Aquella mañana, Elena Montejano, reciente señora de Canales, se despertó muy temprano. Habían pasado ocho días desde la paliza de Mauricio que le malogró lo único que le había dado algo de felicidad en aquel matrimonio. El sosiego lo había recuperado, en parte, porque su marido se había convertido en un manso, era todo atenciones, se deshacía en arrumacos que a ella le desagradaban por lo zalameros y poco gratos, derrochados con excesivo frenesí. La suerte fue que doña Melchora le seguía prohibiendo dormir en su cama, siguiendo a pies juntillas las recomendaciones de don Elpidio de que se dejase en paz a la convaleciente al menos un par de semanas hasta estar seguros de su completa recuperación; y de ese modo, y con el fin de evitar la voluptuosa tentación propia de los recién casados, doña Melchora desterraba a su hijo de su territorio y le enviaba a pernoctar (para la desesperación del marido y el contento de la esposa) al otro extremo de la casa, durmiendo ella misma (siempre ojo avizor, vigilante a cualquier ruido) en una alcoba situada junto a la matrimonial, por si Elena necesitaba durante la noche de algún socorro.
Era cierto que en aquellos días todos en la casa la trataron como una reina, aunque ella seguía mostrándose lánguida, callada y ausente, tal y como le había indicado su madre con el fin de no levantar ninguna sospecha.
Mauricio Canales, además de apesadumbrado, estaba realmente preocupado, temeroso de que el abatimiento de su joven esposa pudiera poner en riesgo una futura maternidad (habida cuenta de su enardecido anhelo por convertirse en padre). Por eso, cada tarde, a eso de las siete, cuando Mauricio ya estaba en casa, don Elpidio Galán Solano, el médico de toda la vida de la familia Canales, un hombre muy mayor, muy bajito y muy grueso, con los ojos saltones y que desprendía un intenso olor a cloroformo, se pasaba por la casa con el fin de hacer una visita a Elena. Le miraba los ojos tirando de la mejilla para echar un vistazo al color de la conjuntiva; inspeccionaba la lengua haciéndole abrir mucho la boca y obligándola a sostener un «Aaaaa» durante un rato; le auscultaba con la máxima concentración la espalda y el pecho (con mucho reparo y mirando siempre al techo, con el fin de evitar el atisbo de cualquier canal abierto en la ropa que dejase al descubierto la piel fresca y lozana de la recién casada); palpaba la tripa como si buscase con el tacto algo en su interior, para terminar con un exhaustivo interrogatorio a doña Melchora sobre lo que había comido, cuántas horas había dormido y cómo había sido su comportamiento en general, como si Elena no tuviera capacidad de contestar. La paciente no abría la boca salvo cuando se lo ordenaban; ya se encargaban las hermanas Escamilla de explicarlo todo con pelos y señales; mientras, Mauricio permanecía en el umbral de la puerta, mirando sin intervenir, hasta que don Elpidio salía de la habitación, entonces los dos hombres se encerraban en el despacho y, entre sorbo y sorbo de una enorme copa de coñac y paladeando la sapidez de un buen puro habano, hablaban de las conclusiones a las que el reputado galeno había llegado, de los consejos para la recuperación, soltando palabras de sosiego contra la impaciencia del recién estrenado marido al tener que renunciar a su derecho de uso del matrimonio por una temporada, corta, eso sí, pero de todo punto necesaria.
El sufrido esposo insistía en sus miedos y temores ante la actitud, muy quejosa y algo exánime, de Elenita, refiriéndole don Elpidio alguno de los muchos refranes que conocía y recitaba en cualquier ocasión que tuviera y viniera a cuenta, y con ellos lo tranquilizaba diciéndole en tono indulgente: «Cojera de perro y enfermedad de mujer, no hay que creer; hágame caso, Mauricio, tengo más años que usted y más experiencia en asuntos de esta índole, deje el tiempo correr y las cosas volverán a su ser». Y con eso, Mauricio quedaba más o menos conforme.
A Elena le costaba contener la emoción que parecía desbordarle por cada poro de su piel. Sentía un cosquilleo en el estómago que le impedía probar bocado, aunque intentó desayunar para evitar susceptibilidades de los que velaban por ella con tanta intensidad.
El vuelo a Nueva York salía a las 11.55 de la mañana, así que debían estar en el aeródromo a las diez. Madre e hija habían convenido decir que irían juntas a la peluquería. Una vez hubiera despegado el avión con Basilio Figueroa y Elena Montejano en su interior, Marta avisaría a doña Melchora (completamente instalada en la casa) de que iba a invitar a su hija a comer para celebrar su recuperación.
Debía intentar mantener la normalidad al menos hasta la media tarde, con el fin de que cuando empezaran a echarla de menos ya estuviera lejos, volando hacia territorio americano. Sabía que hasta que no hubieran pasado los controles fronterizos no estarían completamente a salvo. «Entonces, solo entonces —había insistido Rafael Figueroa la noche antes en su despacho, delante de Marta y de Basilio—, os podréis considerar fuera de peligro».
Todo se había urdido en la notaría. Ante el planteamiento de su hijo Basilio, la primera reacción de Rafael Figueroa fue la de una rotunda negativa; resultaba muy peligroso para Elena y para él mismo; los dos podrían acabar muy malparados ante la justicia, y no quería ni pensar en la reacción de Mauricio Canales por la fuga (¡nada menos!) de su esposa; sería un escándalo de consecuencias impredecibles.
Sin embargo, Basilio Figueroa estaba convencido de que era la única oportunidad que tenía Elena de recuperar su vida. Se sentía en deuda con ella por su execrable error, y más después de haber descubierto su relación de parentesco; pensaba, sin atisbo de remordimiento, que apreciaba más a Elena que a Virtuditas y Julita, sus hermanas completas. Poco a poco y con bastante habilidad, fue destruyendo la fortaleza de la negativa de su padre. Rafael Figueroa había quedado impactado y conmovido del estado lamentable en el que encontró a Elena cuando, alarmado por el jaleo y los gritos, subió detrás de Basilio: hecha un ovillo, tan asustada que, en vez de su marido, parecía estar en presencia del mismísimo diablo. Aquellos ojos de miedo y de súplica al protegerla con su cuerpo, evitando que Mauricio continuase golpeándola en los arrebatos que le daban, zafándose enloquecido del feroz amarre y de las puñadas que le propinaba Basilio; todo aquello, repetido y bien manejado por su hijo, fue lo que terminó por convencerle, pese a mantener sus reticencias de que semejante locura pudiera salir bien.
Padre e hijo, con el acuerdo de Marta, llegaron al convencimiento de que la mejor solución era que saliera como la hermana de Basilio, utilizando el nombre de Julia Figueroa Molina. Para ello, se encargó a Eutimio Granados un pasaporte con ese nombre, además del correspondiente visado de entrada a Estados Unidos, muy bien pagados ambos documentos por la necesaria rapidez y discreción absoluta que el asunto requería. Rafael, como padre y tutor, firmaría la autorización que permitiera viajar a su hija con su hermano, Basilio Figueroa. De ese modo, todo quedaría entre ellos, con la única intromisión de Eutimio Granados, una intervención necesaria y de máxima eficiencia, como era habitual en el oficial.
El viaje se había tenido que retrasar una semana por problemas para encontrar plaza en el avión de la TWA, pero ya estaba todo arreglado y preparado y, por fin, había llegado el momento de la partida.
Unos días antes, Elena y su madre habían ido de compras, cumpliendo los deseos de Mauricio de brindar a su mujercita (tal y como la llamaba) todo lo que ella anhelase para convertirla en la reina de la casa (esas palabras repetía una y otra vez, desahogadamente, sobre todo cuando había gente delante): zapatos, ropa interior, chaquetas, faldas, vestidos; todo lo que pagó con el dinero de Mauricio lo llevó a casa, pero la ropa que abonó con el dinero de su madre (Roberta Moretti le había hecho un adelanto a cuenta de la herencia, que ya había empezado a tramitarse) se llevó a casa de Flavio Tassoni (que no sabía del asunto y tampoco preguntó), donde se preparó una maleta para Elena.
Todo estaba listo. Elena Montejano se arregló para pasar a buscar a su madre, y ya iba por el pasillo dispuesta a marcharse cuando Remedios Escamilla le salió al paso, poniéndose el abrigo.
—Si no os importa, voy con vosotras a la peluquería. Necesito un arreglo.
Elena no supo qué decir, y no dijo nada. Cuando Marta abrió la puerta y vio a Remedios Escamilla se quedó pasmada.
—Dice doña Remedios que quiere acompañarnos… —acertó a decir balbuciente Elena.
—Es que…, verá… —vaciló Marta sin saber qué decir—, Remedios…, usted no ha pedido hora… y no…
—Ah, no se preocupe por eso, yo voy; si pueden cogerme, bien, y si no, pues nada.
—Va a hacer el viaje en balde, Remedios. —Marta intentaba mantener la calma—. Cuando pedí el otro día hora ya me dijo la peluquera que no sabía si nos iba a poder coger a las dos, porque tenía… mucho jaleo y estaba ella sola…
—Vaya —dijo Remedios Escamilla algo desconcertada—, de todas formas, voy con vosotras, no tengo nada que hacer… Así me doy un paseo.
Marta sabía que Remedios era menos astuta que su hermana y no se amilanó ante aquel contratiempo, pero tenía que actuar con tiento para no levantar ninguna sospecha.
—Remedios, será mejor que espere en casa; yo le llamo si hubiera posibilidad.
No dio opción a la respuesta. Marta cerró la puerta, cogió a su hija del brazo y se fue a las escaleras, dispuesta a salir huyendo de aquel lastre.
Tenían que ir a casa de Flavio a recoger la maleta, y desde allí un taxi las llevaría al aeródromo de Barajas, no podían perder más tiempo. Basilio Figueroa las esperaba allí con la documentación.
—Pero si a mí no me importa ir… —insistió la tía Escamilla bajando tras ellas.
Marta Ribas se detuvo y también lo hizo Elena, que apenas podía disimular su nerviosismo agarrado a su estómago igual que si tuviera un nudo.
—Remedios, no pretendo molestarla…, pero no quiero que venga con nosotras.
—¿Por qué? —preguntó con gesto pasmado.
—Me apetece estar con mi hija. Eso es todo…
Aprovecharon su turbación para emprender la marcha de nuevo. Salieron a la calle y caminaron en silencio, con el corazón en vilo por si doña Remedios no se daba por vencida y continuaba porfiando en su empeño de acompañarlas tan inoportunamente.
Pero no lo hizo. Remedios Escamilla se quedó de pie en el umbral del portal, observando cómo se alejaban las dos mujeres, aferrada a su bolso, descargando una sensación de indignante rechazo que le provocaba un amargor en la garganta. Donato estaba tras ella.
—Mucha prisa llevan… —musitó el portero con su deje desidioso, sosteniendo un palillo a un lado de la boca.
Ella se giró y le descubrió. Apretó la mandíbula rabiosa, aleteó su nariz y, tras un ademán de indecisión, volvió a subir a la casa de su sobrino.
Madre e hija tomaron un taxi que las llevó al portal de Tassoni.
—Espera aquí —dijo Marta a su hija, cuando el auto se detuvo—. Bajaré enseguida.
Elena se quedó en el coche, viendo cómo su madre desaparecía en el interior del portal, frotándose las manos intranquila y esquivando los ojos del taxista, que, desde el espejo retrovisor, la observaba con una sonrisa estúpida.
Flavio Tassoni abrió la puerta y, en cuanto la cerró, se aferró a la cintura de Marta para abrazarla, pero ella le rechazó, muy a su pesar.
—Flavio, ahora no, vengo solo a recoger la maleta que te dejé.
—¿Adónde vas? Quiero saber qué pasa.
—Ya te explicaré luego… Ahora tengo mucha prisa.
Marta cogió la maleta.
—Ten mucho cuidado, Marta.
—Lo tendré, no te preocupes. Espérame, amor mío. Pronto estaremos juntos, pero primero tengo que arreglar un asunto.
—Cada día me cuesta más estar sin ti…
—Pronto estaremos juntos —repitió ella acariciando su mejilla—, te lo prometo.
Las clases habían quedado suspendidas, no porque Antonio le hubiera prohibido acudir en aquel arrebato del hospital, sino porque no había tiempo para ellas. Había ido a casa de Flavio cuando podía escaparse con la única finalidad de estar con él, aunque fuera un rato, abrazarle y sentirle. Resultaba frustrante tener que verse así, con un miedo feroz a ser descubiertos, conscientes de que si eso llegase a suceder, si fuera sorprendida en adulterio, se crearía una situación muy complicada y de difícil salida. Cada vez que subía las angostas escaleras de aquel edificio de la calle Lagasca, su corazón se aceleraba desbocado en una extraña mezcla de miedo y deseo que le ardía en sus entrañas como si en vez de sangre corrieran por sus venas torrentes de lava encendida aplacada gracias al frescor de los labios de aquel hombre que le había devuelto la capacidad de soñar.
Llegaron al aeródromo a tiempo. Basilio Figueroa esperaba impaciente, fumando y paseando de un lado a otro nervioso, el sombrero calado, el abrigo con el cuello subido ocultando su rostro a miradas de extraños que pululaban por el edificio. El temor de que algo pudiera salir mal le superaba. Sabía que se la jugaban, que la apuesta era importante, tanto para él como para Elena.
Cuando las vio, tiró el cigarro, cogió su maleta y se fue a su encuentro.
—¿Estás lista? —le preguntó a Elena.
Ella afirmó.
—Será mejor que os despidáis ahora —añadió Basilio—. Tenemos que pasar el control de la policía; cuanto antes lo hagamos, mejor.
—Espera. —Marta abrió su bolso y le dio a su hija un sobre abultado—. Toma, es algo de dinero por si lo necesitas. Dile a Camilo que te enviaré más en cuanto cobre lo de tus abuelos. Roberta sabe cómo hacer esas cosas de las transferencias. Me imagino la cara que va a poner cuando te vea aparecer con Basilio. —Su mirada era lánguida—. Se va a alegrar mucho… Ah, dile que si puede, me llame a casa para saber que has llegado bien, y que no le diga nada a tu padre…, ni a Juana de que estás allí, nadie debe saberlo, Elena, recuérdalo. Le escribiré explicándole todo lo que ha pasado; Camilo lo entenderá y te ayudará, estoy segura.
Elena guardó el dinero en su bolso incapaz de articular palabra debido a la emoción que la ahogaba.
—Cuida de ella, Basilio… Te lo suplico…, cuida de ella.
—No te preocupes, estaremos bien, ¿verdad, princesa?
Madre e hija se abrazaron durante un rato que pareció eterno, suspendido en aquella sensación de contacto, con la amarga incertidumbre de no saber cuándo volverían a tenerla otra vez.
—Madre, cuídate mucho…, y ten paciencia con papá… En el fondo es bueno…
Marta sonrió con sutileza, acariciando la mejilla de su hija, sin dejar de mirar su rostro con insistente intensidad. Afirmó y susurró apenas sin fuerza.
—La tendré…
—Te escribiré todos los días para contártelo todo…
—Siempre a casa de Roberta —le advirtió la madre con la voz temblona, conteniendo las lágrimas—, no lo olvides. Mauricio nunca debe saber dónde estás…
—Tenemos que irnos —interrumpió Basilio.
Con el corazón en un puño, Marta se quedó quieta, observando a su hija caminando junto a Basilio Figueroa, portando él las dos maletas, ella girándose a cada paso, intentando retener el llanto para que no nublase la visión de la madre que se quedaba allí, sola, detenida en el tiempo, mientras ella avanzaba a una nueva vida llena de esperanza.
En ese mismo instante, a miles de kilómetros, al otro lado del Atlántico, Johann Merkt, ajeno todavía al viaje que emprendía su amada, intentaba centrarse en los ensayos para su primer concierto como solista que, en pocos días, daría en el Metropolitan Opera de la calle 39, una gran oportunidad para demostrar toda su valía que le había proporcionado su mecenas, lady Katherine Bauer, viuda adinerada de cierta edad, apasionada del arte, que desde hacía años se dedicaba a apadrinar jóvenes promesas de la música. Había puesto sus ojos en aquel muchacho de la mano de su gran amigo, Georges Rothschild, primo a su vez de Roberta Moretti, que fue quien le había dado cobertura para sobrevivir en Nueva York tras su desembarco a principios de julio.
La obra elegida para concentrar su atención en un evento que podría cambiar su vida para siempre fue la Chaconne, de Bach. Aquel pentagrama tocado en la soledad de su apartamento, días antes de presentarse al gran público, le embargó de profundos sentimientos que le transportaron allende los mares, hasta tierras muy lejanas para recalar en el verdor de los ojos heridos de su amor. Tocó con tanta intensidad que al terminar estaba envuelto en una emoción, quebrado su cuerpo, dolorido por la ausencia y, sin embargo, extrañamente reconfortado por aquella melodía que parecía llevarle un resquicio de esperanza.