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El destartalado Ford Sedan del 38 de Mauricio Canales avanzaba despacio por las calles neblinosas de aquel día de Todos los Santos. Antonio iba en el asiento de delante, al lado de su yerno; Marta detrás, junto a su hija, agarrada a su mano, pendiente de ella. Mauricio se había empeñado en traerlos en su coche. Era su obligación, decía. Sin embargo, su pericia en la conducción dejaba mucho que desear, porque no tenía costumbre de hacerlo, más habituado a tomar taxis o caminar (siempre y cuando el tiempo lo permitiera) mientras el vehículo dormitaba días, semanas y hasta meses en un garaje de Atocha donde, solo de vez en cuando, para viajes fuera de Madrid o algo extraordinario (como era el caso) lo sacaba y lo conducía.

Llegaron a la plaza del Ángel. Elena descendió del coche lentamente. Ya no sentía dolor, tan solo debilidad. Era como si las piernas no tuvieran la fortaleza suficiente para sujetarla en pie. Había estado solo una noche ingresada en observación para controlar las consecuencias del malogrado embarazo. Según los médicos, se había tratado de un aborto espontáneo causado por la mala implantación del embrión en el útero y por el poco tiempo de gestación, apenas dos faltas. Así que le habían recomendado reposo, alimentarse bien, y en un par de meses podría volver a intentar quedarse en estado; dada su juventud y fortaleza, no había de qué preocuparse por aquel incidente natural. Marta Ribas de Montejano se irritaba escuchando al médico, hablando a Mauricio como si ella y su hija (la interesada, al fin y al cabo, del informe) no existieran, obviándolas totalmente; y su yerno, tan irritantemente compungido, comportándose como si él no hubiera sido el principal causante de la pérdida del bebé.

Las dos mujeres subieron lentamente las escaleras. Marta la sujetaba del brazo derecho mientras que con la mano izquierda, Elena se agarraba al pasamanos. En el rellano del segundo ya los esperaban doña Melchora y su hermana Remedios, con gesto grave y un fingido enternecimiento.

—Vamos, querida, ya tienes preparada la cama para que te eches un rato —dijo doña Melchora colocándose junto a Elena, por el lado izquierdo y cogiéndola del brazo para ayudarla.

—Ya la llevo yo, doña Melchora, no se preocupe —dijo Marta ceñuda.

—No, no, ni hablar —dijo la señora de Canales madre—, para eso estamos nosotras, nos hacemos cargo. Usted se ha pasado la noche en vela y también necesita descansar.

Marta no contestó, pero tampoco soltó a su hija porque sintió la presión de su mano como pidiéndole que no lo hiciera, que no la dejase en manos de esas dos arpías. Pero las hermanas Escamilla no se iban a dar por vencidas, y Remedios se interpuso en el camino de Marta con un gesto de querer sustituirla en el puesto.

—Yo la llevaré —insistió Marta con firmeza.

—Marta. —La voz de Antonio se oyó a su espalda—. Tienen razón. Deja que ellas se encarguen, tú también debes descansar. Mañana pasaremos a verla.

Doña Remedios Escamilla aprovechó el desconcierto de Marta para arrebatarle el puesto en el brazo de su hija. Marta se quedó quieta, en medio del rellano, mirando cómo se llevaban a su hija al interior de aquella casa, con la rabia quemándole por dentro. Le interrumpió la visión Mauricio, que iba detrás, caminando lento, al paso de la convaleciente. Su yerno se giró un instante y le dedicó una mirada torva. Sintió las manos de Antonio sobre sus hombros impeliéndola, con delicadeza, a entrar en casa.

—Vamos, Marta, Elena estará bien, no te preocupes.

Ella no dijo nada. Se dejó llevar y, cuando estaban en la alcoba, le dijo que tenían que hablar.

—¿Sobre qué? —preguntó Antonio, aflojándose la corbata.

Marta no le había dicho nada del dinero que el Gobierno francés le iba a entregar como heredera de sus padres. No había tenido ocasión, ni ganas para hacerlo. Se quitó el abrigo y lo dejó caer en el borde de la cama con el bolso a su lado.

—Antonio, ayer estuve en casa de Roberta Moretti.

Su marido clavó su mirada en ella.

—Maldita sea, cómo no iba a aparecer la ricachona esa…

—Escúchame antes de hablar, porque esa ricachona a quien tú tanto desprecias de manera injustificada nos ha hecho un gran favor, un enorme favor, algo que nos va a cambiar la vida.

—¿Esa un favor a mí? Como no sea que me nombre heredero de su fortuna… —Rio quitándose la corbata y desabotonándose la camisa.

Con voz monótona, como si estuviera contando algo sin contenido o sin importancia, le fue diciendo los pasos que Roberta Moretti había dado hasta llegar al reconocimiento de la memoria de sus padres y a que el Gobierno francés la indemnizara por el patrimonio y el capital de sus progenitores como única heredera.

Cuando terminó de relatarlo, Antonio estaba de pie frente a ella, mirándola absorto intentando asimilar lo que le estaba diciendo.

—¿De cuánto dinero estamos hablando? —preguntó.

Ella alzó la vista, abrió el bolso en silencio, sacó el certificado que Roberta le había entregado y se lo tendió. Antonio lo desplegó, lo leyó y, con la sorpresa grabada en sus ojos, se pasó la mano por la cabeza.

—¡Dios santo! —murmuró intentando contener la sensación de explosión que sentía por dentro—. Marta, esto es…, es una fortuna… ¿Cómo no me lo has dicho antes?

—Había otras cosas más importantes que atender.

—¿Más importante que esto? ¿No te das cuenta de lo que significa? —Se acercaba a ella y, con los brazos en cruz, las cejas subidas y una sonrisa abierta en su rostro como hacía tiempo no exhibía, hablaba con una vehemencia desbordante—. Somos ricos, Marta, muy ricos… Se acabaron las penurias, y las deudas, y los favores, y… —De repente se tiró al suelo quedando de rodillas delante de ella, abrazado a sus muslos—. Marta…, esto nos cambiará la vida, podremos empezar de nuevo, volver a ser felices otra vez.

Con un entusiasmo cada vez más rebosante, le cogió las manos y empezó a besárselas, hasta que ella las retiró. Él se quedó quieto, mirándola, desconcertado.

—¿Qué pasa? —preguntó aturdido.

—¡Nada, no pasa nada!, eso es lo malo, que aquí parece que no pasa nada. —Marta sintió una punzada en el estómago. Su recuerdo de Flavio la quemaba por dentro, quería gritarle que no había oro en el mundo para comprar el amor que sentía por aquel hombre, pero se calló, pegó la barbilla a su pecho y se contuvo el llanto.

Antonio le cogió la barbilla para buscar sus ojos; como no pudo, se sentó a su lado. El somier de la cama crujió bajo su peso.

—Marta, mi amor…

Ella se sorprendió, hacía años que no la llamaba así.

—Sé que las cosas han sido muy difíciles…, reconozco que en estos últimos tiempos no he sido el mejor marido, lo hemos pasado muy mal… —Su voz era meliflua, calmada, como si se hubieran amansado todas las fieras de su interior—. Sé que no he sabido hacerte feliz…

—Eso no importa ahora. —Intentó desviar la conversación, no quería escuchar esa falaz reconversión de Antonio motivada por el dinero.

—Es cierto. No me importa reconocerlo y pedirte perdón…, de rodillas si es necesario. Me equivoqué ayudando a Rafael, cometí un error que nos llevó a la ruina, no calculé el daño que os hacía a ti y a Elena.

Marta escuchaba absorta aquella confesión. Le sorprendía lo que la perspectiva de una fortuna podía hacer cambiar a un hombre en un solo instante. Antonio nunca había reconocido su culpa, ese error garrafal de ayudar a su amigo con aquella pobre chica cargando sobre sus espaldas, de manera absurda, un delito que no cometió, ni él ni el propio Rafael habían acabado con la vida de una infeliz; sin embargo, para encubrir las vergüenzas de su amigo, acabó con su propio futuro y el de su familia. Y ahora, de repente, ante un papel con un número seguido de varios ceros, el mundo parecía abrirse a sus pies y dejaba caer todo el lastre que les había obligado a cargar tan injustamente durante años.

Antonio volvió a coger la mano de su esposa.

—Marta, te quiero con toda mi alma, no importa lo que haya pasado entre nosotros, te quiero, y quiero vivir la vida contigo.

Ella le miraba absorta, apabullada por la precipitada fogosidad de Antonio, un apasionamiento demasiado tiempo olvidado para ella.

—El dinero no cambia a las personas así, de repente —acertó a decir.

—Yo no he cambiado, Marta, siempre te he querido —calló un instante mirándola con fijeza como si estuviera examinándola—. Sé que he estado distante. Toda esta situación me ha desbordado, tú no lo comprendes, me he sentido tan…, tan inútil, tan acabado… Me sentía incapaz de sacar adelante a mi familia. —Enmudeció de repente y apretó los labios indeciso—. Marta, tú me sigues amando, ¿verdad?, a pesar de todo lo que ha pasado…, me sigues amando…

—¿Y tú, me amas tú a mí?

—Eres mi vida y tú lo sabes. He sido un canalla, no he sabido apreciar lo que tengo, mi torpeza te ha hecho desgraciada, lo sé, y lo siento, pero ahora todo es distinto… Voy a dedicar mi vida a hacerte feliz.

—¿Y por qué habría de creerte ahora?

—Porque todo ha cambiado, tenemos dinero, podré montar la tienda otra vez, y tú estarás conmigo. El local que reformé sigue cerrado, nadie lo ha ocupado. Lo volveré a comprar, y si no es ese, compraremos otro, más grande, mejor situado, viajaremos por todo el mundo para visitar a los mejores anticuarios, buscando piezas exclusivas. Volveremos a levantar un imperio como el de mi padre y el de mi abuelo. Y compraremos una casa… Si quieres, le diré a Rafael que le compro la notaría, para que vuelvas a tener tu casa, puedo volver a hacer realidad tus sueños, Marta.

Hablaba sin parar de sí mismo, de su proyecto, de su negocio, de recuperar una vida pasada, en la que ella no quería estar.

—¿Has pensado por un momento que esa maldita tienda es tu vida y no la mía?

Él se quedó callado, navegando entre la extrañeza y la decepción.

—Pues haz lo que quieras hacer —acertó a decir tras un rato de vacilación—. ¿Qué quieres?, ¿tocar el piano? Traeremos a casa al mejor profesor para ti.

—No quiero al mejor profesor —se calló un instante y tragó saliva antes de continuar—. Ya tenía un buen profesor y tú me has prohibido ir a sus clases.

Un silencio incómodo se hizo entre ellos. Antonio se levantó nervioso; empezó a caminar de un lado a otro cabizbajo, pensativo. Marta le miraba impaciente.

—Marta…, sé adónde vas cada tarde.

Ella no se dejó impresionar por aquellas palabras. No le importaba si todo se iba al traste, tal vez así fuera mejor para romper aquello que la separaba de Flavio.

—¿Y adónde supones que voy?

—No al conservatorio, como me dijiste, sino a casa de ese profesor.

Ella bajó los ojos.

—Si te hubiera dicho la verdad, me lo habrías prohibido desde el principio.

—¡Te pasas dos horas con ese hombre a solas! —Alzó la voz perdiendo los nervios—. ¿Cómo crees que me siento?

—No sé cómo te sientes porque ya no te conozco. No sé quién eres. No estás nunca, sales por la mañana y desapareces hasta la madrugada.

—He tenido mucho trabajo, necesitaba salir, despejarme, estaba confuso…

—Yo también tengo mis propias necesidades.

—Ya tienes la música, ¿por qué mentirme?

—No lo sé… —musitó ella.

Antonio se volvió a sentar a su lado, le cogió las manos y se las besó con fruición.

—Da igual, no me importa nada de lo que haya pasado antes, solo quiero recuperar el tiempo que hemos perdido, quererte… Marta, te necesito. Tenemos otra oportunidad. Esta vez no te fallaré…

—¿Y si yo no quiero?, ¿y si yo ya no tengo fuerzas para intentarlo otra vez?

—¡No digas eso, no quiero escucharlo! Te quiero, te he querido siempre aunque lo haya hecho muy mal, siempre has sido mi mujer, la mujer de mi vida… Marta, me moriría sin ti.

—Nadie se muere por nadie.

—Yo sí —dijo compungido—. Te quiero y no te voy a dejar marchar, nunca te dejaré marchar. Te haré feliz. Lo prometo…

Su barbilla tembló y sus ojos se enrojecieron. Marta solo le había visto llorar el día que descubrió la trágica muerte de Pedrito Figueroa, un llanto amargo de culpa mirando aquella foto atroz del chico con un tiro en la cabeza.

—Antonio, por favor… —Marta se sintió mal ante aquella escena.

—Dime una cosa. —Sus ojos se clavaron en ella—. ¿Hay otro hombre? Dímelo…, ¿hay otro?

Ella mantuvo la respiración un instante, bajó los ojos, suspiró y negó con la cabeza. No quería hacerlo, pero lo negó, volvió a mentirle, incapaz de decir lo que le gritaban las entrañas, con el miedo a encarar la verdad, su verdad.

Él se abrazó a ella y la besó con tanta pasión que se sintió aprisionada en sus brazos. Intentó zafarse de sus besos hasta que se soltó y se levantó dejándole solo con su deseo.

—¿Qué te pasa? —preguntó sorprendido.

—No me pasa nada —dijo agitada.

—Entonces, ¿por qué no vienes?, ¿por qué me huyes?

—¡No te huyo, Antonio, es que ahora no quiero!

Un silencio ensordecedor se impuso interrumpido por las campanas de la iglesia de Santa Cruz, que tocaban anunciando la misa.

Antonio estaba confuso. Junto a él había quedado el certificado del dinero. Lo cogió y sonrió de nuevo.

—Habrá que darle las gracias a esa señora Moretti —murmuró al cabo con el documento en la mano.

—Ya se las he dado yo.

—¿Y cómo te lo van a pagar? ¿Qué tramitación lleva esto?

—Tengo que aceptar la herencia, declararme heredera… No sé muy bien qué otros trámites hay que hacer, pero lo fundamental es eso.

—Mañana mismo le digo a Mauricio que el lunes se busque a otro para que le apañe los papeles en el juzgado. Hay que arreglar esto cuanto antes. Haremos todos los trámites para cobrarlo enseguida, no vaya a ser que estos gabachos se arrepientan y se lo queden.

Aquellos cambios de humor de Antonio desconcertaban a Marta. Era como si quisiera borrar de un plumazo los años de miseria y distanciamiento entre ellos. Estaba pletórico. Era feliz con ese papel en las manos, lo miraba como si el mundo oscuro y amargo se hubiera transformado, cargándose de luz y brillo.

Mientras su marido hablaba de lo que iba a hacer con el dinero, ella no dejaba de darle vueltas a una cosa, cómo sacar a su hija de España. Le había dicho Basilio que no podía decírselo a nadie, que era muy peligroso para él si la noticia de su marcha se filtraba.

—Y Elena, ¿qué pasa con ella? —le inquirió a Antonio con voz grave.

—Ya he hablado con Mauricio, me ha confesado que perdió los nervios. Está realmente compungido, lo de la pérdida del bebé le ha conmocionado. Él no sabía nada, si lo hubiera sabido…

Marta se sintió irritada por las palabras de Antonio. Los hombres tenían la extraña virtud de eximirse de responsabilidad con una facilidad tan pasmosa como indignante. Abrió la ventana de la alcoba y se asomó al balcón, percibió en su cara el frío de la calle, la sensación de humedad como si se purificase por dentro recuperando el equilibrio. Cerró los ojos un instante oyendo a su espalda las palabras huecas de su marido, acorchadas por el ruido de la calle.

—Hay que saber perdonar, Marta. Mauricio quiere a Elena. Esto también ha sido una lección para él. Está arrepentido, me ha asegurado que no volverá a pasar.

Ella se giró colérica y se encaró con él.

—¿Es que no lo entiendes? Ella no quiere a ese hombre. Nunca será feliz con él. La hemos entregado a un ser despreciable…

—Tampoco es para ponerse así por un par de tortas, joder.

—¡Un par de tortas! —gritó ella con sorna.

—¿Qué otra cosa podemos hacer? Es su marido, estas cosas pasan, Marta.

Ella no dijo nada. Se quedó en la ventana respirando aquel aire frío del atardecer. El día era festivo y algunos paseantes se movían de un lado a otro envueltos en sus gabanes marcando un compás hueco con el retumbar de sus pasos.

De repente sintió los brazos de Antonio rodear su cintura, su cuerpo pegado a su espalda le resultó molesto. Las manos subieron a su pecho y ella se las retiró incómoda.

—Antonio, por favor…

Él quitó las manos con brusquedad y se retiró de su lado.

—¿Adónde vas? —le preguntó al oír la puerta y verle salir con la chaqueta en la mano.

—A dar una vuelta. —Le oyó decir mientras se alejaba por el largo pasillo—. Necesito tomar el aire.

A continuación sonó un portazo. Luego el silencio y una estremecedora sensación de soledad.