Capítulo 11

Empecé mi educación primaria a los seis años, justo uno después de comenzar con las clases de danza. Dado que la escuela estaba en Gion Kobu, muchos alumnos procedían de familias relacionadas de manera muy estrecha con las actividades del karyukai.

Por las mañanas Kuniko estaba ocupada ayudando a Aba, de manera que me acompañaba una de las dos criadas, o bien Kacchan o bien Suzu-chan. ("Chan" es el diminutivo más común en japonés.) La escuela estaba a dos manzanas al norte de la okiya Iwasaki, pasando Hanamikoji.

Aquélla era la hora del día en que realizaba mis pequeñas compras, si es que pueden llamarse así. De hecho, resultaba sencillo, ya que me limitaba a entrar en una tienda y a coger lo que quería o necesitaba.

"Es para la okiya Iwasaki, de la calle Shinbashi", explicaba la criada y el tendero me entregaba el artículo. Un lápiz. Una goma. Un lazo para el pelo. No sabía lo que era el dinero. Durante años pensé que el único requisito para conseguir algo era pedirlo. Y que bastaba con decir "es para la okiya Iwasaki, de la calle Shinbashi" para obtener cualquier cosa.

Creo que empezaba a hacerme a la idea de que era una Iwasaki, pero entonces, durante mi primer año en la escuela, en el Día de los Padres no se presentaron papá y mamá, sino Vieja Arpía. Llevaba un quimono lila de tela asargada y un bonito haori negro (una especie de chaqueta que se usa sobre el quimono). Estaba muy maquillada y se había puesto un perfume muy intenso, de modo que, cada vez que agitaba el abanico, aquel olor inundaba la estancia y resultaba muy desagradable.

Al día siguiente mis compañeras de clase empezaron a llamarme "Señorita Geiko" y a afirmar que era adoptada. Me enfadé, porque no era verdad.

En la siguiente función escolar para padres, Vieja Arpía estaba ocupada y Kuniko acudió en su lugar, lo cual me alegró sobremanera.

Me gustaba ir a la escuela y tenía un gran interés por aprender.

Pero era tímida en exceso y casi siempre estaba sola. Las profesoras se desvivían por jugar conmigo e incluso la directora trató de sacarme de mi caparazón.

Había una niña que me caía bien. Se llamaba Hikari, "Rayo de Sol", y era muy hermosa. Tenía el cabello rubio como el oro. A mí me parecía preciosa y hubiera dado cualquier cosa por tener un pelo como el suyo.

Hikari tampoco tenía amigas, así que la abordé y empezamos a jugar juntas. Pasábamos horas cuchicheando y riendo debajo del ginko del patio.

La mayoría de los días salía corriendo de la escuela en cuanto sonaba el timbre, impaciente por llegar a mi clase de danza. Le pedía a la criada que ordenase mi pupitre y volvía a casa sin esperarla.

Pero de vez en cuando las profesoras de danza estaban ocupadas con otros asuntos y teníamos la tarde libre.

En una de esas ocasiones Hikari me invitó a su casa después de clase y, aunque se me había ordenado regresar sin demora a la okiya, decidí aceptar su ofrecimiento.

Ese día fue a recogerme Kaachan, que era una chismosa y tenía el mal hábito de robar cosas. "Caray —pensé—, supongo que habré de confiar en ella".

—Kaachan, tengo algo que hacer. Por favor, ve a tomar una taza de té y espérame aquí dentro de una hora. Y prométeme que no le dirás nada a tía Oima. ¿De acuerdo?

Hikari-chan vivía sola con su madre en una de esas diminutas casas que forman hilera con las de infinidad de vecinos. "Qué práctico tener tantas cosas y a todo el mundo al alcance de la mano", recuerdo haberme dicho a mí misma.

La madre de Hikari era dulce y afectuosa. Nos sirvió una merienda. Y yo en aquella ocasión hice una excepción, pues no estaba acostumbrada a merendar ya que mis hermanos mayores siempre se peleaban por lo que fuera que hubiese, y yo me quedaba sin nada.

El tiempo pasó volando y pronto se hizo la hora de irme.

Me encontré con Kaachan, que me condujo a casa. Pero en cuanto llegué, supe que la noticia de mi escapada me había precedido.

Tía Oima se enfadó mucho.

—Te prohíbo que vuelvas a esa casa —gritó—. ¿Me has oído, jovencita? ¡Nunca más!

Yo no solía replicarle, pero su furia me desconcertó y traté de explicarle lo ocurrido. Le describí a Hikari-chan y le conté que su madre era encantadora, que vivían rodeadas de gente simpática y que había pasado un rato estupendo. Y, sin embargo, ella se negó a escucharme. Era la primera vez que me topaba con prejuicios y, para ser sincera, no los entendía.

En Japón hay un grupo de personas llamadas burakumin, a las que se considera impuras e inferiores, como sucede con los intocables en la India. En el pasado, estos individuos se ocupaban de los muertos o trabajaban con materiales "contaminados", como la carne y el cuero; es decir, eran enterradores, carniceros o zapateros.

Los burakumin ya no sufren la discriminación de antaño, pero cuando yo era pequeña aún vivían prácticamente confinados en guetos.

Aunque sin pretenderlo, yo había rebasado los límites. Además de una marginada, Hikari-chan era mestiza: hija ilegítima de un soldado americano. Aquello fue demasiado para tía Oima, que tenía miedo de que mi amistad con Hikari me perjudicase de manera indirecta. Una de sus mayores preocupaciones era mantener sin mácula mi reputación. De ahí la histeria generada por mi inocente falta.

Yo me enfadé mucho y convertí en blanco de mis iras a la pobre Kaachan, mi delatora. Me temo que durante un tiempo le hice la vida imposible, pero luego me dio lástima, pues procedía de una familia humilde y tenía muchos hermanos, y la pillé hurtando pequeños objetos para enviárselos a ellos. En lugar de descubrirla, comencé a hacerle pequeños regalos para que no tuviese necesidad de robar.

Hikari-chan y su madre se trasladaron poco después de aquel incidente. A menudo me preguntaba qué habría sido de ella.

Pero llevaba una vida demasiado ajetreada para entretenerme elucubrando y, a los siete años, ya tomé conciencia de que era una persona muy ocupada. Siempre debía ir a alguna parte, hacer algo, ver a alguien. Acuciada por la necesidad de terminar lo antes posible con lo que tenía entre manos, me esforzaba por ser expeditiva y eficiente. Vivía con prisas.

El intervalo de la salida de la escuela a la clase de baile era el momento de mayor trajín de la jornada. Salía de la escuela a las dos y media, y la clase de danza empezaba a las tres, pero yo quería llegar antes que nadie; a las tres menos cuarto, si era posible. De manera que volvía a la okiya corriendo. Una vez allí, Kuniko, que tenía mi ropa preparada, me cambiaba el traje occidental por el quimono y salíamos las dos a toda prisa, ella detrás de mí llevando mi bolsa. A estas alturas me había encariñado mucho con Kuniko y la protegía tanto como ella a mí. Detestaba que la gente la tratase como si fuera inferior; sobre todo Yaeko, que era quien más la ofendía. Le ponía motes hirientes, como "cara de calabaza" o "gorila". Lo cual me enfurecía, si bien es cierto que no sabia cómo combatirlo.

Kuniko era la responsable de llevarme a la clase de danza y luego a casa. Jamás me fallaba, por muy ocupada que estuviese en la okiya. Yo había ideado una serie de ritos que, de forma invariable, ponía en práctica cuando iba y volvía del colegio, mientras Kuniko soportaba estoica mi rutina. En el trayecto hacia la escuela me había impuesto tres tareas.

En primer lugar, le llevaba un trozo de caramelo de melaza a madre Sakaguchi, algo que se me había ocurrido a mí sola y que enseguida puse en práctica. A cambio, ella me daba una golosina, que yo guardaba en mi bolsa. Luego me detenía en el santuario y rezaba una oración. Por último, debía correr y acariciar a Dragón, el enorme perro blanco que vivía en la floristería.

Sólo entonces podía ir a clase.

Cuando salía, Kuniko siempre estaba allí para acompañarme de regreso a la okiya. Entonces, proseguía el ritual. Primero pasábamos por la floristería, donde le daba a Dragón la golosina de madre Sakaguchi. A continuación, echaba un vistazo por la tienda. Adoraba las flores, porque me recordaban a mi madre. La dependienta me dejaba coger una como premio por darle de comer a Dragón. Yo le daba las gracias y le llevaba la flor a la propietaria de la charcutería de la esquina, quien me recompensaba con dos rodajas de dashimaki, una tortilla dulce enrollada.

El dashimaki era el tentempié favorito de tía Oima, así que cuando le entregaba el paquete, ella sonreía encantada y se hacía la sorprendida, día tras día. Y de inmediato, se ponía a cantar. Siempre que estaba contenta entonaba la misma canción, una célebre tonadilla que dice así: su-isu-isu-daradattasurasurasuísuísuí. Para tomarme el pelo, cantaba "su-isu-isu-daraRattasurasurasuisuisuí" y yo tenía que corregirla antes de que se comiera el dashimaki. Por fin, me sentaba y le explicaba cuanto había hecho durante el día.

La primera vez que fui al Juzgado de Familia estaba en segundo curso, tenía ocho años. Me acompañó Vieja Arpía y también se encontraban allí mis padres. La cuestión era que, antes de autorizar mí adopción, el juez debía cerciorarse de que quería convertirme en una Iwasaki por voluntad propia. Yo me veía en un dilema y fui incapaz de tomar una decisión. La situación me afectó tanto que vomité delante de todo el mundo: aún no estaba preparada para dejar a mis padres.

—Es evidente que esta niña es demasiado pequeña para saber lo que desea —sentenció el juez—. Tendremos que esperar a que tenga edad suficiente para tomar una decisión.

Y Vieja Arpía me llevó de nuevo a la okiya.