Capítulo 2

Puedo precisar el momento en que las cosas empezaron a cambiar.

Yo acababa de cumplir tres años. Fue una fría tarde de invierno.

Mis padres recibieron la visita de una mujer muy anciana, y yo, a causa de mi excesiva timidez con los desconocidos, me escondí en un armario en cuanto ella accedió al vestíbulo.

Me senté en la oscuridad y escuché la conversación. Aquella mujer irradiaba un curioso encanto y su forma de hablar me fascinaba.

Se llamaba madame Oima, y era la propietaria de la okiya Iwasaki de Gion Kobu. El motivo de su visita era averiguar si mi hermana Tomiko estaría interesada en convertirse en geiko, pues había estado en la okiya Iwasaki varias veces y madame Oima había descubierto su potencial.

Tomiko, que tenía catorce años, era la más delicada y refinada de mis hermanas. Le encantaban los quimonos, la música tradicional y la cerámica de calidad, y siempre hacía preguntas a mis padres acerca de estos temas. No entendí todo lo que entonces hablaron, pero sí me di cuenta de que aquella señora estaba ofreciendo un empleo a Tomiko.

Ignoraba que la okiya Iwasaki atravesaba una delicada situación económica. Lo único que sabía era que mis padres trataban a aquella mujer con el mayor de los respetos y que su porte superaba en dignidad al de cualquiera que yo hubiera conocido hasta entonces.

Noté que mis padres le profesaban una gran admiración.

Atraída por su voz, abrí la puerta del armario unos pocos centímetros y espié para ver de dónde procedía.

La señora se percató de ello y preguntó:

—¿Quién está en el armario, Chic-san?

Mi madre rió y respondió:

—Es mi hija pequeña, Masako.

Al oír mi nombre, abandoné mi escondite.

La mujer permaneció inmóvil y, con los ojos muy abiertos, me observó por espacio de algunos segundos.

—Oh, vaya —exclamó—. ¡Qué cabello y qué ojos tan negros! ¡Y esos diminutos labios rojos! ¡Qué niña tan bonita!

Mi padre nos presentó.

Poco después, y aunque seguía mirándome a mí, la señora se dirigió a mi padre:

—¿Sabe, señor Tanaka? He estado buscando una atotori, una sucesora, durante mucho tiempo y tengo la extraña sensación de que acabo de encontrarla.

Yo no tenía la menor idea de a qué se refería. Desconocía qué era una atotori ni por qué esa mujer necesitaba una. Pero percibí un cambio en la energía de su cuerpo. Dicen que quien tiene ojos para ver es capaz de llegar al fondo del carácter de una persona, por muy mayor que ésta sea.

—Hablo en serio —prosiguió—. Masako es una niña maravillosa. Llevo mucho tiempo en el negocio y puedo ver que es un tesoro. Les ruego que consideren la posibilidad de que también ella ingrese en la okiya Iwasaki. De veras. Creo que podría tener un magnífico futuro allí. Sé que es muy pequeña, pero ¿no podrían permitirnos que la formásemos para la carrera? Por favor.

La educación de una geiko en Gion Kobu es un sistema cerrado. Sólo las chicas que viven en una okiya de Gion Kobu están autorizadas para aprender las disciplinas necesarias en las escuelas acreditadas, y nadie salvo ellas son capaces de soportar las exigencias del agotador programa. Es imposible convertirse en geiko si una vive fuera del karyukai.

Mi padre, a quien el inesperado giro de los acontecimientos había desconcertado de manera evidente, no respondió de inmediato.

—Discutiremos con detenimiento su oferta con Tomiko y la animaremos a aceptarla —concluyó por fin—, aunque ella tendrá la última palabra. Nos pondremos en contacto con usted en cuanto haya tomado una decisión. Respecto a Masako, lo lamento mucho, pero no puedo considerar su propuesta. No estoy dispuesto a perder a otra hija.

Si Tomiko aceptaba unirse a la okiya Iwasaki, mi padre habría entregado ya a cuatro de sus siete hijas.

Permítanme que explique lo que significa "entregar" a una hija.

Cuando una niña se marcha de casa para ingresar en una okiya, sucede lo mismo que si se fuera a un internado. En la mayoría de los casos va a visitar a sus padres en su tiempo libre y ellos, por su parte, están autorizados para verla cuando lo deseen. Eso es lo habitual.

Sin embargo, cuando una niña es elegida sucesora de una casa y de su nombre, la propietaria la adopta para convertirla en su legítima heredera. En ese caso recibe el apellido de la familia de la okiya y renuncia al suyo para siempre.

Madame Oima tenía ochenta años y estaba muy preocupada porque aún no había encontrado quien la sucediera. Ninguna de las mujeres que estaba bajo su tutela reunía los requisitos y no quería morir sin encontrar a la candidata idónea. La okiya Iwasaki tenía el equivalente a millones de dólares en propiedades (bienes inmuebles, quimonos, valiosísimos adornos y obras de arte) y mantenía a un personal de más de veinte personas. Ella era la responsable de la continuidad del negocio y, para garantizar su futuro, necesitaba una heredera.

En el transcurso de aquel año, la señora Oima nos visitó en varias ocasiones para hablar del reclutamiento de Tomiko. Pero, al mismo tiempo, hacía campaña para enrolarme a mí.

Mis padres no conversaban de este tema en mi presencia, aunque supongo que se lo habrían explicado todo a Tomiko. Madame Oima era la mujer a quien habían confiado el cuidado de la mayor de mis hermanas, Yaeko, hacía muchos años. La anciana la había nombrado atotori y la había formado como geiko. Pero Yaeko se marchó de Gion Kobu sin cumplir con sus obligaciones para con ella. Aquello supuso una humillación para mis padres, quienes esperaban que el ingreso de Tomiko en la okiya ayudase a compensar a la anciana por la deserción de Yaeko.

Sin embargo, no había ninguna posibilidad de que Tomiko fuese la siguiente sucesora, pues en circunstancias ideales, las atotori deben formarse como tales desde la más tierna infancia.

Nadie me comunicó que Tomiko se marchaba. Supongo que mis padres pensaron que era demasiado pequeña para entender adónde iba y, en consecuencia, no trataron de explicármelo. Lo único que sé es que un día Tomiko terminó la escuela primaria, al siguiente se fue de vacaciones de primavera y nunca regresó. (De acuerdo con las leyes modernas, una niña ha de terminar la escuela primaria para que se le permita ingresar en una escuela para geiko.)

Lamenté su partida, pues se trataba de mi hermana favorita. Era más lista que las demás y parecía la más equilibrada.

Pero las visitas de la señora Oima no se interrumpieron después del traslado de Tomiko: me quería a mí. A pesar de las protestas de mi padre, ella no cejaba en su empeño. Cada mes nos visitaba para interesarse por mí. Y cada mes mi padre, con absoluta amabilidad, mantenía su negativa.

Madame Oima utilizó todos los argumentos posibles para convencerlo de que yo haría una brillante carrera a su lado y de que no debía interponerse en mi camino. Le rogó que reconsiderase su decisión. Recuerdo muy bien sus palabras:

—Iwasaki es la mejor okiya de Gion. Masako tendrá allí más oportunidades que en cualquier otro sitio.

Con el tiempo, la tenacidad de la señora comenzó a erosionar la resistencia de mi padre. Advertí un cambio en su postura.

En una ocasión que yo estaba sentada en el regazo de mi padre mientras los dos conversaban, ella retomó el tema una vez más. Mi padre rió.

—De acuerdo, de acuerdo, madame Iwasaki, aún es demasiado pronto, pero le prometo que algún día la llevaré a visitarla. Quién sabe, puede que le guste; todo depende de ella. Creo que la única finalidad de aquella promesa era que la anciana dejase de insistir.

Entonces decidí que había llegado el momento de que la señora Oima se fuera. Yo sabía que la gente solía ir al cuarto de baño antes de marcharse, así que me volví hacia ella y le indiqué:

—Pis.

Interpretó que mi orden era una petición, así que me preguntó afable si quería que me acompañase al lavabo. Asentí, me bajé del regazo de mi padre y le di la mano. Una vez que llegamos, le esperé "ahí" y regresé al salón.

Madame Oima regresó al cabo de unos minutos.

—Gracias por atenderme tan bien —subrayó, dirigiéndose a mí.

—Váyase a su casa —repliqué.

—Sí, debería irme. Me marcho, señor Tanaka. Creo que hoy he hecho auténticos progresos. —Y se fue.

A pesar de que no viví demasiado tiempo en casa de mis padres, en los pocos años que estuve junto a ellos me dieron consejos que me han resultado útiles durante el resto de mi vida. Sobre todo las enseñanzas de mi padre, pues hizo cuanto pudo para inculcarme el valor de la independencia y la responsabilidad. Y, lo más importante, infundió en mí un arraigado sentimiento de orgullo.

Mí padre tenía dos dichos favoritos. Uno hacía referencia a un samurái. Es una especie de proverbio que afirma que un samurái ha de regirse por un código de conducta superior al de un hombre corriente. Así, aunque no tenga nada que comer, fingirá que tiene mucho, lo que significa que un samurái nunca renuncia a su orgullo. Pero también prueba que un guerrero jamás se rinde ante la adversidad. La otra sentencia era: "Hokori o motsu", que significa "preserva tu orgullo" o "vive con dignidad", sean cuales fueren las circunstancias.

Repetía estos aforismos tan a menudo y con tanta convicción que nosotros los aceptábamos como si fuesen palabras sagradas.

Todos aseguran que yo era una niña extraña. Mis padres me contaron que no lloraba casi nunca, tampoco cuando era un bebé. Les preocupaba que tuviera un problema de audición o de voz, e incluso temieron que fuese retrasada. A veces mi padre pegaba sus labios a mi oreja y me hablaba alto, o me despertaba a propósito cuando estaba dormida. Yo me sobresaltaba, pero ni siquiera sollozaba. Conforme fui creciendo se dieron cuenta de que no tenía ningún problema, de que sólo era inusualmente silenciosa. Me gustaba soñar despierta. Recuerdo que quería saber los nombres de todos los pájaros, las flores, las montañas y los ríos. Pensaba que bastaba con interrogarlos para que ellos mismos me dijeran cómo se llamaban y no deseaba que los demás estropeasen las cosas proporcionándome esa información. Estaba convencida de que si miraba algo durante el tiempo suficiente, ese algo me hablaría. Y, la verdad, todavía sigo creyéndolo.

Un día, mi madre y yo contemplábamos los asteres de color blanco y melocotón que crecían alrededor del estanque.

—¿Cómo se llama esta flor? —pregunté.

—Aster —respondió.

—Mmm, aster. ¿Y esta pequeña?

—También es un aster.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo es posible que dos flores tan distintas tengan el mismo nombre?

Mi madre se quedó perpleja.

—Bueno, es el nombre de la familia de plantas. Es la clase de flor.

—Pero en nuestra casa vive una familia y cada uno tiene un nombre diferente. Esas flores también deberían tener el suyo propio. Quiero que les pongas uno, como hiciste con nosotros. Así ninguna flor se sentirá mal.

Mi madre fue a ver a mi padre, que estaba trabajando.

—Masako acaba de pedirme algo muy curioso: quiere que le ponga nombre a cada uno de los asteres.

Mi padre me indicó:

—No necesitamos más hijos, así que no hay razón para ponerles nombre.

La idea de que no precisaban más hijos hizo que me sintiese sola.

Me resultaba fácil evocar una preciosa tarde de mayo en que soplaba una brisa suave y fresca procedente de las montañas del este. Los lirios habían florecido y reinaba una paz absoluta. Yo estaba sentada en el regazo de mi madre y juntas disfrutábamos del sol acomodadas en la galería.

—¡Qué bonito día! —exclamó ella.

Recuerdo con claridad que le contesté:

—Soy muy feliz.

Éste es el último recuerdo verdaderamente dichoso que guardo de mi infancia.

Alcé la vista y descubrí que una mujer cruzaba el puente en dirección a nuestra casa. Su imagen era imprecisa, como si se tratase de un espejismo. Todos los músculos del cuerpo de mi madre se tensaron. Se le aceleró el corazón y empezó a sudar. Su olor cambió. Parecía aterrorizada, pues pude ver que cada uno de sus miembros estaba contraído. Me estrechó con fuerza, en un instintivo gesto de protección, y yo percibí el peligro que ella intuía.

Observé a la mujer que se aproximaba y, de repente, tuve la sensación de que el tiempo se detenía, de que aquella desconocida caminaba a cámara lenta. No he olvidado siquiera su ropa: llevaba un quimono que ceñía con un obi decorado con dibujos geométricos de color beis, marrón y negro.

Sentí un súbito escalofrío y, también entonces, corrí a esconderme en el armario.

Era incapaz de creer lo que sucedió a continuación. Cuando mi padre entró en la sala, la mujer empezó a hablar dando muestras de auténtico odio. Tanto él como mi madre trataban de replicar, pero ella los interrumpía a cada minuto, empleando un tono cada vez más estridente y agresivo. El volumen de su voz aumentaba por momentos. Yo no entendí casi nada de lo que dijo, pero sí me percaté de que estaba usando un lenguaje grosero e infinidad de palabras malsonantes. Jamás había oído a nadie vociferar de aquella manera. Se me antojó una especie de demonio y que su perorata era interminable. Yo no sabía quién era ni podía imaginar qué habían hecho mis padres para provocar en ella semejante reacción. Al final se marchó.

Más tarde, sentí que una nube oscura se cernía sobre la casa.

Nunca había visto a mis padres tan disgustados. Era escalofriante.

Durante la cena, la atmósfera se había vuelto tan tensa que no pudimos disfrutar de la comida. Yo estaba muy asustada. Me subí al regazo de mi madre y pegué mi cara a su costado.

Mis hermanos se fueron a dormir justo después de cenar y yo, como de costumbre, permanecí acurrucada en el regazo de mi madre mientras mis padres hacían la sobremesa, a la espera de que papá anunciara que era hora de acostarse. Pero aquella noche casi no hablaron. Pasaba el tiempo y mi padre seguía sin moverse. Por fin, me dormí en brazos de mi madre. A la mañana siguiente amanecí en su futón, junto a ellos y nuestro perro Koro.

Pocos días más tarde reapareció aquella horrible mujer, pero esta vez la acompañaban dos niños. Los dejó con nosotros y se marchó. Yo sólo sabia de ellos que eran sus hijos. El mayor se llamaba Mamoru. Era un maleducado, y no me caía bien. Me llevaba tres años, igual que uno de mis hermanos, con el que enseguida congenió. El menor se llamaba Masayuki. Tenía once meses más que yo. Era un niño agradable y nos hicimos amigos.

La madre de los niños acudía a visitarlos una vez al mes. Traía juguetes y dulces para sus hijos, pero nada para nosotros, pese a que también éramos pequeños. Me recordó el proverbio de mi padre acerca del samurái. Yo no podía ni verla, pues en sus ojos no había sino codicia y frialdad. En cuanto aparecía, me escondía en el armario, me tapaba los oídos con las manos y me negaba a salir hasta que se hubiera marchado.