Capítulo 1

Creo que la elección de mi profesión es por demás paradójica. Una geiko de categoría se halla siempre expuesta al resplandor de los focos, mientras que yo pasé gran parte de mi infancia escondida en un armario oscuro. Una geiko de categoría despliega todo su talento para complacer al público, para satisfacer a cada persona con la que se relaciona, mientras que yo prefiero las actividades solitarias. Una geiko de categoría es un delicado sauce que se inclina a merced de la voluntad ajena, mientras que yo siempre he sido terca, rebelde y extremadamente orgullosa.

Una geiko de categoría es maestra en el arte de crear un ambiente de distensión y esparcimiento, sin embargo, yo no disfruto en particular con la compañía de otros. Una geiko de renombre nunca está sola, pero yo siempre he amado la soledad.

¿No es extraño? Parece que hubiese escogido de forma deliberada el camino que entrañaba para mí mayores dificultades, una senda que me obligase a afrontar y superar mis limitaciones personales.

De hecho, de no haber ingresado en el karyukai, creo que me habría hecho monja budista. O puede que policía.

Resulta complicado explicar los motivos que me llevaron a tomar la decisión de entrar en el karyukai a una edad tan temprana.

¿Por qué una niña que adora a sus padres iba a querer separarse de ellos? No obstante, fui yo quien eligió esa profesión y ese lugar de trabajo, traicionando con ello a mis progenitores.

Permitan que les cuente cómo ocurrió pues, tal vez, las motivaciones afloren por sí mismas al hacerlo.

Si miro atrás, descubro que jamás he sido tan feliz como cuando vivía con mis padres. A pesar de mi corta edad, me sentía segura y libre, y me permitían hacer cuanto deseaba. Pero desde el momento en que dejé mi hogar, a los cuatro años, nunca más disfruté de esa libertad y tuve que dedicarme por entero a complacer a otros.

Mis alegrías y triunfos posteriores quedaron teñidos de ambivalencia y empañados por un trasfondo oscuro, incluso trágico, que llegó a determinar mi personalidad.

Mis padres estaban muy enamorados. Formaban una pareja interesante. Él descendía de un rancio linaje de aristócratas y señores feudales venido a menos. En cambio, la familia de ella, fundada por piratas que se convirtieron en médicos, era muy rica. Mi padre, un hombre alto y delgado, era inteligente, activo, sociable, y también muy estricto. Mi madre era el polo opuesto: menuda y rolliza, con un rostro redondo de bonitas facciones y un busto generoso. Ella era débil; él, fuerte. Sin embargo, ambos eran comprensivos, afables y conciliadores. Él se llamaba Shigezo Tanakaminamoto (Tanakaminamoto no Shigezo, en japonés clásico); ella, Chic Akamatsu.

El fundador de nuestro linaje fue Fujiwara no Kamatari, un hombre que accedió a la nobleza durante su paso por este mundo.

La antigüedad de los Tanakaminamoto se remonta a cincuenta y dos generaciones. Desde siempre, los miembros de la aristocrática familia Fujiwara habían sido regentes del emperador. Durante el mandato del emperador Saga, a Fujiwara no Motomi se le honró con el rango de daitoku (el grado más alto de la corte ministerial, establecido por Shotoku Taishi). Falleció en el año 782. Su hija, la princesa Tanaka, se casó con el emperador Saga y dio a luz al príncipe Sumeru, octavo en la línea de sucesión imperial. Como servidor del emperador, Fujiwara no Motomi adoptó el nombre de Tanakaminamoto y se convirtió en un aristócrata independiente.

Incluso en la actualidad, Minamoto es un nombre que sólo tienen derecho a usar los aristócratas. Los descendientes de la familia desempeñaron otros cargos de relevancia, incluidos el de geomántico de la corte y jefe de santuarios y templos. Los Tanakaminamoto sirvieron a la orden imperial durante más de mil años.

A mediados del siglo XIX Japón experimentó profundos cambios. La dictadura militar, que había gobernado el país a lo largo de seiscientos cincuenta años, cayó derrocada y el poder pasó a manos del emperador Meiji. Tras la abolición del sistema feudal, Japón comenzó a transformarse en una nación moderna. Dirigidos por el emperador, los aristócratas y los intelectuales entablaron un intenso debate acerca del futuro del país.

En aquellos tiempos mi bisabuelo, Tanakaminamoto no Sukeyoshi, también era partidario del cambio, pues se había cansado de las interminables luchas que mantenían las distintas facciones de la aristocracia y quería librarse de las pesadas responsabilidades que conllevaba su posición. El emperador decidió trasladar la capital de Kioto, que lo había sido durante más de un milenio, a Tokio. Pero mi familia había arraigado en su tierra natal y mi bisabuelo no deseaba marcharse. Así pues, como jefe de la familia tomó la importante decisión de devolver su título y unirse a las filas de los plebeyos.

Cuando el emperador lo presionó para que lo conservase, él alegó con orgullo que era un hombre del pueblo. El emperador insistió en que al menos mantuviese su nombre, y mi bisabuelo accedió.

De este modo, mi familia usa ahora en la vida diaria la forma abreviada del apellido: Tanaka.

Pese a la nobleza de sus intenciones, la decisión de mi bisabuelo significó un duro revés en la economía familiar, dado que la renuncia al título acarreaba la pérdida de cualquier derecho sobre las propiedades que lo acompañaban. Las fincas de la familia habían ocupado una vasta zona del noreste de Kioto, desde el santuario de Tanaka, al sur, al templo de Ichijoji, en el norte; una superficie de miles de hectáreas.

Mi bisabuelo y sus descendientes jamás se recuperaron: incapaces de hacerse un sitio en la moderna economía que daba impulso al país, languidecieron en una digna pobreza, mientras vivían de sus ahorros y alimentaban su trasnochado sentimiento de superioridad.

Algunos llegaron a ser expertos ceramistas.

Mi madre pertenece a la familia Akamatsu, fundada por piratas legendarios que cometían sus actos de pillaje en las rutas comerciales establecidas en el mar de Japón e incluso se adentraban rumbo a Corea y China. Amasaron una importante fortuna con bienes mal adquiridos que ya habían conseguido convertir en legítimos cuando mi madre nació. Aunque la familia Akamatsu nunca sirvió a ningún daimyo o señor, gozaba de suficiente poder y riquezas para gobernar el oeste de Japón. El emperador Gotoba (1180-1239) los premió con el apellido Akamatsu.

Durante sus incursiones en los "mercados extranjeros", los antepasados de mi madre adquirieron amplios conocimientos sobre las hierbas medicinales y su elaboración. Se hicieron curanderos y, con el tiempo, llegaron a ser médicos oficiales del clan Ikeda, los señores feudales de Okayama. Mi madre heredó las aptitudes curativas de sus antepasados, y transmitió a mi padre conocimientos y habilidades.

Ambos eran artistas. Mi padre se graduó en una escuela de Arte, y fue pintor profesional de telas para prendas tradicionales y un experto en porcelana fina. Conoció a mi madre en una tienda de quimonos —ella los adoraba— y, al instante, se enamoró. Fue tenaz en su cortejo, pero debido a la notable diferencia de clase existente entre ambos mi madre pensó que la relación sería imposible. Al final, mi padre la dejó embarazada de mi hermana mayor, lo que la obligó a casarse.

En aquella época mi padre ganaba mucho dinero, ya que sus creaciones tenían una elevada cotización e ingresaba una suma respetable todos los meses. Pero entregaba la mayor parte a sus padres, que prácticamente no disponían de otros recursos. Mis abuelos vivían con el clan familiar en una inmensa casa del barrio de Tanaka, atendida por un considerable número de criados. A mediados de la década de los años treinta, la familia había gastado ya casi todos sus ahorros. Algunos de los hombres habían trabajado como agentes de policía y funcionarios públicos, pero ninguno fue capaz de conservar su empleo durante mucho tiempo, dado que era evidente que no estaban acostumbrados a ganarse la vida. Así pues, mi padre los mantenía a todos y, a pesar de que no era el hijo mayor, mis abuelos insistieron en que él y mi madre vivieran con ellos cuando se casaron: necesitaban el dinero.

No era una situación agradable. Mi abuela, Tamiko, era una mujer excéntrica, déspota y malhumorada, el polo opuesto de mi dulce y dócil madre. Aunque la habían criado como a una princesa, mi abuela la trataba como a un miembro de la servidumbre. Fue desconsiderada con ella desde el principio y no dejaba de reprocharle sus orígenes plebeyos. En el linaje de los Akamatsu había varios bandidos famosos y mi abuela se comportaba con mi madre como si estuviera contaminada. No la consideraba lo bastante buena para su hijo.

La principal afición de la abuela Tamiko era la esgrima, y se había convertido en maestra en el manejo de la naginata, la alabarda japonesa. El sometimiento de mi madre la sacaba de sus casillas, de manera que empezó a provocarla y a amenazarla sin ningún disimulo con la curvada hoja de su arma. En una ocasión se excedió, pues le hizo varios cortes al obi (el fajín del quimono) que llevaba puesto mi madre, hasta hacerlo caer. Fue la gota que colmó el vaso.

Mis padres ya tenían tres hijos, dos de ellas niñas: Yaeko, de diez años, y Kikuyo, de ocho. Mi padre se encontraba en la disyuntiva de tener que decidir si seguía manteniendo a sus padres o se establecía en su propio hogar, pues el dinero no alcanzaba para todos.

Le comentó sus problemas a un fabricante de quimonos con el que trabajaba, y éste hizo mención del karyukai, sugiriéndole que hablase, al menos una vez, con la propietaria de uno de los establecimientos.

Mi padre se reunió con la dueña de la okiya Iwasaki de Gion Kobu, una de las mejores casas de geiko de Japón, y también contactó con una okiya de Pontocho, otro distrito de geiko de Kioto.

Consiguió un sitio para Yaeko y Kikuyo, y obtuvo dinero al consentir que las contrataran como aprendizas. Las instruirían en las artes tradicionales y las reglas de la etiqueta y el decoro, y las mantendrían durante su período de formación. Cuando se convirtieran en geiko, pasarían a ser personas independientes, cancelarían sus deudas y podrían disponer libremente del dinero que ganasen, aunque habían de ceder un porcentaje del mismo a la okiya promotora de su carrera.

La decisión de mi padre estableció un vínculo entre la familia y el karyukai que influiría en la vida de todos nosotros a lo largo de muchos años. Mis hermanas sufrieron mucho cuando las obligaron a dejar la casa de nuestros abuelos. Yaeko nunca superó la sensación de abandono, y aún hoy sigue enfadada y resentida.

Mis padres se trasladaron con mi hermano mayor a una casa en Yamashina, un barrio de la periferia de Kioto. Durante los años siguientes mi madre tuvo ocho hijos más. En 1939, tan apurados de dinero como siempre, enviaron a otra hija, mi hermana Kuniko a la okiya Iwasaki, donde trabajaría como ayudante de la propietaria.

Yo nací en 1949, cuando mi padre tenía cincuenta y tres años y mí madre cuarenta y cuatro, y fui su última hija. Vine al mundo el 2 de noviembre de aquel año, bajo el signo de Escorpión y en el año del Buey, y recibí de mis progenitores el nombre de Masako.

Por lo que conocía, para mí éramos sólo diez. Tenía cuatro hermanos mayores (Seiichiro, Ryozo, Kozo y Fumio) y tres hermanas mayores (Yoshiko, Tomiko y Yukiko). No sabía nada de las otras tres chicas.

Nuestra casa era espaciosa y laberíntica. Estaba situada junto a un canal, en medio de una vasta extensión de terreno y alejada de otras viviendas. La rodeaban árboles y cañas de bambú, y tras ella se alzaba una montaña. Se accedía a través de un puente de cemento que cruzaba el canal. Delante de la casa había un estanque bordeado de ásteres y en la parte trasera, un amplio jardín con un gallinero, una charca llena de carpas, una caseta para nuestro perro —Koro— y un huerto, que atendía mi madre.

La planta baja constaba de una salita, una estancia destinada al altar, un salón, un comedor con chimenea, una cocina, dos habitaciones, un cuarto de baño y el estudio de mi padre. Arriba, encima de la cocina, había otras dos habitaciones, que ocupaban mis hermanos. Yo dormía en la planta baja, con mis padres.

Recuerdo con júbilo un incidente ocurrido durante la estación de las lluvias. Regresan a mi imaginación el amplio estanque circular que había frente a la casa, la hortensia en flor que estaba junto a él y aquel intenso azul en perfecta armonía con el verde de los árboles.

Era un día apacible, pero, de repente, comenzaron a caer grandes gotas de lluvia. Sin perder un instante, recogí mis juguetes que estaban debajo del pimentero, corrí al interior de la casa y dejé mis cosas en un estante, cerca del arcón de caoba.

Poco después de que todo el mundo llegase a casa comenzó a llover a cántaros. Diluviaba. En cuestión de minutos, el estanque se desbordó y el agua empezó a entrar en la vivienda, mientras corríamos como locos, tratando de recoger los tatamis. Aquella situación nos parecía muy divertida.

Después de recuperar cuantos tatamis pudimos, nos dieron a cada uno dos caramelos que tenían el dibujo de una fresa en el envoltorio. Al tiempo que nosotros correteamos por la casa comiendo las golosinas, mis padres se subieron encima de algunos taramís que todavía flotaban en el agua y los utilizaron como balsas, dándose impulso para ir de una habitación a otra. Se lo estaban pasando mejor que nadie.

Al día siguiente mi padre nos reunió y nos dirigió una arenga:

—Todos atentos: ahora tenemos que limpiar la casa, dentro y fuera. Seiichiro, forma un equipo y ocupaos del patio trasero; Ryozo, forma un equipo e id al bosquecillo de bambúes; Kozo, forma un equipo y limpiad los tatamis, tú, Fumio, ve con tu hermanita Masako y pide instrucciones a tu madre. ¿Entendido? ¡Manos a la obra y haced un buen trabajo!

—¿Y tú qué harás, papá? —quisimos saber todos.

—Alguien tiene que quedarse aquí y guardar el castillo —respondió.

Su grito de guerra nos dio ánimos, pero existía un problema: lo único que habíamos comido la noche anterior eran los caramelos de fresa y a causa del hambre no habíamos podido dormir. Estábamos desfallecidos. Además, todos los alimentos se habían echado a perder a causa de la inundación.

Cuando nos quejamos, mi padre dijo:

—Puesto que un ejército no puede luchar con el estómago vacío, será mejor que salgáis a buscar provisiones. Traedlas al castillo y preparaos para resistir un sitio.

Tras recibir sus órdenes, mis hermanos se fueron y regresaron con arroz y leña. En aquel momento me alegré de tener hermanos y hermanas, y recibí con gratitud la torta de arroz que me dieron.

Ese día nadie fue a la escuela, y todos dormimos como si no hubiera mañana.

En otra ocasión, fui a dar de comer a las gallinas y a recoger los huevos, como de costumbre. La gallina clueca, que se llamaba Nikki se enfadó y me persiguió hasta la casa, donde me alcanzó y me propinó un picotazo en la pierna. Mi padre, enfurecido, la atrapó y mientras la asía con las manos, espetó:

—Te mataré por esto. —La estranguló en el acto y la colgó del cuello bajo el alero, aunque por lo general, colgaba a las gallinas de las patas. La dejó allí hasta que todos volvieron de la escuela.

Cuando la vieron, pensaron: "¡Estupendo! Esta noche cenaremos puchero de gallina". Pero mi padre aseveró con gravedad:

—Mirad bien y aprended. Esta ave estúpida le ha dado un picotazo a nuestra querida Masako, y ha muerto por ello. Recordadlo: no está bien hacer daño a otros ni causarles dolor. No lo permitiré. ¿Lo habéis entendido?

Todos fingimos que, en efecto, lo habíamos comprendido. Esa noche la cena fue puchero de gallina, preparado con la desafortunada Nikki, pero yo me sentí incapaz de probar bocado.

—Tienes que perdonar a Nikki, Masako —me explicó mi padre—. Durante la mayor parte de su vida fue una buena gallina, así que debes comer para que pueda transformarse en Buda.

—Pero me duele la barriga. ¿Por qué no coméis mamá y tú para ayudarla? —Luego recen una oración.

—Esa es una buena idea. Hagamos lo que dice Masako: comamos la gallina para que pueda convertirse en Buda.

Todos rezaron una oración por el ave y disfrutaron sobremanera ayudando a Nikki a convertirse en Buda.

Otro día yo estaba jugando con los demás, en una insólita demostración de sociabilidad, subimos a la montaña que se alzaba a la derecha de nuestra casa. Una vez allí, cavamos un hoyo y enterramos en él todos los enseres de la cocina: las ollas, las sartenes y las fuentes.

Nos encontrábamos cerca del fuerte secreto de mi hermano y lo estábamos pasando en grande, cuando él me desafió a que trepara a lo alto de un pino. Pero una rama se rompió y fui a parar al estanque que había delante de la vivienda. El estudio de mi padre daba a aquel lado, así que oyó el ruido que hice al caer al agua. Debió de sorprenderse, pero no perdió los estribos. Me miró y preguntó con calma:

—¿Qué haces?

—Estoy en el estanque —respondí.

—Hace demasiado frío. ¿Y si re constipas? Creo que deberías salir del agua.

—Lo haré dentro de un par de minutos.

En ese momento salió mi madre y se hizo cargo de la situación.

—Dejaos de bromas —nos reprendió— ¡y tú, sal de ahí de inmediato!

Mi padre, aunque de mala gana, me sacó de allí y me llevó diligente a la bañera.

Aquello debería de haber sido el fin del suceso, pero entonces mi madre fue a la cocina para preparar la cena y, cuando descubrió que todos los utensilios habían desaparecido,  llamó a mi padre, que estaba bañándose conmigo.

—Cariño, me temo que hay un problema. No podré cocinar. ¿Qué hago?

—¿De qué me hablas? ¿Por qué no puedes cocinar?

—Porque en la cocina no hay nada. ¡Todas nuestras cosas han desaparecido!

Al oír esta conversación, decidí que debía alertar a los demás y me dirigí a la puerta. Pero mi padre me agarró por el cuello del vestido, tirando con fuerza.

Poco después, todos entraron en la casa, aunque habría sido mejor que no lo hicieran. Mi padre se preparó para aplicar el castigo de rigor, que consistía en poner a mis hermanos en fila y golpearlos uno a uno en la cabeza con una espada de bambú. Yo solía permanecer a su lado mientras lo hacía, pensando que aquello debía de doler. Pero esa vez fue diferente, pues gritó:

—Tú también, Masako.

Empecé a gimotear cuando me colocó junto a mis hermanos.

—Papá —le imploré, pero no me hizo caso.

—Esto también es obra tuya —fue su única respuesta. Y, a pesar de que no me pegó tan fuerte como a los demás, el castigo supuso para mí una auténtica conmoción, pues nunca antes me había golpeado.

Por la noche no nos dieron nada de cenar, y todos mis hermanos lloraron mientras se bañaban. Después, nos mandaron a la cama. Recuerdo que uno de mis hermanos se quejó de que tenía tanta hambre que había flotado como un globo en la bañera.

Debido a las aficiones artísticas de mis padres, nuestra casa estaba llena de objetos hermosos: cristales de cuarzo que destellaban a la luz del sol, fragantes adornos de pino y bambú que colgábamos en Año Nuevo, exóticos utensilios que mi madre usaba para preparar las medicinas de hierbas, brillantes instrumentos musicales —como la flauta de bambú de mi padre, el shakuhachi, o el koto de una sola cuerda de mi madre— y una refinada colección de cerámica artesanal. También había una bañera antigua, que parecía una enorme sopera de hierro.

Mi padre era el soberano de su pequeño reino. Tenía su estudio en casa y en él trabajaba con algunos de sus múltiples aprendices.

Mi madre aprendió de él el roketsuzome, la tradicional técnica japonesa de teñir telas atadas, y se convirtió en toda una experta. Ambos eran famosos por sus remedios herbales y la gente acudía con frecuencia a ellos para solicitar sus preparados.

Mi madre no era una mujer de constitución fuerte. Estaba enferma de malaria, lo que le había debilitado el corazón. Sin embargo, tuvo la fortaleza y la perseverancia necesarias para dar a luz a once hijos.

Cuando no podía estar con uno de mis padres, yo prefería la soledad a la compañía de cualquier otra persona. Ni siquiera me gustaba jugar con mis hermanas. Amaba el silencio y no podía soportar el bullicio de los demás niños, así que cuando volvían de la escuela, me escondía o buscaba otro modo de evitarlos.

Lo cierto es que pasaba mucho tiempo escondida. Las casas japonesas son pequeñas y están amuebladas con austeridad según los criterios occidentales, pero tienen grandes armarios, en los que solemos guardar muchos enseres domésticos que no están en uso, como la ropa blanca. Cada vez que algo me irritaba o incomodaba, o cuando quería estar sola o tranquila me encerraba en uno de ellos.

Mis padres jamás me obligaron a jugar con mis hermanos, pues comprendían mi necesidad de soledad. Estaban pendientes de mí, por descontado, pero siempre me concedieron un espacio propio.

Sin embargo, recuerdo haber pasado momentos maravillosos en compañía de toda la familia. Mis favoritos eran las hermosas noches en que a la luz de la luna, mis padres tocaban a dúo, él el shakuhachi y ella el koto. Nos congregábamos a su alrededor para escucharlos. Jamás pensé que aquellas idílicas veladas musicales pudieran terminar.

Pero así fue.