Capítulo 17

La estética de los ochaya procede de la tradicional ceremonia japonesa del té, una difícil disciplina artística que sería más correcto traducir por "el camino del té".

Este ceremonial es un intrincado ritual de normas fijas que no celebra sino el simple acto de disfrutar de una taza de té en compañía de amigos, una agradable forma de descansar de las preocupaciones cotidianas. De modo que se requiere un exceso de artificio para producir el efecto de simplicidad que manifiesta. Así, todos los objetos artesanales que se utilizan en él y el propio salón de té son obras de arte creadas con el máximo esmero. El anfitrión sirve en tacitas la infusión a sus invitados con una serie de movimientos coreografiados y ensayados hasta en el mínimo de sus detalles y nada queda al azar.

Y lo mismo ocurre en el ochaya, pues también allí se hace todo lo posible para garantizar a los presentes una experiencia maravillosa. No se pasa por alto ningún pormenor. El acto que se celebra en el ochaya se denomina "ozashiki", un término que traducido libremente significa "banquete" o "cena", pero que también es el nombre de la estancia donde tiene lugar.

Durante el ozashiki, el anfitrión y sus invitados disfrutan de la mejor cocina, de unos momentos de tranquilidad, de una conversación amena y de los elegantes espectáculos que ofrecen los ochaya.

Dura varias horas, se lleva a cabo en un salón privado y dispuesto de forma impecable y, al igual que la ceremonia del té, constituye un medio para evadirse de los problemas cotidianos. El ochaya proporciona el espacio, y las maiko y las geiko actúan como catalizadores, pero lo que determina la tónica de la velada es el refinamiento de los invitados.

Y es que una persona sólo puede convertirse en cliente de un ochaya mediante la recomendación personal de otra, ya que no es posible acceder al local sin más. Así, son los clientes que ya gozan de cierto prestigio en el karyukai los que presentan a los nuevos, lo cual supone en sí un proceso de selección. Por ello puede afirmarse, casi con rotundidad, que cualquiera que disponga de los medios para celebrar un banquete en un ochaya de Gion Kobu es una persona de confianza, refinada y culta. No es inusual que los padres lleven con ellos a sus hijos, como si esto formase parte de su educación. Por lo tanto, a veces la relación de una familia con un ochaya determinado se remonta a varias generaciones atrás.

Cada persona que frecuenta Gion Kobu mantiene un estrecho vínculo con un ochaya concreto. En ocasiones, y aunque no es frecuente, el cliente acude a dos establecimientos, a uno para los compromisos de negocios y a otro para las reuniones informales.

Suelen crearse fuertes lazos entre el ochaya y sus parroquianos, muchos de los cuales ofrecen ozashiki al menos una vez a la semana. De la misma manera, los clientes establecen relaciones sinceras con las geiko que más admiran. Y nosotras por nuestra parte llegamos a conocer muy bien a nuestros clientes habituales. Algunas de mis amistades más queridas se iniciaron durante un ozashiki. Mis clientes favoritos eran profesionales expertos en un campo u otro del conocimiento y yo disfrutaba sobre todo de los banquetes donde aprendía algo.

Apreciaba tanto a ciertos clientes que, por muy ocupada que estuviese, siempre conseguía hacerme un hueco para asistir a sus ozashiki. A otros los evitaba a toda costa. Lo importante, sin embargo, es que a la geiko se la contrata para que entretenga al anfitrión o anfitriona del ozashiki y a sus invitados, ya que su misión es complacer a la gente. En cuanto entra, debe acercarse a la persona que esté sentada en el lugar de honor y entablar conversación con ella.

Con independencia de lo que sienta en esos momentos, su expresión ha de manifestar: "Estaba impaciente por hablar con usted". Si su rostro refleja que no soporta a ese individuo, no merece ser una geiko, ya que su trabajo consiste en descubrir algo agradable en todo el mundo.

A veces me veía obligada a ser atenta con personas que me resultaban físicamente repulsivas. Y no resultaba fácil, porque la repulsión es un sentimiento difícil de disimular. Pero los clientes habían pagado por mi compañía y lo menos que podía hacer era tratarlos con cortesía. Uno de los principales retos de esta profesión es aprender a ocultar lo que a una le agrada o le disgusta bajo una máscara de amabilidad.

En los viejos tiempos, los clientes solían ser aficionados a las artes y estudiantes de shamisen o de las danzas tradicionales japonesas. En consecuencia, estaban educados para comprender lo que veían y ansiosos por mantener animadas conversaciones sobre arte, una disciplina en la que destacan las maiko y las geiko. Por desgracia, en la actualidad la gente adinerada ya no tiene tiempo ni interés para dedicarse a esas aficiones. No obstante, la belleza y el talento de las maiko y las geiko se sostienen por sí solos, y cualquiera es capaz de apreciarlos.

Las conversaciones que tienen lugar en los banquetes abarcan una amplia variedad de temas, y se espera que las geiko estén versadas en la actualidad política y la literatura contemporánea, así como en disciplinas artísticas tradicionales como la ceremonia del té, los arreglos florales, la poesía, la caligrafía y la pintura. Los primeros cuarenta o cincuenta minutos de un banquete suelen dedicarse a placenteras charlas sobre estos temas.

Las naikai o camareras sirven el banquete con ayuda de las criadas, aunque las encargadas de servir el sake son las geiko. Huelga decir que la comida debe ser excelente. En los ochaya no se cocina, de manera que los platos se encargan a uno de los muchos restaurantes o servicios de comidas preparadas (shidashi) del barrio, que preparan el festín de acuerdo con los gustos y las posibilidades económicas del anfitrión.

Lo cierto es que un banquete en un ochaya no sale barato, pues un ozashiki cuesta unos quinientos cincuenta dólares por hora, una cantidad que sólo incluye el uso del local y los servicios del personal, pero no la comida ni la bebida, ni los honorarios de las geiko.

Los gastos que genera una fiesta de dos horas, con una cena completa para varios invitados y la presencia de tres o cuatro geiko, alcanzan con facilidad los dos mil dólares.

El ochaya ha de satisfacer los exigentes gustos de los clientes de las esferas más altas de la sociedad japonesa e internacional. Inspirados en sus orígenes en la refinada estética de la ceremonia del té, los ochaya representan lo más sublime de la decoración y la arquitectura japonesas. De este modo, cada habitación tiene un suelo de tatami, una tokonoma, un lienzo adecuado al mes en curso y un arreglo floral dispuesto en el jarrón apropiado, detalles todos ellos que siempre se cambian para hacer que se adapten a los requerimientos de cada cliente.

Llegado el momento, las geiko ofrecen una actuación. La maiko o geiko tachikata bailará y la geikojikata tocará el shamisen o cantará. Después, la conversación suele derivar hacia temas artísticos. La geiko cuenta una historia divertida o dirige al grupo en un juego relacionado con la bebida.

Los honorarios de una geiko se calculan por unidades de tiempo, casi siempre de quince minutos cada una, conocidas con el nombre de hanadai, que significa "dinero de flor", que más tarde se facturan al cliente. Además de pagar los hanadai, los clientes suelen dejar una propina en metálico (goshugi). La introducen en pequeños sobres blancos, que luego meten debajo del obi o en la manga del quimono de la geiko. Ésta puede disponer a su antojo de ella.

Al final de la velada, el propietario del ochaya calcula los hanadai de todas las maiko y las geiko que han asistido a los banquetes de esa noche. Anotan las cantidades en un papel y guardan los recibos en una caja situada en la entrada del ochaya. A la mañana siguiente, un representante del kenban, la oficina de asuntos económicos, hace la ronda por todos los ochaya para recoger los recibos de la noche anterior y éstos quedan registrados en la Kabukai. El kenban, una organización independiente que realiza el servicio en nombre de la asociación de geiko, coteja las cantidades con la okiya, para asegurarse de que las cuentas coinciden y, de no existir diferencia, calcula la distribución de los ingresos. Notifica al ochaya cuánto debe pagar en concepto de impuestos y cuotas mensuales, y acto seguido determina la suma que el ochaya ha de pagar a la okiya.

A su vez, el ochaya lleva sus cuentas y envía la factura a sus clientes con regularidad. Antes lo hacían una vez al año, pero ahora lo hacen cada mes, y, cuando éstos le han pagado, el ochaya salda sus deudas con la okiya.

La okasan de la okiya, por su parte, apunta la cantidad recibida en el libro de cuentas de la geiko, deduce los gastos y su comisión, y transfiere el resto a la cuenta de la geiko.

Este transparente sistema de contabilidad nos permite saber qué geiko ganó más dinero en un día concreto y, de este modo, siempre queda claro quién es la número uno.

El 15 de febrero fue un gran día. Había empezado los ensayos para los Miyako Odori, así como las clases en la academia Nyokoba, pues me salté el último mes del primer ciclo de la secundaria, y las prácticas de minarai en el ochaya Fusanoya, que habían durado cerca de un mes. Madre Sakaguchi acudió a la okiya para supervisar mí vestuario y maquillarme ella misma. Resultó ser una completa puesta en escena.

Una maiko con todo su atavío se aproxima sobremanera al ideal de belleza femenina de los japoneses. Se parece a una princesa del período Heian, como si hubiera escapado de una pintura del siglo XI. El rostro es un óvalo perfecto, la tez blanca e inmaculada, y el cabello negro como el plumaje de un cuervo. Las cejas tienen forma de media luna y la boca semeja un delicado pimpollo. El cuello es largo y sensual, y la figura suavemente redondeada.

Aquel día fui a la peluquería, donde me recogieron el pelo al estilo wareshinobu, el primero que lleva una maiko. Peinan todo el cabello hacia arriba y lo esculpen formando una especie de torre, que luego atan por delante y por detrás con cintas de seda roja y decoran con kanzashi, los ornamentos distintivos del karyukai. A decir de todos, no hay nada como un estilo sencillo y elegante para mostrar la curvatura del cuello de una joven y la lozanía de sus facciones.

A partir de entonces empezaron a peinarme cada cinco días. Para mantener la forma del peinado, dormía con la cabeza sobre un bloque de madera lacada, encima del cual colocábamos un diminuto cojín. Al principio, aquel artilugio me impedía conciliar el sueño, pero me acostumbré a él con bastante rapidez. A otras chicas les costó más. En la okiya utilizaban un truco para evitar que apartásemos el bloque de madera durante la noche: las criadas esparcían salvado de arroz a su alrededor, de modo que si una joven se deshacía de la peculiar almohada, aquella sustancia se adhería a su pelo como cola y, a la mañana siguiente, tenía que hacer una humillante visita a la peluquería.

Yo llevaba en la parte de atrás del recogido horquillas decoradas con flores de ciruelo de seda, porque era febrero; un par de mariposas o bira por delante; una gran flor de naranjo, que llamamos tachibana, en la parte superior, y también un largo alfiler, rematado con bolas de aka dama, o coral rojo, y jade, insertado en la base de lado a lado.

Madre Sakaguchi me aplicó el maquillaje blanco típico de las geiko en la cara y el cuello. La historia de este afeite resulta, cuando menos, interesante. En un primer momento, lo utilizaban los aristócratas cuando tenían una audiencia con el emperador. Éste, considerado un ser sagrado en épocas premodernas, los recibía oculto tras un fino biombo en una sala apenas iluminada con velas.

De modo que, para que el emperador pudiese distinguir a cada uno de los presentes, éstos maquillaban su rostro de blanco, un color que lograba reflejar la escasa luz de la estancia.

Con el tiempo, fueron los actores y los bailarines quienes adoptaron esta costumbre. Además de mejorar su aspecto en un escenario, el maquillaje blanco evidencia el valor que concede nuestra cultura a la piel clara. En los viejos tiempos este cosmético contenía cinc, una sustancia dañina para la piel, pero, por fortuna, ya no es así.

A continuación, madre Sakaguchi me aplicó polvos rosados sobre las mejillas y las cejas, y me pintó un punto en el labio inferior con una barra de carmín, pues, hasta pasado un año, no empezaría a usarla también en el labio superior. Por fin llegó la hora de vestirme.

El quimono que lleva la geiko, que se llama hikizuri, se diferencia de los corrientes en que tiene las mangas largas y una ancha cola, y en que se usa dejando la zona de la nuca despejada. El dobladillo de la cola lleva pequeños lastres y se abre en la parte posterior formando un bonito arco. El hikizuri se sujeta con un obi más largo de lo habitual, pues mide más de seis metros, que se ata a la espalda de manera que los cabos queden colgando. El quimono de una minarai es parecido al de una maiko, aunque con la cola y el obi más cortos: los extremos del obi miden la mitad que en el traje de una maiko.

Mi quimono era de satén turquesa con estampado multicolor.

La pesada cola estaba teñida de anaranjado oscuro y sobre ella flotaban agujas de pino, hojas de arce, flores de cerezo y pétalos de crisantemo. El obi era de damasco negro, con motivos de mariposas de alas ahorquilladas, a juego con la forma del broche de plata que lo sujetaba.

Lucía un bolso denominado ka go, formado por una base de mimbre y una bolsa de seda de varios colores, teñida por el método shibori, y fruncida con un cordón en la parte superior. El shibori consiste en hacer innumerables ataduras con hilo en la seda antes del tinte, para lograr, finalizado el proceso, un sorprendente efecto veteado.

Kioto es famoso por esta técnica, que también utilizaba mi madre.

El shibori de mi bolso era de color melocotón claro, con un diseño de mariposas de la col. En él llevaba mi abanico de baile (decorado con los tres diamantes rojos de la familia Konoe —fieles asesores del gobernador— sobre un fondo dorado), una toalla de mano roja y blanca con motivos a juego, un peine de madera de boj y varios accesorios más. Cada objeto estaba en un estuche hecho con la misma seda que el bolso, y todos mostraban un pictograma.

Por fin terminaron de vestirme y estuve lista para salir. Me puse los okobo, y la criada me abrió la puerta principal. Cuando iba a salir por ella, me detuve en seco, sin dar crédito a lo que veía: en la calle había una auténtica multitud y pensé que jamás podría abrirme paso entre tanta gente.

Me volví, confusa.

—No sé qué ocurre, Kun-chan, pero hay un millón de personas ahí fuera. ¿No debería esperar a que se marcharan?

—No seas tonta, Mineko. Están aquí para verte.

Sabía que la gente esperaba con ilusión mi debut como maiko, pero ni por un momento imaginé causar tanta expectación. Al parecer, muchos aguardaban aquel momento desde hacía años.

Oí voces procedentes del exterior.

—¡Vamos, Mineko! ¡Déjanos ver lo guapa que estás!

—No me atrevo a exhibirme ante tantas personas. Esperaré a que la multitud se disperse.

—Esa gente no se moverá de ahí, Mineko. Si lo prefieres, haz como sí no existiera. Pero es hora de irnos: no puedes llegar tarde en tu primer día.

Con todo, me negaba a salir, pues no deseaba ser el centro de tantas miradas. Kuniko se puso nerviosa y la escolta del Fusanoya, que me esperaba para acompañarme, empezaba a mostrar disgusto.

Mi hermana repartía sus esfuerzos, tratando de calmarlos a ellos y de convencerme a mí.

Por fin me leyó la cartilla:

—Tienes que hacerlo por tía Oima. Es lo que siempre quiso. Y no te atrevas a decepcionarla.

Yo sabía que tenía razón. Así que me volví otra vez hacia la puerta, respiré hondo y me dije: "De acuerdo, mamá y papá. De acuerdo, tía Oima. Allá voy". Dejé escapar un pequeño gruñido de determinación y puse un pie en el umbral.

Otro puente. Otro rito de transición.

La multitud prorrumpió en ensordecedores aplausos. Me felicitaban y elogiaban a gritos, pero yo estaba demasiado mortificada para escucharlos. Rehuí sus miradas y mantuve la cabeza gacha durante todo el trayecto entre la okiya y el Fusanoya. Estoy segura de que mis padres también estaban allí, aunque no los vi.

El amo (otosan, o padre) del ochaya me riñó por llegar tarde.

—Tu impuntualidad es imperdonable, jovencita, sobre todo el primer día. Demuestra una falta de entrega y sentido del deber. Ahora eres una minarai y debes comportarte como tal.

Era evidente que se había tomado su responsabilidad muy en serio.

—Sí, señor —respondí con viveza.

—Y deja de usar el japonés corriente. Habla nuestra lengua. Pronuncia "hei", en lugar de "hae".

—Hae; perdóneme, por favor.

—Querrás decir "hei, eraisunmahen". No dejes de practicar hasta que hables como una auténtica geiko.

—Hae.

Como tal vez recordarán, es la misma crítica que me hizo la gran maestra cuando tenía cinco años. Lo cierto es que tardé muchos años en dominar el meloso, poético y para mí difícil dialecto del distrito. Pero ahora me cuesta hablar de otra manera.

La okasan del Fusanoya se mostró más alentadora.

—No te preocupes, cariño. Quizá te lleve un tiempo, pero estoy segura de que acabarás hablándolo a la perfección. Por el momento, limítate a hacer lo que puedas.

Respondí bien a su amabilidad y ella se convirtió en una guía, en un faro que me ayudó a navegar por las traicioneras aguas que se abrían ante mí.