Capítulo 18

Esa noche asistí a mi primer ozashiki; el invitado de honor era un caballero occidental. El traductor le explicó que yo era una aprendiz de maiko, y que aquélla era mi primera aparición en público. Entonces, él se volvió para hacerme una pregunta y le respondí lo mejor que pude en mi inglés de colegiala.

—¿Alguna vez ves películas americanas?

—Sí.

—¿Conoces el nombre de los actores?

—Conozco a James Dean.

—¿Y el de los directores?

—Sólo el de uno. Se llama Elia Kazan.

—Vaya, gracias. Yo soy Elia Kazan.

—¡No! ¡Bromea! ¿De veras? ¡No lo sabía! —exclamé en japonés.

En aquella época se había hecho muy popular la canción principal de Al este del Edén y todo el mundo la cantaba. Tuve la impresión de que aquél era un prometedor comienzo para mi carrera.

Pero pronto asomó una nube en el horizonte, pues el traductor le explicó al señor Kazan que yo quería ser bailarina y él quiso saber si podía verme actuar. Aquello se apartaba de lo establecido, dado que aún no había hecho mi debut formal, pero accedí y mandé a buscar una jikata para que me acompañara.

Las dos nos reunimos en la habitación contigua para prepararnos.

—¿Qué quieres bailar? —me susurró.

Mi mente estaba en blanco.

—Eh, mm… —balbuceé.

—¿Qué tal Gionkouta, "La balada de Gion"?

—No la sé.

—Pues, ¿las estaciones de Kioto?

—Tampoco la he aprendido.

—¿Ake bono, "Amanecer"?

—No. No la sé.

—Eres la hija de Fumichiyo, ¿no? Deberías ser capaz de bailar algo.

Se suponía que debíamos hablar en voz baja, pero la de ella estaba subiendo de tono. Temí que los clientes nos oyeran.

—Este es mi primer banquete y no sé qué bailar. Por favor, decide por mí.

—¿Quieres decir que aún no has empezado a ensayar las danzas de las maiko? —Negué con la cabeza—. Vaya, en ese caso tendremos que hacer lo que podamos. ¿Qué estás aprendiendo ahora?

Recité la lista:

—Shakkyou, "La historia de un león y sus crías"; Matsuzukushi, "La historia de un pino"; Shisha, que narra la historia de una contienda entre cuatro acompañantes del emperador, montados en carros de bueyes; Nanoha, "La historia de una mariposa y una flor de berza"…

Pero ninguno de esos bailes está en el repertorio de una maiko.

—No he traído mis partituras y no sé si recordaré esas piezas de memoria. ¿Sabes bailar La carroza imperial? —Atinó por fin la jikata.

—Sí. Intentémoslo con esa.

No tenía mucha confianza en que mi acompañante recordase la canción y, en efecto, cometió varios errores. Por mi parte, yo estaba hecha un manojo de nervios, pero el público no pareció advertirlo y se mostraron todos encantados con mi actuación. Terminé agotada.

Mi segunda incursión en el mundo de las geiko no resultó tan accidentada como la primera. Fui capaz de andar con la cabeza más erguida que el día anterior y llegué al Fusanoya a tiempo.

En el ochaya habían aceptado una invitación en mi nombre para una cena en el restaurante Tsuruya, en Okazaki. Las geiko no se limitan a entretener a sus clientes en los ochaya, sino que también trabajan en reuniones privadas en restaurantes y hoteles de lujo. La okasan del Fusanoya me acompañó.

Es costumbre que la geiko con menor experiencia entre en la sala de banquetes antes que nadie. Así pues, la okasan del Fusanoya me indicó lo que debía hacer:

—Abre la puerta, lleva la jarra de sake y saluda a los invitados con una reverencia.

En cuanto abrí la puerta llamaron mi atención los magníficos muñecos que había expuestos sobre una tarima, situada cerca de la pared del fondo. Estas figuras en miniatura de la corte imperial son típicas de la celebración del Día de la Niña, que tiene lugar a principios de primavera. Sin detenerme a pensar, pasé por delante de los diez invitados y me dirigí hacia los muñecos.

—Son maravillosos —exclamé embelesada.

La okasan del Fusanoya, contrariada, me reprendió.

—¡Mineko! ¡Sirve a los invitados! —susurró con voz grave.

—Ay. Desde luego.

Pero no tenía la jarra en la mano. Miré alrededor y la localicé junto a la puerta, donde la había dejado. Por suerte, mi torpeza no sólo no molestó a los invitados, sino que les hizo gracia. He oído que algunos de los asistentes a aquella cena todavía ríen cuando recuerdan el incidente.

Todas las tardes me vestía con mi traje e iba al Fusanoya y, de no haber algún compromiso, cenaba con la okasan, el otosan y la hija de ambos, Chi-chan, en el salón del ochaya. Después, jugábamos a las cartas hasta que se hacían las diez, la hora en que debía volver a la okiya.

Una noche recibimos una llamada de la okasan del ochaya Tomiyo, que requería mi presencia. Nada más llegar, la okasan me hizo pasar a la sala de banquetes, en la que había un escenario y, sobre él, al menos quince maiko alineadas hombro con hombro. Me ordenaron que me uniese a ellas pero, en un acceso de timidez, traté de pasar desapercibida colocándome justo en la sombra de una columna.

En el centro de la estancia había diez personas sentadas. Una de ellas se dirigió a mí:

—Disculpadme todas. Tú, la que está junto a la columna: da un paso al frente. Siéntate. Ahora levántate. Ponte de perfil.

Yo no entendía qué se proponía, pero hice lo que me ordenó.

—Genial —se congratuló—. Es perfecta. La usaré como modelo del cartel de este año.

Aquel individuo era el presidente de la Asociación de Vendedores de Quimonos y tenía suficiente poder para decidir quién sería la modelo que aparecería en el cartel anual. Estas imágenes gigantescas —de un metro por casi tres— se cuelgan en todas las tiendas de quimonos y accesorios de Japón. No hay maiko que no sueñe con recibir un honor semejante.

Pero ya habían elegido a la modelo del cartel de ese año, así que no entendí de qué hablaba aquel individuo.

Regresé al Fusanoya.

—Madre, tengo que posar para una fotografía.

—¿Qué fotografía?

—Detesto estas complicaciones. Me gustan las situaciones claras y sencillas.

Si hubiera sabido lo que me aguardaba…

Las palabras de la okasan no fueron más que un dulce presagio el terrible tormento que estaba destinada a sufrir durante los cinco años siguientes.

Empezó a la mañana siguiente, cuando llegué a clase. Nadie me hizo el menor caso. Absolutamente nadie.

Resultó que el presidente de la Asociación de Vendedores de Quimonos había rechazado a la chica que había escogido en un principio para darme el trabajo a mí y todas mis compañeras estaban furiosas conmigo porque pensaban que había alcanzado una posición privilegiada demasiado pronto, ya que ni siquiera era maiko todavía. Hasta las chicas que consideraba amigas me retiraron la palabra. ¡Y yo no había hecho nada malo!

—Mine-chan, creo que debemos mantener una pequeña charla. Padre me ha dicho que te han escogido para la foto central del programa de los Miyako Odori. Es un privilegio, ¿sabes? Y ahora resulta que te han elegido para otra fotografía. No pretendo restar brillo a tan buenas noticias, pero debes saber que me preocupa la posibilidad de que despiertes envidias. Quiero que vayas con cuidado, pues las jóvenes pueden ser muy malas.

—Si es tan importante, que lo haga otra. A mi me da igual.

—Me temo que las cosas no funcionan de esa manera.

—Pero no deseo que las demás chicas sean malas conmigo.

—Lo sé, Mineko. No es mucho lo que puedes hacer para evitarlo, pero me gustaría que, al menos, tomases consciencia de que te envidian. No permitas que te pillen desprevenida.

—No comprendo.

—Ojalá pudiera explicártelo mejor.

Pero pronto descubrí que eso no importaba. Como en muchas sociedades femeninas, en Gion Kobu abundan las intrigas, las puñaladas por la espalda y las relaciones competitivas. Así como la rigidez del sistema hizo que me sintiese frustrada durante años, la rivalidad me causó una profunda tristeza.

Aún no entendía que una persona quisiera herir de forma intencionada a otra, en especial si ésta no había hecho nada para perjudicarla. Traté de ser pragmática y discurrí un plan. Trabajé durante días, procurando dar cabida en él a todas las posibilidades.

¿Qué podían hacerme esas jóvenes resentidas? Y ¿cómo reaccionaria yo? Si una de ellas estaba a punto de hacerme una zancadilla, ¿levantaría ésta la pierna lo bastante alto para que yo no pudiese alcanzarla?

Se me ocurrieron algunas ideas. Y, por fin, decidí que, en lugar de rendirme ante la envidia y restar importancia a mis habilidades, me esforzaría por llegar a ser la mejor de las bailarinas. Trataría de trocar la envidia en admiración y, entonces todas querrían emularme y ser amigas mías. Juré que estudiaría como nunca y que practicaría durante más horas todavía. ¡No cejaría en mi empeño hasta convertirme en la número uno!

Tenía que conseguir que todo el mundo me apreciara.

Así pues, si pretendía ganarme el afecto de todos, lo primero que debía hacer era identificar mis debilidades y corregirlas.

Me tomé este objetivo muy en serio, como sólo se lo tomaría un adolescente.

Aunque mis días y mis noches estaban repletos de actividad, aprovechaba cualquier instante libre para la introspección. Me sentaba en la oscuridad del armario o en el silencio de la sala del altar y meditaba. Hablaba con tía Oima.

He aquí algunos de los defectos que descubrí en mí:

—Soy temperamental en exceso.

—Cuando he de tomar una decisión difícil, a menudo hago lo contrario de lo que deseo.

—Suelo precipitarme y me gusta terminar las cosas de inmediato.

—No tengo paciencia.

Y ésta es una lista parcial de mis soluciones:

—Debo mantener la calma.

—He de ser más perseverante.

—Mi rostro tiene que expresar dulzura y amabilidad, como el de tía Oima.

—Es necesario que sonría más.

—Es preciso que sea más profesional. Lo cual significa que he de asistir a más ozashiki que cualquier otra. Por tanto, jamás rechazaré una reserva, me tomaré mi trabajo con seriedad y lo haré bien.

—Debo ser la número uno.

Estas metas se convirtieron en mi credo.

Tenía quince años.