4

El otoño discurría cada vez más parecido al invierno; el ambiente húmedo del aire, los días tan cortos, los amaneceres tardíos y el cielo plomizo y gris, las calles vacías de paseantes, ocupadas ahora por peatones hostigados por el viento desapacible que les hacía caminar con los hombros encogidos, introducidos sus cuellos en el interior de los abrigos o bufandas, dejando tras su paso vaharadas blanquecinas de la calidez de su aliento. De los cafés salía un rumor bullicioso de voces, y el humo de tabaco y el calor de las estufas creaban un ambiente acogedor que atraía al sufrido viandante.

Marta Ribas oía sus pasos retumbar por la acera de la calle del Prado. Apresuró el paso. La noche se había hecho cerrada y la lluvia arreciaba empapando su abrigo. Notaba las gotas de lluvia posarse en el pañuelo con el que se cubría la cabeza. No llevaba paraguas y había dejado el sombrero en casa de Flavio Tassoni para evitar que se le estropease; tampoco había encontrado un taxi y no le quedó más remedio que caminar un buen trecho bajo la lluvia, pero no le importaba demasiado; pensaba llegar y tomar un baño caliente, prepararse para darle a Antonio la sorprendente noticia de la herencia de sus padres, un dinero caído del cielo, se decía, literalmente del cielo. Intentaba imaginarse su reacción, estaba segura de que optaría por abrir su negocio de antigüedades; otra vez volvería a depender de sí mismo, de sus propias fuerzas, podrían vivir sin agobios, sin tener que pedir favores ni gracias a nadie. Era cierto que el dinero no daba la felicidad, pero sí la energía para seguir buscándola.

Todos esos pensamientos se ensombrecían con la insistente e inevitable evocación de Flavio Tassoni. Su solo recuerdo le provocaba un placentero estremecimiento. Se preguntaba qué sería de ellos. Lo amaba mucho más de lo que quería admitir, el anhelo de un futuro a su lado bullía en su interior sin otra opción más que esa: marcharse con él, vivir a su lado, amarle para siempre, porque su vida sin Flavio Tassoni perdía de repente todo sentido.

Con esos pensamientos bulléndole en la cabeza, torció a la izquierda desde Santa Ana a la plaza del Ángel, y en cuanto dio unos pasos, encaminada ya hacia su portal, oyó la voz de Juana que la llamaba desde la ventana. Marta levantó la cara y la vio. Supo que algo grave ocurría: el rostro de la criada empapado por la lluvia estaba tenso, el gesto grave, la mano moviéndose insistente para que se acercase deprisa. Llegó al portal y, con la vista puesta en ella, oyó de sus labios el nombre de Elena. Al entrar precipitadamente se topó con el portero.

—¿Qué ha pasado, Donato? ¿Le ha ocurrido algo a mi hija?

—Si usted me lo permite, señora, en estos asuntos, ni oigo ni veo… —Se pasó los dedos de una mano por los labios como si los cerrase—. Chitón y a callar.

Marta se lanzó escaleras arriba y subió los dos pisos corriendo. Cuando llegó al rellano, ya estaba Juana esperándola en la puerta. Su rostro asolado por el llanto asustó tanto a Marta que se acercó a ella despacio, temerosa de sus palabras, el corazón acelerado y la respiración entrecortada.

—¡Ay, señora, no sabía dónde encontrarla! Llevo toda la tarde ahí, en la ventana, rezando al cielo para que apareciera usted.

—¿Qué ha pasado, Juana? Por Dios, diga, ¿le ha pasado algo a Elena?

—Ay, señora, qué desgracia más grande, la señorita Elena…, se la han llevado al hospital…

—¡Dios santo! —murmuró arrasada por la desesperación—. Pero ¿qué ha ocurrido?

—Estos hombres, señora, que tienen la mano muy larga…, muy larga.

Marta se lanzó contra la puerta de Mauricio Canales, pero antes de que llegase le dijo Juana que no estaba, que se había ido.

—¿Dónde está mi hija? ¿A qué hospital la han llevado?

—Ay, señora, yo no lo sé, la han sacado y se la han llevado… Baje usted a ver a la señora Virtudes, ella lo tiene que saber…, que si no es por el señorito Basilio la mata, señora, la mata seguro.

Marta sentía que la humedad se le había incrustado en las entrañas. Se precipitó al primer piso y llamó con insistencia. Oyó la voz lánguida de Venancia diciendo un irritante «Ya voy». Cuando la puerta se abrió, Marta irrumpió en el interior arrollando a la sorprendida criada y llamando a voces a Virtudes.

—Pero… —Venancia quedó pasmada un instante para emprender una persecución de la intrusa—, señora Marta, espere un momento…, espere, mujer…

Marta llegó a la sala de costura y se asomó. Allí se hallaba Virtudes Molina de Figueroa haciendo punto. A pesar de oír el jaleo, no dejó su labor, mirando a Marta por encima de las gafas con gesto serio.

—¿Qué ha pasado, Virtudes? ¿Adónde han llevado a mi hija?

En ese momento llegó la criada.

—Señora…, no he podido…

—Déjalo, Venancia, no te preocupes. Ya me hago cargo yo. Ah, y prepara una infusión, creo que nos va a hacer falta.

Su tono almibarado encendió los nervios ya quebrados de Marta Ribas.

—¡No quiero una infusión, Virtudes! —gritó furibunda—. ¿Quiero saber qué le ha pasado a mi hija y adónde se la han llevado?

Virtudes dejó de cruzar las agujas y se quedó quieta, las gafas pendidas del puente de la nariz, los ojos, por encima de ellas, fijos en la recién llegada, que se mantenía de pie, tensa y angustiada.

—Será mejor que te calmes, Marta —le dijo al cabo sin llegar a inmutarse—. No conseguirás nada con tus histerias.

Marta Ribas creyó que iba a caer fulminada ante el esfuerzo de contenerse para no agarrar a aquella mujer por el cuello y apretar hasta ahogarla. Hizo un esfuerzo e intentó mantener la calma.

—Ten un poco de compasión, Virtudes… —le dijo rasgando las palabras de su garganta para evitar gritarle—. ¿Me puedes decir dónde está mi hija?

—Compasión es lo que ha tenido el Señor todopoderoso con esa atolondrada de hija que tienes. No te preocupes, saldrá de esta. Han sido unos cuantos golpes, nada más. No hay para tanto.

—¡Pero ¿dónde está?! —insistió con una rabia que le quemaba por dentro ante la malicia de aquella mujer, que alargaba el sufrimiento de la incertidumbre, reteniéndola ante ella para rendirle su ración de sometimiento y de humillación, a sabiendas de que estaba deseando salir corriendo.

—No lo sé, estoy esperando la llamada de Rafael o de Basilio.

Marta se dio la vuelta dispuesta a marcharse.

—¿Adónde vas? —preguntó Virtudes.

—A mi casa —contestó ceñuda—. A llamar a mi marido.

—Tu marido debe de estar ya con Rafael. Basilio se marchó con la ambulancia y Rafael se fue a buscar a Antonio al juzgado; por lo visto, a ti no había manera de localizarte.

—¿Y Mauricio?

—¿Mauricio? Tragando el sapo que le ha metido en el cuerpo tu niña, qué vergüenza, recién casados y ya con esas… Menudo disgusto.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—Pues que Mauricio ha pillado a tu hija escribiendo a ese violinista callejero y delincuente, y no solo eso, tenía en su poder no sé cuántas cartas con un contenido que dice muy poco de una mujer decente.

—¡Eso es mentira!

Virtudes empezó de nuevo a cruzar las agujas mirando un rato a Marta y otro a la labor.

—No me extraña que pase lo que pase…, si es que a los hombres hay que tenerles un respeto, y cuando se les falta…, pues eso…, pierden los nervios…, y encima luego se quejan. Antes le tenía que haber dado para meterla en vereda. Y tú tienes mucha culpa en esto, porque no has estado a lo que tenías que estar, que somos nosotras quienes velamos porque nuestros hijos lleven un buen camino.

—Virtudes, eres mucho más miserable de lo que me imaginaba… ¡Vete al infierno!

—No te sulfures tanto porque no tienes razón. A Mauricio le va a tocar bregar mucho con Elena si quiere hacerse con ella…, ya lo dice el refrán: a la mujer el hombre la ha de hacer, y con tu hija va a tener trabajo extra, ya te lo digo yo.

Marta tomó aire y, embebida en una bilis que parecía derretirse en sus entrañas, salió de aquella casa dando un portazo.

—Así aprenderá —murmuró para sí doña Virtudes algo soliviantada, cruzando con maestría las agujas de punto—, menudo par…, la madre y la hija…, dos golfas, eso es lo que son, un par de golfas, y Antonio un baldragas, eso es lo que es…, demasiado sueltas las ha dejado… —Dio un largo suspiro como si estuviera agotada y movió la cabeza negando—. Ay, Virgen santa, pobre Mauricio, como no espabile…, estas dos se lo comen.

Marta llamó a casa de Mauricio Canales. Le abrió Jacinta, la criada, una muchacha de aspecto asustadizo, muy joven, fina y quebradiza, de espesas cejas y ojos muy pequeños que llevaba un uniforme negro al que era evidente que no se había acostumbrado todavía.

—¿Está el señor en casa?

—No, señora, no se encuentra —le contestó acobardada.

—¿Sabes dónde está?

—Yo no lo sé, señora. Salió hace un rato.

—Jacinta, ¿tú sabes adónde han llevado a mi hija?

—Yo no lo sé…, señora. —La chica se echó a llorar y se encogió como si le pesara una terrible pena sobre sus hombros—. No sé nada, señora, se lo prometo que yo no sé nada…

—Está bien…, no te preocupes, Jacinta. Si tienes alguna noticia de mi hija, me lo dices. Estaré en casa. ¿De acuerdo?

La chica no dijo ni que sí ni que no, echó un paso atrás y con el mandil tapándose la cara cerró la puerta. Marta no tuvo más remedio que regresar a su casa. Juana la esperaba impaciente.

—¿Ya sabe el hospital adonde se la han llevado?

—No, Juana, no sé nada, no sé qué ha pasado y nadie me dice nada. —La miró con gesto desesperado—. ¿Qué ha ocurrido? Dígamelo, se lo ruego.

—Señora, yo solo le puedo decir lo que vi. Elenita estaba aquí, en su cuarto de soltera. Pasó a las cinco o así, dijo que había quedado con usted. Le serví la merienda en su cuarto, un café y unas galletas, y ahí estuvo, con sus cosas, como siempre.

—¿Como siempre? ¿Es que pasa más veces cuando yo no estoy?

—Uy, sí, casi todas las tardes, señora; cuando usted se va a sus clases de piano, ella se viene aquí, se encierra en su alcoba y ahí se está un buen rato.

—¿Y por qué no me ha dicho nunca nada?

—Pues eso ya… Ella a mí me dijo que no le dijera nada, que no hacía falta, que no quería preocuparla; aquí se sentía más…, ¿cómo le diría yo?, más a gusto —calló un instante y se acercó a ella en plan confidencial—. Es que, para usted y para mí, doña Marta, que todos los días se le plantan a primera hora de la mañana esas dos urracas, la suegra y la tía, y es que no la dejan respirar a la pobrecita mía, y se conoce que cuando están en la siesta, se viene aquí. Y yo…, usted comprenderá…, cuando me dijo que se venía aquí un ratito a leer y a estar sola, ¿cómo iba yo a decir nada?

—¿Y hoy qué ha pasado?

—Pues serían las seis y pico o más…, ya le digo que ella siempre se marcha a las cinco y media o cosa así, porque don Mauricio suele venir a las seis. Pero hoy se ha quedado más porque decía que quería hablar con usted, que tenía una noticia muy importante que darle y que la iba a esperar. Y se conoce que llegó el señor Mauricio y al no verla en casa pasó a por ella… No me dejó que yo la avisara. Ya sabe este hombre lo autoritario que es… Entró por su cuenta y riesgo a buscarla. La señorita…, bueno, la señora Elena estaba en su cuarto escribiendo algo, eso sí que lo vi. Él le quitó el papel y lo leyó. No sé lo que pondría, pero allí mismo, delante de mí, sin mediar una sola palabra, le dio una bofetada tan fuerte que me dejó el corazón sobrecogido —calló un instante y encogió los hombros—. Yo, señora, como comprenderá, no pude hacer nada, ni moverme, fíjese usted, porque ese hombre me impone de una manera…, que no sabe usted bien. Luego, de la caja que tenía en la mesa, una que guarda ella en el armario, el señor Mauricio sacó un paquetito de sobres… Los estuvo ojeando, se los metió al bolsillo, la agarró del brazo y se la llevó casi a rastras.

Marta empezaba a imaginarse lo que había pasado, con lo que le estaba contando Juana y las palabras maliciosas de Virtudes, estaba claro que Elena se estaba carteando con ese violinista al que Roberta Moretti había ayudado a salir del país.

—Pobrecita mía —continuó relatando Juana compungida—, qué miedo llevaba en el cuerpo, señora, no se puede usted ni imaginar. Ni una palabra dijo, la pobre mía, ni rechistar… —Dejó los ojos lánguidos en la nada, encogió los hombros y siguió contando—. Pasó un rato, no le puedo decir cuánto, el caso es que oí voces en la escalera y me asomé. El señorito Basilio estaba aporreando la puerta del señor Mauricio, parecía como loco, fuera de sí, y le aseguro yo que la echa abajo si no es porque la abrió la chica esta nueva que tienen. Casi la tira a la pobre de tan de sopetón que entró el de Figueroa. Yo no sé lo que pasaría dentro, pero oí discutir a los dos hombres, y golpes, y gritos de su hija… Yo creo que se pegaron entre ellos porque el señorito Basilio salía con un labio partido, pero el señor Mauricio también salió ventilao con un buen golpe en el ojo, que lo vi yo. El caso es que, al rato, vino un médico con dos camilleros y se llevaron a la señorita Elena. Fue terrible, señora. Pobre señorita…, iba tan malita…, ni abrir los ojos podía… —No pudo evitarlo y volvió a llorar desconsolada.

—¡Dios mío! —Marta sentía que se le desgarraba el alma con cada palabra que salía de la boca de Juana—. Hija mía…

Se sentía tan impotente que parecía que su cabeza fuera a estallarle en mil pedazos. Pensó en llamar a todos los hospitales de Madrid. Se fue al teléfono y, cuando estaba entrando al salón, sonó un primer timbrazo que la sobresaltó. El segundo apenas le dio tiempo a sonar porque ya había descolgado el auricular.

—¿Diga? —Su voz temblona esperaba una respuesta para poder saber adónde tenía que ir.

Se quedó quieta, pegado el teléfono a la oreja, encogidos los hombros, asustada. La voz de Antonio al otro lado de la línea era fría y cortante. Estaba en el hospital de la Princesa, en Alberto Aguilera.

—Voy para allá ahora mismo… —calló un instante antes de hacer la pregunta—. ¿Cómo está?

La respuesta de Antonio fue igual de tajante: «Hay que esperar».

Salió disparada a la calle y corrió bajo la lluvia sin pensar en los charcos que, al pisarlos, salpicaban y empapaban sus pies y sus pantorrillas; llegó a la calle de Atocha y se detuvo en la acera, buscando con ansia un taxi que la llevase por fin al lado de su hija, con una punzada en el estómago que la impedía respirar con normalidad, igual que si tuviera un hierro candente que le abrasaba el corazón. Tenía ganas de llorar; sin embargo, las lágrimas no salían, estaban retenidas en la garganta acumuladas en una angustiosa marea.

Por fin tomó un taxi y llegó a la glorieta de San Bernardo. Entró en el hospital, y todavía anduvo un buen rato dando vueltas de un lado a otro sin acertar el lugar en el que estaba ingresada Elena.

Cuando al final de un pasillo vio a Antonio, acompañado de Rafael, de Basilio y de la sotana de Próculo, se precipitó corriendo hacia ellos.

—¿Cómo está? —preguntó lanzándose a los brazos de Antonio, que la recibió con frialdad y con gesto circunspecto.

—Acaba de salir el médico. No hay peligro. Son heridas superficiales, golpes que dolerán pero acabarán curando… —Tragó saliva—. Ha perdido al niño.

Marta creyó morirse al oír aquello; en ese momento comprendió que aquella mañana Elena había ido a darle la noticia de que estaba embarazada. Por eso tenía esa luz en los ojos.

—No lo sabía —dijo con la barbilla temblona y ensombrecido el rostro.

—Tú nunca sabes nada porque nunca estás donde debes estar —le espetó Antonio displicente—. Si en vez de andar por ahí zorreando estuvieras en tu casa, esto no hubiera pasado.

Aquella palabra taladró los sentidos de Marta. Se sintió mareada y se tambaleó. Basilio, que estaba cerca, la cogió del brazo y la apartó de él.

—¡Ya está bien, Antonio! —le espetó el hijo de Figueroa malhumorado—. Marta no tiene la culpa de que Mauricio sea un animal.

—No es un animal… Mauricio ha actuado como lo haríamos cualquiera de nosotros, bueno, todos no, yo tengo que reconocer que he estado ciego, sordo y mudo. Pero esto se ha acabado, demasiado he tolerado. Se acabaron las clases y el maldito piano. ¡Tú en tu casa, que es donde tienes que estar!

—Cálmate, Antonio —terció Próculo—. No nos pongamos nerviosos, ahora lo importante es que Elena se recupere. Y por lo de la pérdida…, no os preocupéis demasiado. Es muy joven, volverá a quedar preñada. Ya lo verás. En nada os hace abuelos y este asunto quedará olvidado.

—Si es que uno aguanta lo que aguanta y yo… —Antonio apretaba los puños y la mandíbula con rabia, una rabia no solo porque Marta no estaba en casa cuando se la había necesitado, sino porque en ese momento se consideraba un cobarde por no haber sido capaz de actuar con más contundencia.

Cuando los ánimos se calmaron. Rafael y Próculo decidieron marcharse. Antonio dijo que los acompañaba hasta la puerta. Marta agradeció que se alejase, aunque solo fuera un rato.

Basilio, sin embargo, no se movió, dijo que se quedaría un poco más para intentar verla. Tenía el labio hinchado, pero no le dolía tanto como la herida del estómago, que se le había resentido debido al forcejeo con Mauricio. Marta se sentó junto a él.

—Me ha dicho Juana que si no llega a ser por ti… —Tragó la saliva amarga—. La mata.

Basilio miraba al frente, abstraído, con un gesto triste y compungido.

—He hecho lo que tenía que hacer.

—¿Qué pasó, Basilio? ¿Por qué le ha hecho esto?

—Por lo de siempre…, los malditos celos.

—¿Celos de quién?

Basilio la miró al bies un instante.

—¿No sabías que se cartea con el violinista?

—No. No lo sabía.

—Por lo visto, cuando Mauricio entró a tu casa a buscarla estaba escribiendo una carta a ese chico. Ya en su terreno, el muy cabrón la debió emprender a palos con ella. Yo estaba en mi cuarto y oí sus gritos… —Tomó aire y soltó un largo suspiro—. ¿Sabes?, el día de su boda le dije que si algún día me necesitaba, tan solo tenía que avisarme y me presentaría allí para salvarla de cualquier peligro…, como si yo fuese el genio de Aladino… —Un silencio culpable estremeció a Marta—. Solo hice lo que le prometí… —hablaba lento, balbuciente, inseguro, tragando saliva como si las palabras le amargaran la garganta—. Cuando entré…, ella estaba en el suelo y ese energúmeno… la golpeaba sin piedad… Hice lo que tenía que hacer —repitió en un susurro.

—Te pegó…

Torció el gesto y se llevó la mano al labio.

—Él se llevó lo suyo. Va a estar unos días con el cuerpo baldado el hideputa…

—Gracias por ayudarla.

Él no respondió. Se instaló entre ellos un silencio incómodo, cavilante, entristecido en aquel ambiente aséptico de hospital.

—¿Te duele mucho?

—Lo que me duele es ver a Elena como la he visto.

En ese momento se callaron porque salió una enfermera y preguntó por algún familiar de la señora de Canales.

—Soy su madre, la madre de Elena Montejano… de Canales.

—¿Es usted el señor Canales? —preguntó a Basilio, obviando a Marta.

—No. El señor Canales no está.

La mujer se dirigió entonces a Marta.

—Puede pasar a verla, pero solo un momento, y no le hable mucho, le hemos suministrado un sedante y necesita descansar.

—¿Puedo entrar yo? —preguntó el hijo de Figueroa antes de que las dos mujeres desaparecieran. La enfermera dudó un instante—. Por favor, no abriré la boca. Lo prometo. Solo quiero verla.

—Déjele —le dijo Marta—, es su hermano.

—Está bien, puede entrar, pero no la alteren, ha dicho el doctor que debe estar muy tranquila.

Cuando Marta vio a su hija, se sobrecogió con un desgarrador latigazo a su conciencia. Sus piernas temblaron.

—Hija mía…, pero qué te ha hecho… —Por fin sus lágrimas brotaron incontrolables, borrando la imagen de su rostro lacerado.

Elena se giró un poco al oír el sonido de su voz. Tenía un aspecto lamentable: apenas podía abrir los ojos de lo hinchados que los tenía por los golpes recibidos, su mejilla derecha empezaba a tomar un color amoratado y tenía el labio inferior inflamado.

—Madre… —Su voz queda apenas fue un susurro escapado de sus labios.

Los minutos siguientes fueron un cúmulo de llanto contenido y desasosegado. Las dos mujeres abismadas en los ojos marcados por el dolor y la crueldad, palabras entrecortadas, dichas en susurros, como si agonizaran en los labios. Y Basilio detrás de Marta, sereno y emocionado, observador pasivo hasta que la mirada herida de Elena se posó en él.

—Cumpliste tu palabra… —murmuró vacilante—, te convertiste en el genio de la lámpara maravillosa.

—Sí… —contestó él enternecido—, cumplí mi palabra.

Pero él sabía que no podría estar siempre a su lado para evitar la ira de Mauricio. En poco tiempo se tendría que marchar lejos, y entonces, ¿quién sería su genio?; no habría nadie que pudiera ayudarla, se quedaría sola ante un hombre arisco y destemplado que con el tiempo la convertiría en una desgraciada.

Tuvieron que salir porque la enfermera se lo pidió. Cuando lo hicieron, se encontraron a Antonio en compañía de Mauricio. Al verle, Marta se fue hacia su yerno y se encaró con él.

—¡Eres un desgraciado, miserable! Ya podrás…

—Cada uno es responsable de lo que tiene. Su hija ha recibido lo que merecía por adúltera.

—Pero ¿qué dices? —Marta estaba encendida, le hervía la sangre y si no la hubieran estado sujetando Basilio y Antonio le hubiera arrancado la piel a tiras—. Mi hija no es ninguna adúltera.

—Sí lo es, se cartea con otro hombre, cartas que pondrían colorada a cualquier furcia.

No pudo contenerse y le escupió. Antonio la golpeó y la arrastró a un lado.

—¿Quieres hacer el favor de comportarte?

—¿Y tú qué, vas a consentir que ese mamarracho pegue a tu hija hasta llevarla al hospital y se vaya como si nada?

—Te recuerdo que ese mamarracho es su marido.

—¡Eso no le da derecho a molerla a palos!

—La culpa la ha tenido ella por no haber sabido comportarse como una mujer casada, así aprenderá de una vez por todas…

—Mi hija no ha hecho nada malo.

—Mauricio tiene cartas escritas por ese… violinista callejero al que tú misma diste alas; me las ha enseñado, y son para poner la cara colorada a cualquiera con un poco de dignidad, y no te digo nada la que tu hija estaba escribiendo al menda ese. Elena no ha sabido comportarse como una mujer decente y ha pagado las consecuencias. Y deja de hacer el numerito de madre indignada, bastante me ha costado convencerle de que no ponga denuncia.

—¡¿Que encima va a poner denuncia?!

—Sí…, podría hacerlo. La ley le ampara.

Miró por encima del hombro de su marido a su yerno, que se removía nervioso de un lado a otro, mientras Basilio Figueroa observaba la escena apoyado en la pared, con un gesto tan decepcionado como dolido.

—¡A ti te voy a denunciar yo, maldito seas, Mauricio Canales! ¡Maldito seas!

Marta sintió el bofetón como un latigazo. Se quedó impávida, quieta, la mano en la mejilla ardiente.

—Cállate la boca —le dijo Antonio con la voz rasgada de rabia—, o te echo a patadas de aquí.

—Qué pronto aprendéis los hombres a pegar a una mujer.

Basilio no pudo soportar más la escena. Se irguió y se marchó. Marta le observó alejarse y su mente empezó a pensar. Entonces oyó la voz de Mauricio.

—Marta, ¿usted sabía que Elena estaba embarazada?

Ella le miró con todo el desprecio que llevaba dentro, que era mucho.

—Qué más da si lo sabía o no, tú le has matado, has matado a tu hijo. Carga con eso en tu conciencia, malnacido.

Se dio la vuelta y salió corriendo detrás de Basilio. Le llamó y el hijo de Figueroa ralentizó el paso. Ella llegó a su lado.

—¿Puedo acompañarte un rato? No quiero estar con ellos… No puedo… Me ahogo…

Basilio no dijo nada. Le brindó el brazo y ella se enganchó a él como si fuera un salvavidas.

—Gracias…

Salieron a la calle. La lluvia había dejado de caer y la noche, aunque húmeda, resultaba grata para el paseo. Descendieron en silencio un buen trecho de la calle San Bernardo, ensimismados en sus propios pensamientos, oyendo el retumbar hueco de sus zapatos contra el suelo.

—¿Te apetece un café? —preguntó Basilio, al pasar por la puerta de una cafetería.

—No me vendrá mal, me espera una noche muy larga.

Entraron al local envuelto en la nube blanquecina del tabaco. Había varias mesas ocupadas por parejas o gente solitaria de mirada perdida. Solo en dos mesas se acumulaba más personal: en una se mantenía una tertulia y hablaba uno u otro según el turno; en la otra, dos hombres estaban enfrascados delante de un tablero de ajedrez en plena partida, a la que asistían atentos y sin rechistar algunos curiosos. Todos parecían habituales del lugar.

Marta Ribas y el hijo de Figueroa se sentaron en la mesa más alejada de la tertulia, que aunque no bulliciosa, suponía un alarde de palabrería y, de vez en cuando, el abucheo o la bulla de los escuchantes. El velador elegido estaba junto a la cristalera, empañada por una capa de vaho producido por el calor interior y la humedad de fuera, por la que apenas se atisbaba la calle. Quedaron uno frente al otro. Marta pidió un café solo y Basilio un coñac. Al fondo del local, había una especie de tarima sobre la que un hombre, de espaldas a la gente, tocaba un piano algo desafinado dando un ambiente más íntimo al lugar.

—Marta…, antes, en el hospital…, te agradezco que mintieras para que me dejasen entrar. No sé cómo explicarlo…, pero… necesitaba verla.

Marta bajó los ojos al mármol del velador.

—No es una mentira, Basilio. —Levantó la cara y le miró a los ojos—. Elena es tu hermana.

—No entiendo…

—Tu padre y yo…, fue hace mucho tiempo… Elena es hija de tu padre.

En ese momento el camarero se acercó portando la bandeja con el café y la copa. No le dio tiempo a reaccionar, Basilio cogió la copa de la misma bandeja y se la bebió de un trago.

—Tráigame otra —dijo con los ojos clavados en Marta—, que sea doble.

El camarero dejó la taza de Marta sobre la mesa y se alejó.

—Me estás diciendo que mi padre y tú… tuvisteis…

Marta no dijo nada, solo le miraba.

—En realidad —adujo él, sin disimular su estupefacción—, no me extraña demasiado, siempre he dicho que Elena tenía la misma cara que mi padre…, y mis ojos…, más de una vez me han dicho que si era mi hermana.

Marta mantenía el silencio. No sabía por qué se lo había dicho, nunca había visto con buenos ojos a aquel tarambana hijo de papá que había cometido demasiados errores en el pasado, pero tampoco creía que fuera malo, tan solo el resultado de una educación de la que, en cierto modo, él también había sido víctima. Al fin y al cabo, todo el mundo merece la oportunidad de rectificar, y Basilio Figueroa parecía otra persona distinta desde su regreso de su propio infierno. Además, creía que se lo debía, era el único que había actuado con cierta coherencia en todo aquel asunto. Se sentía demasiado sola para afrontar todo aquello sin alguien en quien apoyarse, y paradójicamente, después de todo lo pasado, Basilio se había presentado como el único defensor de su causa.

Bebió el café en silencio, escuchando murmuraciones del hijo de Figueroa acerca de las coincidencias que iba encontrando en sus recuerdos, desapercibidas en su día, que le confirmaban la verdad que le acababa de confesar sobre Elena y él.

—Basilio —dijo ella al cabo de un rato—, tú estudias Derecho…, ¿es cierto que la ley está de parte de ese canalla?

El rostro del hijo de Figueroa se ensombreció.

—Dadas las circunstancias…, me temo que sí.

—¿Cómo es posible que un hombre pegue a su mujer hasta hacerla abortar y encima tenga a la ley de su parte? No puede ser, dime que no es verdad.

—Tiene la prueba de un evidente adulterio. Esas cartas no benefician a Elena.

—Entonces, ¿me tengo que callar y volver la cara?

—Marta, si fuera cualquier otro, podríamos intentarlo, no creas que no lo he pensado…, unas inocentes cartas de amor no tienen por qué ser prueba de nada; pero se trata de Mauricio Canales, juez de instrucción, jefe de casa; tu yerno tiene mucho poder y mano para hacer lo que quiera —calló un instante buscando los ojos de Marta para que se diera cuenta de la gravedad de sus palabras—. Podría haberla matado y no le hubiera pasado nada.

—¿Qué clase de leyes son esas?

—Las que hay —se calló unos segundos antes de continuar—. Se llama crimen pasional. Precisamente esa parte me ha tocado estudiarla este verano, me lo sé bien… Si un marido descubre a su mujer en adulterio y la mata, se le puede castigar con la pena de destierro; si le causa lesiones de segunda clase, queda eximido de pena. Así lo recoge el artículo 428 del Código Penal. De todas formas, en el caso de que ese cabronazo hubiera conseguido matar a Elena, estoy convencido de que no le habría caído ni el destierro. Nos guste o no, Mauricio Canales es la ley.

—No me voy a conformar. Obligaré a Elena a que se separe.

—Ten cuidado, Marta, con esas cartas en su mano puede hacer de su vida un infierno.

—Su vida ya es un infierno… Dios mío…, y yo he estado ciega todos estos meses, sin darme cuenta de que estaba entregando a mi hija a un maldito miserable… Yo soy culpable de lo que le ha pasado a mi hija…

—Aquí el único culpable es Mauricio Canales, y tal vez la imprudencia de Elena…

—No puede haber adulterio en unas cartas…, no puede haberlo. Ese chico está a miles de kilómetros…

—Siempre puede haber pecado para quien tiene negra la conciencia, y si no lo hay, se crea. Mauricio pretende formar una familia y una mujer que le caliente la cama cada noche; Elena es perfecta para ambas cosas. Es su esposa, está unida a él para siempre y ya no hay marcha atrás, salvo…

Se calló con los ojos fijos en la copa de coñac llena hasta el borde que le había puesto el camarero sobre el velador.

—¿Salvo qué? Basilio, ¿salvo qué? Si hay una posibilidad de que mi hija salga de las garras de ese miserable, dímelo. Tú sabes de leyes, siempre hay algún resquicio, algo a lo que podamos agarrarnos…

Basilio bebió agobiado por sus pensamientos. Sabía que no había nada que hacer, que Elena estaba atada a aquel hombre hasta que la muerte los separase, que si ella decidía dar el paso y dejarle, Mauricio nunca la dejaría vivir tranquila, si es que la dejaba vivir. No se andaría con chiquitas en ese asunto; su dignidad estaba por encima de la vida de Elena Montejano.

—Supongamos que se separa —dijo él—, ¿de qué iba a vivir?

Marta pensó en el certificado que tenía en el bolso.

—Por eso no hay que preocuparse, tengo dinero suficiente para mantener a mi hija el resto de su vida.

Basilio la miró con un gesto de interrogación.

—Voy a recibir una importante suma de dinero del Gobierno francés, como indemnización por los bienes de mis padres.

—Vaya…, ¿una importante suma? ¿Cuánto de importante?

—Medio millón de francos franceses.

—Guau, Marta, eso es una fortuna. No sabía nada…

—Yo tampoco lo he sabido hasta esta mañana. Ni siquiera me ha dado tiempo a decírselo a Antonio.

—¿Él no lo sabe? —Sonrió con sorna—. Pues se va a quedar de piedra… Medio millón… Joder… Es fantástico, Marta, me alegro por vosotros… Todo lo que habéis pasado… Me alegro de verdad.

—Lo sé, Basilio; todavía tengo que aceptar la herencia, y cobrar, pero la cosa viene de la mano de la embajada francesa, así que por dinero no hay problema, Elena está bien cubierta.

—Ya… —Basilio volvió a poner un gesto circunspecto—. Sigue habiendo muchos inconvenientes… ¿Has pensado en que Antonio puede oponerse a esa separación? Al fin y al cabo, esta boda se celebró porque él se empeñó, y ya has visto su actitud, no tiene problemas en justificar las formas de tu yerno. Ten en cuenta que ese dinero pasará a la sociedad matrimonial en el momento que lo cobres; entonces, Antonio será el dueño de toda esa cantidad, tú solo lo disfrutarás como su esposa. —Abrió las manos y encogió los hombros—. Otra vez la ley.

—Da igual, le convenceré.

—Desengáñate, Marta, Antonio no consentirá que Elena se separe. Es una deshonra no solo para ella, sino para Mauricio y para vosotros. Caerá de nuevo la marea de las murmuraciones.

—¿Qué me importa a mí eso?

—A ti puede que no, pero a Antonio sí.

La irritación aumentaba para Marta, mucho hablar y no solucionaba nada.

—¿Y qué quieres que haga, entonces?, ¿dejar a mi hija en manos de ese energúmeno para que un día le dé una paliza y me la mate? ¿Eso quieres? Con vuestras leyes de hombres y para los hombres… ¿Y nosotras…, dónde queda la dignidad de las mujeres en vuestras malditas leyes?

—Marta, yo no hago las leyes, ni siquiera estoy de acuerdo con muchas de ellas, pero es lo que hay. Lo siento, el matrimonio la ha dejado sin escapatoria.

Marta tendió sus manos suplicantes hacia él, buscando su compasión.

—Tú puedes ayudarnos, Basilio, tú eres un hombre, habla con Antonio, habla con quien quieras, pero ayúdame…, no sé a quién más acudir… Estamos solas en esto…

El hijo de Figueroa tragó saliva inquieto. Sabía que no debía decírselo, que le habían pedido máxima discreción sobre su marcha, pero no podía dejarla así, no podía hacerle eso después de todo lo que estaba pasando.

—Marta, yo no voy a poder ayudarte… Dentro de una semana me voy a Nueva York.

—¿Qué? ¿Que te vas? ¿Y Elena? Le hiciste una promesa de que estarías a su lado, tú lo has dicho hace un rato. También le vas a fallar…, todos le hemos fallado, todos la dejamos sola…

—No me queda más remedio. El que me dio el navajazo tarde o temprano volverá a intentarlo. No me quieren vivo. Así que tengo que desaparecer, esfumarme por un tiempo. Hasta que no sea molesto.

Marta se quedó abismada en los ojos del hijo de Rafael Figueroa, tan parecidos a los de su hija. Tragó saliva. Se acercó un poco más a él avanzando el cuerpo hacia delante por encima del velador, como si quisiera contarle una confidencia.

—Dios santo…, Basilio, llévatela contigo… Sácala de aquí y llévatela.

—Eso sería imposible, Mauricio no la dejaría ir ni a la puerta del metro.

—Tienes que llevártela, Basilio, tú eres su única oportunidad. Es tu hermana.