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—¡No, no, no…! —Flavio Tassoni interrumpió por enésima vez la ejecución de la pieza de Rajmáninov—. No toca el teclado, lo aporrea igual que si golpease una mesa. No hay sentido de la melodía. —Daba vueltas sobre sí mismo, enojado, como una imagen viva de la desesperación, mientras Marta, las manos sobre sus rodillas, encogida de hombros, sin mirarlo, escuchaba la retahíla de reproches del profesor—. La música es mucho más que una carrera, que unos estudios, es mucho más que interpretar una pieza. La música es como el respirar, hay que sentirla dentro, en el corazón… Y usted es como si careciera de corazón.

Un incómodo silencio se instaló en la estancia, tan pesado que parecía condensar el aire sofocante de la tarde. Flavio Tassoni fijó los ojos en su alumna, encorvada, la cabeza gacha. Llevaba el pelo recogido en un moño que dejaba al descubierto la nuca y una pequeña franja de la espalda. Sintió un estremecimiento olvidado. Tomó aire y suspiró.

—Lo siento, señora Ribas, tal vez me esté excediendo en mi exigencia.

—No lo sienta. —En ese momento levantó la cara y se giró un poco hacia él—. Su exigencia es la adecuada. El problema es mío. No puedo seguir sus clases porque no puedo practicar en casa.

—Usted me dijo que lo hacía a diario.

—Le mentí… No tengo piano.

—¿No tiene piano? —preguntó con gesto desconcertado—. Me dijo que poseía un Steinway.

—Y lo poseo. Pero no tengo acceso a él. Es una historia larga de contar. —Bajó los ojos de nuevo a sus manos, recogidas en sus muslos, una sobre otra.

El profesor se acercó a la ventana y abrió un poco, pero un sol abrasador le obligó a cerrar de nuevo. Le costaba respirar y notaba el sudor correr por su cara y su cuello, ahogado por la corbata, oscura y apretada; se aflojó el nudo y desabrochó el primer botón de la camisa.

—Hace demasiado calor. Será mejor que dejemos la clase por hoy.

Marta levantó los ojos y le miró, desvalida, sin decir nada.

—¿Por qué no me cuenta esa historia? —preguntó él, dejándose caer pesadamente en el sillón.

—No es nada interesante —dijo esbozando una lánguida sonrisa—. Además, es muy posible que a la semana que viene lo recupere y vuelva a tenerlo en mi casa.

—Entonces podrá practicar…

—Sí —agregó ella con un gesto serio—. Será mejor que me vaya.

Se levantó y buscó su bolso. Sacó el dinero de la clase y se lo tendió.

—No tiene que pagarme. No hemos completado la clase.

—Hemos estado casi todo el tiempo…, son más de las cinco…

—No. No ha sido una buena clase por mi parte. No he tenido un buen día. Mañana lo intentaremos de nuevo.

—Mañana pasará igual que hoy. No avanzo porque no practico. Le estoy haciendo perder el tiempo.

—Deje que sea yo quien decida cuándo y cómo perder mi tiempo.

—Señor Tassoni, yo… —Mostró una mueca de tristeza—. La música es para mí una tabla de salvación… No pretendo nada más que salvarme del tedio en el que se ha convertido mi vida.

—Su salvación me parece una buena razón para perder mi tiempo.

Marta le miró un instante en silencio. Luego intentó sonreír sin llegar a conseguirlo.

—Señora Ribas, ¿ha probado alguna vez a componer?

—¿Yo? —preguntó alzando las cejas con sorpresa—. No…, nunca… ¿Cómo iba yo a…?

Flavio Tassoni se levantó y se acercó a la mesa sobre la que tenía las carpetas con las partituras y los pentagramas a medio escribir, emborronados y con tachones. Cogió una de las partituras plagada de correcciones y la colocó sobre el atril; se sentó en la banqueta al tiempo que Marta se apartaba para dejarle sitio, desconcertada.

—Tengo entre manos esta composición y me está volviendo loco. Es algo que tengo aquí. —Se tocó el pecho a la altura del corazón—. Pero no soy capaz de transformarlo en música. Es tan doloroso…

—Nunca pensé que componer fuera doloroso.

Él la miró fijamente, tanto que ella se sintió incómoda, como si hubiera dicho algo inadecuado.

—¿Cree usted en Dios?

Ella asintió aturdida.

—La música, señora Ribas, es la expresión de Dios, es su lenguaje, y la composición es la creación de ese lenguaje. Es necesario escuchar la voz que habla dentro de uno, en el interior, aquí dentro. —Se dio unos golpes en el pecho. Luego se mantuvo en silencio, indeciso—. Creo que ahora soy yo quien la está haciendo perder el tiempo, lo siento…

—No, no… Por favor, continúe. Hace demasiado tiempo que no escucho hablar de la música como usted lo hace; no tengo muchas oportunidades de tener conversaciones como esta, y es tan gratificante escucharle. Es… —Sonrió agradecida—. ¿Cómo explicarlo…?, es como una brisa de aire fresco.

Flavio Tassoni la miró unos segundos en silencio, complacido por las palabras de Marta. Se giró hacia el piano, puso sus manos y sus ojos sobre el teclado y tocó unos acordes, pero se detuvo con un suspiro desesperado.

—Componer también es fracaso, al igual que en la vida, eliges una nota u otra, tomas una decisión y no otra…, y si eliges mal, si tomas la decisión inadecuada, te equivocas y fracasas; sin embargo, si lo haces bien, el triunfo se convierte en realidad y en la música que a lo largo del tiempo interpretarán otros, apareciendo en cada una de las notas ejecutadas, como una llamada divina, el espíritu del compositor, para fundirse con el alma del hacedor de la pieza ejecutada. La mayoría de los músicos interpretan la música con mayor o menor fortuna, pero hay excepciones, genios de la ejecución, que poseen un virtuosismo imposible de explicar por su perfección y su intensidad. —Tocó con rabia contenida el teclado. Luego se detuvo de repente, y quedó encogido, callado, sin moverse, pensativo.

—Entonces —habló ella con voz queda—, ¿por qué le duele componer?

El profesor levantó el rostro y la miró.

—Porque para crear se necesita el alma, y yo, señora Ribas, yo no tengo alma… —enmudeció unos segundos para luego murmurar, como un quejido extraído de muy dentro—. Estalló con ellas…

Un pesado silencio se hizo entre ambos. Ella seguía de pie, él derrotado en la banqueta del piano, encorvado, la mirada perdida en amargos recuerdos. La alumna se removió incómoda, y él salió de su ensimismamiento.

—Lo siento, señora Ribas, estoy abusando de su amabilidad.

—No, no lo hace. —Marta hizo un amago de marcharse, pero no quería hacerlo; aquel hombre había provocado con sus palabras una extraña curiosidad. Había algo en él que le hacía parecer un ser especial, distinto, atrayente, como si aquella mirada gélida, más allá de su rígida actitud y de la frialdad de sus formas, fuera solo un muro tras el que esconder algo, tal vez un pasado oscuro como el suyo propio, arrastrando penas y miserias, igual que ella arrastraba las suyas—. Señor Tassoni…, ¿puedo preguntarle dónde estalló… su alma?, ¿dónde estalló y con quién?

Él la miró con una mueca amarga.

—A diferencia de la suya, esta es una historia corta pero muy triste…, dolorosa…, terriblemente dolorosa.

Su rostro se ensombreció de afligidas evocaciones, se cubrió el rostro con las manos y quedó en un cortante silencio, balanceando su cuerpo en un vaivén apenas percibido ocultando un llanto contenido.

Marta no sabía qué hacer. Indecisa, acercó la mano al hombro del profesor, pero la retiró antes de rozarle siquiera.

—Señor Tassoni…

El profesor se recompuso enseguida como si solo se hubiera dado un instante para dejarse llevar por la desesperación, abandonado a la corriente de la tristeza que corría por sus venas. En ese intento de sobreponerse a la angustia que le desbordaba, buscaba un pañuelo con torpe denuedo en sus bolsillos, quejoso y cohibido. Marta Ribas abrió su bolso y sacó uno blanco con un pequeño bordado, doblado, planchado y almidonado por Juana. Se lo tendió y él lo miró un instante y lo cogió con una sonrisa agradecida.

—Se lo devolveré mañana —dijo afinando la voz, rota todavía por un llanto impertinente.

—No se preocupe, no hay prisa.

—Perdóneme, se lo ruego… Yo…, no acostumbro… Lo siento…

—No se disculpe, señor Tassoni. No tiene por qué hacerlo. Todos tenemos nuestras propias penas, una larga y pesada cadena que a veces nos hace flaquear, a unos más que a otros, pero al final, cada cual tiene lo suyo.

Los ojos del profesor, enrojecidos por las lágrimas, se fijaron en ella.

—No se vaya, señora Ribas, se lo ruego, quédese un rato. Su presencia me consuela.

—No sé si debo…

—Se lo suplico, siéntese, por favor. ¿Le apetece un té helado? —Por primera vez abrió una amplia sonrisa—. Aparte de la música, le aseguro que es lo único que me sale bien.

No esperó respuesta, se levantó e invitó con un gesto suplicante a Marta a que se sentara en el sillón; cuando lo hizo, salió de la estancia y Marta quedó sola, algo tensa, dudando todavía si debía marcharse.

Le oyó trastear con cacharros, y al poco tiempo apareció haciendo equilibrios con una vieja bandeja en las manos, sobre la que llevaba dos vasos de cristal y una tetera de aluminio. La puso sobre la mesa, llenó uno de los vasos y se lo tendió.

—Hace mucho calor, y esto calma la sed.

—Se lo agradezco, señor Tassoni, es usted muy amable.

Se sirvió su vaso y, con él en la mano, se sentó en la banqueta, de espaldas al piano y de frente a Marta.

—Le voy a ser sincero, señora Ribas, no suelo ofrecer halagos con facilidad, pero he de reconocer que toca usted el piano mejor que muchos profesores que se las dan de virtuosos. No es cierto que no tenga corazón, lo tiene y palpita en cada nota, en cada arpegio. Sus dedos se deslizan por el teclado de forma natural, sin apenas pensar, y eso quiere decir que lo que está interpretando le sale de muy dentro, que la música ha pasado a formar parte de su ser, de su latido; la partitura para usted es un simple soporte, una ayuda en general innecesaria, y eso se nota y mucho a la hora de ejecutar la música.

—Va a hacer que me ruborice, señor Tassoni. Le agradezco sus halagos, pero hace un momento me decía todo lo contrario.

—Porque hace un momento no tocaba como usted lo hace. Viene con algo en su mente que le impide la fluidez. Es lo mismo que me ocurre a mí con esta composición. La tengo aquí. —Se llevó una mano al corazón—. Pero me es imposible montarla aquí. —Desplazó la mano a la sien—. Hay algo que lo impide…

—Cuéntemelo —dijo ella sujetando el vaso y sintiendo la frescura del cristal—. Dicen que contar libera las penas de la mente.

El profesor estuvo en silencio un rato, cavilante, mirando el vaso que tenía en sus manos. Bebió un sorbo y, siempre con la mirada baja, comenzó a hablar.

—Yo era feliz. Lo tenía todo: Giovanna, mi adorable esposa, mis dos hijas, Daniela y Giulia, y la música. No podía pedirle más a la vida. Giovanna era violinista. —En ese momento fue como si su mirada, perdida en un grato recuerdo, estuviera contemplando el mismo paraíso—. Tocaba como los ángeles, escucharla era como estar en el cielo. Daniela empezaba a despuntar en violonchelo, parecía una diosa abrazando el instrumento…, era tan hermosa… Giulia, la más pequeña, daba sus primeros pasos en piano. Mi pasión siempre ha sido dirigir, pero sobre todo componer; a los veinticinco años debuté en La Fenice de Venecia; he dirigido en las mejores salas de conciertos del mundo y a los mejores profesores. Cuando Italia se sumó a la causa de Hitler, acababa de empezar una temporada en La Scala de Milán que se presentaba gloriosa —se mantuvo en silencio un rato, sin levantar la vista en ningún momento, como abismado en sus recuerdos—. Aquel día…, aquel día tenía que salir…, no debí dejarlas solas, pero lo hice, tenía que haberme quedado con ellas… Les dije que me esperasen, que no se movieran de casa hasta que yo no regresara, y ellas se quedaron…, se quedaron porque yo se lo dije… Ellas… querían venir conmigo…, pero yo… elegí mal la nota…, la melodía no fue la adecuada… —hablaba entrecortado, conmovido de emoción, pero contenido—. Cuando empezó el bombardeo corrí como un loco por las calles para llegar hasta ellas, corrí todo lo que pude, sorteando las bombas, ajeno a su estallido ensordecedor, esquivando el fuego que calcinaba el aire, sin hacer caso a los avisos de que me protegiera, de que me pusiera a cubierto… Y cuando llegué…, Dios santo… —Sus palabras parecían vertidas a sus labios para caer luego en un ahogado lamento—. Cuando llegué no quedaban nada más que las ruinas de un edificio de cinco plantas, mi vida reducida a un montón de escombros. En mi desesperación me lancé a remover cascote a cascote; voces a mi alrededor intentaban convencerme de que tal vez les hubiera dado tiempo a salir al refugio, de que tal vez estuvieran vivas y a salvo… Pero uno sabe cuándo los suyos ya no están… Lo siente, es una sensación extraña de vacío, de frío, de una soledad inmensa, como si no quedase nadie más en el mundo. Busqué entre los escombros durante horas, apartando piedras. —Abrió las manos lentamente como si se estuviera mirando las palmas—. Me quemé las manos, pero no sentía dolor… Quería sacarlas de allí, encontrar sus cuerpos, abrazarlas por última vez. —Levantó el rostro con los ojos cerrados y tragó saliva. Su gesto era de un dolor intenso, profundo, interior. Suspiró como queriendo liberar su angustia, y de nuevo bajó la cabeza—. Tuvieron que sacarme de allí a la fuerza. Tardaron dos días en encontrarlas. Las niñas sufrieron pocos daños en sus caras…, pero Giovanna…, su rostro estaba desfigurado, un rostro tan bello… —Se hizo un silencio, y al cabo esbozó una amarga sonrisa y por primera vez la miró—. Bajo su cuerpo rescataron el estuche con su violín. Todavía lo conservo. Ella siempre decía que estos instrumentos parecen inmortales, y tenía razón. Sobrevivió a la destrucción más absoluta… —Se llevó el vaso a los labios y bebió un trago—. La verdad, señora Ribas, no sé muy bien por qué le he contado todo esto. No suelo airear mis miserias a cualquiera… Es que…, no sé cómo explicarlo… —Frunció el ceño con padecimiento—. Me duele tanto su recuerdo…

—¿Es por eso por lo que no puede componer?

—Tal vez… —murmuró él con aflicción—. Me faltan las fuerzas. Me siento tan débil desde que no están, tan perdido… Es como si me hubiera invadido una tenaz indolencia que me hace insensible, como si aquellas malditas bombas me hubieran dejado completamente sordo…, despreocupadamente sordo.

Quedaron en silencio. Las campanas de una iglesia cercana llegaron a través del aire colándose por entre los postigos. Marta miró el reloj.

—Será mejor que me vaya. Se está haciendo tarde.

—Sí. Ya le he robado bastante tiempo. —Se levantaron y dejaron los vasos en la bandeja—. Señora Ribas, gracias.

—No tiene nada que agradecerme, lo único que he hecho ha sido escucharle.

—Sus oídos han servido para acorchar en algo mi dolor…, al menos por esta tarde.

Se movieron por el pasillo hacia el recibidor. El aire caliente resultaba irrespirable.

—Señora Ribas, ¿le gustaría asistir a un concierto? Se trata del Concierto para violín, de Chaikovski.

—Ya me gustaría, pero no sé si podré.

—Lo interpreta una pequeña orquesta compuesta en su mayoría por judíos huidos de Polonia. Le aseguro que escucharles supone un placer para los sentidos.

—Hace tanto tiempo que no voy a un concierto.

—Piénselo. Disfrutará de la audición. A esa gente también los salvó la música.

—No sé…

—Es la semana que viene —añadió insistente Tassoni—, el jueves, a las ocho de la tarde. Lleve a su marido si quiere, la entrada solo cuesta cincuenta céntimos.

—Se lo preguntaré, no es muy amigo de conciertos, le aburren soberanamente.

Ya en la puerta, ella en el rellano y él sujetando el pomo con su mano, la otra metida en el bolsillo del pantalón, se sonrieron moderados. Tassoni habló con voz queda.

—Ese concierto es muy especial para mí; era la pieza preferida de Giovanna; interpretaba el solo de violín con tanta pasión que estremecía escucharlo… —Su rostro se ensombreció como si una nube negra le hubiera cubierto el alma—. Fue lo último que la escuché tocar antes de que ellas… —Alzó los ojos y la miró forzando una risa—. Vaya, se lo ruego. Esos músicos necesitan el dinero para rehacer sus vidas; ellos también disponen únicamente de la música para sobrevivir.

—No le prometo nada, señor Tassoni, depende de cómo se encuentre mi marido. Pero si usted sigue interesado en darme las clases, mañana estaré aquí a las cuatro.

—Sea puntual.

—Como siempre —añadió ella—. Buenas tardes.

Durante todo el trayecto, Marta Ribas pensaba en lo que le había contado Flavio Tassoni, el amor que destilaba hacia la música, acompañado en esa pasión por su esposa y sus hijas, a las que había perdido para siempre; ya solo le quedaba la música, la compañera eterna que pase lo que pase nunca abandona, nunca se rinde, nunca se espanta, presente siempre en el corazón. A pesar de su terrible desgracia, sintió un latigazo de envidia de lo que había podido vivir aquel hombre, de aquello de lo que ella carecía, ya que Antonio jamás mostró demasiado interés ni mucho menos entusiasmo por la música; cuando aún reinaba cierta felicidad en sus vidas, le gustaba oírla interpretar al piano, le resultaba excitante, decía alguna vez, desatando su deseo salaz hacia ella; a veces solía bailar al son de las melodías del gramófono; sin embargo, nunca se preocupó por aprender, por entender más allá de lo sentido; lo suyo era el negocio: comprar, vender, conseguir el mejor precio, la mejor pieza o el más valioso objeto, esa había sido su obsesión. Incluso su hija Elena había rechazado aprender a tocar el piano amparándose en el apoyo de Antonio: «Tantas horas de clase van a entontecer a la niña —le había dicho cuando intentó matricularla en el conservatorio al cumplir los siete años—. Es demasiado pequeña para tanto estudio y tanto esfuerzo, déjala jugar, ya aprenderá si quiere cuando sea mayor».

Con el recuerdo de aquellas palabras de Antonio llegó a casa. Eran más de las siete. Se había retrasado demasiado. Juana le salió al paso al oír la puerta.

—Buenas tardes, señora Marta, el señor Antonio ha llegado hace un rato. Está en su alcoba. Le acabo de llevar una infusión y una aspirina. Dice que no se encuentra bien —bajó la voz y se acercó a ella—. No trae buena cara. Si me permite mi opinión, señora, el señor no está bien, se lo digo yo.

—Gracias, Juana. Iré a ver.

Entró despacio a la habitación envuelta en la brumosa penumbra del caluroso atardecer; las cortinas estaban echadas y las contraventanas entornadas. Le vio tendido en la cama, vestido, boca arriba, con la mano en el pecho. Parecía dormido. Pero al acercarse abrió los ojos y la miró.

—¿Dónde estabas? —susurró con voz cansada.

—Llego ahora de clase de piano. ¿Cómo estás?

Él la miró lánguido, abatido. Se removió con un extraño quejido, más que de sufrimiento físico era una tortura que le llegaba de las entrañas.

—Mal. No hay zona de mi cuerpo que no me duela. No he podido encontrar morfina.

Ella se sentó en el borde de la cama y le agarró la mano; la sintió fría y sudorosa. Le habló con calidez, en tono suave y templado para evitar irritarle.

—Antonio, ¿y el dinero que había en la cómoda? Esta mañana no he podido darle a Juana para que haga la compra.

—Lo cogí yo.

—¿Todo? Eran más de mil pesetas.

—¿Desde cuándo tengo que darte explicaciones de lo que hago con el dinero que yo gano? —Su voz era débil, ronca, como si estuviera agotado. Abría los ojos un instante y volvía a cerrarlos como si el simple hecho de mirar resultase un esfuerzo insufrible; cada vez que tragaba saliva, su nuez subía y bajaba bajo la fina piel del cuello.

—Antonio, necesito dinero para darle a Juana, hay que comprar comida. No puedes gastarlo todo en morfina…

—También pago tus dichosas clases…

Ella esquivó los ojos incómoda. La cantidad que le pedía a Antonio por las clases era ridícula comparada con la que realmente pagaba.

—Ya hemos hablado de eso.

—¿Dónde has estado? —preguntó tajante, clavando la mirada en ella.

—Ya te lo he dicho. Vengo de clase.

Antonio sintió un sabor amargo en su boca. Cerró los ojos y sintió el contacto de la mano suave y cálida de Marta. Había salido pronto del juzgado y había ido a buscarla al conservatorio con la intención de invitarla a tomar una limonada, dar un paseo, charlar un rato. Le había comprado un ramo de flores. Ya no recordaba la última vez que habían salido los dos de paseo, y aquella tarde de julio le pareció perfecta para recuperar su sonrisa.

Llegó a la calle San Bernardo pasadas las cinco y media. Subió las escaleras y entró en el recibidor del antiguo palacio de los Bauer. En ese momento, un grupo de chicos y chicas de unos quince años bajaba de los pisos superiores hablando y riendo. Al verle con las flores en la mano, le miraron entre divertidos y expectantes, preguntándose quién sería la afortunada de tan romántico detalle. Sin embargo, Antonio se había sentido ridículo. A su derecha se abría una pequeña ventanilla por la que se veía a una mujer joven que parecía repasar un listado de nombres. Se acercó a ella, procurando esconder el ramo, con poco éxito.

—Perdone, podría decirme si Marta Ribas ha salido ya de la clase de piano.

La mujer levantó la mirada y mostró un gesto sorprendido.

—¿De clase? Ya no hay clases. Como mucho, estará en alguna audición o algún examen.

—Bueno —dijo esbozando un gesto de suficiencia—, mi mujer ya no tiene que examinarse, hace años que terminó la carrera. Viene a clase para perfeccionar, para desentumecer los dedos, como ella dice; de cuatro a seis. Lleva solo unas semanas, tal vez por eso no le suene…

La mujer negó con la cabeza antes de que terminase la frase.

—Le aseguro, caballero, que aquí nadie está dando ni recibiendo clases, y mucho menos de perfeccionamiento. Esto es una escuela, aquí solo reciben enseñanza los alumnos matriculados, y los que están por libre vienen en estas fechas a examinarse.

—Le ruego que lo compruebe en las listas.

La mujer le miró un instante pensativa.

—Me ha dicho que se trata de su esposa.

Él había afirmado.

—¿Su esposa tiene menos de veinticinco años?

Él había negado.

—Pues este curso no hay ninguna alumna que supere esa edad. Así que le puedo asegurar que no está en el conservatorio.

Había salido del conservatorio desconcertado. No obstante, se cruzó de acera y esperó a que dieran las seis. Pensó que tal vez la mujer de la secretaría no sabía lo que le estaba preguntando, que solo tenía noticias de los alumnos oficiales. Así que se dispuso a esperar con las flores cada vez más mustias; y pasaron las seis, y también las seis y cuarto, y Marta no aparecía a pesar de que Antonio deseaba con todo su corazón que lo hiciera, que saliera por esa puerta para poder abrazarla y besarla y darle las flores y mimarla, pero no salió, ella no; lo hicieron otros, a oleadas, chicas y chicos solos o en grupitos, con sus carpetas bajo el brazo o pegadas a su pecho, mezclándose irremediablemente con los vivarachos estudiantes de la Universidad Central que jaleaban a las chicas a su paso con gracia avispada. Durante la hora larga que permaneció de pie, pegado a la fachada de enfrente del edificio del conservatorio, San Bernardo se convirtió en una riada de juventud rebosante de vida y de risas, mientras que Antonio y sus flores se ajaban con el paso de cada minuto sin la presencia de Marta.

Derrotado por la evidencia, con sentimientos encontrados entre la desolación y la incomprensión, había regresado a casa sudoroso y dolorido.

—Me ha dicho Juana que te has tomado una aspirina —añadió Marta tras un incómodo silencio.

—La aspirina no me hace nada. Solo la morfina me hace efecto.

—Antonio, ¿te gustaría ir a un concierto? —le preguntó acariciando suavemente su brazo.

—No estoy para conciertos —susurró con la voz quebrada.

Los silencios parecían estridencias aumentadas por las miradas incisivas de Antonio cada vez que levantaba los párpados.

—Quédate aquí tranquilo, voy a ver si Juana…

Se calló porque Antonio la interrumpió presionándole la mano con fuerza con el fin de retenerla. Su mirada ahora era suplicante, un ruego impetrado.

—No te vayas, no me dejes…

—Está bien, me quedaré un rato a tu lado. Descansa.

De nuevo un mutismo de ojos esquivos, de miradas furtivas en la penumbra cada vez más apagada a medida que la anochecida iba calando las entrañas del día.

—Marta, ¿qué nos ha pasado? —La voz cavernosa de Antonio parecía un hilo lacerado, dolorido.

Ella rehuyó sus ojos.

—Eso mismo me pregunto yo desde hace años, Antonio, qué nos ha pasado…

—Marta, yo te quiero… Tú lo sabes, a pesar de todo…, yo te quiero más que a mi vida. Eres lo único que tengo…, lo único que me queda. —Sus palabras se quebraron y su nuez se movió rápido, tragado el llanto, reprimido a mostrarse.

—Tú también lo eres todo para mí.

—No. —Fue una negativa firme y contundente, seguro de lo que decía—. Tú tienes la música, yo solo te tengo a ti, Marta, solo a ti. No lo olvides nunca.

Ella le acarició la mejilla. Le notó sudoroso. Cuando iba a retirar la mano, él le sujetó la muñeca y tiró de ella para acercarla a su boca. Se besaron, pero cuando Marta intentó incorporarse, Antonio la obligó a tumbarse a su lado. Ella le notó excitado: su respiración acelerada, sus manos palpando su pecho, primero sobre la tela de la blusa, luego buscando con avidez los botones para desabrocharlos, incapaz de esperar, ansioso por llegar a tocar la piel, caricias torpes, codiciosas, palabras lujuriosas susurradas al oído, hirientes, groseras. Marta se dejaba hacer, dócil, incómoda como siempre, despojada de la ropa de forma atropellada, subida la falda a la cintura y arrancada su braga a manotadas, sintiendo sus manos hurgar entre sus muslos, llegar a su sexo, y el peso de su cuerpo sobre ella, las piernas abiertas y su cadera entre ellas, y los intentos incontrolados, sañudos, de penetrar sin conseguirlo, los bufidos inquietos al principio, las arremetidas flácidas, carentes de la firmeza de otros tiempos, y el frescor de los flujos percibidos fuera, en la piel y no en la calidez de dentro; la derrota evidente en la particular batalla, malogrado el intento, deslizado de su cuerpo para quedar tendido de espaldas sobre el lecho, a su lado, sudoroso, humillado, expeliendo el halo del fracaso.

Marta se encogió sobre sí misma, apretó los puños y cerró los ojos como si quisiera desaparecer; percibió una punzada de culpa, porque sin que hubiera podido remediarlo sus pensamientos habían volado a los ojos de otro, al anhelo de otros besos, otra boca en la que volcar la pasión nunca desatada, siempre contenida, jamás participada; y en aquellos frustrados intentos de virilidad mostrados por su marido, por un instante, solo por un instante, tuvo el intenso y claro deseo de encontrarse en los brazos de Flavio Tassoni.