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Marta Ribas se miró en el espejo para asegurarse de que estaba perfecta. Había aceptado comer con Roberta Moretti, en su casa. Óscar se había presentado a primera hora de la mañana y, manteniendo su habitual educación, le había hecho entrega de una nota de la señora, en la que le decía escuetamente: «He de verte de inmediato, tengo un asunto de importancia que te incumbe muy directamente a ti».

Óscar le había dicho que pasaría a buscarla a la una en punto.

Le estaba diciendo a Juana que no comería en casa y que regresaría después de la clase cuando sonó el timbre de la puerta.

—Ya voy yo, Juana, no te preocupes —le dijo creyendo que sería el chófer de Roberta Moretti.

Cuando abrió se encontró a su hija con una sonrisa radiante como hacía tiempo que no la veía.

—¡Elena…! —dijo la madre con sorpresa.

Elena mudó el rostro al mirar a su madre de arriba abajo ante la evidencia de que se marchaba.

—¿Vas a salir? No he oído el piano y pasaba a estar un rato contigo. —Su rostro volvió a iluminarse con una sonrisa—. Tengo algo que contarte.

—Me iba ahora mismo a ver a Roberta, me ha invitado a comer a su casa. Tiene algo importante que decirme.

—Ah… —No pudo evitar la decepción, aunque intentó disimularlo—. No importa, hablamos luego, esta tarde.

—¿Estás bien? Te noto contenta.

Elena volvió a sonreír y asintió.

—Sí, muy bien. No te preocupes. No quiero entretenerte.

—Esta tarde cuando vuelva de clase te aviso y te pasas un rato. ¿Te parece? Es que ha venido Óscar a buscarme con el coche y está abajo esperando.

—Como antes…, cuando trabajabas con la señora Moretti.

Marta cogió el bolso y las llaves y cerró la puerta, quedando las dos en el rellano.

—Sí, pero hoy es solo una comida de amigas.

Se dieron un beso en la mejilla y Marta se precipitó escaleras abajo. Sabía que Óscar la esperaba porque había visto el coche en la puerta y no quería que la gente lo viera demasiado.

—Estás guapísima, madre —le dijo Elena desde el descansillo mientras la veía bajar. Su madre la miró y le tiró un beso con la mano—. Pásalo bien, y dale recuerdos a Roberta de mi parte.

Marta desapareció y la recién estrenada señora de Canales volvió a su recién estrenada casa. Cerró la puerta tras de sí y cayó sobre ella esa habitual y pesada soledad que se respiraba en aquella casa, el mareante silencio, la sensación de encierro que la ahogaba. Tuvo ganas de llorar, pero posó su mano sobre la tripa y se la acarició; entonces, solo entonces volvió a sonreír.

Marta Ribas saludó a Óscar, subió al coche y emprendieron la marcha.

Roberta Moretti la esperaba en el umbral de la puerta. Se dieron dos besos y se miraron la una a la otra con la frescura de dos buenas amigas. No se veían desde hacía tres meses, justo desde el día de la boda de Elena y Mauricio.

—Sabes que te agradecí mucho que asistieras, aunque solo fuera a la iglesia.

—Una tiene que saber hasta dónde debe exhibirse. ¿Cómo está Elena?

—Creo que poco a poco se va adaptando a su nueva situación. La veo bien, incluso contenta.

Roberta sonrió satisfecha. Bien sabía ella que lo estaba, y no precisamente por esa adaptación a su vida matrimonial, sino por las diez cartas escritas para ella por Johann Merkt, y que Roberta le había ido entregando. Cada semana, Elena se dejaba caer por allí para recoger, siempre y cuando el correo llegase a su tiempo, una de esas cartas tan anheladas y, a su vez, entregaba un sobre dirigido a Hanno que Roberta se encargaba de enviar a Nueva York. Aquello la mantenía viva, eso le decía a la señora Moretti cuando se despedía con su secreto bien guardado en el fondo de su bolso. Le había llegado a preguntar si aquello que hacía estaba mal, si estaba cometiendo, como ella creía, un pecado de adulterio por cartearse con un chico que estaba a miles de kilómetros y al que, con toda seguridad, nunca volvería a ver. Roberta había intentado calmar sus temores y remordimientos, aduciendo que, si bien era cierto que era una mujer casada, no podía considerarse aquello como un engaño a su marido, porque Elena nunca le había dicho a Mauricio Canales que le amaba; era su esposa, y eso le confería a él algunos derechos sobre ella, que se convertían en obligaciones ineludibles para Elena; pero no podía obligarla a quererle, nadie podía amar a otro a la fuerza; aquel sentimiento se lo tenía que ganar Mauricio Canales con su actitud.

Por supuesto, no mencionó nada a Marta sobre aquel cruce de cartas de su hija con el violinista. Tampoco había motivo de alarma; Elena era demasiado joven para cerrarse a todo sentimiento. Al menos eso pensaba ella.

—Te veo espléndida, Marta. ¿Está mejor tu marido?

Habían pasado al salón. Marta se acercó al piano y abrió la tapa.

—Las clases me van muy bien —contestó obviando la pregunta sobre Antonio—. Te agradezco mucho tu consejo y tu dinero. Si no hubiera sido por eso, me habría sido imposible.

—Más tarde me demuestras lo que has avanzado con esas clases. Ahora ven, siéntate aquí, a mi lado. Tengo algo muy importante que decirte.

Marta miró a Roberta y vio un brillo en sus ojos.

—¿Qué ocurre? —preguntó sentándose en una butaca junto a ella—. ¿Qué tienes que contarme? ¿Un buen negocio?

—Excelente, diría yo. ¿Quieres un cigarrillo? —Marta rechazó el ofrecimiento y se repantingó en el sillón cruzando una pierna sobre la otra, el codo sobre el reposabrazos y apoyada su mejilla en la mano, a la espera de que le contase ese magnífico negocio que tan satisfecha la tenía—. Pero por esta vez el negocio no es para mí…, sino para ti.

—¿Para mí? ¿Un negocio? Yo no entiendo nada de negocios y ya sabes que mi marido…

—No te precipites. Quiero que me escuches con atención. —Roberta se calló un instante para encender el pitillo. Aspiró el humo y lo expulsó lentamente, mirándola, con gesto de complacencia—. Marta, después de descubrir la verdadera historia de lo que les pasó a tus padres, madame Hardion, a instancias mías, ha continuado con la investigación a través de sus contactos en París. Las cosas con paciencia y, por supuesto, con influencias y dinero, se pueden llegar a conseguir.

—¿Y qué has conseguido? —El rostro de Marta se había ensombrecido. Hablar de sus padres la incomodaba mucho por el dolor que su recuerdo le producía—. ¿Has dado con sus restos? ¿Van a tener una sepultura digna donde pueda rendirles el homenaje que necesito hacerles y que su recuerdo merece?

Roberta negó con un gesto esquivando la mirada.

—No, lo siento, eso no creo que sea posible, dadas las circunstancias.

—Entonces…

Roberta espiró de nuevo el humo de su cigarrillo y cogió una carpeta de una mesa auxiliar que tenía a su derecha. La miró con fijeza en silencio, haciendo el acto solemne.

—Madame Hardion es una mujer que trabaja con ahínco y eficacia aquellos asuntos que le interesan, y el asunto de tus padres le interesó mucho desde el principio. Ayer estuve con ella y me dio una noticia… —La miró un instante en silencio—. Es tan importante que pensé que era mejor dártela aquí, en la intimidad de mi casa. Gracias a sus gestiones y las de sus contactos, ha conseguido que el Gobierno francés reconozca las muertes de tus padres como lo que fueron, un vil asesinato con el único fin de quitarles de en medio y evitar que pudieran testificar contra los verdaderos traidores a la patria. Y en ese reconocimiento, se les ha hecho un sentido homenaje, y el mismísimo presidente de la República, Georges Bidault, te traslada sus condolencias por la pérdida. —Sacó de la carpeta un folio doblado sobre sí en tres partes y cerrado con un sello lacrado de cera, como los documentos antiguos, y se lo entregó.

—¿Lo abro? —preguntó sorprendida.

—Claro, es para ti. —Esperó callada mientras Marta procedía a la apertura y posterior lectura del texto, escrito en francés, a pluma, con letra picuda y firma del presidente.

—Es emocionante saber que ya no se les considera como traidores —dijo con voz emocionada.

—Es mucho más que eso, Marta, se les considera como héroes nacionales. Y ahora viene la otra parte. En base a este reconocimiento, se ha procedido a tasar los bienes y el dinero en efectivo que tus padres poseían en el momento del inicio de la guerra —se calló y la miró con fijeza. Sacó otro sobre de la carpeta y se lo entregó también—. En la actualidad es imposible recuperar sus propiedades inmuebles; todo fue destruido y los solares se subastaron hace un año. Había prisa por reconstruir, por volver a la normalidad lo antes posible, y muchas cosas se hicieron precipitadamente. Ahora pertenecen a terceros. Pero el Estado te reconoce como heredera de esos inmuebles, más el dinero que se volatilizó de las cuentas bancarias de las que tus padres eran titulares, y por ello te indemniza con una cantidad de medio millón de francos franceses.

Marta la miraba atónita con el sobre recién entregado en la mano, lo abrió con las manos temblonas.

—Medio millón de francos… —acertó a decir leyendo el certificado que daba crédito a las palabras de Roberta—. ¿Cuánto es eso en pesetas?

—Mucho dinero, Marta. Lo suficiente para que, de una vez por todas, retomes tu vida y la vivas, no solo pases por ella.

—Roberta…, yo… No sé qué decir…

—No tienes que decir nada. Ese dinero te pertenece por derecho.

—Ahora sí que necesito un cigarrillo.

Roberta le tendió la pitillera.

—Es preciosa —dijo Marta admirándola y cogiendo un cigarrillo de su interior—. No te la había visto antes.

—Es que la tengo hace poco. Me la ha regalado un caballero.

—Vaya… ¿Y se puede saber quién es ese caballero con tan buen gusto?

Roberta alzó las cejas con un gesto regalado.

—Se trata de un empresario, todo un lord inglés en su aspecto pero con mentalidad americana; el hombre perfecto, podríamos decir.

Marta sonrió buscando los ojos que Roberta trataba de ocultar.

—¿No me digas que te has enamorado?

Roberta rio bucólica e hizo un ademán con la mano.

—Mujer… Tanto como enamorado…, a mi edad ya no se enamora una…

—¿Por qué no? —adujo Marta con firmeza—. ¿Quién dice eso?

—Tienes razón —dijo mirándola con fijeza y una sonrisa abierta en sus labios que iluminaba su cara con un brillo especial—. Estoy enamorada como una adolescente, Marta, es todo un caballero, atento, culto, alegre, apuesto…, todo un descubrimiento.

—Me alegro por ti…

Ella volvió a dejar los ojos en el vacío, pensativa, lacónica.

—Dejemos ahora a un lado a mi caballero inglés. —Se levantó y se acercó a un mueble donde había una bandeja con licores. Llenó dos copas de jerez y se volvió hacia ella—. Brindemos porque ha cambiado tu suerte, eres una mujer rica, Marta, y eso te hace dueña de tu propia vida.

Alzó la copa y Marta Ribas hizo lo mismo, sin mucho convencimiento.

—No estoy segura de que el dinero me haga dueña de nada.

—Eso depende de ti. Ya sabes lo que pienso, cada cual ha de ser responsable de sus actos, y sus actos son su responsabilidad.

—No es tan fácil, Roberta, al menos para mí. Por mucho dinero que tenga, seguiré siendo una mujer casada y supeditada a la voluntad de mi marido.

Roberta Moretti se mantuvo en silencio un rato, analizando las palabras de aquella mujer a la que veía tan subyugada que apenas decidía si debía respirar o no. Le hastiaba enormemente aquel sometimiento, ella, que había conocido la sensación de libertad, la independencia, la posibilidad de elegir, de asumir sus propias equivocaciones, las suyas, no las de otros, no alcanzaba a comprender ese empeño en seguir atada a un ancla que le impedía cualquier movimiento, cualquier avance, y que cada vez más la enraizaba en la tierra de su propio error.

—Marta, ese hombre no te merece y todos estos años no te ha sabido apreciar en todo lo que vales.

—¡Es mi marido! —replicó, para luego quedar pensativa—. Siempre ha sido bueno conmigo. Ha tenido mala suerte, eso es todo.

A pesar de que sabía que Roberta tenía razón, le irritaba mucho escucharlo de boca ajena. Madame Moretti se dio cuenta y no quiso incidir más en el asunto.

—Es posible… —adujo vencida—. La mala suerte es insistente a veces.

Marta no quería seguir hablando del tema a pesar de que, desde que había descubierto el amor de Flavio Tassoni, no dejaba de darle vueltas a la remota posibilidad de abandonar a Antonio. La sola idea la perturbaba tanto que le provocaba una tremenda angustia. Si se separase se convertiría en una apestada de la sociedad, y le asaltaban las dolorosas dudas de si sería capaz de soportarlo. Además, si Antonio se enteraba de su relación con Flavio Tassoni, podría denunciarla y acabar en la cárcel. Todas esas ideas fluían imparables por su mente inquieta a pesar de que intentaba evitarlas, consciente de que obviaba una posibilidad que tenía ahí, delante de ella, como un tren detenido a punto de iniciar un viaje sin retorno.

Algo más relajadas, las dos mujeres se sentaron a comer y hablaron de sir Thomas Graham. Lord Graham era un cincuentón apuesto, divorciado, millonario, dueño de una de las industrias de paños más importantes de Inglaterra. Antes de empezar la guerra, abrió varias sucursales de su negocio en California, concretamente en la ciudad de Los Ángeles, donde le fue tan bien y le gustaba tanto aquella mentalidad que decidió cambiar el clima gris y lluvioso de Londres por el sol y la luz del oeste americano. Le había conocido Roberta en el mes de agosto, durante su estancia en Baden Baden, donde ambos estaban pasando unos días de reposo en el frescor de aquellos parajes idílicos. Todavía se trataba de lisonjas, galanteos, cenas y algún que otro acercamiento más íntimo, pero nada más.

Hablaron además de los pasos que debía dar Marta para aceptar la herencia, por supuesto, debía contar con el necesario consentimiento de su marido, aunque las dos estuvieron de acuerdo en que, para este asunto, no pondría ninguna pega. Marta no se terminaba de creer lo que había sucedido, el reconocimiento hacia sus padres la reconfortaba; el hecho de la muerte en aquella guerra terrible no fue justa para nadie, pero manchar su memoria como traidores a la patria le dolía en el alma, y la noticia de la restitución de su honor había sido una manera de empezar a cerrar la herida de su definitiva ausencia. Otra cosa era aquella cantidad ingente de dinero. Por más que miraba el certificado expedido a su favor, le desconcertaba tanto como la deslumbraba; después de tantas penurias, aquello se convertía en una especie de milagro difícil de asimilar.