4

Marta Ribas llevaba más de un mes recibiendo clases de Flavio Tassoni cuando por fin llegó el momento de la partida tan ansiada por Camilo Bonilla. Elena y ella fueron las únicas que le acompañaron al aeródromo de Barajas. Juana se quedó en la casa envuelta en lágrimas por una despedida que ella sabía definitiva. El aeropuerto sorprendió a Elena Montejano, nada habituada a aquella forma de viajar, al contrario de su madre, a la que vinieron recuerdos de tiempos mejores. Elena había subido alguna vez en avión, pero era tan pequeña y habían pasado tantas cosas y tanto tiempo que había olvidado cualquier evocación de aquello. Lo miraba todo con ingenua admiración: el trajín de la tripulación uniformada, de maleteros yendo y viniendo con maletas, bultos o sombrereras, o pasajeros que, alegres o llorosos, se despedían con abrazos y saludos siempre efusivos para ascender por la escalinata hacia el interior de aquella panza alargada de hierro. Camilo se giró instantes antes de desaparecer y alzó la mano al viento para agitarla con energía, ensombrecida su alegría por lo que allí dejaba, atisbando a lo lejos, en la terraza del edificio del aeródromo, a las dos mujeres que le devolvían el saludo, tímidas y conmovidas, retumbando en su mente las últimas palabras dichas de forma atropellada, cargadas de parabienes y promesas de escribir cartas, incluso de visitarlo si se diera el caso.

Ellas lo vieron desaparecer por la portezuela y, al poco rato, observaron la puesta en marcha de aquel portentoso aparato, el rugido estridente de los motores, su lento avance hasta ponerse en posición y la carrera por la pista tomando velocidad hasta elevarse en una oscilación imposible, despegado del suelo, sin peso aparente, como si fuese una pluma movida al viento, con la respiración mantenida, el corazón palpitando alocado, agarradas la madre y la hija como si pretendieran sostener con su fuerza el empuje del avión en su ascenso, sin perderlo de vista hasta que se desvaneció en el horizonte en un minúsculo punto, como una estrella oscura en pleno día, llevando en su interior la esperanza de libertad y el sueño de alcanzar la felicidad de Camilo Bonilla. Con una primera parada en Lisboa y otra en Azores, en unas horas aterrizaría en la ciudad de los rascacielos, cabarés, bares, restaurantes, teatros y gentes por la calle de día y de noche. Con cierta envidia de algún día poder emular aquel emocionante viaje, recordaba Elena todo lo que el hijo de doña Fermina les había contado sobre aquella ciudad fascinante.

Regresaron a Madrid en el mismo taxi que los había llevado, contratado por Camilo Bonilla y pagado el precio de ida y vuelta antes de su partida.

—¿Cuándo nos cambiaremos a casa de doña Fermina? —preguntó Elena.

—Pronto. Ya hablé con Juana. Yo creo que en esta semana podremos bajarnos.

—Tengo tantas ganas de asomarme a una ventana y ver algo más que un patio oscuro y maloliente, y dormir en una habitación ventilada, y tener espacio para movernos…

—Bueno, en pocas semanas serás la señora de otro piso igual.

—Ya, pero no es lo mismo. —Se agarró al brazo de su madre y posó la cabeza en su hombro mimosa—. Esa será siempre la casa de Mauricio Canales. —Alzó los ojos sin despegar la mejilla del regazo de la madre—. Me pasaré todo el día contigo… Me da tanta tranquilidad tenerte tan cerca.

Su madre no dijo nada, la miró un instante de reojo, acarició su pelo y dejó caer la vista más allá de la ventanilla del coche, contemplando la extensión de los campos y atisbando en el horizonte los primeros edificios que anunciaban la cercanía de la ciudad.

—Es pronto —dijo Marta cuando el taxi enfilaba ya la Castellana—. ¿Quieres que vayamos a ver a Roberta?

Elena la miró y no solo dijo que sí, se lo suplicó. Sabía que Hanno estaba allí todavía. No había podido ir a visitarle porque se lo había prohibido su madre; resultaba peligroso no solo por la seguridad del chico y de ella misma, sabiendo cómo se las gastaba Mauricio, sino porque cualquier indiscreción pondría en un grave aprieto a Roberta; mantener en su casa a un fugado de la justicia era un asunto muy delicado. Su madre había ido alguna que otra vez (como siempre, a escondidas de su marido) con el fin de visitarla, charlar con ella y contarle cosas sobre sus clases de piano con el profesor Tassoni, de ahí que supiera cómo iban las cosas. La documentación necesaria, tramitada a través de la embajada francesa con el fin de sacar al joven músico del país, se había retrasado porque Roberta quería a toda costa impedir que tuviera que pasar por Europa; de acuerdo con el embajador francés, su pretensión era embarcarlo en algún puerto español para que fuera directo a América sin necesidad de bajar del barco hasta su destino. Lo consideraba más seguro.

Madame Moretti había hecho buenas migas con el violinista; fascinada por la calidad y el virtuosismo demostrados en la interpretación, que, a su criterio, alcanzaba una perfección poco frecuente, había hecho algunos contactos con gente de su entera confianza en Manhattan para que se encargasen de que aquel portentoso violinista tuviera la proyección que merecía un talento de tal categoría. Solía deleitarse con la música del joven en las veladas en las que Roberta se quedaba en casa, libre de compromisos, reuniones, comidas o cenas, embelesada, llegando casi hasta la emoción al escuchar los arpegios y las armonías que parecían salir a través de los dedos, las manos, los brazos y el cuerpo entero de aquel muchacho, que tocaba únicamente para ella, siempre en solitario, porque cuando había alguna visita, cualquiera que fuese, el joven violinista (fugado de la justicia) se encerraba en su habitación y no hacía ningún ruido, escondida su presencia de la vista de cualquier extraño.

—Está bien, está bien… —interrumpió Marta la insistencia de su hija a la propuesta ya aceptada—. No estoy segura de que Roberta esté en casa, puede que haya salido, pero nos pasaremos a ver si la encontramos —calló unos segundos y, con la intención de contener el exceso de entusiasmo mostrado por su hija, alzó la mano en una evidente advertencia—: Pero, Elena, no te olvides de que estás comprometida.

Aquellas palabras cayeron sobre la hija como un jarro de agua helada que le congeló la sonrisa. Su compromiso pululaba en su día a día como un cáncer cuyos efectos desastrosos tan solo ella parecía columbrar. No quería pensarlo; sin embargo, el momento de la boda se acercaba irremediablemente. Doña Melchora ya había resuelto el tema de la iglesia y el sacerdote celebrante, las amonestaciones matrimoniales estaban en marcha y, en cuanto al banquete, al final se había decidido (por supuesto, sin contar con ella) reducirlo a una comida familiar en un restaurante no lejos de los Jerónimos. La fecha señalada, salvo contratiempos de última hora, se había fijado para el 28 de julio, y los recién casados partirían el mismo día de viaje de novios en un tren que los llevaría a San Sebastián con el fin de pasar una semana en el hotel Londres, al pie de La Concha. Desde lo que pasó en la habitación de Mauricio el día de San Isidro, Elena apenas se asomaba a la ventana de su casa; al hacerlo, sentía que le faltaba el aire con solo atisbar las cortinas que cubrían la alcoba de Mauricio Canales y recordar el momento amargo en que aquel hombre le arrancó la dignidad. Al día siguiente del percance, a primera hora de la mañana, tras una noche de llanto y rabia reprimida que a duras penas había conseguido disimular ante sus padres, se había hincado de rodillas en el confesionario atisbando al otro lado de la rejilla de madera el perfil del rostro inclinado de don Próculo.

Entre sollozos, con una angustia que le salía del corazón, le fue contando lo sucedido. Sin embargo, para su sorpresa y desesperación, la reacción de don Próculo no fue la que ella pensaba. «¿Cómo se te ocurre entrar en su casa, y peor, en qué cabeza cabe acceder a su alcoba, cómo has podido ser tan incauta, Elena? Me sorprende tu imprudencia. Mauricio es tu prometido y has de guardar las formas y las distancias casi más que con un extraño. La cercanía, el contacto, aunque solo se dé un beso casto y limpio, un abrazo inocente, no es óbice para que un hombre tenga las pasiones propias de su género, hija mía… Ahora el mal ya está hecho, veremos a ver la manera de recomponerlo. Mal ha actuado él, es cierto, no debía…, su actitud ímproba merece un severo castigo, pero debemos valorar también otras cosas: la ayuda, a todas luces inconmensurable, que te ha brindado con otra de tus… imprudencias —dijo la palabra con saña y enfado—, que te podía haber costado muy cara, hijita, pero que muy cara…, ha de ser motivo de encomio por su parte; el haber proporcionado un trabajo estable a tu padre, con el que está sacando adelante su casa y su dignidad, también hay que ponérselo en su haber. Si valoramos todo eso y lo ponemos en una balanza, siempre con la cabeza fría, que es como tenías que haber tenido tú la tuya y no llena de chorlitos —le había inferido con cierto encono—, hay que pensar que Mauricio, como tu prometido que es y dentro de lo malo, tan solo se ha adelantado a tomar algo que por derecho le pertenece. Pero esto no se ha de repetir hasta que estéis unidos por Dios y por la Iglesia, ¿me has oído?».

Le había oído. Claro que le había oído. La angustia se había convertido en un dolor agudo en el pecho al haber creído, necia ella, que el sacerdote, como Argos de la moral y adalid de la justicia divina, y una vez descubierta la verdadera naturaleza que ocultaba aquel miserable, la ayudaría a arrancarse su yugo amenazante y la libraría de aquel compromiso.

Después de la confesión con don Próculo y las amenazas veladas de Mauricio, no lo contó a nadie más. En las noches de largo y corrosivo insomnio que siguieron a aquella tarde infame, había terminado por asumir que fue ella la única culpable de lo sucedido por haber entrado en la casa y luego en la habitación de Mauricio; era ella quien había provocado lo que al final sucedió. A pesar de que Mauricio Canales lo había intentado en varias ocasiones, no había vuelto a ocurrir porque Elena, ya avisada, evitaba por todos los medios quedarse a solas con él en lugares donde pudiera darse ese peligro. De este modo, los días transcurrían en un sinvivir por esquivar la compañía del que se iba a convertir en su marido. No obstante, los sábados no le quedaba más remedio que salir con él de paseo, a comer en algún restaurante del centro, o al cine, momento en el que Mauricio aprovechaba para meterle mano todo cuanto podía, la humedad de sus babas buscando su boca, oyendo su respiración acelerada, con la vergüenza y desazón que le provocaba el que pudiera descubrirlos el acomodador.

Los domingos, después de la misa, debía acudir a la comida familiar en casa de doña Melchora, donde el ambiente era tan poco acogedor hacia ella que no abría la boca si no era para llevarse la cuchara a los labios, recibiendo de la familia Canales Escamilla reprensiones continuas sobre su manera de comer, de sentarse, de coger los cubiertos, de colocar los codos en la mesa, de su peinado, de su ropa, de su aspecto… Salía de aquella casa con dolor de cabeza, aturdida y avasallada en su ya escaso pundonor. Poco cambiaban las cosas cuando estaba a solas con Mauricio; ella hablaba poco y sonreía menos, pero él no callaba, garlando sobre temas que no la interesaban, a lo que ella respondía aparentando escuchar con atención, puestos sus pensamientos en otra parte. Alguna vez la había pillado en la distracción y le había recriminado su despiste, que, según él, rayaba la mala educación. «Procura prestar atención a lo que te digo, Elena, ya sabes que detesto repetir las cosas. Corrige ese despiste tuyo y sé más diligente; de lo contrario, me veré obligado a enseñarte, y te aseguro que no tengo ni pizca de paciencia para la enseñanza». Sin embargo, el tema que más la agobiaba era cuando hacía referencia a lo ocurrido en su habitación, en su cama. Le restaba importancia. «El asunto —así lo llamaba él— quedará entre nosotros; no tienes de qué preocuparte. Tu virtud está a salvo conmigo». Elena le miraba despechada y con ganas de abofetearle, pero nunca abría la boca, siempre callada, silenciosa, sumisa, como a él le gustaba que se comportase.

Su madre ni siquiera sospechaba qué clase de hombre era aquel con quien la habían comprometido. Al contrario, en una estrategia perfectamente urdida por Mauricio Canales y secundada por don Próculo, trataba a Marta y Antonio con una deferencia fuera de lo normal, excedida y a veces histriónica; esa actitud fingida parecía haber aojado a los padres de Elena, que parecían ver todo ventajas en aquel matrimonio, sobre todo tras el incidente con la policía y el lío con Basilio Figueroa; la boda y Mauricio Canales como un medio para protegerla, sin darse cuenta de que la estaban arrojando a un peligroso precipicio. Muy bien sabía ella que no era Mauricio así de natural, consciente de que las cosas cambiarían en el momento en el que quedasen unidos en santo matrimonio ante Dios y ante la Iglesia, indisoluble, hasta que la muerte los separase, convirtiéndose el mismo hombre que la había forzado en su dueño y señor absoluto.

¿Qué sería de su vida el día después de la boda? Era la pregunta que se hacía Elena cuando sus padres comentaban y alababan las lindezas de Mauricio Canales. Ella callaba resignada y obediente.

Madre e hija bajaron del taxi en la esquina de Fernando el Santo con la Castellana y se adentraron en el portal. El portero saludó solícito y abrió el acceso al ascensor. El corazón de Elena botaba en su pecho, emocionada ante la idea de volver a ver a Hanno. El recuerdo del último encuentro en el almacén de Casa Rufino era lo único que mantenía su ánimo; aquellos abrazos evocados acorchaban el rechazo que sentía cuando Mauricio se acercaba a ella, los besos dulces de su verdadero amor borraban las babas pegadas a su piel en la penumbra centelleante de la butaca del cine o de algún rincón oscuro en el que, a veces, Mauricio conseguía acorralarla para sobarla con la impericia de un principiante y con la codicia salaz de lo que consideraba suyo.

Elena pegó la barbilla al pecho para que su madre no percibiera su nerviosismo mientras se elevaban hasta alcanzar el último piso.

Roberta Moretti las recibió con regocijo; siempre lo hacía con Marta Ribas Cerquetti. Le agradaba la compañía de aquella mujer a la que consideraba poseedora de extraordinarias aptitudes penosamente soterradas en los repulgos de una sociedad gazmoña y farisea que limitaba sus posibilidades y expectativas.

—Así que tú eres Elena —le dijo Roberta cuando Marta le presentó a su hija—. Tenía ganas de conocerte. Tu madre me ha hablado tanto de ti…

—Yo también tenía muchas ganas de conocerla, señora Moretti…

—Llámame Roberta, por favor. Pasad. Estaba a punto de marcharme, pero retrasaré la cita.

—No queremos molestarte, Roberta —dijo Marta Ribas.

—No te preocupes, estoy segura de que a Pablo Zabaleta no le importará esperar un rato, y más si le digo que eres tú precisamente la causa de la espera; no sabes la pasión que has levantado en él, cada vez que hablamos me pregunta por ti. —Hizo un gesto con la mano para que avanzasen por el ancho y luminoso pasillo—. Pasad al salón. Marta, ya conoces el camino. Hago una llamada y me reúno enseguida con vosotras.

Johann Merkt permanecía en su cuarto leyendo un libro cuando la voz, perfectamente conocida, le sobresaltó. Era ella. Se puso en pie y se acercó a la puerta pegando la oreja a la madera sin atreverse a abrir; pero cuando oyó el taconeo conocido de madame Moretti, abrió despacio y se asomó. Ella le vio y le dedicó una sonrisa complaciente. Se acercó a él y le susurró.

—Ahora le digo que venga a verte. Espera un momento.

Hanno volvió a cerrar. El corazón le latía con tanta fuerza que se puso la mano en el corazón como si quisiera evitar que se le saliera del pecho. Roberta Moretti conocía sus sentimientos hacia Elena; Hanno se lo había contado con pelos y señales: desde el momento en el que la vio por primera vez en Atocha, con un saquito de carbón, hasta el caudal de sentimientos que aquella chica había provocado en su interior. También le contó lo que había oído de su compromiso, de su inminente boda y la desolación padecida por no poder llevársela con él; pero sobre todo no alcanzaba a entender por qué no le había dicho nada de esa relación. Estaba convencido de que había algo que le impedía contárselo, y había sido Roberta quien le había aclarado esas dudas. «Elena no quiere a ese hombre —le había dicho—; la casan con él porque es un buen partido. La necesidad hace que a veces se tomen decisiones que, si bien en principio pueden resolver un problema, a la larga pueden resultar un grave error. Yo estoy convencida de que no es una buena solución, y así se lo he dicho a su madre, pero me temo que la decisión está tomada y que poco se puede hacer al respecto». Aquellas palabras habían dejado más afligido a Hanno, le pesaba tanto marcharse y dejarla en manos de aquel hombre del que no sabía nada pero que nunca podría hacerla tan feliz como él estaba dispuesto a hacerlo si pudiera tenerla a su lado. Amaba profundamente a Elena Montejano y se le rompía el corazón por no poder acercarse a ella, obligado indefectiblemente a renunciar a su amor, a su compañía.

Ante la repentina expectativa de poder hablar con ella, se sentía eufórico, tanto que empezó a dar vueltas a la amplia habitación, inquieto, tomando aire e intentando recuperar la calma que perdía a raudales con sus pensamientos sobre Elena; hasta que de repente se vio en el espejo colgado en una de las paredes, junto al armario, y empezó a atusarse, a colocarse la camisa, buscó la chaqueta y se la puso, pero tenía calor y volvió a quitársela. Lustró sus zapatos restregando la puntera en sus pantalones, echó agua en el lavabo y se lavó las manos y la cara. Cuando estaba secándose con una toalla blanca que olía a lavanda, oyó dos toques en la puerta. Se precipitó a abrir y, entonces, se encontraron frente a frente, los dos mirándose de hito en hito un buen rato, sonrientes, embebido el uno en los ojos del otro, hasta que ella dio un paso hacia el interior y sin saber muy bien cómo se sintieron enlazados en un apasionado abrazo que los hacía levitar, los ojos cerrados, sintiendo el contacto de sus cuerpos, sus formas y los pálpitos de sus corazones unidos como si se tratase de una máquina perfectamente acoplada. Al amparo de la soledad de la alcoba, sin nadie que pudiera reprimir sus naturales impulsos, se besaron con prisas, bebiendo los labios del otro, en silencios quebrados de nombres susurrados… Elena…, Hanno… Pasó un rato intenso hasta que de nuevo sus ojos se miraron.

—¿Cómo estás? —preguntó él cogiéndole la cara con las dos manos como si estuviera sosteniendo el mismo universo.

—Bien… —contestó ella sin poder reprimir las lágrimas rebosando en sus ojos—. ¿Y tú?

Asintió sonriendo, enternecido de mirarla, de tenerla, de poder acariciarla.

—¿Sabes algo del señor Rufino y de doña Paula? —preguntó él, alterando un instante su ceño—. ¿Sabes si han tenido algún problema?

Ella negó.

—Sé que estuvieron unos policías haciendo preguntas, y que registraron el local de arriba abajo, pero, como no encontraron nada, se marcharon. Están bien. Pendientes de ti, aunque a nadie le he dicho dónde estás. Solo saben que estás bien. Eso les basta.

—Gracias… Nunca me hubiera perdonado si por ayudarme los hubiera metido en un lío; han sido tan buenos conmigo… —Acariciaba las mejillas de Elena como si estuviera memorizando cada uno de los poros de su piel—. Y tú…, ¿cómo estás?

—Estaré mejor cuando sepa que no corres peligro. Tengo tanto miedo de que te pase algo… —Se abrazó a él apretándole contra su cuerpo tan fuerte como pudo—. Promete que me escribirás. —Volvió a mirarle—. Prométeme que me contarás todo lo que veas en Manhattan. Esta mañana hemos acompañado al aeropuerto a un vecino que también se va a vivir allí. Habla maravillas de esa ciudad, dice que es mucho mejor y más bonita y más grande que lo que se ve en el cine.

Hanno no decía nada, la miraba con la avidez y el anhelo del que sabe que tiene poco tiempo para contemplar lo que le es amado, aquello que le resulta tan bello que lo estaría admirando sin descanso toda la vida, a sabiendas de que aquella imagen que estaban recogiendo sus ojos, almacenada en su memoria, sería lo único que le haría sobrevivir allá donde fuere y cualquiera que fuera su incierto destino.

—¿Lo harás? —insistió ella—. ¿Me escribirás?

—Elena… Sé que te vas a casar pronto…

Bajó los ojos de inmediato, avergonzada, se soltó de sus brazos. Pero él cogió su barbilla y alzó su cara.

—Elena, ¿tú me amas?

Ella le miró y, con las palabras ahogadas en su garganta, le contestó que con toda su alma.

—Entonces te esperaré siempre. No lo olvides. Te estaré esperando.