Capítulo 15

Muchas veces me he preguntado por qué tía Oima toleró la conducta de Yaeko durante tanto tiempo, cuando se mostraba tan estricta en todos los demás aspectos. ¿Era sólo para mantener la armonía y evitar un escándalo? En parte sí; estoy segura de ello. Pero creo que también se sentía obligada por cuestiones morales a comportarse con decoro con ella, ya que Yaeko era mi hermana y yo, la atotori. Además, a pesar de sus defectos, Yaeko seguía siendo miembro de la familia Iwasaki.

Madre Sakaguchi, por el contrario, pensaba que el castigo que le había aplicado tía Oima no era lo bastante severo. Mandó llamar a Yaeko y le impuso una pena más dura.

—Te prohíbo que bailes en público durante los próximos tres años —dijo—. Ya he informado a la señora Aiko de mi decisión, que es irrevocable. Y, hasta nuevo aviso, quedas también expulsada de nuestro círculo. No podrás pisar esta casa ni ninguna otra de nuestro grupo. No queremos trato contigo. No me envíes regalos y no te molestes en cumplir con los saludos tradicionales ni con las visitas de rigor, ni siquiera en Año Nuevo.

—Y otra cosa más. Te prohíbo que te acerques a Mineko. ¿Has entendido? No tendrás contacto alguno con ella. Te exonero de tus obligaciones como onesan, aunque sólo de hecho, no de nombre. Podrás asistir a su debut, pero tendrás que mantenerte en segundo plano. El señor del Suehiroya te indicará dónde sentarte. Ahora vete. Y no vuelvas.

Nadie habría criticado a madre Sakaguchi si hubiera desterrado a Yaeko para siempre de Gion Kobu. Pero ella escogió un castigo menos drástico, que limitaba las actividades de Yaeko durante los años venideros pero sin mancillar la reputación de ninguna de nosotras, y mucho menos la mía.

La convivencia con madre Sakaguchi me enseñó mucho sobre el funcionamiento del negocio de las geiko. Era una gran comerciante y una mujer poderosa. Yo la veía como la "madrina" del barrio, pues la gente recurría a ella a todas horas para pedirle ayuda y consejo y para beneficiarse de sus dotes como mediadora.

Kanoko Sakaguchi era una auténtica hija de Gion Kobu. No era adoptada, sino que la había engendrado la propietaria de la prominente okiya Sakaguchi, que debía su celebridad a sus músicos. De este modo, Kanoko se convirtió en una experta en el arte del ohayashi, la percusión japonesa, debutó siendo aún adolescente y llegó a ser una geiko muy popular.

Su madre la nombró atotori. La okiya Sakaguchi era grande y próspera, y Kanoko tenía en ella muchas hermanas menores. A pesar de ello, prefirió dedicarse de lleno a la música a dirigir la okiya, de manera que alentó a las jóvenes geiko que estaban bajo su tutela a que se independizasen.

Una vez libre para concentrarse en su vocación artística, Kanoko ascendió rápidamente en la jerarquía de Gion Kobu. Obtuvo un certificado que la cualificaba como única persona autorizada para enseñar ciertas composiciones de baile, lo cual, en el sistema de Gion Kobu, significaba que cualquiera que quisiese tocar ohayashi debía pedirle permiso a madre Sakaguchi.

En la organización de la escuela Inoue hay un cargo denominado koken, que podría equipararse al de regente o tutor. Sólo cinco familias poseen este título honorífico y la familia Sakaguchi es una de ellas.

La importancia de los koken se debe, entre otras cosas, al hecho de que se ocupan de la elección de la iemoto. La sucesión tiene lugar cada dos o tres generaciones y afecta de manera decisiva a la dirección de la escuela. En su condición de koken, madre Sakaguchi había ejercido un influjo determinante en la elección de Inoue Yachiyo IV; por lo que la iemoto estaba en deuda con ella.

Pero la influencia de madre Sakaguchi iba más allá y, ya fuese por su linaje o su posición, lo cierto es que era una figura de autoridad para las personas importantes de Gion Kobu, como la maestra Kazama, la profesora de baile; Kotei Yoshízumi, la intérprete de shamisen, los propietarios de los ochaya; los representantes de la Kabukai, y, por descontado, las okasan de todas las delegaciones de la okiya Sakaguchi.

Madre Sakaguchi tenía diez años menos que tía Oima; así pues, debía rondar los ochenta cuando me fui a vivir con ella. Sin embargo, seguía siendo una mujer vigorosa y se implicaba con tesón en los asuntos de Gion Kobu. No había más que ver la forma en que se desvivía por mi carrera y mi bienestar. Permanecí junto a ella durante el resto de séptimo curso y durante la totalidad del octavo.

El traslado supuso un cambio en el sitio donde dormía, pero no en mis actividades, ya que continué asistiendo a la escuela por la mañana y a las clases de danza por la tarde. Estudiaba mucho y me esmeraba todavía más en los bailes. A esas alturas, estaba tan integrada en la comunidad de Gion Kobu que casi no noté la diferencia, salvo por el hecho de que tuve que abandonar mi antiguo hábito de chupar el pecho de Kuniko o el de tía Oima antes de irme a dormir.

En la escuela, donde seguí destacando, estaba muy apegada por aquel entonces a mi maestro de octavo. Un día enfermó y tuvieron que ingresarlo en el hospital y yo, todavía traumatizada por la muerte de Masayuki, sentí auténtico pánico ante la posibilidad de que el profesor corriese la misma suerte. El director se negaba a decirme dónde estaba, pero, ante mi insistencia, por fin me escribió la dirección en un papel.

Me puse en marcha para organizar a la clase. Haciendo caso omiso de las protestas del maestro sustituto, confeccionamos novecientas noventa y nueve grullas de origami en sólo tres días y las pendimos de un móvil que estaba destinado a acelerar la recuperación del profesor. Luego plegamos la última grulla, la número mil, que habría de colgar el propio maestro cuando se curase. Yo tenía prohibido cruzar la calle Shijo, así que no pude acompañar a mis compañeros de clase cuando fueron a llevarle el presente.

El profesor regresó a la escuela al cabo de dos meses y, en señal de gratitud, repartió lápices y otros obsequios. Sentí un enorme alivio al comprobar que no había muerto.

Volví a mudarme a la okiya Iwasaki al principio del noveno curso.

En mi ausencia, el contrato de servicios de Tomiko había expirado. Al ingresar en la okiya, había firmado un documento comprometiéndose a trabajar durante un período de seis años, lo que significaba que era una empleada de la casa y que, cumplido el plazo, tenía libertad para seguir trabajando como geiko bajo la dirección de la casa, aunque viviendo en otra okiya, o para dedicarse a otra cosa. Decidió casarse.

Como geiko contratada, Tomiko siguió siendo una Tanaka durante toda su estancia en la okiya. Por lo tanto, a diferencia de lo que hacían conmigo, la animaban a mantenerse en contacto con nuestros padres y hermanos, y ella los visitaba a menudo. Mi hermana Yoshio se había prometido y fue su novio quien le presentó a Tomiko el hombre con quien acabaría casándose.

Aunque yo la echaba de menos, me alegraba mucho de haber vuelto a casa. Esperaba con ilusión el viaje de fin de curso del primer ciclo de la secundaria, una experiencia memorable en la vida de todos los adolescentes japoneses. Iríamos a Tokio. Una semana antes de la fecha prevista para la partida, empezó a dolerme la barriga y fui al lavabo. Algo iba mal, pues estaba sangrando. Supuse que tenía hemorroides, una dolencia que afectaba a casi toda mi familia.

Pero no sabía qué hacer. Al poco apareció Fusae-chan, una aprendiza, y me preguntó si me encontraba bien. A instancias mías, fue a buscar a tía Oima, quien me habló desde el otro lado de la puerta:

—¿Qué pasa, Mine-chan?

—Ay, algo horrible. Estoy sangrando.

—No es nada, Mineko. Estás bien. Eso es bueno.

—¿Las hemorroides son buenas?

—No son hemorroides. Tienes la menstruación.

—¿La qué?

—La menstruación. La regla. Es completamente normal. ¿No te lo explicaron en la escuela?

—Nos comentaron algo, pero de eso hace mucho tiempo.

Cualquiera pensaría que, viviendo en una comunidad formada exclusivamente por mujeres, debería haber estado preparada para aquella situación. Pero no era así: allí nadie hablaba de intimidades. Y yo no sabía nada al respecto.

—Iré a buscar a Kun-chan para que te ayude. Yo ya no dispongo de las cosas que necesitas.

Las habitantes de la casa recibieron la noticia de mi "proeza" con grandes aspavientos. En Japón, este hecho suele celebrarse con una comida especial, pero como yo era la atotori de la okiya Iwasaki, tía Oima lo convirtió en todo un acontecimiento y por la noche dimos un festín al que acudió gente de todo Gion Kobu para presentarme sus respetos y darme la enhorabuena. Por nuestra parte, los obsequiamos con cajas de una golosina llamada ochobo, un pequeño caramelo con una protuberancia roja que evoca el pezón de un pecho joven.

Para mí fue una ocasión de lo más embarazosa y, al igual que a tantas niñas de mi edad, me indignó que todo el mundo se enterase de lo que me había ocurrido. ¿Por qué seguíamos celebrando cosas que me incomodaban?

Ese año Yaeko saldó sus deudas. Le devolvió a tía Oima el dinero que le había prestado en 1952 para que pagase a sus acreedores la Vieja Arpía, la cantidad que le había dejado en 1962 para que se comprase una casa. Tía Oima, a su vez, reintegró a madre Sakaguchi las sumas correspondientes. Pero Yaeko volvió a las andadas.

En concepto de intereses, entregó a Vieja Arpía un broche de amatista para el obi; un gesto con el que no logró sino ofenderla, pues Yaeko, que había adquirido el broche en una joyería donde éramos clientes fijas, sabía que Vieja Arpía averiguaría cuánto costaba. De este modo, en lugar de mejorar la relación, el ostentoso obsequio fue otra prueba de la ordinariez de Yaeko y de su ignorancia sobre el protocolo del karyukai.

Yo misma empezaba a rebelarme contra las restrictivas normas del karyukai, que regían todos los aspectos de nuestra vida. Algo natural, pues tenía catorce años. Sin permiso de la familia, hice algo escandaloso en extremo: me apunté para formar parte del equipo de baloncesto. Aquello no era cualquier minucia, dado que tenía terminantemente prohibido participar en cualquier actividad que pudiera causarme lesiones físicas. Comuniqué a Vieja Arpía que había ingresado en el club de arreglos florales y ella se alegró de que me interesase por una afición tan refinada.

Me encantaba el deporte y los años dedicados al estudio de la danza me habían servido para desarrollar la capacidad de concentración y el sentido del equilibrio, de modo que era una excelente jugadora. Ese año mi equipo quedó segundo en el torneo regional.

Vieja Arpía nunca lo supo.