Capítulo 5

Resulta difícil explicar con un lenguaje moderno la relevancia, casi la santidad, de la dueña de la okiya y de su sucesora dentro de la jerarquía de Gion Kobu. La propietaria seria la reina, la atotori, a quien también se dispensa un trato deferente, su heredera y los demás miembros de la casa, obligados a aceptar las órdenes de su soberana sin discutir ni hacer preguntas, su corte real.

Aunque todavía no era oficial, madame Oima se comportó como sí yo fuera su atotori desde el momento de mi traslado y ordenó a todo el mundo que me atendiese como tal. Las demás habitantes de la okiya debían servirme y satisfacer mis necesidades. Se dirigían a mí con un lenguaje honorífico, no estaban autorizadas a hablarme a menos que yo lo hiciese antes y, en esencia, debían cumplir mis órdenes.

Supongo que algunas se sentirían celosas, pero todas estaban tan interesadas en complacer a la señora Oima que no percibí ninguna reacción negativa ante mi llegada y sentí que la vida a mi alrededor se desarrollaba de la manera más natural.

Madame Oima me pidió que la llamase tía, cosa que hice de buen grado. Seguí sentándome a su lado, en el sitio de honor, durante todas las comidas, en las que siempre me servían en primer lugar y me ofrecían la parte más exquisita.

Al poco de mi llegada aparecieron los modistos para tomarme las medidas y enseguida dispuse de vestuario nuevo: abrigos y vestidos de estilo occidental, y quimonos y obis japoneses. Lo cierto es que, hasta que fui adulta, no llevé ninguna prenda que no estuviera hecha a medida. Iba en quimono por el barrio, pero a menudo me ponía vestidos para ir a las representaciones de teatro kabuki, a los combates de sumo o al parque de atracciones.

Tía Oima pasaba horas enteras jugando conmigo y discurría innumerables maneras de entretenerme. Me dejaba ver los quimonos de las geiko siempre que me apetecía, y si tenía las manos muy limpias, me permitía tocar los exquisitos bordados, calcar los dibujos de las escenas otoñales y formar olas en la tela con los dedos.

Dispuso en el genkan un pupitre para que hiciese mis tareas, y yo dibujaba y practicaba en él caligrafía, igual que cuando vivía con mis padres.

Convertimos una fuente de piedra del jardín en un acuario para peces de colores. Fue una empresa laboriosa, de la que nos ocupamos juntas hasta en el último de los detalles. Pusimos bonitas piedras y lentejas de agua para que los peces tuvieran donde esconderse, y compramos piedrecillas de colores, un puente decorado y una figura de una garza, todo con el fin de crear un mundo de ensueño para mis nuevas mascotas.

Un día, tía Oima y yo estábamos en el jardín limpiando el acuario. Era mi tarea favorita, ya que no me obligaba a hablar con nadie, y la habría realizado a diario, pero ella no me dejaba pues, en su opinión, los peces no podían sobrevivir si el agua estaba demasiado limpia, así que debíamos dejarla reposar para que brotasen algas.

En aquella ocasión, le planteé un asunto que me preocupaba:

—Tía, tú no permites que me hable casi nadie. Sólo tú y Vieja Arpía lo hacéis. Pero ¿qué hay de esa tal Yaeko? ¿Por qué sí puede? ¿Y por qué sus hijos viven en mi casa?

—Oh, Mine-chan, creí que lo sabías. Yaeko es la primera hija de tu padre. Es tu hermana mayor. Tus padres son los abuelos de los niños.

Creí que iba a desmayarme o a vomitar, y grité:

—¡No es cierto! ¡Eres una embustera! —Estaba furiosa—. Una vieja como tú no debería mentir, porque pronto te reunirás con el Enma, con el rey de los infiernos, ¡y te arrancará la lengua por no decir la verdad!

Tía Oima respondió con toda la calma y la cortesía de que fue capaz:

—Lo lamento, pequeña, pero me temo que así es. Ignoraba que no te lo habían dicho.

Suponía que existía alguna razón que justificaba la constante interrupción de Yaeko en mi mundo, pero ésta era peor de lo que había imaginado.

—No debes preocuparte por ella —me consoló tía Oima—. Yo te protegeré.

Deseaba creerla, pero seguía experimentando una sensación extraña en el estómago cada vez que Yaeko estaba cerca de mí.

Al principio no me separaba de tía Oima, pero al cabo de unas semanas empecé a sentirme más cómoda y me aventuré a explorar mi nuevo entorno. Elegí como escondite el armario del comedor, que estaba debajo de la escalera, pues era el lugar donde Kuniko guardaba su ropa de cama y podía sentir su aroma cada vez que me acurrucaba entre las mantas. Olía igual que mi madre.

Luego me dirigí a la planta superior. Hallé un armario que también me gustó y decidí usarlo como alternativa.

En aquella planta había cuatro habitaciones espaciosas y muchos tocadores con cajas de afeites para las maiko y las geiko, nada que despertase en mí especial interés.

A continuación, me encaminé a la casa de huéspedes, que resultó todo un hallazgo. La habitación principal, la mejor de la okiya Iwasaki y reservada para las visitas importantes, era una estancia amplia, luminosa e inmaculada. Yo era la única persona de la casa que tenía permiso para estar allí, pues en cierto sentido, era el único "huésped".

En la parte trasera había un jardín, idéntico en dimensiones al principal, situado junto a la sala del altar y yo pasaba buena parte del tiempo sentada en su galería, embelesada con la serena belleza de las piedras y el musgo.

El cuarto de baño estaba en el extremo opuesto del jardín. En él había una bañera moderna, hecha con fragante madera de cedro blanco, hinoki, en la que tía Oima y Kuniko me bañaban todas las noches. Recuerdo que los aromas del jardín penetraban en el humeante baño por una ventana situada en lo alto de la pared.

La mayoría de las noches descansaba en la sala del altar con tía Oima, quien también me dejaba chupar su pecho hasta que me vencía el sueño. Otras veces, cuando hacía mucho calor o la luna se mostraba más brillante, dormíamos en la casa de huéspedes.

Y, en ocasiones, lo hacía con Kuniko en el salón. En las casas japonesas tradicionales, las habitaciones, austeramente amuebladas con tatamis, cumplen varias funciones y, así, el salón a menudo hace las veces de dormitorio. Kuniko era aprendiz de gobernanta y, como tal, tenía la importante obligación de vigilar la cocina y la chimenea, el corazón de la casa. Por lo tanto, cada noche debía correr las pequeñas mesas y desplegar su futón sobre el tatami. Cuando me fui a vivir a la okiya, Kuniko tenía veintiún años. Me sentía segura acurrucada junto a su cuerpo cálido y rollizo. Y, puesto que a ella le encantaban los niños, me cuidaba como si fuese su hija.

Yo seguía despertándome a las seis de la mañana, igual que en casa de mis padres. Casi siempre permanecía tendida en el futón y leía un libro ilustrado de los que me llevaba mi padre, aunque, a veces, me ponía las zapatillas y deambulaba por la casa. Todos los miembros de la okiya se acostaban muy tarde, de manera que a esa hora no había nadie levantado, ni siquiera las criadas. Así es como descubrí dónde dormía todo el mundo.

Las dos criadas apartaban el biombo del genkan y dormían allí mismo, sobre el tatami. Todas las demás lo hacían arriba. Vieja Arpía tenía una habitación para ella sola. Kuniko me explicó que eso se debía a que era una Iwasaki. Las demás geiko y maiko, incluida mi hermana, dormían juntas en la amplia habitación delantera. Y recuerdo que más adelante también Ichifumi, Fumimaru y Yaemaru llegaron a compartir aquel dormitorio. Había otra estancia grande, pero nadie la usaba para descansar. Era el sitio donde todas se vestían.

Había una mujer que no dormía en la okiya, a pesar de que estaba casi siempre en la casa. Su nombre era Taji, aunque todo el mundo la llamaba Aba, o pequeña madre. Estaba casada con un hermano de tía Oima y vivía en otra casa, pero supervisaba las comidas, la ropa y la limpieza de la okiya.

Yo trataba de entender la jerarquía de los miembros de aquella peculiar familia, muy distinta de la que regía en la mía propia. Mi padre cocinaba, mi madre descansaba, y ambos nos trataban de modo idéntico a los demás. Yo pensaba que todos los miembros de la familia eran iguales. Pero aquí las cosas eran diferentes.

Había dos grupos. Tía Oima, Vieja Arpía, las geiko, las maiko y yo formábamos uno de ellos y Aba, Kuniko, las aprendizas y las criadas, el otro. El primero tenía más poder y privilegios que el segundo, lo cual me preocupaba, porque Kuniko, a quien yo adoraba, no pertenecía a mi grupo, a diferencia de ciertas personas a quienes detestaba, como Yaeko.

Las integrantes del segundo grupo llevaban ropa distinta, usaban otros lavabos y no comían hasta que nosotras habíamos terminado. Les servían comida diferente y estaban obligadas a sentarse en un extremo del comedor, junto a la cocina. Además, no paraban de trabajar.

Un día vi un pescado asado en el plato de Kuniko. Estaba entero, con cabeza y cola, y su aspecto era delicioso. Nunca había visto nada igual, pues siempre había comido el pescado cortado en filetes, incluso en casa de mis padres (un vestigio de la educación aristocrática de mi padre).

—¿Qué es eso, Aba?

—Se llama sardina seca.

—¿Puedo probarla?

—No, cariño, no es un alimento adecuado para ti. No te gustaría.

Se consideraba propio de campesinos y a mi sólo me servían los mejores pescados: lenguado, rodaballo, congrio. Pero ¡un pescado con cabeza y cola! ¡Eso sí que parecía especial!

—¡Me apetece comer lo mismo que Kuniko! —No sabía quejarme, pero esa vez hice una excepción.

—Ese plato no es digno de una atotori —repuso Aba.

—No me importa. Quiero comer lo mismo que las demás y que estemos todas juntas.

A raíz de aquello, pusieron una mesa en el salón y empezamos a comer todas al mismo tiempo, igual que en la casa de mi familia.

Un día tía Oima anunció que me cambiaría el nombre por el de Mineko. Me escandalicé. Sabía que tenía el poder de hacer algo semejante con un perro, pero jamás habría imaginado que pudiera hacérmelo a mí. Mi padre me había puesto el nombre de Masako y, en mi opinión, nadie tenía derecho a cambiármelo. Así pues, le indiqué que no podía.

Sin alterarse, me explicó que Vieja Arpía también se llamaba Masako y que el hecho de que las dos tuviéramos el mismo nombre daría lugar a confusiones. Pese a todo, yo seguí negándome, pero ella no me hizo caso.

Tía Oima empezó a llamarme Mineko e insistió en que todos hicieran lo mismo.

Pero yo no respondía a aquel nombre: me hacía la sorda o daba media vuelta y corría a esconderme en el armario. No estaba dispuesta a claudicar.

Al final, tía Oima decidió recurrir a la ayuda de mi padre y lo mandó llamar. Él se esforzó por hacerme entrar en razón:

—Si quieres, te llevaré a casa, Masako, pues no hay motivo para que toleres esto. Y si deseas quedarte, podrías imaginar que están diciendo Masako cuando te llaman Mineko. Aunque supongo que no seria divertido. Así que puedes volver a casa conmigo.

Mientras intentaba tranquilizarme, Vieja Arpía metió baza:

—Lo cierto es que yo no tengo el menor interés en adoptarte, te lo aseguro. Pero si tía Oima te nombra sucesora, no tendré más remedio que hacerlo.

—¿Qué quiere decir, papá? ¿Cuándo me han adoptado? No les pertenezco, ¿verdad? Soy tuya, ¿a que si? —No había entendido que ser atotori significaba que acabarían adoptándome.

—Por supuesto, Masako. Sigues siendo mi pequeña y tu apellido todavía es Tanaka, no Iwasaki. —Trató de consolarme y luego se volvió hacia tía Oima—. ¿Sabe?, creo que seria mejor que me la llevase a casa.

Tía Oima se desesperó.

—Un momento, señor Tanaka. Por favor, no se vaya. ¡Se lo suplico! Ya sabe cuánto la quiero. No se la lleve, por lo que más quiera. Esta niña significa mucho para mí. Piense en lo que va a hacer. Y trate de explicarle la situación a Masako. Estoy segura de que lo escuchará. Se lo ruego, señor Tanaka. ¡Por favor!

Mi padre permaneció firme.

—Lo lamento, tía Oima. Es una niña que toma sus propias decisiones. No pienso obligarla a hacer nada que no quiera hacer. Sé que ésta es una gran oportunidad, pero estoy obligado a velar por su felicidad. Tal vez no deberíamos precipitarnos. Deje que reconsidere la cuestión.

En ese momento mi determinación flaqueó y, en cuanto oí las palabras de mi padre me embargó un profundo sentimiento de culpa.

—Lo estoy haciendo de nuevo —pensé-: me comporto como una niña egoísta. Los problemas volverán a empezar y la culpa será mía.

Mi padre se levantó para marcharse.

—No te preocupes, papá, no hablaba en serio. Está bien, pueden llamarme Mineko; de veras. Me quedaré aquí.

—No tienes por qué decir eso, Masako. Volvamos a casa.

—No, me quedo.

Cuando me fui a vivir a la okiya Iwasaki aún no tenía claro si tía Oima iba a convertirme en una geiko, como las demás mujeres de la casa. Sabia que quería que fuese su atotori, pero ella no era geiko, de manera que ese no parecía un requisito imprescindible para el puesto.

A menudo me hablaba de la danza. Por entonces, yo pensaba que todas las geiko que eran bailarinas comenzaban su carrera como maiko. Y tía Oima no dejaba de contarme historias sobre las legendarias maiko del pasado. No es que yo estuviese demasiado interesada en ser una de ellas, pero quería bailar, aunque no para exhibirme ante otros, sino porque me parecía divertido. Deseaba bailar para mí misma.

Tía Oima me prometió que empezaría a recibir clases el 6-6-6: el seis de junio después de mi quinto cumpleaños (que en el antiguo sistema equivalía al sexto, pues el año del nacimiento se contaba como el primero). Seis-Seis-Seis: en mi imaginación, esa combinación de números se convirtió en un día mágico.

Poco antes del primer día de clase, tía Oima me comentó que debíamos decidir quién sería mi "hermana mayor".

La sociedad femenina de Gion Kobu está organizada según unas normas de parentesco simbólico que, además, determinan las jerarquías en función de la posición social. De este modo, las propietarias de las okiya y los ochaya reciben el nombre de madres o tías con independencia de la edad que tengan, mientras que cada maiko o geiko es la hermana mayor de cualquiera que se haya iniciado en el servicio activo después que ellas. Por otra parte, cada maiko y geiko tiene asignada una madrina que es a su vez su onesan particular o hermana mayor.

La geiko con mayor antigüedad adopta el papel de modelo y mentora de la recién iniciada. De este modo, supervisa sus progresos artísticos, hace de mediadora en los conflictos que surgen entre aquella y sus maestras o el resto de mujeres, la ayuda a prepararse para su debut y la acompaña en sus primeras salidas profesionales.

La onesan instruye a la mujer más joven en el complejo protocolo de los banquetes y le presenta clientes importantes y otras personas capaces de ayudarla a prosperar.

Un día, escuché que tía Oima, madre Sakaguchi y Vieja Arpía estaban conversando acerca de mi onesan. Madre Sakaguchi propuso a Satoharu.

¡Ah, si hubiera podido ser como ella!

Satoharu era una geiko famosa de la okiya Tamaki, una de las hermanas de la familia Sakaguchi. Aquella mujer hermosa, esbelta y elegante, se mostraba dulce y atenta conmigo. Aún recuerdo su exquisita interpretación en los bailes de Chikubushima y Ogurikyokubamonogatari. Yo quería parecerme a ella.

A continuación, Vieja Arpía mencionó a Yaeko, a la horrible Yaeko.

—¿No sería la elección más lógica? Es la verdadera hermana mayor de Mineko y pertenece a nuestra okiya. Aunque nos ha dado algunos problemas en el pasado, creo que lo haría bien.

Me dio un vuelco el corazón.

—A mi me parece que Yaeko tiene más puntos en contra que a favor —respondió madre Sakaguchi—. ¿Por qué cargar a Mineko con la deshonra de la deserción y el divorcio de ella? Nuestra niña merece algo mejor. Además, las geiko no aprecian a Yaeko. Podría acabar siendo perjudicial para Mineko. ¿Qué tiene de malo Satoharu? A mi juicio, supondría una excelente elección.

Como en el resto de la sociedad japonesa, las relaciones personales eran la clave del éxito, por eso madre Sakaguchi prefería verme vinculada a una geiko que me otorgara prestigio dentro de la comunidad.

—Por favor, escuchadla, recé desde la seguridad del armario.

Pero Vieja Arpía no daba el brazo a torcer.

—Me temo que eso no será posible —afirmó—. Yo no podría trabajar con Satoharu: es una mujer pedante y problemática. Yaeko nos conviene más.

Madame Sakaguchi trató de razonar con ella, pero no consiguió convencerla.

En infinidad de ocasiones, he reflexionado sobre los motivos que empujaron a Masako a abogar por la desprestigiada Yaeko en lugar de por la maravillosa Satoharu. Con toda probabilidad, fue una simple cuestión de poder, pues imagino que pensaba que Yaeko le haría caso y Satoharu no.

En consecuencia, mal que me pesara, se decidió que Yaeko sería mi hermana mayor y nada pude hacer para librarme de ella.

Mis padres me visitaban con frecuencia. Papá me llevaba libros ilustrados y mis comidas favoritas; mamá, un jersey o un vestido tejido a mano. Pero empecé a temer sus visitas, porque hacían que Yaeko montase en cólera. Les gritaba que eran vendedores de niños y arrojaba cosas en la cocina, mientras todos mis esfuerzos por defenderlos parecían inútiles.

Tenía cinco años y todavía seguía los dictados del pensamiento mágico: estaba convencida de que yo era la única que podía proteger a mis padres de aquella loca y, por eso, opté por tratarlos con frialdad cada vez que me visitaban, para que no volvieran. Ahora, después de haber sido madre, puedo imaginar la angustia que debió de causarles mi indiferencia.

Me fui haciendo un sitio en la okiya Iwasaki y en las calles de Gion Kobu. En la posguerra, aquel barrio estaba lleno de niños y allí hice mis primeras amistades. Por su parte, los adultos, que sabían quién era y en qué me convertiría, me colmaban de regalos y atenciones. Empecé a sentirme segura y confiada bajo la protección del apellido Iwasaki: estaba convirtiéndome en un miembro de la familia.