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En general, a lo largo de los años, las cosas no suelen salir como uno espera que salgan, y si alguna vez se presenta la oportunidad de tomar el rumbo con destino a los propios sueños, uno queda tan noqueado que no sabe decidir o no se atreve y se queda quieto, inmóvil, incapaz de avanzar, y termina por perder aquel tren tanto tiempo soñado, tanto esperado, sin decidirse a subir, sin arriesgarse a perder ni atreverse a renunciar a lo que es seguro, aun no siendo grato, aun no siendo bueno, convertido en cotidiano a fuerza de tenerlo, en costumbre a fuerza de vivirlo y respirarlo. Y cuando se ve partir el tren sin retorno posible, indefectiblemente se inicia otra añoranza nueva, una nostalgia más intensa, más dolida, más sentida, consciente de que se pudo elegir, que pudiendo subir no se hizo, que pudiendo cambiar se dejó todo como estaba; y se acaba viviendo en el pasado inmutable de los recuerdos, un pasado que se deshace en los dedos de la memoria como papel quemado, como agua clara que se pretendiera mantener entre las manos.

Basilio Figueroa tardó dos días en salir de las garras de la muerte, y una semana en regresar, dolorido y asustado, a su casa. El comisario Olarte le había visitado en el hospital y, en cuanto tuvo fuerza suficiente para hablar, declaró lo ocurrido. El hombre que le apuñaló le esperaba en la puerta del Abra. Con la intención de alejarle un poco del grupo de amigos, le pidió fuego para su cigarrillo; Basilio, confiado, se había acercado con el mechero en la mano, lo encendió y al prender el pitillo pinzado en los labios, había sentido una presión en su estómago primero, seguido de un dolor intenso, ardiente, tanto que le costaba respirar; y aquel hombre, clavados sus ojos en los de Basilio con una mirada metálica como la hoja de la navaja que le estaba hincando en su cuerpo, le había dicho en un taimado susurro: «Esto de parte del Káiser, por traidor».

Se marchó igual que había aparecido, como una fría sombra en la noche. Basilio oía las voces de sus amigos a su espalda, las manos en su vientre, sintiendo el calor de la sangre escapar de sus entrañas. En ese momento tuvo miedo no al dolor, sino a su ausencia, a perder la consciencia y no volver a despertar jamás, miedo al vacío, a la nada de la muerte. Y ese mismo dolor que le mantenía vivo le había doblado hasta caer desplomado en el suelo.

Había salvado la vida de milagro, le había dicho el médico cuando despertó a los dos días, milagro que doña Virtudes atribuyó, sin lugar a dudas y como respuesta divina, a todas las misas y oraciones dedicadas en los últimos meses al bienestar de su vástago.

Al comisario Olarte no le quedó otro remedio que estar de acuerdo con la propuesta de Rafael Figueroa sobre la conveniencia de quitar de la circulación a Basilio antes de que otros se encargasen de hacerlo; no podían esperar a la celebración del juicio, como aducía en un principio Olarte, temeroso de que se le escapase su principal testigo de cargo. Muerto no les servía de nada, le había dicho el padre al comisario ante sus iniciales reticencias. Era mejor poner tierra por medio, o todo un océano, quedando a salvo, fuera de España, con posibilidad de retorno para su testificación. Rafael Figueroa se puso en contacto con Camilo Bonilla, quien no tuvo ningún inconveniente en recibirlo y atenderlo durante su estancia en la Gran Manzana.

Así pues, en cuanto tuviera los papeles en orden y se sintiera con fuerzas para hacer el viaje, Basilio Figueroa saldría rumbo a Nueva York; todo con la máxima discreción; nadie tenía que saber de su intención de desaparecer y mucho menos de su destino, de lo contrario le buscarían, ya fuera en Madrid o en el rincón más recóndito del mundo. «El Káiser es consciente de que su testimonio es fundamental para condenarlo, si Basilio Figueroa desaparece, se esfuma la base de la acusación», había apuntado el comisario en su despacho a Rafael Figueroa, el gesto grave, preocupado.

De este modo, la noticia de la pronta marcha de Basilio Figueroa la conocían, además del propio interesado, su padre, el comisario Olarte y dos funcionarios de absoluta confianza que se dedicaron a tramitar el visado para su salida de España. Se convino no darle noticia ni siquiera a la madre porque su falta de prudencia y, sobre todo, su actitud mal disimulada podría delatarla y dar al traste con la solución; ya se enteraría del asunto en su momento; lo importante era salvar la vida de Basilio.