2

Basilio se ajustó el nudo de la corbata delante del espejo y se caló el sombrero inclinando el ala sobre su frente, comprobando que su rostro quedaba lo más oculto posible. Todavía caminaba por la calle con el corazón encogido, echando a cada paso un vistazo por encima de su hombro, temiendo un peligro evidente de los hombres del Káiser. Tras el último vistazo a su propia imagen, salió al pasillo y se topó con su madre.

—Hijo, ¿adónde vas?

—A dar un paseo. Me asfixio aquí metido.

—Por el amor de Dios, hijo mío —dijo juntando las manos en actitud de rogativa—, a ver si te va a pasar algo.

—Ay, madre, no seas agorera, ¿qué me va a pasar? Deja de preocuparte tanto de mí.

Salió rápido. No estaba dispuesto a oír las retahílas que doña Virtudes le daba cada vez que salía a la calle solo. El comisario Olarte le había aconsejado que no se dejase ver en ciertos lugares, y que procurase salir lo menos posible, al menos durante un tiempo, hasta que se olvidasen de él. Pero hacía una espléndida mañana de julio y necesitaba airearse. Un paseo a aquellas horas tempranas no debería ser peligroso para nadie.

Al salir al rellano, vio bajar a Elena. Estuvo a punto de descender corriendo las escaleras para evitar el encuentro con ella. Desde lo ocurrido en aquella funesta fiesta a la que la llevó no habían vuelto a encontrarse a solas. Se sentía tan culpable y avergonzado por todo lo que había sucedido que no tenía el valor para enfrentarse a su mirada. Sin embargo, aquella vez no salió huyendo, se mantuvo quieto, observando cómo descendían aquellas espléndidas pantorrillas.

Ella le vio y se detuvo un instante, indecisa, para iniciar la marcha con paso rápido y firme, sin mirarle y muy erguida, sujetando su bolso con fuerza dispuesta a pasar delante de él sin decirle nada.

Basilio reaccionó a su paso.

—Elena… —Se puso a su lado—, Elena, por favor, espera…

—Tengo prisa.

—Te acompañaré…

—No necesito compañía.

—Quiero hacerlo.

—Pues yo no quiero que me acompañes —dijo Elena desairada, deteniéndose y volviéndose hacia él para dejarle muy claro el rechazo—. No quiero saber nada de ti. En bastantes líos me has metido ya, ¿no crees?

Después de esto, Elena salió a la calle, iniciando la marcha hacia la plaza de Santa Ana.

Basilio la observó mientras se alejaba, oyendo el taconeo y sin poder evitar mirar el balanceo de sus caderas, que parecían movidas por la suavidad de la brisa. Salió tras ella y, cuando le dio alcance, se puso a su lado.

—Elena, quiero pedirte disculpas por todo lo que pasó…

—Ya estás disculpado, Basilio, ahora déjame tranquila.

—Desde que ocurrió…, desde aquel día no hemos podido hablar… Quiero decir, tú y yo…

Ella se detuvo de nuevo y le miró.

—No quiero hablar de lo que pasó. Quiero olvidarlo, ¿entiendes? Para mí fue horrible…, horrible…

Movió la cabeza e inició la marcha; él la siguió.

—Por favor, acéptame un café…, un chocolate… Vamos a La Suiza, sé que te gustan…

—Que no, Basilio, tú y yo no tenemos nada que hablar.

—Ya sabes que no me rindo fácilmente.

Ella le miró unos segundos sin pararse, las manos cruzadas sobre su regazo, con el bolso colgado de su brazo derecho. Él insistió.

—Por favor, Elena. He pasado por un infierno y he vuelto…

—Ah, ¿sí? Pues a mí me llevaste a ese infierno y todavía no he regresado, y me temo que me voy a quedar allí por mucho tiempo gracias a ti. Así que déjame en paz, ¿quieres?

—¿Por qué estás en un infierno? Te vas a casar en pocos días. Las mujeres sois felices cuando estáis a punto de casaros, es vuestro sueño hecho realidad.

—Pues para mí lo que tenía que haber sido un sueño, como tú dices, se ha convertido en una pesadilla.

Continuaron caminando. Desde la ventana del café del Prado los vio pasar Mauricio Canales, que como cada mañana antes de ir al juzgado saboreaba un buen café doble con unas porras recién hechas. Se quedó con el bocado al punto de los labios, paralizado, sin dar crédito a lo que estaba viendo. Ese rufián se iba a enterar de lo que valía un peine. Le había dejado bien claro que no se acercase más a su prometida, se lo tenía prohibido. Los perdió de vista y se quedó pensativo. Estaba rabioso. Se le habían quitado las ganas de comer. Se levantó y dejó el dinero junto a la taza a medio beber para salir precipitadamente a la calle del Prado.

—Elena, tienes que creerme, siento de corazón lo que pasó.

—Tú no tienes corazón.

—No me digas eso…, Elenita.

Ella le miró con reproche sin decir nada,

—Perdona, Elena… Cuando seas una mujer casada, tendré que llamarte doña Elena… O señora de Canales…, uff, cómo suena…

—Pues sí —le espetó ella—, en poco tiempo me voy a convertir en la señora de Canales, y ya te advierto que a Mauricio no le gustaría nada verme contigo. No le gustas.

—Estaría bueno que le gustase… —dijo con mucha sorna—. Ya hemos tenido bastante con un invertido en el edificio… —Basilio mudó el rostro al comprobar el terrible efecto de su ironía—. Lo siento. No soportas ni una broma, mujer…

—Tus bromas suelen ser de muy mal gusto. Y Camilo Bonilla es un buen hombre que siempre se ha portado muy bien conmigo. No como tú, que por tu culpa casi me llevan a la cárcel.

—Está bien, tienes razón. Soy un estúpido. ¿Te tomarás un café conmigo ahora?

—Ya te he dicho que a Mauricio no le gustaría nada verme a tu lado.

—Que le den a ese rancio. No hacemos nada malo.

—Pues no le gustaría, seguro. Y no le llames rancio…

—¿Es que no lo es? Un rancio y un carcamal, eso es lo que es tu futuro maridito.

—¿Y a ti qué te importa cómo sea mi futuro maridito?

—Pues me importa… Y mucho, porque te quiero más de lo que te imaginas, Elena, y si me permites que sea sincero contigo, creo que cometes un gravísimo error casándote con ese trincapiñones.

Ella le miró un instante de reojo, lo suficiente para que Basilio percibiera un quiebro en su resistencia.

—Elena, te lo suplico…, déjame que te explique… Lo necesito; dame la oportunidad de explicarme, al menos de intentar hacerlo. Desde que ocurrió, llevo una pena clavada aquí que no me deja vivir tranquilo.

—Ahora eres tú quien lleva esa pena… ¿Y yo? ¿Cómo crees que me sentí yo cuando me vi allí…, manoseada por ese…?

Basilio pasó su brazo por los hombros y ella lo rechazó de inmediato.

—Ey, ya lo sé…, lo siento, lo siento de veras… Fui un canalla contigo, un imbécil, un miserable, y me arrepentiré toda la vida de lo que te hice, pero no puedo cambiar las cosas. Solo puedo mirar hacia delante e intentar avanzar y luchar para no volver a caer en esa mierda que me llevó al infierno, un infierno al que casi arrastro a la mujer más preciosa de esta ciudad, la más bonita, la más…

—Calla, anda —lo interrumpió Elena—, no te pongas zalamero, que no te creo ni una palabra de lo que dices.

—Pues es la verdad. Pero entiendo que no me creas.

Ella le miró de reojo. Le gustaba su perfil, la nariz perfecta y esa carita de niño bueno que ponía a veces.

—¿Te refieres al polvo blanco que te metías por la nariz? —le preguntó algo más dócil.

Basilio llevaba las manos metidas en los bolsillos. Sus zancadas, mucho más largas que las de Elena, le permitían caminar más pausado que ella. Afirmó a la pregunta de Elena.

—Su color es blanco —respondió frunciendo el ceño—, pero te deja el alma negra. ¿Sabes?, cuando lo aspiraba y entraba por la nariz me hacía sentirme el dueño del mundo. No había nada que se me pusiera por delante, nada, todo era posible. Me sentía valiente, poderoso, capaz de cualquier cosa… Pero sin apenas darte cuenta los jodidos polvos se te van incrustando en el cerebro hasta apoderarse de tu voluntad; y entonces dejas de ser dueño de tu destino, de tus actos, y te conviertes en su esclavo. Te obliga a entregar el tributo a diario, y si no lo haces, te atormenta, te ahoga, te anula… Y no te queda más remedio que buscar la dosis por donde sea y al precio que sea. Cualquier cosa por unos gramos que te permitan continuar respirando…, cualquier cosa, Elena, incluso traicionar a la mujer más dulce que conozco y exponerla a un grave peligro. No tengo perdón por lo que hice…, solo puedo decir lo siento.

Habían llegado al paseo del Prado, caminando bajo los árboles, buscando de manera indeliberada la sombra reflejada por la arboleda, por la que el sol trataba de colarse entre la fronda removida por aire recalentado de la mañana.

—¿Por qué me cuentas todo eso?

—Porque quiero que entiendas que no era yo quien te llevó a esa maldita fiesta, sino mi adicción, esa necesidad de cocaína que me hizo cometer locuras detestables, dignas de un rufián de mala baba, como la de ponerte en peligro, a ti, con lo que yo te quiero, Elena.

Ella le miró y por primera vez le sonrió y le agarró del brazo como lo había hecho otras muchas veces desde que era pequeña. Era consciente de lo mal que lo había pasado. Camilo Bonilla le había contado lo terrible que puede llegar a ser la adicción a la cocaína y lo difícil que resulta desengancharte de ella. No todos lo consiguen, le decía, hay que tener una voluntad de hierro para mantenerse alejado de ese veneno.

Pero aquel gesto cariñoso, carente de malicia, fue observado a lo lejos por Mauricio Canales, que los había seguido hasta Neptuno y que se disponía a tomar un taxi porque llegaba tarde a un juicio importante. Una vez sentado en el interior del vehículo, los siguió con la mirada mientras el taxista avanzaba alejándose de ellos. Se sentía traicionado. El calor le abrasaba el cuello y tuvo que desabrocharse el botón de la camisa para poder respirar con normalidad. «Ya arreglaré yo cuentas con ese cabrón… —dijo entre dientes—, y a la tonta esta… Ya la embridaré yo a esta como se merece, va a saber lo que vale un peine…, jodida estúpida».

—¿Me aceptas el café? —preguntó Basilio.

—Mejor una limonada —contestó Elena—. Hace tanto calor…

—¿Es verdad que tenías prisa, o solo era para espantarme?

Ella le miró sonriendo.

—Tengo que ir a comprar unos hilos.

—Eso puede esperar. Vayamos al Retiro.

Pasearon hasta llegar al quiosco que había frente al estanque y se sentaron en una mesa a la sombra de un árbol. Eran los únicos clientes. Una mujer regordeta y sonriente se les acercó. Pidieron una horchata para él y una limonada para ella.

Basilio le contó la terrible experiencia pasada en el monasterio de Montserrat; aislado del mundo, creyó morirse de desesperación y de ansiedad. Le confesó que tuvo miedo.

—¿Miedo? ¿A qué?

—A todo. A no tener disponible la dosis que te permita seguir viviendo, a darte cuenta de en lo que te has convertido, a la soledad, a que me maten… Pero fíjate, ahora temo menos a la muerte que a una recaída en esa mierda.

—Camilo me contó que eso nunca se llega a superar, que el peligro de recaída siempre está ahí.

Basilio asintió con los ojos fijos en el vaso.

—En eso voy a tener que darle la razón al maricón…

—No hables así, Basilio…

—Lo es, ¿no?

Ella no respondió, cogió su vaso y se lo llevó a los labios.

—Pues eso.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —preguntó Elena.

—No estoy seguro. El comisario Olarte me ha sugerido que no me vendría mal una temporada fuera del país, que no puede asegurarme la protección; y a mí no me parece mala idea. No soporto estar aquí, en esta ciudad me ahogo, y el panorama de mi casa es desolador, no soporto a mi madre ni a mi hermana Virtudes, y la pobre Julia parece un alma en pena… —Chascó la lengua moviendo la cabeza cabizbajo—. Cuando acabe el juicio contra el Káiser me darán todas las facilidades para irme, y seguramente que lo haga.

—¿Y adónde irás?

—A París…, Londres… —Encogió los hombros con una leve sonrisa—. Tal vez a Nueva York… Puede que me encuentre con tu amigo el marica.

Ella volvió a reprocharle con un gesto la forma de referirse a Camilo Bonilla. Él respondió ampliando la risa como si quisiera restarle importancia a lo dicho.

—No sé, cuando llegue el momento decidiré.

—A mí también me gustaría marcharme…, lejos…, muy lejos…

—¿Y qué ibas a hacer con tu maridito, llevártelo en la maleta?

De repente Elena pegó la barbilla al pecho. No quería que se le notasen los ojos llorosos. Pero Basilio se dio cuenta de su aflicción.

—Ey —dijo cogiéndole el mentón para obligarla a levantar la cara—, ¿qué le pasa a mi reina mora? No me gusta verte llorar, ya sabes que lo odio desde que eras una niña.

Pero el llanto le rebosaba incontrolado y su voz quejumbrosa y vacilante se deslizaba por sus labios secos del calor.

—Basilio…, yo también tengo mucho miedo…

Aquellas palabras alertaron a Basilio; se acercó aún más a ella. Se dio cuenta de que había estado hablando todo el rato de él, de su adicción, de sus problemas, de su futuro, sin darse cuenta de que detrás de esas mejillas sonrosadas se vislumbraba un drama.

—¿De qué tienes miedo, Elena? Cuéntamelo. —Puso los codos sobre las rodillas para poder verla más de cerca—. Puedes confiar en mí.

—Es…, es que no quiero casarme…

—Pues no te cases, joder. Dile a tu padre que no quieres.

—No me queda otra opción —agregó con gesto angustiado.

—Tu padre no puede obligarte.

—No se trata de mi padre…, es… —Tragó saliva incómoda.

—¿El juez? Mándale a paseo a ese majadero, Elena, no te cases con él. Te va a hacer una desgraciada. Dentro de diez años estarás cargada de hijos y amargada como mi madre. Tú no te mereces eso.

—Ya te he dicho que no puedo negarme…, él…, él no lo permitiría nunca.

Lo miró con tal desolación que Basilio se dio cuenta de que algo grave había ocurrido.

—No se puede obligar a nadie a casarse, Elena, todavía hay cordura en este país. ¿Qué puede hacerte ese hombre para obligarte? ¿Echar a tu padre del trabajo? Pues que le eche, ya encontrará otra cosa, es solo cuestión de tiempo. Además, ¿quién te ha dicho que va a mantenerle en su puesto una vez conseguido su propósito? Ese hombre es un canalla, ¿es que no te das cuenta? No entierres tu vida con él…

Se calló preocupado por la angustia cada vez más evidente en el rostro de ella, que pugnaba por no gritar lo que le estallaba en su interior.

—¿Qué pasa, Elena? —Tuvo que subir de nuevo su barbilla para poder verle los ojos, que trataba por todos los medios de ocultarle—. ¿Es que te ha hecho algo ese imbécil?

Elena le miró un instante con tanta intensidad que le dio un escalofrío.

—Basilio…, es que él…, él me ha… —Su voz se ahogó en un llanto inconsolable. Posó la frente sobre su hombro con la intención de ocultar el rostro, incapaz de controlar los espasmos del sollozo.

El hijo de los Figueroa le pasó el brazo por el hombro y acariciaba su pelo intentando tranquilizarla.

—Ey, vamos, vamos, no llores. ¿Qué te ha hecho ese hijo de puta? Dímelo, Elena, ¿qué es lo que te ha hecho?

Ella alzó su rostro implorante para mirarle con el llanto retenido solo por un instante, lo suficiente para arrancarle la firme promesa de confidencialidad.

—¿Me juras por lo que más quieras que no se lo dirás a nadie? ¿Me lo juras?

—Te lo juro, Elena. Puedes confiar en mí. Cuéntame, pequeña, dime qué es lo que tanto te aflige.

Volvió al cobijo de su pecho, ocultando de nuevo su cara y habló entre hipidos quejumbrosos.

—Yo tuve la culpa…, no tenía que haber pasado a su casa…

Y sin entrar en detalles, relató a Basilio lo que solo había contado en confesión a don Próculo; lo ocurrido en la alcoba de Mauricio Canales la tarde de San Isidro y las amenazas si lo contaba y, por supuesto, si rechazaba el matrimonio.

—Cabrón, hijo de puta —murmuró apretando la mandíbula y los puños para contener su rabia—. Sabía que era un canalla… Lo sabía. No puedes casarte con ese animal, Elena, tienes que denunciarlo, te ha forzado y eres menor de edad, podría incluso haber cometido un delito.

—Pero es mi prometido…, y no me forzó… Ya te he dicho que yo tuve la culpa, no me obligó a entrar en su casa…

—Pero te engañó diciendo que había alguien más, que no estabais solos.

—Eso no es excusa, porque luego le acompañé a su habitación… Y me quité el vestido…

Su voz se quebró y el llanto volvió a arrasar sus mejillas. Basilio sintió una profunda ternura por esa chica que, a pesar de ser un bombón muy apetecible, sin saber muy bien por qué, siempre había sido algo prohibido para él.

—Vamos, vamos, Elena, deja de llorar, cualquiera que nos vea va a pensar que soy yo el causante de tu llanto.

Estuvieron un rato en silencio, volcando ella su frustración en la pechera de la impecable chaqueta de Basilio, que, indignado, aspiraba el grato y fresco olor del cabello de ella pegado a su barbilla.

Al cabo, Basilio intentó desviar el asunto de la conversación.

—¿Qué ha sido de tu violinista?

—Está bien. También se ha ido… Parece que últimamente a la gente que más quiero os ha dado por marcharos a América…

—¿Ha salido de España?

Ella asintió separándose de su regazo.

—Hace unos días —dijo enjugándose las lágrimas con un pañuelo blanco y almidonado que le había dado Basilio—. Pero no puedo decirte cómo, pondría en peligro a la persona que le ha prestado la ayuda.

La miró con ternura.

—¿Le sigues queriendo?

Ella le miró a su vez, con los ojos arrasados por las lágrimas, el gesto empapado por la desolación. La voz quebrada no apagó la firmeza de sus palabras.

—Con toda mi alma.

—No te cases con ese indeseable, Elenita, no lo hagas. Si quieres, puedo hablar con tu padre…

Ella se irguió asustada, abrió los ojos y se puso muy seria.

—Me has prometido que no se lo dirías a nadie.

—Y lo haré, cumpliré mi promesa, no temas, no lo diré a nadie. Pero no te cases.

Ella volvió a arrugarse en su amargura vertida con Basilio.

—¿Qué remedio me queda? Tú lo has dicho antes, no se pueden cambiar las cosas. Él ya me ha hecho suya. Me lo repite cada día…, que soy suya, de su propiedad… —suspiró cansina—. Mi único consuelo es saber que al menos tendré a mi madre enfrente. No estaré sola. —De repente se irguió como si hubiera despertado de un sueño—. ¿Qué hora es? Es muy tarde. Tengo que marcharme, van a cerrar la mercería.

—Te acompaño.

Lo hizo hasta llegar a la puerta del segundo derecha, caminando unas veces en silencio, y otras hablando poco, sin mencionar lo dicho, ensombrecido el paso, sin apenas rozarse.

—Gracias por escucharme —le dijo Elena con la llave en la mano.

—Gracias a ti por perdonarme y por confiar en mí.

—¿Vendrás a la boda?

—¿Tú quieres que vaya?

—Por favor… —Hubo un silencio de miradas intensas—, ¿vendrás?

Él afirmó con una sonrisa y acarició su mejilla.

—Estaré a tu lado siempre que me necesites.

Elena le dio la espalda, introdujo la llave en la cerradura, abrió y se volvió para despedirse.

Basilio se quedó en el rellano unos segundos, solo. Miró la puerta cerrada por la que había desaparecido Elena, y se volvió a la de enfrente, la que pronto se convertiría en su casa, o mejor dicho, en su infierno, porque Mauricio Canales nunca la haría feliz, con lo fácil que resultaba, nunca conseguiría hacer feliz a Elena Montejano.