Durante años me había considerado una persona ocupada, pero ahora tanta actividad comenzaba a desbordarme. Entre las clases en el Nyokoba, los ensayos para las funciones públicas y la asistencia diaria a los ozashiki no tenía tiempo ni para respirar. Mi jornada empezaba al amanecer y no terminaba hasta las dos o las tres de la mañana del día siguiente.
Programaba el equipo de música para que me despertase a las seis con una pieza clásica o con un texto declamado y lo escuchaba un rato antes de levantarme. Lo primero que hacía era practicar el baile que estaba estudiando, con el fin de concentrarme en las tareas que tenía por delante. Era una vida inusual para una adolescente de quince años.
Además, los chicos no me interesaban: Mamoru se había encargado de ello. De modo que podía decirse que Gran John era mi único amigo, pues tampoco confiaba lo suficiente en mis compañeras para tratar de intimar con ellas. Lo cierto es que sólo pensaba en mí carrera.
Jamás desayunaba, porque hacerlo perturbaba mi concentración. Salía hacia el Nyokoba a las ocho y diez.
Permítanme que les cuente cómo nació el Nyokoba:
En 1872, un barco peruano llamado María Luz atracó en el puerto de Yokohama. Transportaba a un grupo de esclavos chinos, que consiguieron escapar y pidieron asilo al gobierno Meiji. Este, alegando que Japón no reconocía la esclavitud, los dejó libres y los repatrió a China, lo que suscitó airadas protestas de las autoridades peruanas, que acusaron a Japón de tener su propio sistema de esclavitud encubierto, ya que autorizaba a las mujeres a trabajar en barrios dedicados al placer.
El gobierno Meiji, que estaba empeñado en probar a todo el mundo que Japón era un país moderno, se mostraba sensible en extremo ante la opinión internacional. Por lo tanto, y a fin de acallar a los peruanos, promulgó la Ley de Emancipación, que abolía las condiciones de servicio (nenki-boko) que regían el trabajo de muchas mujeres. Pero, en el proceso, los papeles de las oiran (cortesanas) y las geishas (animadoras) comenzaron a vincularse y acabaron por confundirse, un error que sigue vigente.
Tres años después, en 1875, el asunto se trató de forma oficial ante un tribunal internacional presidido por el zar de Rusia. Era la primera vez que Japón se veía inmerso en un litigio sobre derechos humanos y, aunque ganó el juicio, era demasiado tarde para corregir la falsa idea de que las geiko eran esclavas.
En respuesta a la Ley de Emancipación, Jiroemon Sugiura, propietario de novena generación del ochaya Ichirikitei; Inoue Yachiyo III, iemoto de la escuela Inoue; Nobuatsu Hase, gobernador de Kioto, y Masanao Uemura, concejal, fundaron la asociación Compañía de Formación de Mujeres Profesionales de Gion Kobu, cuyo nombre abreviado es Kabukai o asociación de artistas. El objetivo de esta organización era promover la autosuficiencia, la independencia y el bienestar social de las mujeres que trabajaban como artistas y animadoras. Su lema era: "Vendemos arte, no cuerpos".
El distrito de Gion Kobu está regido por un consorcio formado por tres grupos: la Kabukai (asociación de artistas), la asociación de ochaya y la asociación de geiko.
El consorcio fundó una escuela vocacional para educar a las geiko. Antes de la guerra, las niñas, que iniciaban su formación profesional a los seis años (o cinco, según los criterios actuales), estaban autorizadas para ingresar en esta escuela una vez que terminasen el cuarto curso de la escuela primaria. Razón por la que, en aquella época, una niña podía ser maiko o geiko a los once o doce años. Tras la guerra, en 1952, la escuela se convirtió en una fundación educativa y cambió su nombre por el de Academia Yasaka Nyokoba. Como consecuencia de una reforma educativa, ahora las chicas están obligadas a acabar el primer ciclo de enseñanza secundaria antes de ingresar en la academia Nyokoba, de manera que no llegan a ser maiko hasta que han cumplido los quince.
La academia Nyokoba, ubicada en un edificio anexo al teatro Raburenjo, enseña todas las disciplinas que debe dominar una geiko: danza, música, comportamiento, artes florales y la ceremonia del té. Entre sus profesores se cuentan los artistas más importantes de Japón. Incluso a muchos miembros del claustro se les declaró "tesoros nacionales vivientes" (como la iemoto) o "notables culturales". Por desgracia, la escuela no imparte asignaturas académicas.
Salí de casa a las ocho y diez con intención de llegar a la academia Nyokoba a las ocho y veinte, ya que la gran maestra se presentaría a las ocho y media. De ese modo, tendría diez minutos libres para prepararle los útiles de clase y una taza de té. No pretendía congraciarme ni adularla por propio beneficio, sino tan sólo procurar que todo estuviera listo para que me diera la primera clase.
Tenía dos clases de danza al día, la primera con la gran maestra y la segunda con una de las pequeñas maestras. Si no conseguía que la iemoto me diese la suya temprano, no me alcanzaría el tiempo para cumplir con el resto de obligaciones. Además de la segunda clase de danza, debía estudiar música, danza nó y la ceremonia del té.
Y tenía que lograr que me quedase un rato libre para hacer las visitas de rigor antes de volver a comer a la okiya.
Esas visitas formaban parte de mi trabajo. En aquella época había alrededor de ciento cincuenta ochaya en Gion Kobu y aunque el grueso de mi actividad profesional se desarrollaba en unos diez, yo mantenía tratos comerciales con cuarenta o cincuenta. Por tal motivo, cada día trataba de visitar el mayor número posible de establecimientos. Iba a dar las gracias a los propietarios de los ochaya donde había estado la noche anterior y confirmaba mis citas para la jornada. No soportaba estar de brazos cruzados, de forma que, en las raras ocasiones en que me quedaba un hueco libre, trataba de concertar yo misma una cita.
Comíamos a las doce y media. Unas veces tenía que estar preparada para salir a las tres y, otras, a las cinco o las seis. En ocasiones debía posar para un fotógrafo por la mañana (entonces llevaba el traje a clase) o viajar para participar en un espectáculo en una ciudad lejana. Pero incluso cuando salía de Kioto, trataba de regresar a tiempo para trabajar por la tarde.
Me obligaba a trabajar todo lo humanamente posible, pues a mi juicio aquélla era la única forma de llegar a ser la número uno. Entraba y salía de la casa tan a menudo que la familia me apodó "la paloma mensajera". Todas las noches asistía a tantos ozashiki como el tiempo me permitía y no regresaba a la okiya hasta la una o las dos de la madrugada. Mi agenda contravenía por completo las leyes de trabajo infantil, pero no me importaba.
Cuando por fin llegaba a casa, me ponía un quimono informal, me desmaquillaba y practicaba lo que había aprendido en las clases de danza de la mañana, para no olvidarlo. Luego me daba un agradable baño caliente y leía durante un rato para relajarme. Rara vez me dormía antes de las tres de la madrugada.
Resulta difícil mantener un ritmo de vida semejante durmiendo sólo tres horas diarias, pero, de alguna manera, yo me las apañaba.
Me parecía indecoroso que una maiko durmiese en público, así que nunca echaba una cabezada cuando llevaba el traje formal, ni siquiera durante mis viajes en avión o en el tren de alta velocidad. Ésa era la parte más penosa de mi trabajo.
Un día fui a ver un desfile de quimonos en unos grandes almacenes. Ya que no iba vestida de maiko, me permití bajar la guardia y de tan agotada como estaba, me dormí de pie. Pero no cerré los ojos. Los mantuve abiertos de par en par.