Llegó por fin el momento en el que Marta y Antonio Montejano pudieron abandonar el zaquizamí del cuarto para ocupar el segundo derecha, propiedad de Camilo Bonilla, de acuerdo a las últimas voluntades recogidas por la difunta doña Fermina en unas hojas de papel manuscritas.
Los primeros días fueron de mucho trasiego: cambiar muebles de sitio, ordenar estanterías, guardar objetos personales de la familia Bonilla Carrascosa con el fin de conservarlos; organizar libros y ajuar; hacerse de nuevo al espacio, a la luz, a las bañeras, a tener teléfono, a las vistas a la calle, al frescor de los atardeceres en el recién estrenado verano; adecuarse al trato con Juana, distinto del mantenido hasta entonces, no como la criada de doña Fermina y de su hijo, sino como la propia, la de los Montejano; al principio resultó confuso e incómodo por ambas partes, porque quienes se habían convertido en los nuevos señores se movían como extraños por las estancias de la casa sin saber muy bien el lugar a ocupar, mientras que Juana lo hacía con la soltura y espontaneidad de quien conoce cada rincón, el lugar que corresponde a cada cosa, con una forma de actuar y de hacer que arrastraba en el tiempo las costumbres de la que durante años había sido su señora, condicionando la adaptación a los recién llegados.
Transcurridos unos días en su nuevo hogar, Marta Ribas bajó al despacho de Rafael Figueroa con el fin de entregarle la llave del sotabanco y pagarle hasta el último céntimo debido de gastos y alquiler. Una vez saldadas las cuentas, le insistió en la necesidad que tenía de su piano. Él la miró unos segundos y apretó los labios valorativo.
—He hablado con Antonio… y me ha dicho que él no paga el traslado.
—Doña Fermina dejó dinero suficiente para cubrir esos gastos.
—Sí, pero con la obligación de devolverlo. Y Antonio dice que el piano puede esperar, que no estáis ahora para semejante dispendio.
—No es un dispendio, y además, no tendríamos que devolverlo de inmediato. Camilo me dijo que…
—Camilo Bonilla no está, Marta, y soy yo quien administra esa parte de la herencia. Y creo que Antonio tiene razón. Subir el piano al segundo supone un dineral, y en el momento en el que utilicéis el dinero depositado comenzará el plazo para devolverlo.
Marta apretó los puños indignada. Antonio ya se lo había dejado entrever aduciendo que el piano podía esperar un poco, al menos hasta que se recuperasen de los gastos de la boda, el traslado y de la habituación a la nueva casa; incluso había notado cierto reproche derivado del legado de doña Fermina, como si no estuviera muy convencido de que, a la larga, aquel cambio fuera a resultar bueno para ellos. El caso era que se podía pasar sin el piano algo más de tiempo, y más sabiendo que estaba a buen recaudo en casa de Rafael, siempre a mano si ella quisiera tocarlo. Consideraba más que suficiente la asistencia al conservatorio para desentumecer los dedos y desquitarse de su afán por la música. Marta le había mentido sobre el coste y el lugar en el que recibía las clases, convencido de que cada tarde acudía al antiguo palacio de los Bauer de la calle San Bernardo, donde compartía con otros alumnos las clases demandadas, a un precio módico y muy ajustado.
—Rafael, necesito el piano. Quiero que me lo devuelvas.
El notario abrió las manos y gesticuló condescendiente.
—Habla con tu marido. Yo no puedo hacer nada si él no lo autoriza.
Se mantuvo callada un rato, cavilando cómo sortear los obstáculos que, de forma obstinada, intentaba ponerle.
—El piano es mío, no necesito de ninguna autorización para que me lo devuelvas.
—Tal vez tú no, pero yo sí. Y no haré nada al respecto sin el consentimiento de tu marido.
—Escribiré a Camilo.
—Claro, hazlo —dijo tranquilo—. No hay problema. Pero ya te advierto que, diga lo que diga ese mamón, si Antonio no quiere utilizar ese dinero, no hay nada que hacer. Convéncele, seguro que tienes forma de hacerlo.
Marta guardó silencio un rato, valorando qué hacer para recuperar el instrumento. Con lo que había ahorrado y lo que le había dado Roberta, tenía dinero para más de un año de clases. Era cuestión de elegir, si recuperaba su piano, tan solo podría pagar la mitad de las clases del señor Tassoni.
—Está bien —dijo al fin con afectada dignidad—. Yo pagaré el traslado. No es necesario que utilices el dinero que dejó en depósito doña Fermina.
—¿Y de dónde lo vas a sacar? —preguntó Rafael ceñudo—. Ya no trabajas… No me digas que tienes dinero ahorrado.
—No te importa si tengo o no dinero ahorrado.
—A mí no —contestó aparentando desdén—, pero estoy seguro de que a tu marido le interesará mucho saber que dispones de un dinero que él desconoce. Me ha comentado que anda un poco ajustado con los gastos de la boda, además de su medicación…, ya sabes. Necesita la morfina como el respirar.
Ella le miró con despecho. Tragó saliva para intentar no escupir la hiel que le estallaba en la boca.
—Ya. Y tú te encargas de suministrársela, así le tienes bien sujeto, dependiente de ti, como a ti te gusta.
—No digas sandeces, Marta. Algo tendrá que hacer para aliviar esos dolores que le doblan, digo yo… ¿O no? ¿Pretendes que los soporte estoicamente? ¿Que no pueda ir a trabajar? —Ante el silencio de Marta, el notario suspiró—. Si Antonio necesita morfina y yo puedo conseguírsela, lo voy a hacer; te parezca bien a ti o no.
—¿No te ha contado Carlos Torres las consecuencias que puede tener el abuso de la morfina?
—Es un exagerado…, como a él no le duele.
—Y tú qué sabrás —le dijo Marta con reprobación—. Él es el médico.
—Parece que olvidas que tu marido también lo es.
—Muchos médicos se olvidan de lo aprendido cuando son ellos los enfermos —respondió Marta en tono soberbio—. Es peligroso para él; Carlos me lo dejó muy claro, que tuviera cuidado, que debía ser muy prudente…
—¿Y te crees que no lo es? Antonio sabe muy bien lo que hace, no temas tanto por él. Es como si te tomas una aspirina para el dolor de cabeza, o bicarbonato porque te molesta el estómago. No hay nada malo en ello. Son sandeces de galenos engreídos. No hay de qué preocuparse.
Marta suspiró sintiendo la mordedura de la desesperación. De nuevo se veía en la necesidad de suplicar por algo que consideraba suyo. Cambió el tono e intentó una manera distinta de llegar a su objetivo.
—Rafael…, por favor —se llevó la mano al pecho como si le estuviera hablando con el corazón—, necesito el piano.
—Sabes que lo tienes a tu disposición. Puedes pasar a tocarlo siempre que quieras.
—¿Por qué me haces esto? ¿Por qué te empeñas en hacerme la vida tan difícil?
El notario la miró fijamente un rato. Tomó aire y suspiró. Cogió un cigarro y lo encendió; echó el humo por la boca como si estuviera analizando qué decir y cómo hacerlo.
—Eres tú quien te empeñas en escoger siempre el camino más complicado cuando podrías optar por lo más fácil.
—¿Y qué es para ti lo más fácil?
—Bien lo sabes…
—¿Echarme en tus brazos? —Su tono se volvió irónico.
—Bien lo sabes —repitió sin inmutarse, con una voz cavernosa, gruesa, penetrante.
Un silencio abismal los invadió unos instantes, mirándose de hito en hito, cada uno en los ojos del otro, fijos, tensos.
—Dime una cosa, Rafael, ¿dejarías a Virtudes y a tus hijos para estar conmigo? ¿Abandonarías todo cuanto tienes por mí?
Rafael echó el cuerpo hacia adelante, posando los brazos sobre la mesa, acercándose a ella, que permanecía sentada al otro lado.
—Conmigo serías feliz, Marta. Te colmaría de todo lo que tú te mereces.
—¿Me estás diciendo que me convierta en tu querida?
—Quiero que te conviertas en la mujer a quien amar cada día…, cada noche…
—En una puta —añadió zaherida con gélida firmeza—. Eso es lo que pretendes…, convertirme en tu puta, Rafael Figueroa.
El notario, aparentemente impertérrito, guardó silencio unos segundos, analizando las palabras escuchadas. El cigarrillo, pinzado en sus dedos, se consumía lentamente, quemado el tabaco, desprendiendo la vaharada blanquecina retorcida en el aire, alzada ante su rostro, enturbiando la visión de Marta.
Después de un rato, Rafael retiró sus ojos de ella y aplastó el pitillo en el cenicero expeliendo con fuerza el humo de la última calada.
—De todas formas, si pagases el traslado, Antonio va a preguntar de dónde has sacado el dinero.
—No, si tú me ayudas.
—No sé cómo.
—Tú eres el único que puedes convencerlo… Dile que sale de la cuenta de Camilo, y que no hay que devolverlo…, que hay una cláusula en la que no caíste…
—¿Pero tú te crees que tu marido se chupa el dedo?
—Yo qué sé… —espetó con un mal gesto—. Dile lo que quieras, pero devuélveme el piano, Rafael.
—¿Y qué gano yo con el engaño?
La mirada torva de Marta le estremeció, aunque intentó disimularlo.
—Tú siempre quieres ganar…, sea como sea y a costa de quien sea… —Se levantó intentando mantener la dignidad que perdía por cada poro de la piel—. Está bien… Te concedo una sola vez, Rafael, una sola vez a cambio de que me devuelvas el piano.
Él la miraba salaz, taciturno. Suspiró. Tragó saliva. Cerró los ojos como si la lucha interior le estuviera lacerando los sentidos. Su voz pareció escapar de sus labios.
—El sábado…, por la mañana. Aquí, en mi despacho.
—Antonio estará en casa…, ¿qué voy a decirle, que me espere un rato mientras me acuesto con su mejor amigo?
—Ya me encargaré yo de que Antonio esté lejos toda la mañana. —Su mirada era fría, cortante—. El lunes tendrás tu maldito piano en el salón de tu nueva casa.
Marta se dio la vuelta y cerró los ojos un instante, con una angustiosa sensación de derrota que la ahogaba. Salió de la que había sido su alcoba, en la que había pasado una gran parte de su vida…, noches en brazos de Antonio…, abrazos de amor mudo y sometido, volcada su pasión, nunca compartida, sobre ella; no había sido un marido atento en aquellas lides, ofreciendo tan solo acometidas carentes de ternura; en sus brazos se había sentido inútil, un objeto que tomar y dejar cuando el exceso rebosaba desparramado en su interior, presente únicamente el deseo de él, su fogosidad impetuosa y vehemente. Nunca la había acariciado como lo había hecho Rafael aquel verano, y su piel jamás se había erizado en aquella habitación como lo hizo en un recóndito lugar de Galicia en el que, a escondidas, arrebatados de una insensata inconsciencia que anulaba el miedo a ser descubiertos, sintió por primera vez ese estremecimiento extraordinario en su cuerpo de mujer, tan vívido como desconcertante, que le hizo alcanzar un éxtasis imposible de explicar, capaz solo de ser sentido, igual que si por un instante hubiera tocado el cielo, para después descender a la cruel realidad de que el hombre que jadeaba lascivo sobre ella, tan ligero, tan sensual, tan dulce, no era su marido, sino su mejor amigo. Era entonces cuando aquel cuerpo grácil se convertía en plomo pesado y llegaba el momento de la terrible culpa, el sentimiento de haber traicionado, de haber incumplido las normas, apercibida en la condena de no regresar a aquellos brazos…, incumplida la penitencia tres veces más…, y más habrían sido si Antonio, acompañado de Próculo, no hubiera hecho acto de presencia, una presencia que la retornó a la cordura alejándola de aquella concupiscencia desprovista de cualquier atisbo de amor, solo pasión, un arrebato lascivo, incontrolado al principio, que la había impelido hacia él hasta dejarse atrapar en sus besos, en sus caricias, en sus abrazos, el deseo salaz contenido durante tantos años, alerta siempre por su cercanía, por la sutil y constante insistencia del hombre que la había hecho sentir en su cuerpo más de lo que nunca hubiera podido imaginar.
Subió las escaleras pensando en lo que acababa de hacer al abandonarse de nuevo en los brazos de Rafael Figueroa para recuperar su piano, con la duda angustiosa y culpable de si era esa la verdadera razón de aquella decisión que acababa de tomar. La traición a Antonio sería imperdonable. Su marido se encontraba en una situación límite, rescatado del borde de la muerte, con la necesidad de una inyección de morfina para poder levantarse cada mañana, hundido en una profunda tristeza de la que solo saldría si ella estaba a su lado, de eso estaba segura; Antonio la necesitaba para sobrevivir mucho más que a la morfina, se lo había dicho entre lágrimas en algún momento de debilidad en el que el mal humor y los desplantes habían dejado paso al cariño que en el fondo se profesaban. «Le quiero —se decía para sí misma—, es mi marido… No puedo…, no debería hacerle esto…».
Llegó al rellano del segundo y se dirigió a la puerta derecha. En ese momento salió Mauricio Canales, todo emperejilado dispuesto a acudir al juzgado. Se saludaron con cordialidad, pero Marta no tenía ánimo para hablar con él, buscó la llave y se metió en la casa, aquella casa en la que se sentía una intrusa por más días que pasaran, tan llena todavía del olor y de los recuerdos de doña Fermina, de los pasos de Juana, omnipresente en todos los rincones. Su verdadero hogar estaba abajo, entre todos aquellos legajos y documentos que, invasivos, se habían adueñado de su espacio.
Elena salió a su encuentro.
—Mamá, voy a Alcalá, a comprar unos hilos. Tengo que coser el bajo del vestido verde y no hay hilo verde.
—¿Te encargas tú de la compra? A mí no me apetece salir.
—Dice Juana que va ella —se acercó un poco más a su oído y le habló en voz baja—, pero me ha dicho que necesita dinero…
Marta la miró extrañada.
—¿No le ha dado nada papá? Ayer me dijo que lo haría.
—Pues eso me ha dicho.
—Está bien, ahora hablo con ella. Puede que lo haya dejado en la cómoda. Sigue tan despistado en esta casa como yo.
Madre e hija se despidieron. Marta se encerró en su habitación, que no era la misma que la de doña Fermina; la suya, en la que había puesto fin a sus pesares de la mano de una cuerda, habían decidido no ocuparla y que permaneciera cerrada, tal cual quedó después del luctuoso suceso. La suya era la que perteneció en su día el pobre Adolfito antes de partir a la guerra para no volver jamás; no era la más grande, pero daba a la plaza y tenía mucha luz.
Se acercó a la cómoda y abrió el primer cajón. Allí estaba el sobre con el último sueldo que había cobrado Antonio. Lo cogió para comprobar que estaba vacío. Buscó por los demás cajones, pero no había ni rastro de los billetes que dos días antes ella misma había visto dejar allí mismo a Antonio, después de que se lo entregase Mauricio.
Se sentó sobre la cama y descubrió su reflejo en la luna del armario, su armario ropero bajado desde aquel cuchitril en el que había pasado más de tres años de su vida por culpa del hombre al que pretendía entregarse el sábado. Sus labios susurraron quejumbrosos: «¿Qué has hecho…?». Se le llenaron los ojos de lágrimas y se nubló la visión de su propia imagen y de aquella habitación que no sentía suya, igual que la casa, consciente de que a pesar de los documentos firmados, de tener la llave con la que abrir y cerrar, seguía siendo de doña Fermina. Aquel no era su hogar y nunca lo sería… Tal vez el maldito piano, como lo había calificado Rafael, le ayudase a ubicarse de una vez. A esa idea se aferraba como a un clavo ardiendo para justificar su actitud execrable.