La única ventaja de que Yaeko viviera en la okiya Iwasaki era que su hijo Masayuki iba a visitarla de vez en cuando. Vieja Arpía le preguntó en una ocasión qué quería que le regalase cuando cumpliera los trece años y él, que era buen estudiante, le respondió que lo que más deseaba era una enciclopedia.
El día de su cumpleaños, el 9 de enero, Masayuki se presentó muy contento en la okiya a buscar el regalo de Vieja Arpía. Y juntos pasamos muchas horas en la casa de huéspedes, leyendo aquellas páginas llenas de información.
Los salones japoneses formales tienen una hornacina llamada tokonoma que se usa para exhibir los objetos más preciados de la casa. Entre ellos, casi siempre se encuentra un lienzo con un paisaje que refleja una estación del año y un jarrón con flores dispuestas de forma artística. Todavía recuerdo el lienzo que había aquel día en el tokonoma. Era una estampa de Año Nuevo, una pintura en la que el sol salía detrás de las montañas. Una grulla en vuelo cruzaba el sol. Los cojines donde nos sentamos estaban forrados de seda de una cálida tonalidad de marrones. Si hubiera sido verano, las coberturas habrían sido de lino azul.
Seis días después, a eso de las once de la mañana, sonó el teléfono. En cuanto lo oí tuve una horrible premonición, pues intuía que había sucedido algo malo. El que llamaba era mi padre, para comunicarnos que Masayuki había desaparecido. Había salido por la mañana a comprar tofu para el desayuno y no había regresado. No lo encontraban por ninguna parte.
Yaeko había ido a un almuerzo en honor de unos embajadores extranjeros en el Hyotei, un restaurante exclusivo con cuatrocientos años de historia, situado cerca de Nanzenji. Después de explicar a papá dónde se encontraba mi hermana mayor, Kuniko, Tomiko y yo fuimos a toda prisa a casa de mis padres.
Al llegar al barrio vimos una multitud de policías y bomberos junto al canal. Los agentes habían encontrado marcas de uñas en el empinado terraplén. Y puesto que, además, las piedras de la orilla estaban revueltas, habían llegado a la conclusión de que Masayuki había tropezado y caído, y aunque no habían encontrado el cuerpo, dedujeron que se había ahogado, pues nadie podía ser capaz de sobrevivir más de unos minutos en aquellas aguas heladas.
Mi corazón y mi mente se detuvieron. No podía creerlo. El canal. El mismo canal que nos ofrecía diminutas almejas para la sopa de miso. El que estaba rodeado por hermosos cerezos. El que preservaba nuestra casa del resto del mundo. Ese canal había engullido a mi amigo. A alguien que era más que un amigo: a mi sobrino. Me quedé paralizada por la impresión.
Mis padres estaban desolados. Mi padre adoraba a su nieto y yo, sin atreverme a mirar su dolorido semblante, deseé poder consolarlo, pero ya no era su hija. No veía a mis padres desde hacia dos años, desde el día que había declarado en el juzgado que era una Iwasaki y no una Tanaka. Me sentía incómoda y no sabia cómo debía comportarme. Hubiera preferido morir yo en lugar de Masayuki.
Yaeko esperó a que terminara la comida antes de ir a la casa. Aún hoy soy incapaz de entender por qué siguió sentada en el restaurante, comiendo y manteniendo una conversación ingeniosa, cuando sabía que su hijo había desaparecido. Conozco el comedor en el que se encontraba. Da a un jardín, y en él hay un estanque que está alimentado por una pequeña fuente. El agua de esa fuente procede del mismo canal que se cobró la vida de su hijo.
Yaeko llegó hacia las tres de la tarde. Me señaló con el dedo y se puso a gritar como una posesa.
—¡Deberías haber sido tú! ¡Deberías haber muerto tú, mocosa insignificante, no mi Masayuki!
En ese momento estaba completamente de acuerdo con ella y habría dado cualquier cosa por cambiar mi vida por la de su hijo.
Ella culpaba a mis padres y éstos se culpaban a sí mismos. Se trataba de una horrible desgracia.
Traté de permanecer serena, ya que pensé que era lo que mi padre esperaba de mí. Él no hubiera querido que yo me humillase llorando, y también tía Oima habría deseado que mantuviera la compostura. Por lo tanto, decidí que no había mejor manera de honrar a las dos familias que ocultar mis pensamientos.
Tendría que ser fuerte.
Cuando regresé a la okiya, me negué el consuelo de ocultarme en el armario. El cuerpo de Masayuki apareció al cabo de una semana.
El agua lo había arrastrado a la red fluvial de la cuenca de Kioto y había flotado en dirección sur hasta Fushimi. Celebramos el tradicional velatorio nocturno y después el funeral. El ayuntamiento colocó una alambrada verde en la orilla del canal. Fue mi primer contacto con la muerte. Y una de mis últimas visitas a la casa de mis padres.
Ahora Yaeko me odiaba más que nunca y, cada vez que pasaba cerca de mí, murmuraba:
—Ojalá murieras.
Me quedé con la enciclopedia. Las huellas digitales de Masayuki estaban en todas las páginas. Me obsesioné con la muerte. ¿Qué ocurría cuando uno moría? ¿Dónde estaba ahora Masayuki? ¿Había alguna manera de que me reuniese con él? Pensaba en ello constantemente. Estaba tan ofuscada que, por primera vez, descuidé mis estudios y mis clases de danza. Por fin, decidí interrogar a todos los hombres del vecindario: ellos, que se hallaban más próximos a la muerte que yo, quizá supieran algo.
Consulté al verdulero; a tío Hori, mi profesor de caligrafía; al señor Nohmura, el dorador; al señor Sugane, el lavandero, y al calderero. Interrogué a todas las personas que me parecieron idóneas, pero nadie me dio una respuesta clara y no sabía a quién más acudir.
Entretanto, se acercaba la primavera y con ella los exámenes de ingreso a la escuela secundaria. Vieja Arpía quería que solicitase plaza en una escuela vinculada a la Universidad Femenina de Kioto.
Pero yo, incapaz de concentrarme, me matriculé al final en un colegio público situado cerca de casa.
Yaeko estaba tan furiosa con mis padres que no quiso que su hijo mayor, Mamoru, siguiera viviendo con ellos. Sin embargo, era demasiado egoísta e irresponsable para buscar un piso para los dos. Por eso insistió en llevarlo a la okiya. No era la primera vez que violaba las normas. De hecho, lo hacía a menudo. Su sola presencia ya constituía en sí una aberración, pues las únicas geiko que están autorizadas a vivir en la okiya son las jóvenes que se encuentran bajo contrato y la atotori, y Yaeko no era una cosa ni la otra. Por más que se empeñase en pensar que seguía siendo una Iwasaki, su divorcio no era aún oficial, de manera que todavía llevaba el apellido Uehara. Y, puesto que había roto el contrato con la okiya cuando se había marchado para casarse, no tenía ningún derecho a vivir en ella. Además, como si esto no bastara, nadie que haya abandonado una okiya está autorizado a regresar.
Pero Yaeko, haciendo caso omiso de las objeciones de tía Oima y Vieja Arpía, instaló a Mamoru en la casa y continuó rompiendo las reglas. Hasta colaba amantes en su habitación por la noche. Una mañana entré medio dormida en el cuarto de baño y me encontré con un hombre que ella había llevado la noche anterior. Grité y la casa entera se alborotó. Aquello era típico de Yaeko.
Estaba mal visto que un hombre —cualquier hombre— pasase la noche en la okiya, porque ponía en entredicho la castidad de sus habitantes. En Gion Kobu nada pasa inadvertido. A Tía Oima le molestaba que hubiera un hombre en la casa. Cuando alguno tenía que quedarse a dormir por un motivo justificado, incluso si se trataba de un pariente cercano, lo obligaba a esperar hasta después de la comida para marcharse, por si alguien lo veía salir por la mañana y se hacía una idea equivocada.
Yo tenía doce años y Mamoru, quince. Aunque no fuese un adulto, su energía alteraba la atmósfera de la okiya. Ya no me parecía un sitio tan seguro como antes. Además, la forma en que bromeaba conmigo hacía que me sintiese incómoda.
Cierta vez subió a su habitación con unos amigos. Cuando fui a llevarles té, me cogieron y me zarandearon de un lado a otro, y yo me asusté tanto que bajé la escalera corriendo, mientras ellos permanecían arriba riendo. En otra ocasión estaba sola en la bañera y oí a alguien en el vestuario.
—¿Quién anda ahí? —grité.
A través de la ventana, me llegó la voz de Suzu-chan, que estaba trabajando en el jardín:
—¿Se encuentra bien, señorita Mineko?
—Sí-respondí.
Al instante oí un portazo y los pasos de alguien que bajaba corriendo al segundo piso. Tenía que ser Mamoru.
Yo aún no sabía nada sobre sexo, un tema que nunca se mencionaba y por el que no sentía especial curiosidad. Mi padre era el único hombre que había visto desnudo y de eso hacía tanto tiempo que casi no lo recordaba.
De modo que me llevé un susto tremendo el día que Mamoru, tras sorprenderme en el vestuario mientras me despojaba de la ropa, se acercó con sigilo por detrás, me cogió, me arrojó con fuerza al suelo y trató de violarme.
Aunque era una calurosa noche de verano, sentí un frío terrible. Mi mente se ofuscó y mi cuerpo entero se heló de miedo. Estaba demasiado asustada para gritar y apenas si fui capaz de defenderme. Entonces entró Ku-chan, a la que siempre estaré agradecida, que venía a darme una toalla limpia y una muda de ropa.
Apartó a Mamoru de mí y lo empujó con violencia. Creí que iba a matarlo.
—¡Bastardo asqueroso! —gritó. Abandonó su característica dulzura para transformarse en una implacable deidad protectora—. ¡Cerdo inmundo! ¿Cómo te atreves a tocar a Mineko? ¡Largo de aquí! ¡Ahora mismo! Si te acercas a ella otra vez, te mataré. ¿ME HAS OÍDO?
Mamoru huyó como un ladrón. Kuniko trató de levantarme, pero yo temblaba tanto que era incapaz de mantenerme en pie, y tenía todo el cuerpo cubierto de cardenales. Me condujo a la cama como pudo.
Por su parte, tía Oima y Vieja Arpía se portaron muy bien conmigo. Pero yo estaba traumatizada, atenazada por un miedo desgarrador.
A raíz del incidente, tía Oima mandó llamar a Yaeko y a Mamoru, y los echó sin más preámbulos:
—Quiero que os vayáis de inmediato. Ahora mismo. Nada de excusas. No digáis una sola palabra.
Yaeko se negó a marcharse e insistió en que no tenía adónde ir, lo cual, visto ahora, debía de ser cierto. Nadie la aguantaba, pero Vieja Arpía se ofreció a ayudarla a buscar un lugar.
Tía Oima no quería que Mamoru permaneciese en la misma casa que yo ni un minuto más de lo imprescindible y llamó a madre Sakaguchi para solicitar su colaboración. Puesto que ésta también era contraria a que estuviésemos bajo el mismo techo, entre las dos urdieron un plan.
Al día siguiente tía Oima me mandó llamar.
—Mine-chan, tengo que pedirte un gran favor. Madre Sakaguchi necesita ayuda en su casa y le gustaría que fueses a pasar una temporada con ella. ¿Te importa? Te lo agradeceríamos mucho.
No tardé ni un segundo en responder:
—Será un placer hacer cuanto pueda por ella.
—Gracias, querida. Empacaré tu ropa, pero sería conveniente que tú misma preparases los útiles de la escuela.
Con sinceridad, sentí un profundo alivio. Y aquella misma tarde me mudé a casa de madre Sakaguchi.
Vieja Arpía tardó dos semanas en encontrar una casa para Yaeko. Estaba al sur de Shijo, en la calle Nishihanamikohi. Le hizo un préstamo de treinta y cinco mil dólares para que la comprase y Yaeko se trasladó allí con Mamoru. Yo trataba de evitarlo, pero él siempre me decía groserías cuando nos cruzábamos por la calle. Tía Oima aceptó seguir dirigiendo la carrera de Yaeko. La ventaja de esa táctica era que la okiya Iwasaki no se desacreditaría públicamente a raíz del incidente. Y, de este modo, Yaeko recibiría su merecido, pero nadie se enteraría.
Yo atravesaba malos momentos. Me hallaba siempre al borde de la histeria, tenía horribles pesadillas y no paraba de vomitar. Y, a pesar de que sabía que todos estaban muy preocupados por mí, era incapaz de fingir que me encontraba bien. Madre Sakaguchi hizo que una criada me vigilase las veinticuatro horas del día. Pero, aun contando con el apoyo de todas, mi delicada situación se prolongó durante meses.