En noviembre de 1964, a los noventa y dos años, tía Oima cayó enferma y quedó postrada en cama. Mi decimoquinto cumpleaños pasó casi inadvertido.
Yo permanecía junto a su lecho el mayor tiempo posible, hablándole y haciendo masajes a sus viejos y cansados músculos. No permitía que nadie, salvo Kuniko o yo, la mudase de ropa o le cambiase el orinal.
En Gion Kobu iniciamos los preparativos para la celebración del Año Nuevo a mediados de diciembre. Concretamente el día 13, al que llamamos kotohajime.
Lo primero que se hace en kotohajime es visitar a la iemoto, con el fin de realizar un intercambio ritual de saludos y obsequios. La iemoto nos entrega a cada una un abanico nuevo para el año siguiente, cuyo color depende del rango que hayamos alcanzado. A cambio, nosotras le regalamos dos cosas en nombre de nuestra familia: el okagamisan, un par de tortas de arroz superpuestas, y un sobre rojo y blanco, atado con un lazo decorativo hecho con cordones dorados y plateados, que contiene la cantidad de dinero que guarda relación con el "precio" del abanico y, en consecuencia, con nuestra posición dentro de la jerarquía de la escuela, de modo que las niñas pagan menos y las geiko más. Cuando termina kotohajime, la gran maestra dona los dulces y el dinero a una escuela para niños disminuidos psíquicos o minusválidos.
Aquel 13 de diciembre me vestí e hice la obligada visita de kotohajime. Recuerdo que sentí cierta nostalgia, ya que sería mi último año de aficionada. Tenía previsto presentarme al examen de maiko en otoño, cuando cumpliera los dieciséis, y si lo aprobaba, comenzaría mi carrera profesional.
Por eso me quedé perpleja cuando la gran maestra aseveró:
—Mine-chan, pasado mañana hay una prueba en la academia Nyokoba. Quiero que te presentes y la hagas. Empieza a las diez, así que debes estar allí temprano, a eso de las nueve y media.
No tuve más remedio que aceptar, aunque ya tenía bastante con la enfermedad de tía Oima y no me sentía en condiciones de afrontar un problema más. Me fui a casa para darle la noticia y el cambio que experimentó me dejó atónita. Fue como si volviese a ser la de antes. Me mostró su mejor sonrisa y hasta empezó a cantar el sui sui. Por primera vez entendí lo importante que era para ella que me convirtiese en maiko y aquel descubrimiento me conmocionó. No había estado prestando atención.
Vieja Arpía, que volvía a casa de un banquete, supo por tía Oima lo de la prueba y se puso aún más contenta que ésta.
—Ay, Dios mío. No tenemos mucho tiempo. Kuniko, cancela mis citas para el resto del día. Pensándolo mejor, cancela también las de mañana y las de pasado mañana. Muy bien, Mineko, pongámonos manos a la obra. Primero llama a dos chicas y pídeles que vengan: te vendrá bien practicar en grupo. Vamos, date prisa, hay que empezar cuanto antes.
Tuve que hacer un esfuerzo para no reírme de su entusiasmo.
—Pero no me examinaré de verdad hasta el año que viene. Esto no es tan importante. Además, conozco bastante bien los bailes.
—No digas tonterías. Tenemos que ponernos a trabajar y no nos queda mucho tiempo. Ve a llamar a tus amigas. Y date prisa.
Hice lo que me ordenaba, aunque aún no entendía a qué respondía semejante revuelo.
Mis amigas se alegraron de aquella oportunidad para exhibirse.
Nos habían indicado que preparásemos siete bailes. Mientras Vieja Arpía tocaba su shamisen nosotras ensayamos cada baile centenares de veces. Trabajamos día y noche, con breves descansos para comer o dormir. Al cabo de esos dos días, había memorizado hasta el mínimo movimiento de las siete danzas. Vieja Arpía no me dio tregua. Estaba desconocida.
El 15 de diciembre, me despertó más temprano que nunca para asegurarse de que llegaba a tiempo a la prueba. En el estudio numero 2 de la escuela se encontraban trece niñas sentadas, aguardando. Y todas estaban muy nerviosas. Pero yo no, pues aún no había tomado conciencia de la importancia del acontecimiento.
Para algunas, era la última oportunidad y, si no aprobaban el examen, tendrían que renunciar a su sueño de convertirse en maiko.
Nos llamaron una a una para examinarnos. Y, como la puerta estaba cerrada, de forma que no veíamos lo que ocurría al otro lado, aumentó la tensión que reinaba en la sala.
No sabríamos qué pieza tendríamos que bailar hasta que fuese nuestro turno y subiésemos al escenario. Sólo entonces la gran maestra nos indicaría lo que debíamos hacer.
Dos amigas mías entraron antes que yo.
—¿Qué danza os han pedido? —pregunté cuando salieron.
—Torioi, ya sabes, la que describe la historia de un intérprete de shamisen ambulante —respondieron a dúo.
—Qué fácil —pensé—. La conozco a la perfección. Y en mi mente empecé a bailar repasando a conciencia cada movimiento. La verdad, no entendía el motivo de tanta preocupación.
Por fin llegó mi turno.
La primera parte del examen consistía en abrir la puerta. Lo hice tal como me habían enseñado. A esas alturas había asimilado los movimientos casi como un acto reflejo y los percibía fluidos y gráciles. Deslicé la puerta, hice una reverencia y pedí permiso para entrar. Y, en ese momento, comprendí el nerviosismo de las demás: la gran maestra no estaba sola. La acompañaban las pequeñas maestras, el propietario del Ichirikitei, miembros de la Kabukai, representantes de las asociaciones de ochaya y de geiko, y otras personas a quienes no reconocí. Dos filas completas de personas aguardaban delante del escenario, preparadas para juzgarme.
Traté de conservar la compostura y subí a la tarima con toda la serenidad de que fui capaz.
La gran maestra me miró y pronunció una sola palabra:
—Nanoha, "La historia de una mariposa y una flor de berza".
"Ay, así que no será Torioi —pensé—. En fin, allá vamos. Hazlo lo mejor que puedas".
Tras una breve pausa, saludé al jurado, di las gracias y empecé a bailar. Interpreté la primera parte de la pieza a la perfección, pero, justo al final, cometí un error insignificante. Me detuve en seco en mitad de un paso, me volví hacia mi acompañante y anuncié:
—Me he equivocado. Comience otra vez desde el principio, por favor.
—Si no hubieses dicho nada, no lo habríamos notado —me interrumpió la gran maestra—. Perdonadme todos, pero dado que Mineko casi había terminado, ¿os importa si repite únicamente la última parte?
—No, claro que no —respondió el resto de miembros del jurado.
—Por favor, la última parte nada más, Mine-chan.
—Sí-confirmé. Y continué con el baile.
Concluida mi actuación, y antes de abandonar el escenario, di de nuevo las gracias al tribunal.
Vieja Arpía, que recorría impaciente el pasillo como un gato su jaula, corrió a mi encuentro nada más verme.
—¿Qué tal te ha ido?
—Cometí un error.
—¿Un error? ¿Qué clase de error? ¿Fue importante? ¿Crees que has suspendido?
—Sí, estoy segura.
—Vaya, espero que no.
—¿Por qué? —Todavía no me tomaba aquel asunto muy en serio.
—Porque tía Oima se sentirá desolada. Está esperando los resultados con el corazón en un puño. Tenía la esperanza de llevarle una buena noticia.
Ahora si que me sentí fatal, pues me había olvidado por completo de tía Oima. Además de una pésima bailarina, era una jovencita egoísta y desleal. Conforme esperábamos, mi angustia se intensificaba. Al final, un miembro de la Kabukai requirió nuestra presencia en el vestíbulo de la academia.
—Estos son los resultados del examen de hoy. Me complace anunciar que la señorita Mineko Iwasaki ha quedado en primer lugar, con una puntuación de 97. Enhorabuena, Mineko. Acto seguido, fijó una lista en la pared:
—Aquí están las demás notas. Mis condolencias para aquéllas que no han superado la prueba.
Yo no podía creerlo. Pensé que había un error. Pero allí estaba el resultado, impreso en papel con toda claridad.
—Es estupendo. —Vieja Arpía estaba eufórica—. ¡Tía Oima se pondrá loca de alegría! Ay, Mineko, estoy muy orgullosa de ti. ¡Qué hazaña! Celebrémoslo antes de volver a casa, ¿de acuerdo? Invita a tus amigas. ¿Adónde quieres que vayamos? Pide lo que te plazca.
—Invito yo. —Más que hablar, balbuceaba.
Llevamos al grupo al Takarabune, a comer carne, y tardamos una eternidad en llegar porque cada vez que nos cruzábamos con alguien, Vieja Arpía se detenía a hacer una reverencia y a proclamar:
—¡Mineko ha quedado primera! ¡Muchas gracias!
Se sentía en deuda con todo el mundo, porque, al igual que muchos japoneses, pensaba que se necesita un pueblo entero para educar a una criatura. Yo no era el resultado de un individuo concreto, sino del esfuerzo de una comunidad: Gion Kobu.
Los propietarios del restaurante eran viejos amigos de la familia, y nos obsequiaron con comida y alabanzas. Todo el mundo se lo estaba pasando en grande, pero yo no estaba demasiado contenta. Una amiga me preguntó qué me pasaba.
—Come y calla —le espeté.
No estaba de mal humor, pero mi mente era un caos de emociones y pensamientos y aunque me alegraba de haber aprobado el examen, me sentía fatal por las que habían suspendido. También estaba muy preocupada por tía Oima. Y no hacia más que pensar en mi relación con Vieja Arpía.
Llevaba diez años viviendo en la okiya Iwasaki y hacía casi cinco que Masako me había adoptado. Pensé que nunca la había llamado "madre".
Cierta vez, concluidos ya los trámites de adopción, la mojé con una pistola de agua con la que estaba jugando, quizás en un intento infantil de llamar su atención. Ella me persiguió y exclamó:
—Si fueses mi hija verdadera, te daría una paliza.
Fue como si me abofeteara. Yo me sentía hija suya. O algo parecido. Pues, si ya no pertenecía a mis padres, ¿a quién pertenecía entonces?
Cuando Masako era más joven, tía Oima le había sugerido que intentase quedarse embarazada. En el karyukai se promueve la independencia femenina, y ser madre soltera no es ninguna deshonra. Como ya he expresado, es una comunidad donde resulta más fácil criar niñas que niños, a pesar de que también muchas mujeres han sacado adelante a sus hijos varones. Aunque lo cierto es que tía Oima tenía la esperanza de que Masako engendrase una niña, alguien que perpetuase el nombre de la familia: una atotori. Pero Masako se negó a considerar siquiera la posibilidad, pues no había superado el trauma de ser hija ilegítima y no quería poner a nadie en esa situación. Además, una tuberculosis la había debilitado y no se sentía lo bastante fuerte para sobrellevar un embarazo.
En el momento de la adopción, yo había decidido que jamás la llamaría "madre". Pero ya no estaba tan segura. ¿Cómo debía interpretar la forma en que se había desvivido por mí en los últimos dos días y su interés en que triunfase? Una verdadera madre no se habría esforzado más.
"Puede que sea hora de cambiar de opinión", pensé.
Cuando terminamos de cenar, di el gran salto. La miré a los ojos y casi declamé:
—¿Nos vamos, mamá?
La expresión de sorpresa que cruzó su rostro duró apenas un instante, pero nunca la olvidaré.
—Sí, claro —sonrió—. Gracias a todas por venir. Me alegro mucho de que pudierais acompañarnos.
Regresamos caminando a la okiya.
—Éste ha sido uno de los mejores días de mi vida —aseguró Masako.
Corrimos a la habitación de tía Oima para darle la gran noticia y tuve la sensatez de agradecerle todo lo que había hecho por mí.
Tía Oima estaba encantada, pero trató de conservar la calma.
—Sabía que aprobarías. No lo dudé ni por un momento. Ahora tenemos que preparar tu vestuario. Empezaremos mañana. Masako, debemos llamar a Eriman, a Saito y a muchos otros. Confeccionemos una lista. ¡Tenemos tanto que hacer!
A pesar de que se estaba muriendo, tía Oima no pasó por alto ningún detalle. Había vivido para ver ese momento y juró que mí debut sería espectacular. Yo me alegraba de que estuviera contenta, pero la idea de convertirme en maiko me suscitaba sentimientos contradictorios, pues todavía no estaba segura de que fuese mi auténtica vocación y, si bien era cierto que me gustaba bailar, también quería hacer el bachillerato.
Después del examen, los acontecimientos se sucedieron a un ritmo tal que la introspección se convirtió en un lujo para el que no tenía tiempo. Ya era 15 de diciembre. Madre Sakaguchi, tía Oima y mamá Masako decidieron que me convertiría en minarai o aprendiza de maiko el 15 de febrero, y que mi debut oficial, el llamado misedashi, tendría lugar el 26 de marzo.
Como iba a ser maiko un año antes de lo previsto, tendría que empezar las clases en la academia Nyokoba el 15 de marzo, antes de concluir el primer ciclo de la escuela secundaria. Y, si quería participar en los Miyako Odori de la primavera, en menos de un mes tendría que estar lista para aceptar entrevistas con la prensa.
La okiya Iwasaki estaba alborotada con los preparativos de mi debut y de las celebraciones de Año Nuevo. No dábamos abasto.
Tía Oima, que seguía en cama, necesitaba cuidados. Había que limpiar la okiya de arriba a abajo.
Los proveedores llamaban a la puerta a todas horas, para consultarnos sobre distintos aspectos de mí vestuario. Ku-chan, Aba y mamá Masako estaban siempre atareadas, y yo pasaba cada segundo libre con tía Oima. En medio de aquella locura, Tomiko acudía a menudo para echarnos una mano. Aunque estaba embarazada del primero de sus dos hijos, tuvo la gentileza de colaborar en los preparativos de mi misedashi.
Yo era consciente de que el tiempo que pasaba con tía Oima era precioso. Me comunicó que se alegraba mucho de que hubiera decidido llamar "mamá" a Masako.
—Sé que tiene un carácter difícil, Mineko, pero es muy noble. Su corazón es tan grande que a veces parece demasiado seria y severa. Pero siempre podrás contar con ella. Así que trátala bien. No hay un ápice de maldad en su persona. No es como Yaeko.
Hice cuanto pude para tranquilizarla.
—Lo entiendo, tía Oima. No te preocupes por nosotras. Todo irá bien. Ahora, deja que te dé un masaje.
Se es minarai sólo por espacio de uno o dos meses. Minarai significa "aprender mediante la observación". Es una gran oportunidad para que la futura geiko se familiarice con el funcionamiento de los ochaya, ya que asiste a banquetes todas las noches, vestida con el traje profesional, y en ellos observa los complejos matices de la conducta, la etiqueta, el porte y las dotes para la conversación que pronto ella deberá demostrar.
La minarai está patrocinada por un ochaya (su minaraijaya), aunque es libre para acudir a otros locales. Así, cada tarde, se viste y se va a trabajar a su ochaya, y es el propietario quien organiza sus citas. Resulta un buen método de aprendizaje, dado que el dueño del ochaya, en su calidad de mentor, está siempre allí para despejar cualquier duda que se presente. No es inusual que él, o ella, y la minarai establezcan un vínculo perdurable.
Lo primero que debieron decidir mis mayores cuando aprobé el inesperado examen fue a qué ochaya confiarle mi tutela. Tenían varias opciones. Las mujeres de la familia Sakaguchi suelen hacer sus prácticas en el Tomiyo; las de la familia Iwasaki, en el Mankiku, y Yaeko las había hecho en el Minomatsu. Por alguna razón, optaron por enviarme al Fusanoya. Estoy segura de que la decisión obedeció a la política de Gion Kobu en aquellos momentos.
El 9 de enero, la Kabukai publicó un documento con los nombres de las geiko que participarían en los Miyako Odori de ese año.
Yo estaba entre ellas. Ya era oficial.
Me informaron de que la sesión fotográfica para el folleto publicitario se llevaría a cabo el 26 de enero, lo que significaba que la okiya Iwasaki tendría que disponer de un atuendo adecuado para que yo lo luciese en esa fecha. El vertiginoso ritmo de los preparativos se aceleró aún más.
El 21 de enero, cuando volví de la clase de danza, fui a contarle a tía Oima lo que había hecho durante la jornada. Pareció que hubiera estado aguardando mi llegada, pues falleció en cuanto me senté a su lado. Kun-chan, que también se encontraba presente, y yo nos sorprendimos tanto que ni siquiera lloramos. Me negaba a creer que tía Oima hubiese muerto.
Recuerdo su funeral con imágenes en blanco y negro, como sí se tratase de una película antigua. Era una fría mañana. Nevaba y un manto blanco cubría el suelo. Centenares de personas, ataviadas con sombríos quimonos negros en señal de duelo, acudieron a la okiya Iwasaki. Un monje las condujo desde el vestíbulo a la sala del altar, cuyo suelo estaba cubierto por una capa de sal de tres centímetros de espesor. Y los sacerdotes budistas, sentados junto al ataúd, que estaba dispuesto delante del altar, comenzaron a recitar sutras.
Después del funeral, acompañamos al féretro hasta el crematorio y aguardamos dos horas, mientras incineraban el cuerpo. Luego, recogimos parte de las cenizas con unos palillos especiales y las pusimos en una urna, para llevarlas a la okiya y allí ubicarlas sobre el altar. Los sacerdotes regresaron con nosotras y celebraron un oficio íntimo, sólo para la familia.
Los acusados contrastes de aquel día parecían reflejar la pureza y la dignidad de la vida de tía Oima.
Masako se había convertido en la nueva propietaria de la okiya.
Continuamos con los preparativos para mi debut. Tenía que estar lista para la sesión fotográfica del día 26, que coincidiría con la primera ceremonia en memoria de tía Oima, ya que se cumplía justo una semana de su muerte.
Esa mañana me peinó un maestro peluquero y, después, madre Sakaguchi acudió a la okiya para maquillarme la cara y el cuello.
Sentada ante ella, me sentí majestuosa y adulta con mi primer peinado formal. Me miró con una conmovedora expresión de orgullo y fue en ese preciso instante cuando por fin tomé conciencia de que tía Oima había muerto y prorrumpí en sollozos. El proceso de cicatrización de las heridas había comenzado. Lloré durante dos horas, manteniendo en vilo a todo el mundo, antes de que madre Sakaguchi pudiera empezar a maquillarme.
A los cuarenta y nueve días de su muerte, enterramos la urna de tía Oima en el panteón familiar del cementerio de Otani.