Capítulo 13

Cuando cumplí los diez años, en noviembre de 1959, tuve que volver a presentarme en el Juzgado de Familia. También en aquella ocasión me llevó Vieja Arpía y nos reunimos allí con mis padres. El abogado que me representaba, que se llamaba Kikkawa, era el mejor de Kioto; pero a mí su aspecto me resultaba desagradable, pues tenía el pelo grasiento.

Se suponía que yo debía expresar al juez dónde quería vivir. Pero la necesidad de tomar una decisión me causaba una ansiedad insoportable y cada vez que pensaba en mis padres, me dolía el corazón. Mi padre se inclinó hacia mí y afirmó:

—No estás obligada a hacerlo, Masako. No tienes que quedarte con ellas si no quieres.

Asentí con la cabeza. Y entonces volvió a ocurrir: vomité en la sala, delante de todo el mundo. Pero esta vez el juez no interrumpió el procedimiento, sino que, por el contrario, me miró a los ojos y me preguntó sin más miramientos:

—¿A qué familia quieres pertenecer? ¿A los Tanaka o a los Iwasaki?

Me levanté, respiré hondo y respondí con voz clara:

—Quiero pertenecer a los Iwasaki.

—¿Estás segura por completo?

—Sí, lo estoy.

Aunque no albergaba dudas, me sentí fatal al pronunciar aquellas palabras, puesto que la posibilidad de herir a mis padres me llenaba de congoja. Pero me encantaba bailar y eso fue lo que inclinó la balanza en favor de los Iwasaki. La danza había pasado a ser el centro de mi vida y yo no estaba dispuesta a abandonarla por nada ni por nadie. Ello hizo que me decidiese a convertirme en una Iwasaki: deseaba seguir aprendiendo a bailar.

Salí del juzgado flanqueada por mis padres, cogida con fuerza de sus manos. Lloraba y me sentía tan culpable por haberlos traicionado que no me atreví a mirarlos a la cara, aunque, de soslayo, descubrí en las mejillas de ambos el rastro de sus lágrimas.

Vieja Arpía detuvo un taxi y los cuatro volvimos juntos a la okiya.

Mi padre trató de consolarme:

—Tal vez sea mejor así, Ma-chan. Estoy seguro de que en la okiya Iwasaki te divertirás más que en casa. ¡Aquí hay tantas cosas interesantes que hacer! Pero si alguna vez quieres volver a casa, avísame y vendré a buscarte. En cualquier momento. De día o de noche. Sólo tienes que llamarme.

Lo miré y aseveré:

—He muerto.

Mis padres dieron media vuelta y se alejaron. Cuando los obis de sus quimonos comenzaron a desvanecerse a lo lejos, grité en lo más profundo de mi corazón: "¡Mamá! ¡Papá!". Pero esas palabras no llegaron a mis labios.

Cuando mi padre se volvió para mirarme, contuve el impulso de correr tras él y, ahogando las lágrimas, agité triste la mano. Mi decisión era irrevocable.

Esa noche tía Oima estaba loca de alegría, ya que la resolución ya era oficial y acababa de convertirme en la sucesora de la casa Iwasaki. Una vez que hubieran concluido los trámites, me convertiría en su heredera legal.

Lo celebramos con un grandioso festín, compuesto de platos festivos, como dorada y arroz con judías rojas, y de alimentos caros, como la carne. Fueron muchas las personas que acudieron a darme la enhorabuena y me colmaron de regalos.

La fiesta se prolongó durante horas, pero llegó un momento en que no pude soportar la situación por más tiempo y me escondí en el armario. Tía Oima no dejaba de cantar su-isu-isu-dararattasura-surasuísuísui. Incluso Vieja Arpía reía a carcajadas. Todas estaban eufóricas, Aba, madre Sakaguchi, las okasan de las delegaciones y también Kuniko.

Yo, que acababa de despedirme de mis padres para siempre, no podía creer que todas pensaran que aquello merecía celebrarse. Estaba agotada y confundida, y, sin pensar, cogí una cinta de terciopelo negro que llevaba en el pelo, me la puse alrededor del cuello y tiré con todas mis fuerzas, decidida a matarme. Pero no dio resultado y, al final, dándome por vencida y llena de frustración, rompí a llorar de forma desconsolada.

A la mañana siguiente me tapé el moretón del cuello y fui a regañadientes a la escuela. Me sentía completamente vacía, pero, de alguna manera, conseguí sobrevivir hasta el final de la mañana y me obligué a ir a la clase de danza.

Cuando llegué al estudio, la gran maestra me preguntó qué baile estábamos practicando.

—Yozakura, "Las flores de cerezo por la noche", —respondí.

—Muy bien, enséñame lo que recuerdas.

Empecé a bailar. Y ella comenzó a criticarme con severidad.

—No, eso está mal, Mineko. ¡Y eso también! ¡Y eso! Es suficiente, Mineko, ¿qué te pasa hoy? ¡Para! Detente ahora mismo, ¿me oyes? Y no se te ocurra llorar. No soporto a las niñas que lloran. Puedes retirarte.

Yo no podía creerlo. No sabía en qué me había equivocado. No estaba llorando, pero me sentía totalmente confundida. Me disculpé una y otra vez, pero ella no me respondió, así que al final me marché.

Acababa de recibir mi primer y temido otome, y no entendía por qué.

Otome, que significa "¡para!", es un castigo exclusivo de la escuela Inoue. Cuando la profesora pronuncia el otome, una debe detenerse de inmediato y marcharse del estudio. Es una suspensión indefinida, ya que no se te indica cuándo puedes volver. La sola idea de que me prohibieran seguir bailando me causó una tensión insoportable.

No esperé a Kuniko, sino que regresé a casa sola y me dirigí derecho al armario, sin decirle nada a nadie. Estaba desolada. Primero lo del juzgado y ahora eso. ¿Por qué se había enfadado tanto la gran maestra?

Tía Oima se acercó a la puerta de mi refugio.

—¿Qué ha pasado, Mine-chan? ¿Por qué has vuelto sola? ¿Quieres cenar? ¿Te gustaría darte un baño?

Me negué a responder.

Oí que una de las doncellas de la casa Sakaguchi entraba en la habitación. Anunció que madre Sakaguchi quería ver a tía Oima de inmediato y ésta se marchó al instante.

Madre Sakaguchi habló sin rodeos:

—Tenemos una pequeña crisis. La señora Aiko acaba de venir a verme. Por lo visto, su ayudante confundió los nombres de dos piezas, la que Mineko acababa de terminar y la que estaba practicando.

La señorita Kawabata indicó a Mineko que Sakurmiyotote, "La contemplación de las flores de cerezo", era Yozakura, "Las flores de cerezo por la noche", y viceversa. Por lo tanto, Mineko se equivocó de baile y Aiko le dio el otome. ¿Se encuentra bien la niña?

—¿Conque eso es lo que ocurrió? No, no se encuentra bien. Se ha encerrado en el armario y se niega a hablar conmigo. Creo que está muy angustiada.

—¿Qué haremos si decide dejar la danza?

—Tendremos que convencerla de que no lo haga.

—Vuelve a casa y haz todo lo posible para que salga del armario.

Yo había llegado a la conclusión de que la iemoto me había dado el otome por no esforzarme lo suficiente y que en consecuencia, debía hacerlo mejor. De manera que allí mismo, en el interior del armario, empecé a ensayar el baile que estaba aprendiendo y también el que le precedía. Practiqué durante horas. Me dije una y otra vez que debía concentrarme. "Si mañana bailo a la perfección, la gran maestra se sorprenderá tanto que tal vez se olvide del otome", me repetí a mí misma.

Pero, al igual que tantas cosas en Gion Kobu, no era tan sencillo. No podía volver a clase como si nada hubiera ocurrido. Había recibido el otome, daba igual de quién fuera la culpa. Y mis mayores debían presentar una solicitud para que volvieran a admitirme en la escuela. Fuimos a Shinmonzen todas juntas: Madre Sakaguchi, tía Oima, la señora Kasama, Vieja Arpía, Yaeko, Kun-chan y yo.

Madre Sakaguchi hizo una reverencia y se dirigió a la gran maestra.

—Lamento mucho el desafortunado incidente de ayer. Le rogamos que permita que Mineko siga estudiando en su prestigiosa escuela.

Nadie hizo alusión a lo que había ocurrido en realidad, pues la razón carecía de importancia. Lo primordial era guardar las apariencias y que yo continuara con mis clases.

—Muy bien, madre Sakaguchi, haré lo que me pide. Mineko, por favor, enséñanos el baile que estás aprendiendo.

Bailé La contemplación de las flores de cerezo. Y luego, sin que nadie me lo pidiera, interpreté Las flores de cerezo por la noche. Lo hice bien. Cuando terminé, un silencio sepulcral invadió la sala y pude observar la mezcla de emociones que se reflejaba en la cara de las mujeres.

Me sorprendió comprobar lo complicado que era el mundo de los adultos.

Ahora comprendo que la gran maestra utilizaba el otome como un poderoso instrumento de enseñanza. Volvió a dármelo cada vez que deseaba obligarme a alcanzar un nuevo grado de maestría; usaba de manera consciente el terror del otome para estimularme. Era una prueba. ¿Saldría de ella convertida en una persona más fuerte? ¿O acabaría cediendo y abandonando la danza? No me parece un recurso pedagógico acertado, pero, al menos en mi caso, siempre resultó eficaz.

La iemoto nunca daba el otome a las bailarinas mediocres, sólo a aquellas que preparaba para papeles importantes. La única persona que sufrió las consecuencias de mi primer otome fue la maestra que me había informado mal, pues le prohibieron volver a darme clase.

Mi adopción se formalizó el 15 de abril de 1960. Dado que llevaba más de cinco años viviendo en la okiya Iwasaki, este cambio de condición jurídica no tuvo mayor influencia en mi vida cotidiana. La única diferencia consistió en que empecé a dormir en la planta superior, compartiendo habitación con Vieja Arpía.

Había terminado de cruzar el puente: el hogar de mi infancia ya formaba parte del pasado y, en el futuro, me aguardaba el mundo de la danza.