La okiya Iwasaki estaba a una manzana hacia el sur de Shinmonzen, en la calle Shinbashi, y a tres casas hacia el este de Hanamikoji. Madre Sakaguchi vivía al otro lado de Hanamikoji, a seis casas de la nuestra en dirección oeste. El estudio de la iemoto se encontraba a una manzana al oeste y otra al norte de Shinmonzen. Y el teatro Kaburenjo, seis manzanas más al sur. Así que, cuando era pequeña, iba andando a todas partes.
Las calles de Gion están flanqueadas por elegantes establecimientos que proporcionan todos los servicios necesarios para nuestra actividad. Además de centenares de okiya y ochaya, hay floristerías, galerías de arte y tiendas que venden exquisiteces para sibaritas, adornos para el cabello o abanicos. Es un barrio populoso y concurrido.
A partir del 6-6-6 mi vida devino mucho más ajetreada. Empecé a tomar lecciones de caligrafía con un hombre maravilloso llamado tío Hori, que vivía dos casas más abajo, mientras que su hija, que era maestra de una importante modalidad de jiuta en la escuela lnoue, me enseñaba canto, koto y shamisen, dos instrumentos de cuerda que llegaron a Japón procedentes de China. El koto es un laúd grande, de trece cuerdas, que se apoya en el suelo cuando se toca. El shamisen, más pequeño y con tres cuerdas, se toca como una viola y acompaña la mayoría de nuestros bailes.
Además, me ocupaba de limpiar los lavabos por la mañana y tomaba clases de baile por las tardes.
Ya era una niña mayor, debía comportarme corno una atotori.
No me permitían gritar, ni decir palabras malsonantes, ni hacer nada indigno de una sucesora. Tía Oima empezó a obligarme a usar el dialecto de Gion Kobu, a lo que hasta entonces me había resistido con todas mis fuerzas. Sin embargo, en esa época me corregía a todas horas. Tampoco me dejaba armar jaleo ni correr e insistía una y otra vez en que no debía lastimarme, ya que una fractura en un brazo o en una pierna desluciría mi belleza y mermaría mis aptitudes para el baile.
Tía Oima se entregó de lleno a prepararme como su sucesora.
Hasta entonces yo me había limitado a jugar a su lado mientras ella trabajaba, pero ahora empezó a explicarme cuanto hacía y yo, consciente ya de lo que sucedía, comencé a participar en la rutina diaria de la okiya Iwasaki.
Mi jornada empezaba temprano. Todavía me despertaba antes que las demás, pero ahora tenía algo que hacer. Mientras limpiaba los lavabos, Kuniko se levantaba y empezaba a preparar el desayuno, y las criadas emprendían sus tareas matutinas.
Limpiaban la okiya empezando por el exterior. Primero barrían el tramo de calle que estaba delante de la casa y luego el camino que iba de la cancela a la puerta. Lo mojaban con agua y ponían un cono de sal cerca de la entrada principal, para purificar la okiya. A continuación, limpiaban el genkan y giraban las sandalias de todo el mundo para que quedasen en dirección a la puerta, listas para salir al exterior. En el interior de la casa, ordenaban las habitaciones y guardaban los objetos que habíamos usado durante la noche. De este modo, todo estaba en su sitio antes de que tía Oima despertara.
Todas las mañanas, después de levantarse y lavarse la cara, tía Oima hacía sus plegarias matutinas en la sala del altar y yo procuraba terminar de limpiar a tiempo para rezar con ella. Aún es lo primero que hago por las mañanas.
Luego, en los minutos que faltaban para el desayuno, tía Oima y yo mimábamos a Gran John. Las aprendizas, que ya estaban en pie, ayudaban a las criadas a concluir las primeras tareas del día. La limpieza constituye una parte esencial del proceso de aprendizaje en todas las disciplinas tradicionales japonesas y es una práctica imprescindible para cualquier aprendiz. Se le atribuye un significado espiritual, pues, en teoría, al purificar un lugar de máculas acrisolamos también nuestra mente.
Las maiko y las geiko se despertaban cuando la casa ya estaba en orden. Eran las últimas en levantarse, ya que trabajaban hasta bien entrada la noche y, puesto que sus ingresos nos mantenían a todas, no tenían que ocuparse de las tareas domésticas.
Desayunábamos cuando llegaba Aba y, después, cada una atendía sus asuntos. Las maiko y las geiko se iban a sus clases en la academia Nyokoba o a la sala de ensayos si estaban preparándose para una función. Las criadas se enfrascaban en las faenas que quedaban pendientes: airear la ropa de cama, hacer la colada, cocinar y comprar. Yo no empezaría a ir a la escuela hasta un año después, de manera que procuraba ayudar a tía Oima con sus obligaciones matutinas.
Tía Oima y Aba pasaban la mañana organizando el horario de las maiko y las geiko que estaban bajo su tutela. Revisaban las cuentas de la noche anterior, tomaban nota de las deudas y los ingresos, estudiaban las solicitudes y aceptaban tantas citas como permitía la agenda de las geiko. Tía Oima decidía qué atuendo llevarían esa noche, y Aba se ocupaba de preparar y coordinar los conjuntos.
Para terminar, preparaban el altar budista en el que tía Oima rezaba sus oraciones matutinas. Quitaban el polvo a las imágenes, limpiaban el quemador de incienso, tiraban a la basura las ofrendas del día anterior y ponían velas nuevas en los candelabros. Hacían lo mismo con el altar sintoísta que se encontraba en un estante elevado, en un rincón de la habitación.
La gente que vive en Gion Kobu suele ser muy devota. Nuestra existencia está impregnada de los valores espirituales y religiosos que son la base de la cultura japonesa. En la práctica, nuestra vida cotidiana está estrechamente vinculada a las ceremonias y festivales que jalonan el año japonés y que representamos con la máxima fidelidad posible.
El escritorio de tía Oima estaba en el comedor, enfrente de su sitio junto al brasero. Tenía un libro de contabilidad para cada geisha y apuntaba las actividades de todas, incluyendo los trajes que usaban para entretener a cada cliente. Tía Oima también llevaba la cuenta de lo que gastaban en cada mujer; por ejemplo, para comprar un quimono o un obi. Los gastos de comida y clases se calculaban y deducían mes a mes.
La entrada de hombres en la okiya estaba autorizada a partir de las diez, después de que la mayoría de las habitantes de la casa se hubiera marchado. Así que, casi todos los proveedores se presentaban por la mañana. Nos traían hielo para la nevera. A los vendedores de quimonos, comida u otros artículos se los recibía en el genkan, igual que a los acreedores. Había un banco donde se sentaban mientras cerraban sus tratos. Los parientes varones, como mi padre, tenían permiso para entrar en el comedor y sólo los sacerdotes y los niños podían ir más allá. Ni siquiera el marido de Aba, que era el hermano menor de tía Oima, tenía libre acceso a la okiya.
Por eso la sola idea de que las casas de geishas son antros de perdición es ridícula, ya que los hombres apenas sí pueden entrar en estos bastiones de la sociedad femenina y, mucho menos, alternar con las mujeres.
Una vez organizados los compromisos de la noche, tía Oima se vestía para salir. Todos los días iba a visitar a alguien con quien la okiya tenía una deuda de gratitud: los propietarios de los ochaya o de los restaurantes donde habían actuado las geiko la noche anterior, los maestros de música o baile que les daban clase, las madres de establecimientos afines o los artesanos locales que nos vestían.
La presentación de una sola maiko o geiko requería el esfuerzo de muchas personas.
Las visitas informales son cruciales en la estructura social de Gion Kobu, pues con ellas se cultivan y mantienen las relaciones interpersonales en las que se basa el sistema. Tía Oima me incluyó en su ronda de visitas diaria en cuanto me mudé a la okiya, porque sabía que los vínculos que estableciera en esos encuentros me servirían durante el resto de mi carrera profesional o de mi vida, si decidía pasarla en Gion al igual que ella.
Casi todas las mujeres se reunían en la okiya para el almuerzo.
Comíamos los tradicionales alimentos japoneses, es decir arroz, pescado y verduras, y sólo probábamos los platos occidentales, como carne y helado, cuando, en ocasiones especiales, íbamos a un restaurante elegante. El almuerzo constituía el sustento principal de la dieta, ya que las geiko no pueden comer en exceso antes de sus funciones nocturnas.
Ni éstas ni las maiko están autorizadas a probar bocado en un ozashiki, por muy suntuoso que sea el banquete que se sirva, ya que están allí para entretener a los invitados; para dar y no para recibir.
La única excepción a la regla es cuando un cliente invita a la geiko a comer a un restaurante.
Tras el almuerzo, tía Oima o Kuniko les comunicaban los compromisos previstos para la noche. Entonces, las geiko iniciaban su trabajo y recopilaban información acerca de las personas a quienes tendrían que entretener. Si uno de los clientes era un político, la geiko en cuestión estudiaba la legislatura que aquél defendía; si se trataba de una actriz, leía algún artículo sobre ella en una revista; si era un cantante, escuchaba sus discos. O leía su novela. O estudiaba el país de donde procedía. Para ello nos servíamos de todos los recursos a nuestro alcance. Pasé muchas tardes, sobre todo cuando era maiko, en librerías, bibliotecas y museos. Las chicas más jóvenes pedían consejo e información a sus hermanas mayores.
Además de investigar, las geiko dedicaban las tardes a hacer visitas de cortesía, para mantener las buenas relaciones con los propietarios de los ochaya y con las geiko de mayor antigüedad. Si cualquier miembro de la comunidad enfermaba o sufría un accidente, el protocolo requería que fuesen a verlo de inmediato para expresarle su pesar.
Kuniko me llevaba a la clase de danza a media tarde.
Al atardecer, las maiko y las geiko regresaban a la okiya para cambiarse y, a partir de ese momento, se vetaba el acceso a cualquier persona ajena a la casa. Las mujeres se bañaban, se arreglaban el pelo y se aplicaban el maquillaje que tanto les favorecía. Entonces llegaban los encargados de vestuario, que procedían todos del Suehiroya, para ponerles el traje.
La mayoría de los responsables de vestuario, u otokoshi, son hombres y constituyen la única excepción a la norma que prohíbe el acceso de las visitas masculinas a los aposentos interiores de la okiya, pues a ellos sí se les permite subir a la guardarropía de la segunda planta. El suyo es un oficio altamente especializado y tardan muchos años en dominarlo. Tener un buen encargado de vestuario es decisivo para el éxito de la geiko, debido a que en nuestro oficio el equilibrio es esencial. Cuando yo debuté como maiko pesaba cuarenta kilos y mi quimono, veintidós. Tenía que sostenerme con todo el atuendo y de manera impecable sobre unas sandalias de madera de doce centímetros de altura. Un solo elemento fuera de lugar hubiera podido ocasionar una desgracia.
Los quimonos se llevan siempre con sandalias de madera o de piel. Los okobo, una especie de zuecos de madera que deben su gran altura a la longitud del obi, son un componente distintivo del atuendo de la maiko.
Resulta difícil caminar con los okobo, pero obligan a andar con un paso menudo y afectado que, se supone, añade atractivo a la maiko.
Las geiko y las maiko siempre llevan calcetines blancos o tabi que tienen una separación para el dedo gordo, al estilo de una manopla, con el fin de que las sandalias puedan calzarse con facilidad. Los usamos de una talla menos que éstas, lo que confiere al pie un aspecto delicado y primoroso.
El otokoshi que me asignaron cuando tenía quince años era el heredero del Suehiroya, un establecimiento que servía a la okiya Iwasaki desde hacía mucho tiempo. Me vistió día tras día durante mis quince años de profesión, excepto un par de veces que estuvo enfermo; llegó a conocer todas mis peculiaridades físicas, como el desplazamiento de vértebra que sufro a consecuencia de una caída y que me impide andar si no me ponen el quimono y los múltiples accesorios del traje de forma adecuada.
Si la principal aspiración de una geiko es la perfección, la obligación del encargado de vestuario es asegurarse de que la consiga. Y sobre él recaerán las culpas si falta algún detalle, si un accesorio está mal puesto o si el quimono no se corresponde con la estación del año.
La vinculación entre los otokoshi y la okiya va mucho más allá de estas cuestiones, pues, dado su íntimo contacto con los mecanismos del sistema, los encargados de vestuario desempeñan un papel decisivo en diversas relaciones dentro del karyukai, como el emparejamiento de hermanas mayores y menores. Además, cuando la ocasión lo requiere, actúan como escoltas. Por último, son nuestros amigos, y a menudo, confidentes, y las geiko solemos recurrir a ellos cuando necesitamos consejo o apoyo fraternal.
Mientras las mujeres ultimaban los preparativos y los mensajeros llegaban con encargos de última hora, las criadas limpiaban la entrada de la casa para la salida de las geiko. Volvían a barrerla a conciencia, la mojaban con agua y cambiaban la pila de sal por otra. A primera hora de la noche las maiko y las geiko, resplandecientes con sus magníficos atuendos, salían de la okiya para cumplir con sus compromisos.
Tras su partida, se hacía el silencio en la casa. Las aprendizas y el personal de servicio cenaban. Yo practicaba caligrafía, los pasos de baile que había aprendido aquel día y la pieza de koto en la que estaba trabajando. Además, una vez que empecé a ir a la escuela, también debía ocuparme de los deberes. Por su parte, Tomiko repasaba sus ejercicios de shamisen y canto, y procuraba encontrar tiempo para visitar los ochaya, con el fin de presentar sus respetos a las geiko y las maiko mayores que ella, que la guiarían en el futuro, y congraciarse con los propietarios de los salones de té donde trabajaría.
En aquel entonces había más de ciento cincuenta ochaya en Gion Kobu. Aquellos establecimientos elegantes y decorados de forma exquisita estaban llenos todos los días de la semana, pues, sin interrupción, celebraban fiestas privadas y banquetes que encargaban sus selectos clientes. Una geiko podía asistir a tres o cuatro reuniones sociales en locales diferentes en una sola noche, lo que suponía muchas idas y venidas.
En septiembre de 1965 se instaló una línea telefónica directa entre todos los ochaya y las okiya de Gion. Tenían sus propios teléfonos, que eran de color beis, y gratuitos. A menudo sonaba el de la casa mientras las aprendizas hacían sus deberes. Era una maiko o una geiko que llamaba para pedirnos que le llevásemos algo que necesitaba para su próxima cita, como un par de tabi limpios o un maiohgi, para reemplazar el que había regalado. Por mucho sueño que tuvieran las aprendizas, sabían que ésta era una parte importante de su jornada, pues se trataba de una oportunidad única para conocer el funcionamiento de los ochaya. Y además, posibilitaba que los clientes del local y la gente de Gion Kobu se familiarizase con sus caras.
Yo me acostaba a una hora razonable, pero las geiko y las maiko no volvían hasta pasada la medianoche. Después de quitarse la ropa de trabajo, solían darse un baño, tomar un tentempié y holgazanear un rato antes de acostarse. Las dos criadas que dormían en el genkan se levantaban por turnos para atenderlas a medida que iban llegando y no podían descansar sin ser interrumpidas hasta pasadas las dos de la madrugada.