Al día siguiente, Marta Ribas llamó por teléfono a Roberta Moretti para saber si tenía noticia de aquellas cartas; al fin y al cabo, ella era la única que conocía el paradero de ese chico, y Elena se había negado en redondo a decir de qué manera las había recibido.
Al conocer Roberta lo sucedido con la joven enamorada, convocó a Marta para que fuera a verla; tenían que hablar.
Era sábado, y Antonio estaba en casa. Aquella misma mañana iba a anunciar a Mauricio su renuncia al puesto en el juzgado. Dada la excesiva susceptibilidad de su yerno, cavilaba (mientras degustaba el desayuno servido por Juana) cómo planteárselo sin que se sintiera ofendido. Las circunstancias para ellos habían cambiado radicalmente; el anuncio de aquella fortuna le hacía sentir un cosquilleo en el estómago ya casi olvidado, ese hormigueo de emoción ante un futuro nuevo, ante la posibilidad de remontar el vuelo y salir de una vez de tanta penuria padecida. En sus labios se mantenía una sonrisa tonta, pensando para sí que aquella mujer, excéntrica y demasiado arrogante para su gusto, a quien apenas había visto un rato el día de la boda de Elena, había resultado gratamente útil a sus propios intereses, reafirmando la idea de que dinero llama a dinero.
Entró a la habitación para vestirse y se encontró a Marta arreglada, colocándose el sombrero y con el abrigo sobre la cama.
—¿Vas a salir?
—Sí —contestó ella sin dejar de mirarse en el espejo del armario—, voy a ver a Roberta Moretti. Quiero que me explique todos los pasos que tengo que dar para cobrar cuanto antes ese dinero.
—Te acompaño, iba a pasar a casa de Mauricio, pero…
—No —contestó tajante, cogiendo el abrigo—. Será mejor que vaya yo sola. Estaré de vuelta a la hora de comer.
—Pero es mejor que esté contigo, tal vez tú…
—Antonio —Marta le cortó en seco, ceñuda y fría—, te llamaré si te necesito.
Salió de la habitación y cerró la puerta. Antonio se quedó solo y desconcertado, aspirando el perfume Blue Glass que quedaba de su presencia, oyendo el sonido de los tacones por el pasillo y la puerta al cerrarse; luego se acercó a la ventana y, entre los visillos, la observó alejarse hacia la plaza de Santa Ana.
Marta Ribas sabía que la observaba, intuía sus ojos clavados en su espalda. Volvería a la hora de comer, pero antes pasaría a ver a Flavio, requería sus brazos, sus besos, necesitaba respirar el aroma de su cuerpo para continuar sobreviviendo.
Llegó al edificio de Roberta Moretti. Le abrió la criada.
—Buenos días, Elvira, ¿la señora está?
—La espera en su despacho, señora Ribas.
Marta se internó por el ancho pasillo y, al llegar a la puerta entornada del gabinete, dio dos golpes con los nudillos.
—Adelante, Marta, pasa.
Roberta estaba de pie, frente a la ventana. Sujetaba un cigarro entre sus dedos, apoyado el codo sobre el otro brazo cruzado en su cintura; llevaba un vestido de lana fina de color verde botella que se ajustaba a sus formas con delicadeza, y un collar de perlas rosas de tres vueltas le caía sobre el pecho. Se giró en el momento en que Marta entró.
—¿Cómo está Elena?
—Se recuperará.
—Te debo una explicación —dijo la dama sin más preámbulos, acercándose a su silla—. Toma asiento, te lo ruego.
Marta Ribas se sentó en el confidente, quedando entre ambas mujeres un escritorio de palisandro de patas historiadas con figuras de bronce y tres gavetas en su frente.
—¿Sabías que se carteaba con ese chico? —preguntó Marta mientras tomaban asiento.
—No solo lo sabía, era a mí a quien Johann enviaba las cartas y yo se las hacía llegar a tu hija, y del mismo modo ella me entregaba las suyas y se las remitía a él. Lo siento, he sido una estúpida, la he metido en un lío, no supe medir.
—¿Cuándo recogía las cartas y cuándo te daba las suyas para él?
—Las cartas venían en un sobre dirigido a mí y a esta dirección. Desde mediados de septiembre, Elena solía pasarse por aquí… —Arrugó el ceño pensativa—. Creo que no ha faltado ni un solo lunes; normalmente llegaba a eso de las tres de la tarde. En el caso de que yo no me encontrase en casa, dejaba mandado a Elvira para que le hiciera entrega de lo que hubiera, si es que había algo; a veces la pobre se iba con las manos vacías, ya sabes cómo funciona el correo en este país. Ella me dejaba su carta cerrada y yo me encargaba de echarla al correo. Por cierto, aquí tengo la última que le ha llegado. —Cogió un sobre que tenía encima de la mesa y lo alzó para mostrarlo. Luego, lo volvió a dejar en el escritorio—. Se la pensaba dar el lunes.
—¿Por qué no me dijiste nada?
—Pensé que te opondrías a este inocente carteo.
—No es tan inocente, Roberta. Según creo…, son cartas de un amor… intenso.
—Es posible… Estoy convencida de que es así, porque el amor que se profesan es extraordinario. Pero, la verdad, no pensé en las consecuencias.
—Lo que no entiendo es por qué ella tampoco me dijo nada, siempre me lo ha contado todo.
—¿No sabías que tu hija estaba enamorada de ese chico? ¿Y que él lo estaba de ella?
—Sí, bueno…, algo me dijo, pero creí que era cosa de adolescentes…, amores que pasan… Apenas se conocen.
—Ese muchacho es joven, pero te aseguro que ya es un hombre hecho y derecho. Y a tu hija la has tratado como una mujer para casarla, por cierto, con un hombre que apenas conoce; sin embargo, en cuestiones del corazón la consideras una adolescente alocada.
—Pensé que no iría más allá de un atortolamiento pasajero —insistía Marta en un intento de justificar su falta de atención.
—Te puedo asegurar, Marta, que si un hombre habla de mí como yo he escuchado hablar de tu hija a ese chico, no le habría dejado marchar jamás, porque la felicidad a su lado la habría tenido asegurada.
A Marta le dolían los remordimientos. Era consciente de que, desde hacía meses, había estado ausente de todo lo referente a su hija, arrojándola a un infierno que parecía no tener retorno.
—Lo siento, Marta, tenía que habértelo dicho, pero me pareció algo tan tierno, tan sincero… Y esa boda sin sentido… Ella me dijo que las tenía bien escondidas, donde su marido no las encontraría nunca. No pensé que… —calló y se llevó el cigarro a la boca compungida—. Lo siento.
—Dios mío, Roberta… ¿Cómo he podido estar tan ciega? —Se levantó nerviosa; se fue a la ventana y se quedó allí, mirando a la calle, de espaldas a Roberta, avergonzada de sí misma.
—A veces nos dejamos abrumar demasiado por nuestras propias preocupaciones y nos olvidamos de lo que tenemos alrededor.
—Yo he olvidado por completo a mi hija. Qué estúpida he sido.
—Poco arreglas culpándote. Lo importante ahora es apoyarla y no dejarla sola.
Apartaron el asunto. Marta seguía con la idea de sacar a Elena del país con Basilio, pero tenía que andar con mucha prudencia. El hijo de Figueroa le había dicho que, antes de dar cualquier paso en falso que diera al traste con todo, dejase que él plantease el asunto a su padre. Rafael Figueroa era el único que podría encontrar una forma de arreglarlo, si es que la había.
Hablaron de los trámites para cobrar la herencia del Gobierno francés. Roberta le explicó cómo debía hacerlo y adónde dirigirse, además de darle algunos consejos sobre depósitos e inversiones.
—De esas cosas ya se encargará Antonio. Yo poco entiendo…
—Pues ya va siendo hora de que lo hagas, es tu dinero.
Mostró una sonrisa alicaída y cargados los ojos de tristeza.
—Únicamente mientras lo tenga el Gobierno francés; en cuanto pase a mi cuenta bancaria, mi marido será el dueño de esa fortuna. Yo seguiré dependiendo de él. Son las leyes.
Hubo un silencio incómodo de miradas esquivas y cierta desesperación por parte de Roberta ante la falta de energía de una mujer como Marta, era como si no le corriera sangre por las venas, tan conforme a todo, aceptando su destino con una resignación digna de un mártir sin causa. Marta notó la impaciencia y le sonrió lánguida.
—Roberta, nunca podré agradecerte lo que has hecho por mí.
—Sí puedes… —la interrumpió con firmeza, el gesto serio, ceñudo—, recupera tu vida, por una vez piensa en ti misma y no en los demás —se calló mientras sacaba otro cigarrillo de la pitillera, lo encendió y exhaló una bocanada de humo, pensativa, como buscando la forma de plantear algo sin saber las palabras adecuadas a utilizar. Después de un rato de tenso mutismo, dio un largo suspiro y le habló en tono grave—. Marta, hay algo que quiero pedirte.
—Lo que quieras —contestó solícita.
—Quiero que vuelvas a trabajar para mí. Te necesito a mi lado, y es evidente que no se trata de dinero, es una cuestión de confianza.
—Sabes que Antonio no quiere, incluso me ha prohibido ir a las clases de piano…
—¡Maneja tu poder, Marta! Ahora mismo está en tu mano recibir o no ese dinero. Si tú no firmas la aceptación de la herencia, no se te reembolsará ni un solo franco. Ya es hora de que tu marido acepte algunas de tus condiciones.
Marta Ribas de Montejano se quedó pensativa.
—No tienes que contestarme ahora —añadió—. Solo te pido que lo medites, ¿de acuerdo?
Pero Marta ya lo tenía todo pensado. Si salía bien lo de Elena, si conseguía sacarla de las garras de aquel indeseable, se iría con Flavio. Lo tenía decidido. No le importaba el dinero. Se las apañaría para que una parte llegase a manos de su hija y el resto se lo dejaría a Antonio para que pudiera montar su maldito negocio que tanta vida le daba.