El estudio de Shinmonzen se convirtió en el centro de mi vida y yo trataba de pasar el mayor tiempo posible en él. Mi pasión por la danza no dejaba de crecer y cada día estaba más convencida de que quería llegar a ser una gran bailarina.
Un día llegué a Shinmonzen y oí a la gran maestra hablando con alguien en el estudio. Me llevé una decepción, porque me gustaba recibir la primera clase. Cuando entré en la habitación, observé que la mujer con la que conversaba la iemoto, a pesar de ser bastante mayor, era deslumbrante y me pareció que su porte tenía algo especial.
Me fascinó de inmediato.
La gran maestra me pidió que me uniese a ellas para iniciar la clase y la mujer mayor hizo una reverencia y me dio la bienvenida.
La iemoto nos enseñó un baile titulado Cabello Azabache, que practicamos varias veces. La desconocida era una bailarina extraordinaria. Al principio me sentí cohibida bailando con ella, pero enseguida me dejé llevar por los movimientos.
Como de costumbre, la gran maestra criticó mi trabajo:
—Demasiado lento, Mine-chan. Acelera el ritmo. Mueves los brazos con torpeza. Acércalos más al cuerpo.
Pero a la otra mujer no le hizo ninguna corrección.
Cuando terminamos, me presentó a su invitada. Se llamaba Han Takehara.
A la señora Takehara se la consideraba una de las grandes bailarinas de su generación. Era experta en una amplia variedad de tendencias e indagaba en la esencia de su arte, experimentando con un estilo innovador propio. Fue un privilegio para mí bailar con ella.
Desde mi más tierna infancia he disfrutado observando a las bailarinas consumadas y he aprovechado cualquier oportunidad que se me presentase para estudiar con ellas. Era uno de los motivos por los que pasaba tanto tiempo en Shinmonzen, donde acudían bailarinas de todas las regiones de Japón para aprender con la iemoto.
Algunas de las que conocí entonces ahora dirigen su propia escuela. Por descartado, también pasé innumerables horas observando a las profesoras y las alumnas de la escuela Inoue.
Pocos meses después de mi primera —y deficiente— actuación, me ofrecieron un papel infantil en los Bailes de Onshukai, que se celebraban en otoño. Fue la primera vez que bailé en un escenario público. La primavera siguiente participé en los Miyako Odori y continué interpretando papeles infantiles hasta que cumplí los once años. Salir a escena era un excelente ejercicio de aprendizaje, porque me permitía mantener una relación más estrecha con otras bailarinas.
Sin que yo lo supiera, tía Oima invitaba a mis padres a todas mis actuaciones y, al parecer, ellos siempre acudían. Mi vista era tan mala que no alcanzaba a distinguir las caras de los espectadores, pero por alguna razón intuía que ellos estaban allí. Como ocurre con todos los niños del mundo, mi corazón les gritaba: "¡Miradme, mamá y papá! ¡Mirad cómo bailo! ¿No lo hago cada vez mejor?"
Como en Japón hay clases los sábados, el domingo era mi único día libre. Pero en lugar de dormir hasta tarde, me levantaba temprano y corría a la calle Shinmonzen, porque me divertía ver lo que la iemoto y las pequeñas maestras hacían por la mañana. ¡A veces estaba allí a las seis! (Rezaba mis oraciones y limpiaba los lavabos a la vuelta). Los domingos, las clases infantiles empezaban a las ocho, de manera que tenía tiempo de sobra para seguir y observar a las profesoras.
Al igual que tía Oima, lo primero que hacía la iemoto era rezar y, mientras ella estaba en la sala del altar, las pequeñas maestras limpiaban la escuela. Fregaban con trapos el suelo de madera del escenario y los largos pasillos, y luego limpiaban los lavabos. Aquello me maravillaba, pues, a pesar de ser profesoras, hacían lo mismo que yo, ya que todavía eran discípulas de la gran maestra.
La iemoto y las pequeñas maestras desayunaban juntas y, luego, la primera impartía una clase a las segundas mientras yo las miraba. Para mí era el mejor momento de la semana.
También me gustaba el verano, que en Kioto es caluroso y húmedo. Como parte de mi aprendizaje, todos los días estivales tenía que sentarme detrás de la gran maestra y refrescarla con un enorme abanico de papel, tarea que me encantaba, pues me daba la oportunidad de observar sus clases sin interrupción durante largo tiempo.
Las demás niñas se cansaban, pero yo era capaz de permanecer horas y horas sentada a su lado. Al final, la gran maestra me concedía un descanso. Las demás niñas jugaban entonces a "piedra, papel, tijera" para decidir a quién le tocaba el turno siguiente. Pero yo estaba lista para volver a abanicarla al cabo de diez minutos.
Además de bailar, me esforzaba mucho por progresar en mis clases de música. A los diez años dejé el koto y empecé a estudiar shamisen, un instrumento de cuerda de caja cuadrangular y largo mástil, que se toca con púa. La música de shamisen es el acompañamiento tradicional para las danzas típicas de Kioto, incluyendo las de la escuela Inoue. Los estudios de música me ayudaron a comprender los sutiles ritmos del movimiento.
En japonés hay dos términos que significan "baile". Uno es mai, el otro, odori. El mai es el movimiento santificado y proviene de las danzas sagradas que las doncellas de los santuarios interpretaban desde tiempos inmemoriales como ofrenda a los dioses. Sólo pueden bailarlo personas especialmente formadas y autorizadas para hacerlo. El odori, por el contrario, es la danza que celebra las vicisitudes de la vida humana; que conmemora las ocasiones felices y solemniza las tristes. Es la clase de baile que suele verse en los festivales japoneses y puede interpretarlo cualquiera.
Sólo hay tres modalidades de danza dentro del mai: los mikomai o bailes de las doncellas del santuario de Shinto, los bigako o bailes de la corte imperial y los noh mai o bailes del teatro nó. Las danzas típicas de Kioto no son odori, sino mai. La escuela Inoue está vinculada en especial con los noh mai, pues tiene un estilo parecido al de éstos.
A los diez años, yo conocía ya estas distinciones, y estaba orgullosa de ser bailarina de mai y miembro de la escuela Inoue.
Quizá demasiado orgullosa, pues llegué a obsesionarme por los detalles.
Un frío día de invierno llegué congelada al estudio y me fui a la habitación del hibachi para calentarme. Allí había una adolescente a quien no había visto antes. A juzgar por su peinado era una shikomisan. Este es el término que empleamos para designar a alguien que se encuentra en la primera etapa del aprendizaje para convertirse en geiko y que aún está bajo contrato. Yo, por ejemplo, nunca fui shikomisan, porque era una atotori.
La chica estaba sentada en la parte más fría de la habitación, cerca de la puerta.
—Ven a sentarte cerca del fuego —le invité-—. ¿Cómo te llamas?
—Tazuko Mekuta.
—Te llamaré Meku-chan.
Calculé que me llevaba cinco o seis años. Pero en la escuela Inoue las jerarquías están determinadas por la fecha de matriculación, no por la edad biológica. De manera que estaba "por debajo" de mí.
Me quité los tabi.
—Me pica el dedo meñique, Meku-chan.
Estiré la pierna y ella me frotó el pie con absoluta consideración.
Meku-chan era dulce y delicada, y tenía unos ojos preciosos. Me recordaba a mi hermana mayor, Yukiko. Me enamoré de ella de inmediato.
Por desgracia, no asistió a la escuela durante mucho tiempo. Yo la añoraba y esperaba encontrar otra amiga como ella. Por eso, al final de ese mismo invierno, me alegré mucho cuando un día descubrí a una niña de su edad sentada en la habitación del hibachi. Pero ya estaba acurrucada junto al fuego y no sólo no me hizo el menor caso cuando me vio entrar, sino que ni siquiera saludó.
Aquello se consideraba una grosería imperdonable en una recién llegada.
—No puedes sentarte junto al hibachi —le espeté por fin.
—¿Por qué no? —replicó con indiferencia.
—¿Cómo te llamas? —inquirí.
—Toshimi Suganuifla.
Pero no añadió: "Mucho gusto"
Me molestó, pero como era su "superior", me sentí obligada a obsequiarla con mi sabiduría y explicarle cuáles eran las normas en la escuela Inoue.
Traté de dejar las cosas claras:
—¿Cuándo empezaste las clases?
Quería que comprendiera que llevaba más tiempo que ella en la escuela y que, en consecuencia, debía tratarme con respeto.
Pero no se dio por aludida.
—Mm… No sé. Hace un tiempo.
Mientras me preguntaba qué apostillar para que tomara conciencia de sus deficiencias, la llamaron a clase.
Aquello era un auténtico problema y tenía que discutirlo con tía Oima.
Aquel día, me marché de la escuela en cuanto terminó la clase y, tras cumplir lo más rápido que fui capaz con la rutina del perro, la flor y el dashimaki, me dirigí a la okiya corriendo.
Le entregué el dulce a tía Oima, pero cuando ésta se disponía a cantar, la atajé:
—Hoy no cantes el sui sui. Tengo un problema y necesito hablar contigo.
Le expliqué con todo detalle la situación.
—Mineko, Toshimi debutará antes que tú, así que en el futuro será una de tus hermanas mayores. Eso significa que tienes que respetarla y ser amable con ella. No hay motivo para que le digas lo que tiene que hacer, pues estoy segura de que la gran maestra le enseñará todo lo que necesita saber. No es responsabilidad tuya.
Olvidé este incidente hasta pasados varios años, cuando poco después de mi debut como maiko, me requirieron para trabajar en un banquete. También estaban presentes Yuriko (Meku-chan) y Toshimi, que se habían convertido en geiko de primera categoría.
Bromearon sin malicia sobre lo engreída que había sido yo de pequeña y llegué a ponerme roja de vergüenza. Pero no me guardaban rencor. Es más, las dos serían mis mentoras durante los años siguientes y Yuriko se convertiría, además, en una de las pocas amigas íntimas que he tenido.
Las relaciones que se establecen en Gion Kobu son perdurables y la armonía se aprecia más que cualquier otro valor social. El afán por mantener una convivencia pacífica, rasgo tan característico de la sociedad japonesa, se encuentra aún más acentuado en el karyukai. A mi entender, ello obedece a dos razones. La primera es que, dado que nuestras vidas están ligadas de modo inevitable, no nos queda otro remedio que llevarnos bien. La segunda se refiere a la naturaleza de nuestra actividad. Las maiko y las geiko entretienen a personas poderosas de todos los círculos sociales y del mundo entero. Somos diplomáticas de facto, debemos ser capaces de alternar con cualquiera, y se espera de nosotras que seamos inteligentes y perspicaces. Con el tiempo, aprendí a expresar mis ideas y opiniones sin ofender a otros.