y añadí con sumo cuidado la cantidad exacta de agua. Cuando la mezcla hubo adquirido la consistencia adecuada, mojé el pincel y se lo entregué al cliente.
Éste le pidió a la cabecilla del grupo, la señorita S. que se levantase y se colocase delante de él.
La señorita S. llevaba un quimono blanco con un estampado de pinos. El señor Wakamatsu levantó el pincel y, mirándola a los ojos, aseveró:
—Todas habéis tratado de manera vergonzosa a Mineko, pero te hago responsable a ti.
Comenzó a pasar el pincel por la parte delantera del quimono, trazando gruesas rayas negras.
—Ahora marchaos todas. No quiero volver a veros nunca. ¡Fuera de aquí!
Las geiko abandonaron la estancia todas juntas. Y la okasan, al oír el alboroto, acudió corriendo.
—¿Qué ha pasado, Wa-san? —se dirigió al cliente de forma familiar.
—No pienso consentir esta clase de conducta. Por favor, no vuelva a asignarme a ninguna de esas mujeres.
—Desde luego, Wa-san. Lo que usted diga.
Aquella experiencia me causó una profunda impresión. Me entristeció y me alegró a la vez. Me mortificaba que mis onesan fueran capaces de tratarme con tanta crueldad y me preocupaba que pudieran aguardarme incidentes semejantes. Pero con su bondad Wa-san me reconfortó y logró que no me sintiese desamparada. No sólo había notado mi congoja, sino que había hecho todo lo posible para resarcirme del agravio. Era un hombre bueno a todas luces.
Al día siguiente envió al ochaya tres quimonos y tres obi de brocado para la señorita S. Estas acciones le granjearon mi cariño eterno.
Él se convirtió en uno de mis clientes (gohiiki) favoritos, y yo en una de sus maiko preferidas.
Al cabo de un tiempo tuve ocasión de hablar con dos chicas que también lo acompañaban a menudo.
—Si Wa-san es siempre encantador con nosotras tres, ¿por qué no hacemos algo por él? Podríamos regalarle algo.
—Buena idea. Pero ¿qué?
—Pues…
Pensamos durante un buen rato. Al final yo sonreí, había dado con la repuesta:
—¡Ya lo sé!
—¿Qué?
—¡Seremos los Beatles!
Me miraron perplejas.
—¿Qué es un beatle?
—Ya veréis. Confiad en mí, ¿de acuerdo?
Al día siguiente, después de clase, las tres subimos a un taxi y yo le indiqué al conductor que nos llevase a la esquina de Higashioji y Nijo. Mis amigas empezaron a reír como chiquillas en cuanto nos detuvimos delante de la tienda, un establecimiento donde vendían pelucas. Dado que Wa-san era del todo calvo, me pareció que una peluca seria un excelente regalo. No paramos de reír mientras elegíamos y, por fin, nos decidimos por una rubia. Nos preguntábamos dónde insertaría las horquillas para sujetarla.
Poco tiempo después Wa-san nos contrató para un ozashiki. Llenas de entusiasmo, entramos en la sala con el regalo y lo colocamos delante de él. Saludamos con una reverencia formal y una de mis amigas pronunció el pequeño discurso que yo había preparado:
—Wa-san, muchas gracias por su amabilidad. Le hemos traído algo para expresarle nuestra gratitud. Por favor, acéptelo como una muestra del afecto que sentimos por usted.
—¡Oh, vaya! ¡No deberíais haberos molestado!
Desenvolvió el enorme manojo de pelos sin saber al principio qué era aquello, pero la peluca recuperó su forma cuando la levantó. Con ella en la cabeza, preguntó sonriente:
—¿Cómo me queda?
—¡Fenomenal! —coreamos—. ¡Le sienta muy bien!
Le dimos un espejo.
Uno de los invitados de Wa-san llegó en medio del alboroto.
—¿Qué pasa? —quiso saber—. ¡Qué animado está esto hoy!
—Bienvenido, señor O. —exclamó Wa-san—. Acérquese y únase a la fiesta. ¿Qué opina de mi nuevo aspecto?
Todas miramos al señor O. ¡Su peluquín había desaparecido!
No podíamos apartar la vista de su cabeza. Al constatar la desnudez de su cráneo, se cubrió sin pensarlo con el periódico que llevaba en la mano y bajó la escalera corriendo. Regresó al cabo de veinte minutos.
—¡Qué susto! —anunció—. Se me había caído en la puerta del hotel Miyako. —El peluquín lucía de nuevo en su cabeza, aunque algo torcido.
Al día siguiente Wa-san pidió verme otra vez. Lo acompañaban su esposa y sus hijos.
—Muchas gracias por el espléndido regalo que le hicisteis a mí marido —exclamó la mujer, complacida—. Hacía años que no estaba de tan buen humor. Como muestra de agradecimiento, me gustaría invitarte a mi casa algún día. ¿Por qué no vienes una noche a cazar luciérnagas?
Yo me sentía abrumada por el revuelo que había causado nuestro pequeño obsequio.
Uno de los errores más extendidos sobre el karyukai es que en él sólo se ofrecen servicios a los hombres. Y no es verdad, pues las mujeres también dan ozashiki y, con frecuencia, asisten a ellos como invitadas.
Es cierto que la mayoría de nuestros clientes son hombres, pero a menudo conocemos a sus familias. Así, mis clientes llevaban con regularidad a sus esposas y a sus hijos a visitarme en el ochaya o a verme bailar. Las mujeres disfrutaban sobre todo con los Miyako Odori y solían invitarme a su casa en ocasiones especiales, como el día de Año Nuevo. Era habitual que un hombre presidiera un solemne ozashiki de negocios, rodeado de ejecutivos, mientras su esposa y sus amigas se divertían en la habitación de enfrente. En tales ocasiones, yo me despedía de los caballeros en cuanto el protocolo me lo permitía y luego cruzaba feliz el pasillo para reunirme con las señoras.
En muchos casos conocía a toda la familia. Algunos clientes organizaban ozashiki para celebrar reuniones familiares, en especial en fechas próximas al Año Nuevo. O lo ofrecía un abuelo en honor a su nieto recién nacido y, entonces, mientras los orgullosos padres se divertían, las geiko nos disputábamos el privilegio de coger al niño en brazos. A veces afirmábamos en broma que los ochaya eran restaurantes familiares de categoría.
Como ya he dicho, la cultura del karyukai fomenta las relaciones duraderas, basadas en la confianza y la lealtad. Con el tiempo suelen establecerse vínculos muy estrechos entre el ochaya, un cliente habitual —hombre o mujer— y sus geiko favoritas.
Es posible que cuanto se hable y se haga en la intimidad de un ozashiki resulte por completo ajeno al del mundo exterior, pero las amistades que nacen en su transcurso son del todo reales. Yo me inicié tan joven que, con los años, entablé relaciones muy sólidas con mis clientes fijos y sus familiares.
Tengo buena memoria para las fechas, de modo que me hice famosa por recordar los cumpleaños de mis clientes y de sus esposas, y sus aniversarios de boda. En cierto momento llegué a retener las de más de cien gohiiki. Incluso guardaba una colección de regalos por si uno de mis clientes masculinos olvidaba una fecha importante y no tenía nada que llevarle a su mujer.