Tía Oima era una excelente narradora. Pasé muchas noches de invierno escuchándola mientras, arrimadas al brasero, tostábamos frutos secos y bebíamos té. Y, en las tardes estivales, compartí con ella y sus relatos largas horas, abanicándonos en un banco del jardín.
Así fue como conocí la historia de Gion Kobu.
—En los viejos tiempos había un distrito de entretenimiento cerca del Palacio Imperial y del río, en la calle Imadegawa, al que llamaban "el mundo de los sauces". Y allí permaneció hasta que, en el siglo XVI, el poderoso general que unificó el país, Hideyoshi Toyotomi, decidió trasladarlo fuera de la ciudad, lejos del palacio, pues era un hombre muy estricto y deseaba que la gente trabajase a conciencia.
—¿Dónde lo puso?
—En el sur, en el pueblo de Fushimi. Pero todos querían divertirse, como es natural, de manera que una nueva zona de la ciudad ocupó su lugar. Adivina cuál.
—¿Ésta?
—¡Eso es! Los peregrinos llevaban miles de años viniendo al santuario Yasaka para contemplar los legendarios cerezos en flor en primavera y las hojas de los arces en otoño. Durante el siglo XVII, cerca del santuario se abrieron algunas tabernas para que los visitantes pudieran tomar un refrigerio, conocidas con el nombre de nizukakejaya, que, con el tiempo, se convirtieron en los modernos ochaya, alrededor de los cuales fue creciendo Gion Kobu.
El santuario Yasaka se encuentra situado al pie de las estribaciones del Higashiyama, la cordillera que discurre a lo largo de la frontera este de Kioto. Y Gion Kobu, que ocupa una extensión aproximada de tres kilómetros cuadrados, se halla al oeste del santuario. El distrito lo forma una cuadrícula de cuidadas calles, de las cuales las más importantes son: Hanamikoji, es decir, "el camino de los cerezos en flor", que atraviesa el barrio por su núcleo de norte a sur, y Shinmonzen, que lo cruza de este a oeste. Un antiguo canal, cuyas cristalinas aguas proceden de las montañas del este, recorre la zona en diagonal, trazando un sinuoso sendero. La calle Shinbashi, donde se ubicaba la okiya, sube hacia el santuario.
Tía Oima también nos contó de sí misma.
—Nací aquí, poco después de que el almirante Perry llegase a Japón. Si el capitán Morgan me hubiera conocido antes que a Oyuki, seguro que se habría casado conmigo y no con ella.
Reímos a carcajadas. Oyuki era la geiko más célebre de todos los tiempos. Tenía un protector llamado George Morgan, un estadounidense millonario que acabó casándose con ella. Se trasladaron a París y ella se convirtió en leyenda.
—¡No es posible que fueras tan hermosa como Oyuki! —protestamos todas a coro.
—Lo era más que ella —replicó tía Oima con picardía—. Oyuki tenía un aspecto extraño: su nariz era demasiado grande, aunque ya sabéis que a los extranjeros les gustan esas cosas.
No estábamos dispuestas a dar crédito a sus palabras.
—Me convertí en naikai y trabajé duro hasta ascender al puesto de jefa de comedor de Chimoto, el célebre restaurante que está al sur de Pontocho. Pero soñaba con tener mi propio establecimiento algún día.
Las naikai son las mujeres que supervisan y sirven los banquetes en los ochaya y en los restaurantes exclusivos. Es una profesión que requiere mucha habilidad.
—Yo también viví aquí antes de casarme con el tío —intervino Aba—. Éste era uno de los locales más concurridos de Gion Kobu y, después de entonces, nunca ha vuelto a verse tanto trajín. Fue una época maravillosa.
—Teníamos cuatro geiko y dos maiko —añadió tía Oima—. Una de las geiko, Yoneyu, fue la gran estrella de Gion Kobu y una de las mayores de todos los tiempos. Espero que tú llegues a ser como ella.
—En aquella época, la familia de madre Sakaguchi era propietaria de una okiya muy grande. Mi madre, Yuki Iwasaki, estaba asociada con ellos, de manera que la okiya Iwasaki es una rama de la okiya Sakaguchi. Por eso siempre consulto mis decisiones con ella y la llamo "madre", ¡a pesar de que soy diez años mayor!
Con el tiempo, estos pequeños retazos fueron conformando una historia coherente.
Yoneyu, que había hecho una carrera brillante y había llegado a ser la geiko más solicitada de Japón antes de la guerra, consiguió que la okiya Iwasaki se convirtiese en una de las casas de geishas más prósperas.
La propia Yoneyu había mantenido una larga relación con un hombre acaudalado y poderoso llamado Seisuke Nagano, heredero de una importante fábrica de quimonos. En el Japón de antes de la guerra era usual que los hombres prósperos tuvieran amantes, pues los matrimonios no se concertaban por placer, sino para continuar el linaje.
Yoneyu se quedó embarazada y dio a luz a una hija de Seisuke el 24 de enero de 1923 en la okiya. Las habitantes de la casa recibieron la noticia con júbilo, dado que una niña era un tesoro: podían criarla en la okiya, educarla como geiko si demostraba tener talento e, incluso, nombrarla atotori. Los niños, por el contrario y al ser la okiya sólo para mujeres, eran fuente de problemas. Así, la madre de un varón tenía que mudarse a otro sitio o buscar una familia adoptiva para su bebé.
—¿Cómo se llamaba la hija de Yoneyu? —quise saber.
—Masako. —Tía Oima hizo un guiño.
—¿Te refieres a Vieja Arpía? —Me quedé helada al conocer esta parte de la historia.
A pesar de que tía Oima no tenía hijas, yo había dado por sentado que Vieja Arpía era su nieta.
—Sí, Mineko, ella es la hija de Yoneyu y, como ves, no estamos emparentadas por vínculos de sangre.
En la época en que nació Masako, tía Oima, como hija natural de Yuki, era la legítima heredera del negocio. Puesto que no había tenido hijos, y a fin de asegurarse una sucesora, adoptó a Yoneyu, a quien consideró la candidata idónea. Versada en todas las disciplinas propias de una geiko consumada, estaba en condiciones de formar a las aprendizas que ingresaran en la casa. Además, tenía una amplia clientela para presentar a sus pupilas, lo que le permitiría mantener y expandir el negocio.
Garantizar que la línea de sucesión no se rompa es una de las principales responsabilidades de la propietaria de una okiya, por eso tía Oima y Yoneyu, que estaban buscando a alguien que pudiera sucederlas, se alegraron mucho con la llegada de Masako y rezaron para que tuviera las aptitudes necesarias y así formarla como atotori.
A los tres años de edad, Masako empezó a estudiar jiuta (un estilo clásico de música y canto) y lo cierto es que prometía. A los seis, comenzó a recibir clases de la ceremonia del té, de caligrafía y de koto (el laúd japonés). Pero, conforme iba creciendo, quedó claro que tenía un carácter difícil: su franqueza rayaba en la mordacidad y era arisca.
Con el tiempo, tía Oima me confió que Masako había sufrido mucho a causa de su condición de hija ilegítima, pues Seisuke, a pesar de que la visitaba a menudo, debido a su posición no podía hacer pública su paternidad, algo que había llenado de vergüenza a la niña y había acentuado su temperamento melancólico.
A su pesar, tía Oima y Yoneyu llegaron a la conclusión de que Masako no sólo no era la atotori ideal, sino que ni siquiera estaba capacitada para ser una buena geiko. En consecuencia la instaron a que se casara y llevara la vida de un ama de casa corriente. A fin de que se instruyese en el arte de ser una buena esposa, la enviaron a un colegio de señoritas una vez que terminó sus estudios en la escuela secundaria, pero regresó de allí a los tres días, ya que no le gustaba, y decidió vivir en la casa hasta que sus mayores le encontrasen un marido.
No quiero dar a entender que una geiko no pueda contraer matrimonio. He conocido geiko famosas que estaban casadas y vivían fuera de la okiya, como Ren, una mujer alta y esbelta que en particular, me deslumbró por el modo en que compaginaba las exigencias de rutina profesional activa con las de la vida conyugal. Aunque si es cierto que a la mayoría esa idea nos intimidaba y aguardábamos a retirarnos para casarnos. Otras disfrutaban tanto de su independencia que nunca renunciaron a ella.
En 1943, cuando Masako tenía veinte años, se prometió con un hombre llamado Chojiro Kanai. Cuando él se fue a la guerra, ella se quedó en casa preparando su ajuar, pero por desgracia, la boda no llegó a celebrarse: Chojiro murió en combate.
Una vez descartada Masako, la familia tuvo que buscar otra sucesora para Yoneyu. Fue entonces cuando tía Oima, que conoció a mi padre a través de una amistad común, aceptó llevar a Yaeko a la okiya Iwasaki. Era 1935 y mi hermana tenía diez años. Era una niña adorable, extrovertida y graciosa, equiparable en belleza a la Mona Lisa. Así que tía Oima y Yoneyu decidieron prepararla como sucesora. Y, gracias al enorme éxito de Yoneyu, pudieron hacer una importante inversión en su carrera. La presentaron como maiko con el nombre de Yaechiyo en 1938, cuando tenía trece años, pues antes de la guerra no era obligatorio que las niñas acabasen la escuela secundaria para convertirse en maiko y algunas debutaban con apenas ocho o nueve años. Dedicaron tres a planificar su espectacular debut en el karyukai.
Décadas después, la gente todavía seguía hablando del magnífico vestuario de Yaeko. Habían encargado su espléndida colección de quimonos en las mejores tiendas de Kioto, como Eriman, y con lo que costaba uno sólo de ellos se hubiera podido construir una casa. Tampoco habían reparado en gastos a la hora de comprar adornos para el cabello y otros complementos de su atuendo de maiko.
Tía Oima no se cansaba de hablar de lo extraordinario que era y aseguraba que el vestuario de Yaeko constituía una prueba evidente de la riqueza y el poder de los clientes de la casa Iwasaki.
Con motivo de su debut, el barón amigo de Yoneyu le regaló a mi hermana un rubí del tamaño de un hueso de melocotón. Aunque aquello no fue algo excepcional, ya que en Gion Kobu, donde los clientes destacan por su generosidad, los regalos extravagantes siempre han sido habituales.
Pero Yaeko no era feliz, es más, se sentía muy desgraciada, pues pensaba que mis padres la habían traicionado, y detestaba tener que trabajar. Con el tiempo me contó que tenía la sensación de haber descendido del cielo al infierno.
Según ella, la vida con la abuela Tomiko había sido un paraíso.
Mi abuela la adoraba y estaban siempre juntas. Yaeko solía sentarse en su regazo mientras ella se comportaba de forma despótica con sus cincuenta criados y con ciertos miembros de la familia. De vez en cuando, se levantaba y gritaba:
—¡Mira esto, Yaeko! —y perseguía a nuestra madre con su lanza. Por lo visto, a Yaeko le hacía mucha gracia.
Mi hermana me explicó que cuando era pequeña ni siquiera sabía que mamá y papá eran sus padres. Creía que eran miembros de la servidumbre de mis abuelos y, cuando quería algo se dirigía a ellos, con un "eh, tú".
De manera que sufrió mucho con su repentino traslado a la okiya Iwasaki, donde estaba obligada a seguir un estricto programa de clases y etiqueta. No le conmovía pensar que lo que para ella había sido el cielo era un infierno para mi madre y era demasiado joven para entender la situación económica de nuestros padres. Su furia se transformó en un vehemente resentimiento que la ha acompañado siempre.
Estoy segura de que sufrió mucho, pero debo aclarar que Yaeko no era ni mucho menos la única descendiente de aristócratas que se encontraba en esa situación. Muchas familias nobles, que se habían empobrecido tras la Restauración Meiji, hallaron en el karyukai un medio de vida para sus hijas, las cuales podían poner en práctica allí la ceremonia del té y la danza que habían aprendido en casa, usar los costosos quimonos a los que estaban acostumbradas, obtener la independencia económica y conseguir un buen marido.
Pero Yaeko, que se sentía defraudada, se construyó poco a poco y con esmero una máscara de displicente coquetería para ocultar su intenso resentimiento, trabajaba lo menos posible y sacaba el máximo provecho de la situación.
A los dieciséis años se enamoró de un cliente, un joven llamado Seizo Uehara que con frecuencia acompañaba a su padre a Gion Kobu. Los Uehara procedían de Nara, donde poseían una importante empresa. La relación pareció mejorar el carácter de Yaeko y no planteó problemas, puesto que Seizo era soltero.
Al principio tía Oima y Yoneyu estaban satisfechas con los progresos de Yaeko, y si Yoneyu era la geiko de mayor renombre de Gion Kobu (y en consecuencia de Japón), mi hermana se convirtió pronto en la número dos. Eran famosas en todo el país y el futuro de la okiya Iwasaki parecía prometedor.
Pero había un problema: era evidente que Yaeko no se tomaba en serio su carrera. Puede ocurrir que una maiko, sobre todo si es tan deslumbrante como Yaeko, logre mantenerse un tiempo gracias tan sólo a lucir sus magníficos trajes y su carisma infantil, pero no prosperará a menos que desarrolle su talento. Y mi hermana era holgazana e indisciplinada, se aburría con facilidad, jamás terminaba lo que empezaba, detestaba las clases, no prestaba atención en los ensayos y tampoco progresaba en la danza. Tía Oima me refirió que la irritaba en extremo.
Habían invertido mucho en ella y empezaban a dudar de que fuese la sucesora idónea. Pero no había otra elección, ya que Masako había quedado descartada. En consecuencia, a falta de una alternativa mejor, tía Oima adoptó a Yaeko. Y las cosas fueron de mal en peor.
En 1939, un año después de que Yaeko debutase como maiko, tras la muerte de su madre, Yuki, tía Oima se convirtió en la jefa de la familia Iwasaki. Yoneyu seguía en activo y sin planes de retirarse, de manera que tía Oima tuvo que renunciar a su sueño de poner un restaurante y asumió la dirección de la okiya.
Fue por entonces cuando otra de mis hermanas ingresó en la casa: Kuniko, la tercera hija de mis padres, que aún estudiaba en la escuela primaria. Era amable y afectuosa, pero tenía dos defectos que le impidieron llegar a ser maiko. En primer lugar, su vista era pésima y no podía desenvolverse sin gafas. El segundo problema era que había heredado la figura de mi madre, y era de baja estatura y rolliza. Por lo tanto, se decidió que seria mejor formarla como asistente. La enviaron a una escuela pública y comenzó su aprendizaje como ayudante de Aba.
El 8 de diciembre de 1941 Japón entró en la Segunda Guerra Mundial y, a lo largo de los cuatro largos años que duró el conflicto, Gion Kobu pasó tantas penalidades como el resto del país. En un esfuerzo por concentrar todos los recursos y la atención de la patria en la campaña de apoyo a los combatientes, el gobierno clausuró el distrito y muchas geiko regresaron con sus familias. A las que se quedaron se las reclutó para trabajar en una fábrica de municiones.
En la okiya Iwasaki no había quimonos teñidos con índigo como los que usaban las obreras, de manera que confeccionaron ropa de trabajo con sus antiguos trajes de geiko y debieron de llamar la atención de las personas que vivían fuera del karyukai, cuyas prendas eran de algodón y no de fina seda. Años después tía Oima me contó:
—Aunque estábamos en guerra, las habitantes de Gion Kobu competíamos para ver quién tenía la ropa de trabajo de seda más bonita. Cosíamos cuellos en los escotes, nos recogíamos con primor el pelo en dos largas trenzas y llevábamos inmaculadas diademas de color blanco, pues todavía queríamos sentirnos femeninas. Nos hicimos famosas por la manera en que formábamos en fila, con la cabeza muy erguida, para ir a trabajar a la fábrica.
Tía Oima dividió las posesiones de la okiya en tres lotes y los envió a sitios distintos. Y sólo permitió que permaneciese en la casa el núcleo de la familia: Yoneyu, Masako, Yaeko y Kuniko. Las demás tuvieron que regresar a casa de sus padres. La ciudad se había quedado sin alimentos y, por lo que me explicaron tía Oima y Kuniko, temieron morir de hambre. Subsistieron gracias a una dieta frugal compuesta de tubérculos y una insípida papilla hecha con agua, sal y un poco de cereales.
El novio de Yaeko, Seizo, se alistó en el ejército y permaneció en Japón durante la guerra, de manera que continuaron su relación.
En 1944, mi hermana anunció que se marchaba para casarse con él y, a pesar de que aún no había devuelto el dinero que la okiya Iwasaki había invertido en su carrera, tía Oima prefirió no discutir con ella, decidió encarar la pérdida y con gentileza anuló el contrato. Esta clase de revocación no es insólita, pero se considera de muy mala educación. Yaeko le dio la espalda y se marchó sin más.
Puesto que a efectos legales Yaeko era un miembro de la familia, tía Oima la trató como a una hija y le dio una buena dote, que se componía de joyas, incluido el rubí que le había regalado el barón, y dos baúles grandes llenos de valiosos quimonos y obis. Yaeko se trasladó a Osaka e inició una nueva vida.
En diciembre de ese mismo año la okiya Iwasaki sufrió otro revés cuando Yoneyu murió de forma inesperada de una enfermedad renal a la edad de cincuenta y dos años. Tía Oima se quedó sin sucesora. Y Masako, que a la sazón contaba veintidós, perdió a su madre.
Las dos estrellas de la okiya Iwasaki se habían apagado.
La guerra terminó el 15 de agosto de 1945 y la okiya Iwasaki se hallaba entonces en su peor momento. Sólo había tres mujeres viviendo en la amplia casa: la vieja tía Oima, la deprimida Masako y la rolliza Kuniko. Eso era todo. Tía Oima me confesó que había estado tan desesperada que llegó a considerar la posibilidad de cerrar la okiya para siempre.
Pero entonces la situación comenzó a mejorar, pues las fuerzas de ocupación estadounidenses ordenaron la reapertura de Gion Kobu y el karyukai poco a poco fue recuperando la actividad. Los americanos requisaron una parte del teatro Kaburenjo para convertirlo en sala de baile y algunas de las geiko y de las maiko que se habían marchado durante la guerra preguntaron si podían regresar.
Entre ellas estaba Koyuki, la más popular de todas. También Aba se incorporó de nuevo a su puesto. De este modo la okiya Iwasaki volvió a abrir sus puertas.
Cuando en una ocasión le pregunté a tía Oima si les había resultado difícil acoger a los estadounidenses en el ochaya tras perder la guerra, me respondió que no demasiado pues, si bien era verdad que albergaban hacia ellos cierto resentimiento, la mayoría de los militares se mostraban agradables. Además, ellas se alegraban de poder reincorporarse al trabajo. Por otra parte, la habilidad para atender a todos los huéspedes por igual, sin discriminaciones, está arraigada con fuerza en la mentalidad colectiva del karyukai. No obstante, me refirió una anécdota que entendí reflejaba sus verdaderos sentimientos.
Una noche invitaron a Koyuki a un banquete en el Ichirikitei en honor al general MacArthur. Y éste se quedó tan prendado del quimono que ella llevaba que quiso saber si se lo darían para los Estados Unidos. Cuando la propietaria del Ichirikitei dio la solicitud a tía Oima, ésta respondió:
—Los quimonos son nuestra vida. Lléveselo si lo desea, pero tendrá que llevarme también a mí. ¡Puede ocupar mi país, pero jamás ocupará mi alma! —El general no volvió a pedir el quimono.
Cada vez que tía Oima me detallaba el incidente, levantaba la barbilla y sonreía de satisfacción, y para mí ese orgullo del que hacía gala era uno de sus rasgos que más me fascinaba.
Todavía conservo aquel quimono. Está guardado a buen recaudo en un baúl de mi casa.
Durante los años siguientes la okiya Iwasaki fue prosperando, a idéntico ritmo que lo hacía el país.
Masako, por su parte, seguía esperando que su novio volviera de la guerra, pues el gobierno no comunicó la muerte de Chojiro a su familia hasta 1947. Al conocer la noticia, Masako quedó destrozada y lloró durante días, abrazada a su colcha nupcial. Ahora estaba realmente sola, sin perspectivas de futuro ni un sitio donde ir.