Capítulo 10

La clase de danza era el momento más emocionante de mi jornada. No veía la hora de llegar al estudio y siempre tiraba de la manga de Kuniko para que se diese prisa.

Entrar allí era como entrar en otro mundo. Yo estaba enamorada del crujir de la seda de las mangas del quimono, de las cadenciosas melodías de las cuerdas, de la formalidad, la gracia y la perfección del ambiente.

En una pared del genkan del estudio había un casillero de madera. A mí me gustaba una casilla en particular, la segunda de la izquierda de la fila superior, y esperaba que estuviese libre para guardar en ella mis geta (las tradicionales sandalias de madera japonesas). Decidí que era mía, así que me molestaba encontrarla ocupada.

De allí me dirigía a la planta superior, que albergaba las salas de ensayo, y me preparaba para la clase. En primer lugar sacaba el maiohgi de su estuche con la mano derecha y lo introducía bajo el obi, del lado izquierdo. Luego ponía las manos sobre los muslos, con los dedos hacia dentro, y avanzaba en silencio hacia la puerta de corredera, la fusuma. La forma tubular del quimono obliga a andar de un modo inconfundible que las mujeres nobles cultivan y las bailarinas exageran. Con el torso por completo erguido y las rodillas algo flexionadas, los dedos de los pies se separan del suelo y se giran un poco hacia dentro, a fin de evitar que el quimono se abra y permita la indecorosa visión de un tobillo o una pierna.

Así es cómo nos enseñan a abrir la fusuma y a entrar en una habitación: sentada ante la puerta, con las nalgas apoyadas sobre los tobillos, lleva la mano derecha al pecho y coloca las yemas de los dedos en el extremo de la puerta o en el resquicio, si lo hubiera. Abre la fusuma unos centímetros, con cuidado de que la mano no sobrepase la línea media del cuerpo. Levanta la mano izquierda del muslo y colócala delante de la derecha. Apoyando con delicadeza la mano derecha sobre el dorso de la izquierda, desliza la puerta y ábrela lo suficiente para poder pasar. Incorpórate y entra en la habitación. Da media vuelta y siéntate mirando hacia la puerta abierta. Desliza las yemas de los dedos de la mano derecha para cerrarla hasta la línea central del cuerpo y, luego, con la mano izquierda sostenida por la derecha, ciérrala por completo. Una vez en pie, da media vuelta y siéntate enfrente de la maestra. Saca el maiohgi del obi con la mano derecha, déjalo en el suelo en posición horizontal y saluda con una reverencia.

Colocar el abanico entre una y la maestra es un acto ritual, y significa que la alumna está dispuesta a dejar atrás el mundo cotidiano y a entrar en el ámbito de los conocimientos de la profesora. Al hacer una reverencia, declaramos que estamos preparadas para recibir lo que la maestra está a punto de inculcarnos.

El conocimiento pasa de la maestra a la estudiante mediante un proceso denominado mane. Aunque este término se traduce a menudo por "imitación", el aprendizaje de la danza va más allá de la simple copia y exige una profunda identificación. Repetimos los movimientos de la profesora hasta que somos capaces de reproducirlos con exactitud o hasta que, en cierto modo, nos hemos impregnado de su maestría. Si deseamos expresar lo que hay en nuestros corazones, la técnica artística debe incorporarse por completo a las células de nuestro cuerpo, algo que requiere muchos años de práctica.

La escuela Inoue tiene centenares de bailes en su repertorio, desde los más sencillos a los más complejos, pero todos están compuestos por una serie preestablecida de kata, o figuras. A diferencia del ballet, por ejemplo, aprendemos las danzas antes que las figuras. Y lo hacemos mediante la observación. Sin embargo, una vez que hemos estudiado las figuras, la maestra introducirá un baile nuevo como una serie de kata.

El kabuki, disciplina quizá más conocida en Occidente, utiliza un amplísimo repertorio de movimientos, posturas, ademanes, gestos y muecas para representar la calidoscópica gama de las emociones humanas. El estilo Inoue, por el contrario, condensa las emociones complejas en movimientos simples y delicados, alternándolos con pausas dramáticas.

Yo tuve el inmenso privilegio de estudiar a diario con la iemoto. Después de darme instrucciones verbales, ella tocaba el shamisen y yo bailaba. Tras las oportunas correcciones, yo practicaba sola. Y cuando mi interpretación de una danza le satisfacía, me enseñaba otra. En consecuencia, todas aprendíamos a nuestro propio ritmo.

En el estudio había otras tres profesoras, todas alumnas aventajadas de la iemoto: Kazuko, nieta de lnoue Yachiyo III —la iemoto anterior—, Masae y Kazue. Y si la iemoto era la gran maestra, ellas eran para nosotras las "pequeñas maestras".

A veces asistía a clases de grupo y, de vez en cuando, recibía lecciones de otra profesora. Permanecía muchas horas en el estudio y observaba con atención las evoluciones de otras bailarinas. Cuando llegaba la hora de volver a casa, podría decirse que Kuniko tenía que sacarme a rastras de allí. Y luego practicaba durante horas en el salón.

Puesto que la escuela Inoue es, sin lugar a dudas, la institución más importante de Gion Kobu, la iemoto es la persona más poderosa del barrio. Sin embargo, Inoue Yachiyo IV ejercía su autoridad con delicadeza y, aunque era una mujer estricta, nunca le tuve miedo. La única vez que me intimidó fue cuando tuve que bailar con ella en un escenario.

La iemoto era menuda y rolliza, y tenía cara de orangután. Lo cierto es que no era nada atractiva, pero, sin embargo, se tornaba preciosa cuando bailaba. Recuerdo haber pensado que esa transformación, de la que fui testigo en centenares de ocasiones, era una prueba elocuente de la capacidad del estilo para evocar y expresar la belleza.

Su nombre auténtico era Aiko Okamoto y había nacido en DJion Kobu. Empezó a estudiar danza a los cuatro años y su primera maestra, quien de inmediato detectó su potencial, la llevó a la escuela Inoue. La iemoto anterior, Inoue Yachiyo III, quedó impresionada por el talento de Aiko y la invitó a ingresar en la escuela.

En esta institución hay dos programas de estudio. Uno está dedicado a la instrucción de bailarinas profesionales (maiko y geiko), y el otro a la preparación de profesoras de danza. También se dictan cursillos para aficionadas. A Aiko la reclutaron para el programa de profesoras.

Estuvo a la altura de las esperanzas que habían depositado en ella y se convirtió en una gran bailarina. A los veinticinco anos se casó con Kuroemon Katayama, el nieto de Inoue Yachiyo III. Kuroemon es el iemoto de la rama Kansai de la escuela Kanze de teatro nó. La pareja tuvo tres hijos, con los que vivían en la casa de la calle Shinmonzen donde estudié yo.

A mediados de la década de los años cuarenta, un consejo de regentes, entre los cuales estaba madre Sakaguchi, eligió a Aiko sucesora de Inoue Yachiyo III y pasó a llamarse lnoue Yachiyo IV. Dirigió la escuela hasta mayo del año 2000, cuando se retiró y cedió su puesto a la actual iemoto, Inoue Yachiyo V, su nieta.

La Escuela de Danza Inoue la fundó una mujer llamada Sato Inoue hacia el año 1800. Sato era preceptora de la noble casa de Konoe y vivía en el palacio imperial, donde enseñaba las diversas danzas que se practicaban en el ritual cortesano.

En 1869, cuando la capital imperial se trasladó a Tokio, Kioto dejó de ser el centro político de Japón. Sin embargo, continuó siendo el corazón de la vida cultural y religiosa del país.

Dentro de una campaña para promocionar la ciudad, el entonces gobernador, Nobuatsu Hase, y el consejero Masanao Makimura reclutaron a Jiroemon Sugiura, el propietario de novena generación del Ichirikitei, el ochaya más célebre de Gion Kobu. Juntos decidieron convertir los bailes del Gion en el eje de las festividades, y pidieron consejo y asesoramiento a la directora de la escuela Inoue. Haruko Katayama, la tercera iemoto de la escuela, organizó un programa de danza en el que actuarían las brillantes geiko y maiko que estudiaban con ella.

Las funciones tuvieron tanto éxito que el gobernador, Sugiera e Inoue decidieron repetirlas cada año, dentro de un festival llamado Miyako O don. En japonés, este término significa "Bailes de la Capital", pero fuera de Japón se lo conoce como "Bailes de los Cerezos", ya que tienen lugar en primavera.

En otros karyukai hay más de una escuela de danza, pero en Gion Kobu no existe sino la escuela Inoue. Así, su iemoto no es sólo una autoridad en la danza, sino también el árbitro del buen gusto dentro de la comunidad. Y, aunque las maiko sean nuestro símbolo más relevante, es ella quien lo dota de significado. Los demás profesionales de Gion Kobu, desde los acompañantes musicales a los fabricantes de abanicos y los tramoyistas del teatro Kaburenjo, se someten a la dirección artística de la directora de la escuela Inoue, y ella es la única persona autorizada para modificar el repertorio de la institución o coreografiar nuevos bailes.

Poco después de mi incorporación a las clases, todo el barrio se enteró de que yo estaba estudiando con la iemoto. Desperté una expectación que continuó creciendo y que alcanzó su punto culminante diez años después, en el momento de mi debut.

Gion Kobu es como un pueblo pequeño, en el que todo el mundo sabe lo que hacen los demás y donde se habla demasiado. Y para mí, que soy discreta por naturaleza, aquél era uno de los molestos inconvenientes de vivir en él. Pero la cuestión es que yo era tema de conversación y, aunque sólo tenía cinco años, ya estaba labrándome una reputación.

Progresaba de forma rápida en mis clases de danza, y si una alumna suele tardar entre siete y diez días en memorizar un baile, yo sólo necesitaba una media de tres. Aprendía el repertorio a un ritmo vertiginoso. Si bien es cierto que estaba muy interesada y que practicaba más que otras, parecía haber sido bendecida con un talento natural.

Fuera como fuese, el baile era un vehículo adecuado para expresar mi determinación y mi orgullo. Además, puesto que todavía echaba mucho de menos a mis padres, la danza se convirtió en una válvula de escape para mi energía emocional reprimida.

Actué por primera vez en público ese mismo verano. Las alumnas no profesionales de la iemoto participan en una función anual denominada el Bentekai. A una niña no se la considera profesional hasta que termina la educación primaria e ingresa en la academia Nyokoba, la escuela especial donde nos preparan para ser geiko.

La pieza que bailé se llamaba Shinobu Un, "Al Ventar los Helechos". Éramos seis y yo estaba en el centro. En determinado momento de la función, las demás niñas extendieron los brazos al frente y yo los alcé por encima de la cabeza, formando un triángulo.

Desde detrás de los bastidores, la gran maestra murmuró:

—Sigue adelante, Mineko.

Pensé que me estaba indicando que continuara, así que coloqué los brazos en la siguiente posición. Entretanto, las demás los levantaron y simularon un triángulo sobre la cabeza.

En cuanto salimos del escenario, me volví indignada hacia mis compañeras.

—¿No sabéis que somos alumnas de la iemoto? ¡Se supone que no debemos cometer errores!

—¿Qué dices, Mineko? ¡Fuiste tú quien se confundió!

—¡No intentéis culparme de vuestros errores! —repliqué. Ni siquiera se me pasó por la cabeza la posibilidad de que pudiera haberme equivocado.

Cuando llegamos detrás de los bastidores, oí a la gran maestra hablando con madre Sakaguchi en tono tranquilizador.

—Por favor, no se altere. No hay necesidad de castigar a nadie.

Miré alrededor. Todas se habían marchado.

—¿Adónde han ido las demás? —le pregunté a Kuniko.

—A casa.

—¿Por qué?

—Porque cometiste un error y luego les gritaste.

—Yo no cometí ningún error. Fueron ellas.

—No, Mineko, te equivocas. Atiéndeme. ¿No has oído a la gran maestra hablando con madre Sakaguchi? ¿No oíste que le pedía que no te riñera?

—No, LA EQUIVOCADA ERES TÚ. Hablaba de las otras, no se refería a mí.

—¡Mineko! Deja de comportarte como una niña testaruda.

—Kuniko nunca alzaba la voz, de modo que cuando lo hacía, yo le prestaba atención. Has cometido un error y debes ir a pedirle disculpas a la gran maestra. Es muy importante.

Yo seguía convencida de que no me había equivocado, pero no pasé por alto el tono de advertencia de la voz de Kuniko. Fui al despacho de la gran maestra sólo para presentarle mis respetos y darle las gracias por la representación.

Antes de que pudiera abrir la boca, se dirigió a mí:

—No me gustaría que te preocupases por lo ocurrido, Mineko. No pasa nada.

—Quiere decir que…

—No tiene importancia, de veras. Por favor, olvídalo.

Entonces lo entendí: yo había cometido el error. La benevolencia de la iemoto me avergonzó aún más. Hice una reverencia y abandoné la habitación.

Kuniko salió a mi encuentro.

—Está bien, Mine-chan. Lo importante es que lo entiendas y lo hagas mejor la próxima vez. Olvidemos este asunto y vayamos a comer las natillas.

Kuniko había prometido llevarnos a todas a comer natillas a Pruniet después del recital.

—No. Ya no me apetece.

La gran maestra se acercó a nosotras.

—¿Todavía estáis aquí?

—No puedo volver a casa, gran maestra.

—Deja de preocuparte. Vamos, márchate.

—No puedo.

—Si, si. ¿No me has oído? No hay razón para angustiarse.

—Sí.

Las palabras de la gran maestra eran tajantes.

—Venga —intervino Kuniko—, tenemos que ir a alguna parte.

Podríamos hacerle una visita a madre Sakaguchi.

Quizá fuese buena idea, pues madre Sakaguchi ya sabía que yo había cometido un error.

Asentí con la cabeza.

Una vez allí, abrimos la puerta y dijimos "buenas tardes". Al momento, madre Sakaguchi salió a recibirnos.

—Cuánto me alegro de veros. ¡Hoy has estado muy bien, Mineko!

—No —balbuceé—. No es verdad. Estuve muy mal.

—¿Tú crees? ¿Por qué?

—Tuve un fallo.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo? Yo no vi ninguno. Me pareció que habías bailado de forma maravillosa.

—¿Puedo quedarme aquí con usted, madre?

—Desde luego. Pero primero debes ir a casa y decirle a tía Oima dónde estás para que no se preocupe.

Fui arrastrando los pies durante todo el trayecto. Y, cuando llegué, a tía Oima, que aguardaba delante del brasero, se le iluminó el rostro.

—¡Habéis tardado mucho! ¿Os detuvisteis en Pruniet para tomar un tentempié? ¿Estaba bueno?

Kuniko respondió por mí:

—Pasamos a saludar a madre Sakaguchi.

—¡Qué detalle! Estoy segura de que se habrá alegrado mucho.

Cuanto más amables eran conmigo, peor me sentía. Estaba indignada, llena de odio hacia mí misma.

Me encerré en el armario.

Al día siguiente Kuniko me llevó al pequeño santuario que estaba debajo del puente Tatsumi, donde siempre nos encontrábamos con las demás niñas para ir al estudio. Todas estaban allí. Me acerqué a ellas y les hice una reverencia.

—Lamento mi equivocación de ayer. Por favor, perdonadme.

Se mostraron muy comprensivas.

Justo el día después de una función pública debíamos hacer una visita formal a nuestra profesora para darle las gracias. Por lo tanto, al llegar al estudio fuimos directamente al despacho de la gran maestra. Aunque yo me escondí detrás de mis compañeras.

Después de que hiciéramos una reverencia y expresáramos nuestra gratitud al unísono, la iemoto nos felicitó por la representación del día anterior.

—Habéis hecho un gran trabajo. Espero que sigáis así. ¡Practicad mucho!

—Gracias, maestra. Lo haremos como todo el mundo.

Todo el mundo salvo yo, que trataba de pasar desapercibida.

La gran maestra nos dio permiso para retirarnos y, justo cuando me disponía a dejar escapar un suspiro de alivio, me miró y observó:

—Mineko, no quiero que te preocupes por lo que pasó ayer.

Volví a sentir la mayor de las vergüenzas y corrí hacia Kuniko, quien me aguardaba con los brazos abiertos.

Quizá parezca que la gran maestra intentaba consolarme, pero no era así, pues la iemoto no era de esa clase de profesoras. Lo que acababa de hacer era transmitirme un mensaje muy claro: los errores son inadmisibles, sobre todo si de lo que se trata es de llegar a ser una gran bailarina.