El coche granate se mostraba impecable aparcado en la puerta del número 10 de la plaza del Ángel. Basilio Figueroa se había ocupado de que quedase reluciente para la ocasión. Además había encargado rosas blancas para adornarlo.
Rafael y Antonio permanecían junto al Ford, elegantemente trajeados, observados por una multitud de curiosos a la espera de ver salir a la novia.
Don Escolástico Espinosa, contradiciendo los insistentes deseos de su esposa, no había querido bajar, no le gustaban ese tipo de saraos y mucho menos si no había sido invitado, y no lo había sido.
Mauricio Canales había pasado su última noche de viudo solitario en la casa de su madre, desde donde saldría hacia la iglesia con el fin de poner la oportuna distancia entre los contrayentes.
Donato, el portero, miraba el gentío tal si se tratase de un espectáculo de circo; viendo aquello se reafirmaba en su escepticismo respecto de los tan cacareados beneficios del matrimonio; cada vez estaba más convencido de que el hombre vivía mejor en soledad, sin la compañía, a menudo mezquina y siempre reivindicativa, de una mujer que apenas deja espacio ni para respirar.
Doña Virtudes acababa de salir al rellano, donde, impacientes, la esperaban doña Prudencia Peláez, doña Carmen Frutos y la hija de esta, Carmenchu; después de los correspondientes ditirambos vertidos a la sobria elegancia del traje elegido por doña Virtudes para la ceremonia, incluido el peinado algo más alto de lo normal (demasiado para el gusto de la interesada), las damas se dedicaron a cuchichear en voz baja, acercándose mucho entre ellas, embriagadas en el perfume a lavanda que se había echado con profusión la señora de Figueroa, pendientes y ávidas de ver a la novia aparecer por la puerta, dispuesta para entregarse en sagrado matrimonio.
Mientras, Virtuditas Figueroa permanecía en el salón, asomada al ventanal que daba a la plaza del Ángel, con un nudo en la garganta y a punto de un llanto que le dolía en el pecho. Tragaba saliva intentando contenerse. Toda aquella parafernalia de la boda, el coche, las flores, los trajes, la gente, la expectación por ver a Elena Montejano vestida de blanco, le habían provocado un desasosegante nudo en el estómago. Nadie había reparado en su gesto agrio y desabrido, en sus ojos vidriosos de envidia y disgusto apenas disimulado porque ella tenía que haber sido la novia en aquella boda, era ella quien tendría que haber salido vestida de blanco con una larga cola y un velo de tul y el ramo de rosas blancas en su mano, tal y como siempre había soñado, era a ella a quien debían estar esperando, ella la que, en los Jerónimos, debería caminar del brazo de su padre hacia el altar, ella era la que debía casarse y no otra. Apretaba los puños contra su regazo en una lucha por mantener la dignidad. No quería estar allí, odiaba aquella situación, pero no le quedó más remedio que dominar sus resquemores y amarguras; cuando oyó la voz de su madre que la llamaba desde el rellano, tomó aire, se irguió, cerró los ojos un instante y se dispuso a ser una simple espectadora en una ceremonia en la que ella debía ser la protagonista.
Basilio Figueroa aguardaba en el interior del portal, mirando de vez en cuando por el hueco de la escalera atento a que bajasen. Miró el reloj de pulsera. Pasaban quince minutos de las once. A aquella hora ya debía estar Mauricio en la puerta de la iglesia, con su señora madre y la tía Remedios de custodia. El hijo de los Figueroa consideró que tal vez la novia se lo había pensado mejor y se había decidido a rechazar, aunque fuera en el último momento, casarse con semejante miserable, y a cada minuto que pasaba se regodeaba pensando en la cara que pondría el rastrero juez si Elena se atreviera a dar el paso de no acudir.
En el piso que fue de doña Fermina, permanecían solo cuatro mujeres: la novia, su madre, Juana y Julita, que había pedido ir a la iglesia en el taxi con Marta y la criada para ver salir a su amiga del portal.
La madre se daba los últimos toques en su baño. Juana se vestía con el traje de ir a misa. Las dos amigas se encontraban juntas en la alcoba de Elena: Julia Figueroa con mejor ánimo; arreglada, peinada y maquillada, parecía haber recuperado el brillo de sus ojos además de ese punto de picardía tan propio; Elena Montejano de pie, delante de la luna de su armario, vestida con su traje de novia y el velo de encaje de chantillí sobre la cabeza, se miraba con desolación.
—Dios mío, estoy horrible. Es como si se me hubiera caído un jarro de leche por la cabeza.
Su amiga la admiraba a su lado, sonriente, emocionada.
—De eso nada, estás guapísima, Elena. El vestido te sienta como un guante.
—Pues a mí no me gusta —dijo con una mueca entre despectiva y consternada—. Es tan… simple… Y este velo me tira… y me molesta.
—Serán las horquillas. —Julia se acercó a ella para examinar la sujeción del encaje—. Deja que vea.
Hurgó entre el pelo buscando la causa del agobio.
—Qué envidia me das, chica —dijo Julita mientras lo hacía—, quién pudiera… casarse, tener tu casa y con criada, ser tú la dueña y señora, la que mandas y ordenas. Es todo lo que yo soñaba.
—Lo tendrás, Julita. No desesperes, mujer.
—Y un hombre que caliente tu cama… —Los ojos de Julia se embebecieron en sus pensamientos—. Cada noche…, tenerlo ahí…, abrazarle en invierno cuando haga frío y sentir su calor…, debe de ser algo fantástico.
Elena se estremeció al escuchar esas palabras.
—Tú dirás lo que quieras, Julia, pero yo tengo una cosa aquí. —Se puso la mano en el estómago—. Como una angustia.
—Eso es normal —se calló y le habló en tono confidencial—. Me lo tienes que contar todo. ¿Lo harás? ¿Me lo contarás todo?
—¿Todo, Julia? —inquirió Elena con una mueca de extrañeza—. ¿Cómo quieres que te lo cuente todo?
—Bueno, todo todo…, a lo mejor no, pero esa sensación de sentir que no es pecado hacerlo, y que no importa lo que pase aunque lo hagas muchas veces, y que si te quedas en estado la gente te felicite… Todo eso tiene que ser… —Se mordió el labio inferior con una mueca lastimera—. No me digas que no.
Elena suspiró incómoda. No le gustaba hablar de eso, ni siquiera se había parado a pensar que aquella misma noche Mauricio la tomaría ya sin traba alguna, por derecho, como él le había repetido constantemente en las últimas semanas con unos ojos que parecían comérsela con la mirada y que le repugnaban.
—A mí me da tanto miedo eso…
—Que no, tonta —dijo dándole un golpecito en el hombro con una seguridad de experta—. ¿No te ha dicho nada tu madre de cómo…? ¿Te ha dado algún consejo?
Elena encogió los hombros con gesto desolado mirando su reflejo en el espejo. Le pareció ver un espantajo en vez de una novia.
—Que me deje hacer. —Tragó saliva y bajó los ojos llorosa—. Que él sabrá cómo…
—Pues la verdad es que sí. Ellos saben cómo hacer esas cosas. Es mejor que te confíes a él. —Se acercó un poco más a ella, con los ojillos oscuros y pequeños alzados por la diferencia de altura, más alta Elena—. Y no te preocupes, la primera vez duele un poquito, es como un escozor, como si te pinchasen ahí…, sangrarás un poco, pero nada, no tiene importancia. Depende mucho de si él es muy brusco o si es más delicado, y la verdad yo veo a Mauricio muy delicado. Así que tú tranquila, como dice tu madre, déjate hacer. Ya verás como todo va bien.
Elena escuchaba aturdida las palabras de su amiga. Tenía ganas de llorar, de gritarle a la cara que ya sabía lo que era la primera vez, porque el hombre con quien se iba a casar, y al que ella consideraba tan delicado, la había forzado, y no solo había sentido un escozor, en su recuerdo había quedado un dolor intenso, una profunda puñalada que le quemaba muy dentro y que había convertido sus noches en un infierno de remordimientos y culpas, de eternos insomnios en los que solo se reconfortaba con el recuerdo de Hanno. Eso había sido para ella la primera vez con un hombre, una experiencia horrible que quería olvidar para siempre.
—Vamos a dejarlo, anda —dijo la novia dando un largo suspiro para expulsar esos pensamientos—. No quiero ni pensar en eso.
—Pues te va a encantar —dijo poniéndose la mano en la boca y riendo con picardía—. Ya me lo contarás…
Elena quiso cambiar de conversación. Se atusó el traje, se echó el manto hacia atrás con gesto desabrido y masculló.
—Es que es horrible, ¿no crees?
—A mí no me lo parece. Además, tiene que costar un dineral. El encaje está muy trabajado
—Huele a naftalina —le susurró Elena—, como la vieja.
Esta vez las dos se rieron divertidas.
—Y tú —añadió Elena, mirando a Julita—, ¿qué vas a hacer? ¿Te vas a ir al final a lo del Servicio Social?
—No sé —contestó lacónicamente—. Don Próculo está con la sorna de que me piense lo de meterme a monja.
—¿Y tú qué dices?
Julia alzó los hombros conforme, como si no le importase demasiado su futuro.
—¿Yo? Me da a mí que para monja no sirvo.
—Pues di que no.
—Es que tampoco estoy segura de que no quiera. Si lo piensas: alejarme de todo y de todos, vivir tranquila, sin preocupaciones, sin hijos a los que cuidar… —Su mirada se quedó perdida en una tristeza que esfumó esa máscara festiva que le había puesto el maquillaje y el vestido nuevo—. Únicamente dedicada a rezar. La cosa, vista así, no pinta nada mal.
—Serías una monja nefasta, Julia; sin embargo, estoy segura de que serás una buena madre y una excelente esposa. No le hagas caso a ese Porculo, que tiene razón mi madre, siempre anda con sus manejos para organizarle la vida a los demás.
Se callaron porque en ese momento entró en la habitación Marta, seguida de Juana.
—Yo ya estoy. Hala, vamos, que ya son y media. —Estaba radiante, con un vestido verde de gasa y un tocado de la misma tela del que salía una fina pluma tostada; era uno de los trajes que le había hecho a medida la modista de Moretti y que solo se había puesto una vez en una recepción en la embajada francesa. Se colocó delante del espejo y se miró como si se echase el último vistazo—. Tenemos que darnos prisa o van a pensar que te has arrepentido.
—Pues mira que no me quedan ganas… —masculló Elena con desidia.
Su madre, sorprendida, se volvió hacia ella. La miró en silencio un instante. Elena no le esquivó los ojos, como si le estuviera enviando la última señal de auxilio.
—Julia, Juana, id bajando. Ahora mismo vamos nosotras.
Juana apremió a la pequeña de los Figueroa, que se resistía a marcharse. Cuando se quedaron solas, madre e hija se miraron de hito en hito, indagando una el pensamiento de la otra.
—Elena, hija, quiero que sepas que siempre estaré a tu lado. Pase lo que pase.
—¿Y qué va a pasar, madre? —preguntó con una angustia que le salía de muy dentro.
La madre sintió una punzada en el estómago, una señal de alarma de que había algo que no iba bien y no se había percatado hasta ese instante.
—No lo sé… —acertó a responder Marta con la voz temblorosa.
Elena agarró las manos de su madre y las atrajo hacia sí con gesto suplicante.
—Mamá, yo no quiero a Mauricio, estoy enamorada de Hanno. Es a él a quien quiero y, sin embargo, me voy a casar con un… —calló un instante, pero sus palabras no tenían control y habló casi sin sentir lo que decía, como si fueran palabras dichas por otro a través de su boca—. Él me forzó, madre, Mauricio me obligó en su casa, él… —Y pegó la barbilla al pecho, sin poder remediar el llanto que estropearía su maquillaje.
Marta apretó la mandíbula con un arrebato de impotencia porque en ese momento cayó en la cuenta de que estaba cometiendo un grave error con aquel matrimonio. Fue un latigazo en el corazón, sus latidos acelerados, como si se le hubiera desprendido un velo de la cara y de repente descubriera el drama de su hija con toda su carga. Había estado completamente ciega, lamiendo primero sus propias heridas, encastillada en su piano y en su música, anhelando una existencia distinta sin pararse a pensar en otra cosa que no fuera su propio yo. Desde hacía unos días, su vida había dado un giro tan desconcertante como apasionado. El descubrimiento de su amor por Flavio Tassoni no dejaba de sorprenderla. No había sentido remordimiento alguno por su entrega, ni un solo atisbo de pesadumbre le había pasado por la cabeza; al contrario, anhelaba la hora de encontrarse de nuevo con aquel hombre y entregarse con la misma pasión con la que lo había hecho el jueves y de nuevo el viernes, una pasión desmedidamente tierna, cálida, tan grata que el mundo entero parecía desaparecer bajo sus pies, haciéndola levitar etérea en su realidad. Nada tenía que ver aquella historia con lo sucedido años atrás con Rafael Figueroa, aquello había sido una pasión prohibida enroscada entre los muslos que quedó desvanecida apenas derramó dentro de ella su esencia; nunca le quiso, jamás llegó a sentir amor hacia él, su atracción había sido puramente instintiva, carnal; incluso había llegado a odiarle por la sutil y pertinaz persistencia en hacerla caer de nuevo en sus brazos, y a despreciarse a sí misma porque durante un tiempo tuvo que luchar para reprimir un deseo puramente físico empeñado en imponerse a la razón, un deseo convertido en fuego que la quemaba por dentro y que Antonio nunca fue capaz de aplacar.
—Elena…, hija… —sus palabras balbucidas salían de sus labios secos—, yo… no sabía… Dios santo… Lo siento.
Aquellas palabras desbordaron las emociones. Madre e hija se abrazaron sin pensar en trajes ni manchas, se abrazaron fuerte, intensamente. Marta no dejaba de susurrar un amargo «Lo siento», con la boca agriada por la sensación de abandono en la que había dejado a su hija.
—Madre. —Le salían las palabras entrecortadas por un llanto tan amargo que dolía escucharlo—. No dejes que me case, por favor, no me lleves a la iglesia… No me lleves…
Estuvieron así un rato, hasta que la voz de Antonio las sobresaltó.
—¿Se puede saber qué ocurre aquí? —preguntó contrariado sin ocultar su enfado—. Son menos cuarto. El novio lleva tres cuartos de hora esperando. Esto ya no es correcto. Dejad los llantos y las mojigaterías para después.
—Antonio, no podemos permitir que Elena se case.
—Pero ¿qué dices? ¿Es que te has vuelto loca?
Marta se fue hacia él y le sujetó del brazo.
—Antonio, espera. Tengo que decirte algo importante. Mauricio ha forzado a Elena, la ha obligado a estar con él…
Un silencio incómodo se mantuvo durante unos instantes. Las mujeres le miraban ávidas de una reacción que pudiera resolver aquel desastre. Pero Antonio no reaccionó. Con el rostro impasible, tragó saliva, miró a Elena, cuyo rostro reflejaba una desolación infinita. Luego, miró a Marta.
—Más razón para casarse. Os quiero abajo en un minuto.
Quiso salir, pero Marta tiró de su brazo con toda la fuerza de que fue capaz.
—¡Antonio, no puedes permitirlo!
Él se detuvo y la miró torvo, con ojos fríos, metálicos, apretando con fuerza su mandíbula.
—Si no estáis abajo en un minuto, te aseguro que yo mismo os arrastro de los pelos hasta la iglesia. ¿Me has entendido?
Su gesto, sus palabras, su mirada, la actitud de todo su cuerpo eran tan agresivos que Marta no se atrevió a replicar. Le soltó el brazo. Antonio se dio la vuelta y desapareció.
Las dos mujeres quedaron solas, manteniendo un silencio tenso. Marta se acercó a su hija intentando mostrar una sonrisa que se empeñaba en descolgarse de sus labios.
—Dios mío… —dijo la madre tragándose la rabia—, qué desastre… A ver cómo puedo arreglarte el maquillaje.
Retocó como pudo el destrozo provocado por las lágrimas y a los pocos minutos salieron de la casa.
Basilio Figueroa, que había estado esperanzado hasta el último momento a pesar de que Antonio había dicho que ya bajaban, quedó decepcionado al oír las voces de admiración de las vecinas. Arrojó el cigarro al suelo y pisó con fuerza la colilla canalizando su irritación. Se ajustó el nudo de la corbata, se caló el sombrero y miró hacia arriba para verlas bajar.
Pasaron primero doña Carmen, Carmenchu y doña Prudencia, que iban destilando maravillas sobre la calidad del encaje del velo, propiedad de doña Melchora. Tras ellos salió Marta; Basilio la miró un instante, lo suficiente para comprobar que su rostro no mostraba el brillo de una madre el día de la boda de su hija. La siguió con la mirada hasta la calle.
Elena, algo más rezagada, descendía los escalones despacio. Le vio y se detuvo frente a él. Sus ojos enrojecidos reflejaban una tristeza tan profunda que conmovió al hijo de Figueroa.
—Estás preciosa —le susurró.
Ella esbozó una sonrisa lánguida negando con la cabeza.
—Gracias… Siempre has sabido mentir muy bien…
Él la cogió con suavidad de la barbilla y le dijo con voz muy queda para que no pudieran oírle las vecinas que, desde la puerta, acechaban como buitres a la presa:
—Me tendrás siempre muy cerca, princesa, no lo olvides nunca, tu salvador vive justo a tus pies.
—Elena, ¿quieres hacer el favor de venir de una vez?
La brusquedad de Antonio la sobresaltó a ella, pero Basilio ni siquiera se inmutó.
—No lo olvides, Elenita, solo tienes que dar un taconazo y me convertiré en tu genio de la lámpara maravillosa —le sonrió con franqueza y sus ojos brillaron como un faro de redención.
Otro grito de su padre la arrancó por fin de la seguridad de los ojos de Basilio. Se acomodó en el coche con la ayuda de Julita y de su madre. A su lado, se sentó su padre; delante, ya al volante, girado hacia ella, Rafael Figueroa le dedicó una intensa mirada en la forma que solo un padre puede mirar a una hija a punto de casarse. Basilio Figueroa fue el último en subir al asiento del copiloto. El coche se puso en marcha. Ninguno de los cuatro dijo ni una palabra durante el trayecto. Un silencio ahogado y espeso se respiraba en el pequeño habitáculo.
Rafael frenó lentamente hasta quedar a los pies de la escalinata de piedra de los Jerónimos. Basilio y él bajaron de inmediato. Antonio y Elena permanecieron sentados, inmóviles.
Antonio la miró un instante, pero ella no le correspondió la mirada, los ojos fijos al frente, ausentes.
—Elena…, hija…, yo… —La voz ronca pareció quedar ahogada en ese ambiente irrespirable.
No hubo más palabras. Basilio abrió la puerta de Elena y le tendió la mano desde fuera. Antonio abrió la suya y descendió. Solo entonces Elena le tomó la mano a Basilio y por fin bajó del coche. Al alzar la mirada, vio la escalinata cubierta con una alfombra roja. Su madre le entregó el ramo de lirios blancos; ella lo sujetó con la mano izquierda y con la derecha se agarró del brazo de su padre. Comenzó a subir los escalones, ajena a la multitud de curiosos que, asimismo, se habían agolpado a los lados para observarla. Le parecía estar inmersa en un sueño en el que una extraña fuerza ajena a su voluntad la impulsaba hacia delante. Al entrar al templo, se estremeció. El sonido estridulario, sucio y vacilante de un disco dejó escapar el Ave María, de Haendel. Sintió que todos sus sentidos estallaban en su interior. A la primera que vio fue a Roberta Moretti, sentada en el último banco junto al pasillo central, sola, espléndida con un modelo de París que lucía con exquisita elegancia. Sonrió al verla acercarse con paso lento y, al pasar a su lado, la italiana se arrimó a su oído y le susurró unas palabras que le devolvieron el alma: «Es él quien toca para ti».
Ni siquiera el suave tirón que le dio su padre puedo arrancarle esa placentera sensación que aquella mujer había inoculado en sus entrañas, como la afilada picadura de una serpiente que más que matar le había devuelto la vida. Continuó caminando rumbo al altar, donde atisbó a Mauricio esperándola, erguido, fijos sus ojos en ella; junto a él doña Melchora, con un horrible tocado que le ascendía desde la cabeza como una antorcha. Entonces, cerró los ojos y se dejó guiar por el brazo paterno, mecida por la melodía de Haendel que, en ese preciso instante, a miles de kilómetros de allí, Johann Merkt interpretaba aferrado a su violín, en el pequeño apartamento en el que le habían ubicado al arribar a la Gran Manzana. Había permanecido toda la noche despierto, pensando en la mujer a la que amaba con todo su corazón, volcando en el silencio la terrible amargura que laceraba sus entrañas; cuando en Manhattan empezaba a despuntar el sol del amanecer, Hanno preparó cuidadosamente su violín, y bien sujeto entre el hombro y la barbilla, interpretó aquella composición dedicada a ella, consciente de que, en aquel mismo momento, estaría dirigiéndose hacia el altar a unirse con otro hombre que no era él, liberando su dolor con la melodía de los acordes que ya volaban sin trabas hasta los sentidos de ella.
Mi querida Elena, mi amada Elena, al escribirte me considero el hombre más feliz y a la vez más desgraciado del universo; feliz porque amo a una mujer extraordinaria, sin embargo, me considero desdichado porque el destino perverso me aparta de ella. Desconozco si ese mismo destino que hoy me aleja de tu lado se apiade de mí y escuche alguna vez mi súplica de concederme el beneplácito de volver a unirnos ya para siempre. Mientras este milagro no suceda, yo me consolaré aferrado a la música que se ha convertido en mi canto de amor por ti. Elena, amor mío, cuando vayas del brazo de tu padre, yo estaré tocando la melodía más hermosa que una novia pudiera escuchar. Se me rompe el alma al saber que no seré yo quien te reciba en el altar, pero mis deseos de que alcances la felicidad son tan fuertes, tan sinceros que estoy dispuesto a condenarme a no volver a verte si con ello se cumplieran tus sueños. Si eso no ocurriera, si no consiguieras ser dichosa, quiero que sepas que te esperaré siempre, pase lo que pase, aunque nos separen mares y distancias en apariencia insalvables, nunca me cansaré de esperarte, porque mi amor por ti no tiene cura, y la única forma que tengo de consolarme es mi entrega en cuerpo y alma a la música. Amada mía, el sonido de mi violín será un tributo de amor a ti, una melodía eterna y vívida mantenida gracias a que el recuerdo de tus ojos, grabados de forma indeleble en mi mente, se han convertido en mi único y extraordinario numen. Siempre en mi pensamiento, siempre en mi corazón, tú, amor mío, siempre en mi música. Tu amado eterno, Hanno.
Elena no había podido leer la carta de Hanno hasta los primeros días de septiembre, al regreso de Roberta Moretti, ausente de Madrid todo el mes de agosto. Una vez terminada la ceremonia, en el momento de acercarse a ella para felicitarla, le había susurrado al oído, entre beso y beso, que tenía algo para ella.
Para acudir al encuentro con madame Moretti había tenido que esperar a que doña Melchora y su hermana, Remedios Escamilla, se marcharan de la que se había convertido en su casa y en la que se pasaban toda la mañana, haciéndole compañía, decían, y ya de paso, con el fin de poder ver a su hijo y sobrino, se quedaban a comer. Elena se desesperaba porque aquellas dos mujeres la amedrentaban tanto que no se atrevía ni a cruzar el rellano para ver a su madre, pasando horas bajo la espectral mirada de las hermanas Escamilla, igual que si estuviera vigilada. Por eso, en cuanto salieron por la puerta, se asomó a la ventana, y cuando comprobó que torcían la esquina y desaparecían por fin de su vista, le dijo a Jacinta (la criada que se había incorporado al servicio del recién estrenado matrimonio Canales) que pasaba un momento a ver a su madre; pero en vez de cruzar el rellano se había precipitado sigilosa por las escaleras y había salido a la calle en dirección a la casa de Roberta Moretti.
Le habían temblado las manos al coger la carta cerrada. Sus ojos se habían posado en la letra picuda y elegante escrita con la tinta azul de una pluma: «A Elena», tan solo ponía eso…, «A Elena».
Roberta Moretti la había dejado sola en el salón con el fin de que dispusiera de la necesaria intimidad para leerla. Al quedarse sola, Elena se había sentado en una butaca junto a la ventana. Con cada palabra que leía sentía que se le llenaba el alma, tan vacía y abatida una vez transcurridas las primeras semanas como señora de Mauricio Canales.
La anfitriona regresó al salón cuando ya la tarde empezaba a languidecer. Encontró a Elena sumida en un éxtasis arrobado de felicidad, con la carta pegada a su pecho, como queriendo grabar en su corazón cada letra, cada palabra para poder sobrevivir luego en su amarga soledad de casada, sus ojos embebecidos en el horizonte lejano, más allá del inmenso océano, dibujada una sonrisa serena en sus labios.
Roberta le habló con voz queda evitando sobresaltarla.
—Es tarde, Elena, deberías marcharte. No quisiera que tuvieras problemas con tu marido.
Ella se volvió y su semblante se ensombreció ante la evidencia de tener que regresar a su realidad.
—Sí…, será mejor que me vaya.
—¿Estás bien? —acertó a decir la dama ante la evidente turbación de Elena—. La verdad es que no se puede decir que tengas buen aspecto, Elena, siendo como eres una recién casada.
Ella sonrió lánguida. Suspiró para intentar llenar de aire sus pulmones.
—Estoy bien…, ahora sí… —La miró con gesto plácido—. Señora Moretti…, yo… no sé cómo agradecerle todo esto…
—Ah, no tienes que agradecerme nada. —Se encendió un cigarro—. En el fondo, soy una romántica empedernida. Me gusta que triunfe el amor.
—Pues este no tiene ninguna posibilidad de triunfar. Lo he perdido para siempre.
—¿Eso te dice en la carta, que le has perdido?
Elena negó acariciando el sobre igual que si tuviera la cosa más hermosa entre sus manos.
—Dice que me esperará…
—Eso está bien.
—Se cansará, porque nunca podré liberarme de la prisión en la que estoy encerrada.
Roberta la miró un rato con un gesto complaciente.
—La vida da muchas vueltas, Elena, y si no, dime, ¿quién te iba a decir a ti hace solo un año que estarías casada?
—Eso es a lo que toda mujer debe aspirar, a casarse…
—¿Tú aspirabas a casarte con el hombre con quien te has casado?
Elena negó.
—Nunca sabes cómo puede cambiar tu suerte —continuó Roberta Moretti—. Una mujer debe vivir su vida o se arrepentirá siempre.
—Yo ya no sé cuál es mi vida. No tenía que haberme casado. Fui una cobarde y me equivoqué. —Elena se quedó sorprendida de sus propias palabras. Nunca había verbalizado lo que le estallaba por dentro desde el momento del «Sí quiero»—. Ahora ya no tiene remedio. Nada tiene remedio.
—Elena, en esta vida lo único que no tiene solución es la muerte. Nunca pierdas la esperanza de cambiar el rumbo. Si has tomado el equivocado, tienes dos opciones: continuar en el error o rectificar.
La recién estrenada señora de Canales la miró un rato con un gesto de desolación. Ella no tenía opción, su yerro era para siempre, «Hasta que la muerte os separe», había sentenciado el sacerdote. Y la sentencia había caído sobre ella como la losa de una tumba.
Se levantó, agradeciendo que le hubiera entregado la carta.
—Señora Moretti, si yo…, si pudiera escribirle una carta…, usted… ¿se la haría llegar?
Roberta afirmó condescendiente.
—Pero ten mucho cuidado, Elena, desconozco cómo es tu marido, pero viendo cómo se las gastan los hombres en este país, me puedo imaginar su reacción si supiera que su mujer se cartea con un hombre, aunque ese hombre se halle a más de seis mil kilómetros de aquí. Ellos pueden llevarse a la cama a toda tonta que se deje o a la que puedan pagar, pero tú, fidelidad hasta de pensamiento —calló un instante con gesto taciturno, el codo apoyado en la cintura, la mano en alto pinzado entre sus dedos el cigarro, el hilo de humo blanquecino elevándose hacia el techo en una espiral lenta y retorcida que quedaba difuminada en el aire—. No se puede controlar el pensamiento, es como querer controlar el latir del corazón.
Elena metió la carta en el bolso con la intención de pasar antes por casa de sus padres y dejarla en su alcoba de soltera, junto con el resto de lo escrito por Hanno.
—Otra cosa más, Elena, tu madre no sabe nada de esto, y creo que será mejor que no lo sepa. No estoy segura de que apruebe lo que estoy haciendo, y no querría tener ningún problema con ella.
—Es una pena que mi madre no pueda trabajar con usted… Es usted tan buena…
Roberta acarició con terneza la mejilla arrebolada de Elena.
—Yo no he perdido la esperanza de que vuelva a trabajar para mí algún día. Pero lo que más me preocupa es que el talento y la valía que tu madre destila puedan quedar sepultadas bajo absurdas normas sociales.
La acompañó a la puerta y la despidió con una extraña melancolía. Le fascinaba aquel amor tan puro, tan sincero y a la vez tan imposible. Qué injusta resultaba la vida. Aquellos dos jóvenes de cándida inocencia estaban profundamente enamorados y no se merecían una separación que había de ser definitiva, muy a su pesar; sin embargo, mientras ella pudiera, sería el puente entre aquellas dos almas gemelas, el lazo de ese amor platónico que podía hacer mucho bien y a nadie podía dañar. Al menos, eso era lo que ella pensaba.