Capítulo 8

El 6 de junio de 1954 me desperté al amanecer, como solía hacer cuando vivía con mis padres. Los gallos cantaban y, en el jardín, el arce había empezado a echar retoños. No había nadie levantado, ni siquiera las criadas. Cogí un libro que me había regalado mi padre y que hubiera podido recitar de memoria, de tantas veces como lo había leído.

Seguí una antigua tradición japonesa, los niños destinados a desempeñar profesiones artísticas, como los hijos varones de los actores de kabuki y nó, se inician de forma oficial el día 6 de junio de su sexto año de vida (6-6-6). Sin embargo, muchos niños que desean dedicarse a una actividad artística tradicional comienzan a prepararse a los tres años de edad.

Este aprendizaje temprano es característico sobre todo de las dos grandes escuelas dramáticas tradicionales de Japón: el nó y el kabuki. El teatro nó, que nació en el siglo XIX, se basa en antiguas danzas cortesanas interpretadas en honor de los dioses. Es aristocrático, majestuoso y lírico. El kabuki, que surgió dos siglos después como entretenimiento para el pueblo llano, es más animado y puede equipararse a la ópera occidental.

Tanto en el nó como en el kabuki, los protagonistas son exclusivamente hombres. Los hijos de los grandes actores comienzan a prepararse desde niños y son muchos los que acaban sucediéndoles. La tradición familiar en la profesión de varios actores contemporáneos célebres se remonta a diez generaciones o incluso más.

En mi primer día, amanecí con el sol y aguardé paciente a que llegase la hora de avisar a tía Oima. Por fin sonó el despertador del barrio: en la calle Shinbashi, enfrente de la okiya Iwasaki, había una tienda de comestibles, cuya anciana dueña todas las mañanas estornudaba tres veces seguidas y de forma escandalosa a las siete y media en punto. Me sirvió durante años.

Tía Oima abrió los ojos.

—¿Ya es la hora?

—Sí —respondí.

—Aguarda un momento. Tengo una cosa para ti.

Sacó un pequeño cubo metálico. Dentro había cepillos, una escobilla, un plumero, bayetas y una cajita de polvos limpiadores. Había pensado en todo.

Primero fuimos a rezar a la sala del altar. Luego, me ató las mangas del quimono con un tasuki o cordón, para que pudiera trabajar, y metió el plumero debajo de mi obi, en la espalda. Después me llevó al aseo y me enseñó a limpiarlo. Puesto que ésta es la primera responsabilidad que la propietaria de una okiya delega en su sucesora, el hecho de entregarme la escobilla para el inodoro significaba lo mismo que pasarme el testigo. El trabajo de tía Oima había terminado y el mío acababa de empezar.

La okiya Iwasaki tenía tres lavabos, cosa insólita en aquella época. En la planta baja había dos: uno para las geiko y los invitados, y otro para el servicio. El de arriba estaba destinado a las residentes. Los tres tenían pilas y yo era la responsable de mantenerlas impecables.

Era una tarea perfecta para mí, pues podía realizarla totalmente sola y no necesitaba hablar con nadie mientras tanto. Además, hacía que me sintiese mayor y útil. Cuando terminé, estaba muy orgullosa. Kuniko me preparó un desayuno especial para el gran día, del que dimos cuenta hasta cerca de las nueve.

Para el primer encuentro con mi maestra, tía Oima me puso el nuevo quimono de aprendiza. Era de seda, con rayas rojas y verdes sobre fondo blanco y un obi rojo de verano. También me dio una colorida bolsa de seda estampada, en cuyo interior había un abanico, un tenugul o pañuelo de baile, unos tabi (calcetines) envueltos en fundas de seda que había confeccionado ella misma, un juguete y algo para comer.

La profesora de danza de la familia Sakaguchi se llamaba señora Kazama. Yo la había visto varias veces en la casa de madre Sakaguchi y sabía que le había dado clases a Yaeko y a Satoharu, así que di por sentado que también sería mi maestra. Pero tía Oima me explicó que nos estábamos preparando para ir a la casa de Yachiyo Inoue IV, la lemoto o gran maestra del Kyomai Inoueryu, pues ella me instruiría.

Todo el mundo terminó de vestirse de gala y nos marchamos.

Tía Oima encabezaba el séquito y la seguía Vieja Arpía; Yaeko y yo íbamos detrás, y Kuniko, que llevaba mi reducido equipaje, cerraba la comitiva. Nos dirigimos primero a casa de madre Sakaguchi, y ésta y la señora Kazama se unieron a nuestra ordenada procesión. El estudio de la gran maestra, cuyo verdadero nombre era Aiko, estaba situado en su casa de la calle Shinmonzen, a pocos minutos de allí.

Cuando llegamos, nos condujeron a una sala de espera contigua a uno de los salones de ensayos, desde la que pude comprobar que la atmósfera en el salón de ensayo era silenciosa y tensa. De repente me sobresaltó un ruido fuerte. Era el sonido inconfundible de un abanico al chocar contra una superficie dura.

Me encontraba observando la clase cuando la maestra riñó a una alumna y le pegó en el brazo con el abanico. Al oír el ruido di un respingo y, de forma instintiva, busqué un lugar donde esconderme. Pero me perdí y acabé enfrente de un cuarto de baño. Tras unos minutos de pánico, Kuniko me localizó y me llevó con las demás.

Entramos en el estudio y madre Sakaguchi hizo que me sentase junto a ella, frente a la gran maestra, en la tradicional postura de respeto, e hizo una ampulosa reverencia.

—Señora Aiko, permítame que le presente a esta querida niña. Es uno de nuestros tesoros y le rogamos que la instruya con el máximo celo. Se llama Mineko Iwasaki.

La iemoto respondió al saludo inclinándose a su vez.

—Lo haré tan bien como pueda. ¿Empezamos ya?

Mi corazón latía muy deprisa y no sabia qué debía hacer, de manera que me quedé paralizada. La iemoto se acercó a mí y, con absoluta amabilidad me rogó:

—Por favor, Mine-chan, siéntate sobre los talones. Yergue la espalda y pon las manos sobre el regazo. Muy bien. Ahora, lo primero que vamos a hacer es enseñarte a sujetar el maiohgi, el abanico de baile. Aquí tienes. Deja que te enseñe.

El abanico de una bailarina es un poco más grande que los demás, con varillas de bambú de unos veinticuatro centímetros. Se coloca debajo del obi, del lado izquierdo, de modo que se mantenga firme y con la parte superior hacia arriba.

—Saca el maiohgi del obi con la mano derecha y colócalo sobre la palma de la mano izquierda, como si estuvieras aguantando un cuenco de arroz. Luego, desliza la mano por el cuerpo del abanico hasta el extremo y sujeta el mango con la mano derecha. A continuación, inclínate y déjalo en el suelo, delante de tus rodillas. En esta posición, y manteniendo la espalda recta por completo, haz una reverencia mientras dices: "Onegaishimasu", que significa "Por favor, acepte mi humilde solicitud de ser su alumna". ¿Está claro?

—Sí.

—Así no. Di "sí". —Usó la pronunciación de Gion: hei, en lugar de hae, que era la que me habían enseñado—. Ahora inténtalo.

—Sí.

—Sí.

—Sí.

Estaba tan concentrada en colocar el maiohgi de la forma adecuada que había olvidado atender a sus enseñanzas.

—¿Y no dices «Onegaishimasu»?

—Sí.

Sonrió con indulgencia.

—Muy bien. Ahora ponte de pie y te mostraré algunos pasos.

—Sí.

—No es preciso que respondas que sí cada vez que te indico algo.

—Ajá. —Esta vez, asentí con la cabeza.

—Tampoco hace falta que asientas con la cabeza. Y ahora imítame: pon los brazos y las manos de esta manera, y mira en esa dirección.

Así empezó todo. Ya estaba bailando.

Las danzas tradicionales japonesas son muy distintas de las occidentales. No se practican con calzado especial, sino con unos calcetines llamados tabi. Los movimientos, a diferencia de los del ballet, por ejemplo, tienen una cadencia lenta y se centran en la relación del bailarín con el suelo, más que con el cielo. Sin embargo, al igual que en el ballet, requieren un buen entrenamiento muscular y se enseñan mediante el aprendizaje de una serie de figuras, las kata, que son fijas y que, una vez unidas, forman una pieza.

La escuela Inoue tiene fama de ser la mejor de Japón. En consecuencia, la iemoto de esta escuela es la persona más poderosa en el mundo de las danzas tradicionales y el patrón que sirve de referencia para valorar a todos los bailarines.

Pasado un tiempo prudencial, madre Sakaguchi intervino:

—Creo que la niña ya ha aprendido bastante por hoy, señora Aiko. Muchas gracias por su amabilidad y su consideración.

Yo tenía la impresión de que había pasado mucho tiempo.

La iemoto se volvió hacia mí.

—Bien, Mine-chan. El baile que hemos estado practicando se llama kadomatsu. No haremos nada más por hoy.

El kadomatsu es el primer baile que se enseña en la escuela Inoue a las niñas que se inician en esta disciplina.

En realidad, es un adorno hecho con ramas de pino que usamos para decorar la casa durante los festejos del Año Nuevo. Debido a su carácter festivo y a la fragancia que exhala, yo lo asociaba con momentos felices.

—Sí —respondí.

—Después de decir "sí", deberías sentarte y añadir "gracias".

—Si-repetí.

—Y antes de salir del estudio, debes dar las gracias otra vez y despedirte con una última reverencia. ¿Entendido?

—Sí. Adiós —concluí y regresé aliviada a los protectores brazos de madre Sakaguchi, que sonreía complacida.

Tardé un tiempo en relacionar lo que entendía con lo que debía hacer y más aún en sentirme cómoda con el dialecto de las geiko. La modalidad dialectal de Kioto que había aprendido en casa era propia de la aristocracia, incluso más lenta y suave que la que se hablaba en Gion Kobu.

Madre Sakaguchi me dio una palmadita en la cabeza.

—Ha sido estupendo, Mineko. Lo has hecho muy bien. ¡Qué lista eres!

Tía Oima no consiguió ocultar su sonrisa, a pesar de que se cubrió la boca con la mano. Y yo, aún sin saber qué había hecho para merecer semejante elogio, me alegré de verlas tan contentas a las dos.