Capítulo 3

Mi padre estaba planeando ir a ver a madame Oima y me preguntó si quería acompañarlo. Puesto que me encantaba salir con él, accedí. Además, me aseguró que se trataba de sólo una visita y que podríamos marcharnos cuando yo lo deseara.

Todavía me daba miedo andar por el puente que había frente a nuestra casa, así que mi padre tuvo que llevarme en brazos. Caminamos hasta la parada del tranvía y, una vez allí, tomamos el que iba a la estación de Sanjo Keihan.

En aquel tiempo, el mundo en el que yo vivía era muy pequeño, no tenía amigos y no había otras viviendas de nuestro lado del puente. De manera que contemplé con asombro las vistas de la gran ciudad, las innumerables casas que flanqueaban las calles de Gion Kobu y la multitud de transeúntes. Era emocionante y aterrador a la vez. Cuando llegamos estaba hecha un manojo de nervios.

La okiya Iwasaki, situada en la calle Shinbashi, a tres puertas al este de Hanamikoji, estaba construida en el elegante estilo arquitectónico de los karyukai de Kioto. Era un edificio largo y estrecho, con montantes que daban a la calle. Me pareció imponente.

Entramos por el genkan, el vestíbulo, y subimos a la recepción.

La casa estaba llena de mujeres, todas vestidas con quimono informal. Me sentí extraña. Pero la anciana Oima nos recibió con una amplia sonrisa, y se mostró efusiva en sus saludos y en sus manifestaciones de hospitalidad.

Entonces apareció Tomiko. Para mi sorpresa, parecía una novia, sobre todo por el complicado peinado que lucía.

Luego entró una mujer que vestía a la manera occidental.

—Masako, ésta es tu hermana mayor —anuncio mi padre.

—Me llamo Kuniko —añadió ella.

Me quedé estupefacta.

¿Y quién entró en la sala a continuación? Nada más y nada menos que aquella desagradable mujer a quien yo no podía soportar, la madre de los dos niños que vivían con nosotros.

Empecé a tirar de la manga del quimono de mi padre y exclamé:

—Quiero irme a casa. —Era incapaz de reaccionar ante tanto estimulo.

Una vez en la calle, las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos, despacio, sin pausa, y no cesaron hasta que llegamos a la estación de trenes Sanjo Keihan. Sé que estábamos allí porque recuerdo haber visto las torrecillas de la escuela primaria.

Cuando subimos al tren que nos llevaría a casa, me sumí en el silencio habitual. Mi padre, que parecía entender mis sentimientos, no trató de comentar conmigo lo ocurrido y se limitó a rodearme los hombros con un brazo.

En cuanto llegamos a casa y vi a mí madre, me eché a llorar con gran aflicción y me arrojé a sus brazos. Al cabo de un rato me bajé de su regazo y me metí en el armario.

Mis padres me dejaron tranquila y pasé la noche allí, envuelta en la oscuridad.

No abandoné el armario hasta la mañana siguiente, aunque todavía estaba muy alterada por el viaje a la okiya Iwasaki, pues lo que había visto en el karyukai era muy distinto de todo cuanto conocía, mi pequeño mundo comenzaba a desmoronarse. Estaba confundida y asustada, y me pasaba la mayor parte del tiempo abrazándome a mí misma, con la mirada perdida.

Tardé un par de semanas en volver a la normalidad, a cumplir con mis tareas cotidianas, a incorporarme al "trabajo". Al ver que había crecido demasiado para sentarme en su regazo, mi padre me había construido un escritorio con una caja de naranjas y lo había colocado al lado del suyo. Yo pasaba horas enteras entretenida junto a él.

Justo entonces, la señora Oima decidió venir a casa. Su sola visión me conmocionó y volví a esconderme en el armario. Pero esta vez fue peor, pues tenía tanto miedo de salir que ni siquiera quería ir a jugar debajo del pimentero situado al otro lado del estanque. Estaba siempre pegada a mis padres y me negaba a separarme de ellos.

No obstante, madame Oima continuó visitándonos y preguntando por mí.

Todo siguió igual durante unos meses. Mi padre estaba preocupado por mí y buscaba la manera de engatusarme para que retomase contacto con el mundo.

Discurrió un plan. Un día me expuso:

—Tengo que llevar un quimono a la ciudad. ¿Quieres venir conmigo?

Sabía lo mucho que me gustaba salir a solas con él. Aún estaba recelosa, pero a pesar de mi desconfianza, acepté.

Me llevó a una fábrica de telas para quimonos situada en la calle Muromachi. Cuando entramos, el propietario saludó a mi padre con deferencia. Mi padre me explicó que tenía que hablar de negocios con él y me pidió que lo esperase en la tienda. Los dependientes me entretuvieron enseñándome los artículos que vendían. Me quedé fascinada con la variedad y el lujo de los quimonos y los obis. A pesar de mi corta edad, aprecié con claridad que los quimonos de mi padre eran los más bonitos de la tienda.

Me moría de ganas de contarle a mi madre todo lo ocurrido y, cuando llegamos a casa, no dejé de hablar de los quimonos que había visto. Los describí con todo lujo de detalles. Mis padres, que nunca me habían oído hablar tanto, no podían creer que hubiera sido capaz de retener tanta información, sobre todo acerca de unos quimonos. Le recalqué a mi madre lo orgullosa que estaba porque los quimonos de papá eran los mejores de la tienda.

—Masako, me alegra mucho que te gustasen tanto. Tengo que tratar un asunto con madame Oima. ¿Quieres acompañarme? Si, una vez allí, no te sientes a gusto, volveremos de inmediato. Te lo prometo —propuso mi padre.

La idea de ir todavía me preocupaba, aunque menos, pero tengo una inclinación casi morbosa a afrontar cualquier situación que me asuste y supongo que ese rasgo ya formaba parte de mi personalidad a los tres años. De manera que accedí a acompañarlo.

Nos marchamos poco después. Permanecí callada, aunque no me disgusté como la primera vez. No recordaba casi nada de la casa, pero en mi segunda visita estuve lo bastante tranquila para prestar atención a lo que me rodeaba.

Entramos por un anticuado genkan, el vestíbulo, cuyo suelo en lugar de ser de madera era de tierra apisonada, que comunicaba con una sala de tatamis o recepción. Al fondo de ésta, un precioso biombo ocultaba de la vista el resto de las habitaciones. A la derecha de la entrada había un armario zapatero que llegaba hasta el techo y, más allá, una vitrina repleta de platos, braseros, palillos y otros artículos de mesa. También había una obsoleta nevera de madera, de las que enfriaban con bloques de hielo.

El genkan comunicaba con un angosto pasillo sin pavimentar que atravesaba toda la casa. A la derecha estaba la cocina, que incluía varios hornos. El resto de las habitaciones se repartían a la izquierda del pasillo.

Las estancias se sucedían una a la otra, como si juntas formasen un convoy de vagones de tren. La primera era la recepción o sala. Luego estaba el comedor, donde la familia de las geiko también se reunía a conversar. Tenía un brasero rectangular en una esquina y una escalera que conducía a la segunda planta. Las puertas de corredera del comedor estaban abiertas y dejaban entrever una sala formal con un gran altar, que se abría a un jardín de invierno.

La señora Oima nos invitó a pasar al comedor. Vi a una joven maiko vestida con ropa corriente y sin maquillar, aunque aún tenía restos de polvos blancos en el cuello. Nos sentamos junto al brasero, frente a madame Oima, que se había situado de espaldas al jardín para que pudiésemos disfrutar de la vista. Mi padre hizo una reverencia y le presentó sus respetos.

La anciana no dejó de sonreírme mientras departía con mi padre.

—Me complace informarle de que a Tomiko le va muy bien con sus clases. Parece dotada de un excelente oído musical y está aprendiendo a tocar el shamisen de maravilla. Sus maestros y yo estamos encantados con sus progresos.

Un leve sonido que provenía del pasillo de tierra llamó mi atención. Asomé la cabeza por el vano de la puerta y vi a un perro tendido en el suelo.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté, y obtuve un ladrido por respuesta.

—Ah —intervino la señora—. Ese es John.

—Seria más apropiado llamarlo Gran John —repuse.

—En tal caso, creo que deberíamos cambiar su nombre por el de Gran John —concluyó la señora Oima.

En ese instante apareció una mujer. Era preciosa, aunque su rostro traslucía acritud. Madame Oima nos hizo saber que también ella se llamaba Masako. Pero yo, para mis adentros, la apodé "Vieja Arpía". Madame Oima le explicó a mi padre que aquella geiko cumpliría las funciones de hermana mayor de Tomiko.

—Opino que el nombre de John es adecuado —afirmó circunspecta la recién llegada.

—Pero la señorita Masako piensa que Gran John lo es más —replicó la señora Oima— y, por tanto, lo llamaremos así. Escuchad todas: de ahora en adelante, el nombre del perro es Gran John.

Recuerdo vívidamente esta conversación, porque me impresionó mucho la autoridad de madame Oima. Tenía suficiente poder para cambiarle el nombre al perro sin más. Y todo el mundo debía escucharla y obedecer. Incluso Vieja Arpía.

De inmediato hice buenas migas con Gran John. La señora Oima permitió que Tomiko y yo lo llevásemos de paseo. Tomiko me contó de dónde había salido Gran John. Refirió que cierto perro había tenido una aventura clandestina con una hembra de raza collie, que pertenecía a un célebre fabricante de encurtidos del barrio, y que Gran John era el resultado de aquel encuentro.

Mientras caminábamos, una mujer nos detuvo en la calle.

—¿Quién es esta niña tan bonita? ¿Es una Iwasaki? —quiso saber.

—No, es mi hermana pequeña —arguyó Tomiko.

Al cabo de unos minutos, otra persona afirmó:

—¡Qué adorable Iwasaki!

Y mi hermana replicó de nuevo:

—No, es mi hermana pequeña.

Ocurrió lo mismo una y otra vez. Mi hermana empezaba a irritarse, y yo me sentía incómoda, de manera que le pedí que volviéramos. Sin darle ocasión de atender mi demanda, Gran John se dio la vuelta y enfiló hacia la casa.

Gran John, que era un perro maravilloso y más listo de lo común, vivió hasta la venerable edad de dieciocho años. Siempre tuve la sensación de que me entendía.

Cuando regresamos a la okiya Iwasaki, le indiqué a mi padre:

—Es hora de volver a casa, papá. Me marcho. —Dirigí un cortés "adiós" a todo el mundo, acaricié a Gran John y me planté en la puerta. Mi padre se despidió como es debido y me siguió.

Me dio la mano y echamos a andar hacia la parada del tranvía.

Desconocía de qué había conversado mi padre con la anciana Oima mientras Tomiko y yo estábamos fuera, pero noté que se encontraba nervioso y contrariado. Comencé a sospechar que ocurría algo malo.

En cuanto llegamos a casa, me metí en el armario, desde donde pude oír hablar a mis padres.

—¿Sabes, Chic? —comentó él—. Me parece que seré incapaz de hacerlo. No soporto la idea de que se marche.

—A mí me sucede lo mismo —aseguró ella.

Empecé a pasar aún más tiempo en el armario, el plácido refugio que me permitía huir del trajín de la vida familiar.

Durante ese mes de abril Seiichiro, mi hermano mayor, consiguió un empleo en los ferrocarriles nacionales. El día que volvió a casa con su primer sueldo, la familia al completo se sentó a la mesa para celebrarlo tomando sukiyaki, incluida yo, pues mi padre me había ordenado que saliera del armario para cenar.

Papá tenía la costumbre de pronunciar un pequeño discurso todas las noches, antes de la cena. Repasaba los acontecimientos importantes del día y nos felicitaba cuando había algún motivo, como una buena nota en la escuela, o con ocasión de un cumpleaños.

Yo estaba sentada en su regazo cuando le dio la enhorabuena a mi hermano por su emancipación.

—Hoy vuestro hermano Seiichiro ha comenzado a contribuir a la manutención de la casa: ya es un adulto. Espero que los demás sigáis su ejemplo, y que, cuando seáis autosuficientes, penséis en las necesidades y en el bienestar de los demás. ¿Entendéis lo que digo?

Respondimos al unísono:

—Sí, lo entendemos. Felicidades, Seiichiro.

—Muy bien —mi padre asintió y empezó a comer.

Desde su regazo, yo no alcanzaba el sukiyaki, y exclamé:

—¿Y yo, papá?

—Ay, me olvidaba de Masako —repuso, y él mismo me dio de comer de la fuente.

Mis padres estaban de buen humor. Pensé en ello mientras daba cuenta de la carne. Pero, cuanto más pensaba, más taciturna me ponía y menos me apetecía comer. Empecé a reflexionar sobre mi propia felicidad. ¿Aumentaría si me mudaba a la okiya Iwasaki? ¿De qué modo lo conseguiría? ¿Cómo llegar allí? Se hacía preciso trazar un plan.

Una de mis salidas favoritas era la excursión anual que hacíamos para ver los cerezos en flor, así que les pregunté a mis padres:

—Después de ir a verlos, ¿podemos ir a la okiya Iwasaki? – A pesar de que lo cierto era que no existía ninguna conexión lógica entre las dos cosas.

Siempre comíamos bajo los árboles que flanqueaban el canal, muy cerca de casa. Pero yo sabía que los cerezos no tendrían el mismo aspecto desde el otro lado del puente.

Mi padre respondió de inmediato:

—Chic, hagamos planes para contemplar los cerezos en flor.

—Excelente idea —apuntó mi madre—. Prepararé una merienda para llevar.

—Y, después, iremos a la okiya Iwasaki, ¿de acuerdo?

Sabían lo terca que podía llegar a ser cuando se me metía una idea en la cabeza. Así que mi padre trató de distraerme.

—Creo que después de admirar los cerezos deberíamos asistir a los Miyako Odori. ¿No te parece mejor, Chic? —le preguntó a mi madre.

—Yo iré a la okiya Iwasaki. ¡No a los Mikayo Odori!

—¿Qué dices, Masako? —quiso saber él—. Explícame por qué deseas ir a la okiya Iwasaki.

—Porque sí —repliqué—. Así esa señora dejará de ser mala contigo y con mamá. Quiero ir enseguida.

—Un momento, Masako. Lo que sucede entre esa señora, madame Oima y nosotros nada tiene que ver contigo. Eres demasiado pequeña para entender lo que pasa, pero tenemos una inmensa deuda de gratitud con la anciana. Además, tu hermana Tomiko ha ido a la okiya Iwasaki para lavar nuestro honor. Tú no debes preocuparte por nada, pues es un asunto que tenemos que resolver los mayores.

Por fin, mi padre accedió a dejarme pasar una noche en la okiya Iwasaki. Yo quise llevar mi manta y mi almohada favoritas, así que mi madre las incluyó en mi equipaje. Mientras esperaba me senté en el umbral de la puerta y clavé mi mirada en el puente.

Llegó la hora de partir y mamá salió para despedirnos. Una vez en el puente, cuando mi padre se inclinó para cogerme en brazos como de costumbre, rechacé su ofrecimiento.

—No, lo haré sola.

Era la primera vez que lo atravesaba por mí misma y sentía miedo.

Debajo de ese puente hay un canal, por el que discurre agua fresca y cristalina procedente del lago Biwa, que está en el norte. El caudal avanza impetuoso hacia el acueducto de Nanzenji y, una vez en él, corre por su cauce, flanqueado por cerezos, a lo largo de kilómetros y kilómetros, para descender luego en dirección a la principal vía fluvial de Kioto. Continúa más allá del zoo y del santuario de Heian, discurre junto a la avenida de la Fuente Fresca y, por fin, desemboca en el río Kamogawa, desde donde fluye hacia Osaka y el mar. Nunca olvidaré la primera vez que crucé el puente sola. El contraste entre el cemento blanco y el vestido y los calzones rojos que me había tejido mi madre está grabado para siempre en mí memoria.