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La firma del documento notarial en el que el heredero de doña Fermina hacía efectiva la cesión del uso y disfrute de la casa a Marta Ribas Cerquetti, en cumplimiento de la voluntad de su difunta madre plasmada en testamento hológrafo, no estuvo exenta de problemas y discusiones. Rafael Figueroa puso todas las pegas a su alcance para que dicha firma no se llevara a efecto, en un intento desesperado de que no se produjera el cambio de casa, empeño que resultó inútil, ya que la protocolización judicial del testamento hológrafo de doña Fermina se resolvió con celeridad, gracias a la diligencia, desplegada siempre para ciertas cosas de su interés, mostrada por Mauricio Canales, que, asimismo, agilizó el certificado que acreditaba el fallecimiento del hijo mayor de la difunta. El interés del juez se remitía a las prisas por alejar cuanto antes de su vista a aquel invertido al que no soportaba ni como vecino ni como persona, y ajustar a la familia de su prometida a una categoría más acorde con la propia, aunque solo fuera en apariencia.

Rafael Figueroa no tuvo más remedio que ceder y preparar el documento, después de que Camilo Bonilla le amenazase con marcharse a otra notaría, ante las múltiples trabas y aplazamientos absurdos planteados para la formalización de la cesión del uso de la vivienda.

Pero no solo fue el notario quien puso piedras en el camino de la voluntad de doña Fermina para que Marta Ribas y su familia ocupasen su casa. El propio Antonio Montejano mostró sus reticencias, seguidas de un enfado rayano en lo esperpéntico, justo en el momento mismo de la firma. Los dolores le amargaban la existencia y el exceso de trabajo le agotaba por lo intenso y por lo injusto, al verse obligado a pasar a diario más de diez horas transcribiendo actas, copiando declaraciones, revisando sentencias y autos, organizando citaciones y otras muchas bagatelas judiciales mientras que los compañeros de juzgado charlaban animosos, se tomaban «unos minutos» de descanso que duraban una hora, dedicaban buena parte de la mañana a leer la prensa para después entablar debate de opinión sobre sus contenidos y noticias, sin que Antonio Montejano pudiera ni siquiera levantar la cabeza porque en su mesa se acumulaba el trabajo.

Para empeorar aún más las cosas, Carlos Torres le había limitado el consumo de morfina, límite al que hacía caso omiso, llevándole a buscar la dosis al precio que fuera; además, solía acompañarla, o bien suplirla en su caso, con chupitos de orujo que bebía cada cierto tiempo de una petaca antigua de piel labrada, regalo de Marta por algún cumpleaños pasado, que guardaba en el primer cajón de su escritorio. Nadie se dirigía a él si no era para darle o dejarle trabajo; tampoco él quería relación con esa jarana de vagos recalcitrantes que, en cuanto podían, se escaqueaban de sus obligaciones. Todos en el juzgado le miraban mal porque su entrada había supuesto el fulminante e inesperado despido de don Urbicio Fresneda, un soltero empedernido que ya pasaba el medio siglo y que había entrado en el juzgado de ujier a la edad de doce años, ascendiendo, poco a poco, por su buen hacer y su dedicación a sus menesteres, hasta ocupar, una vez finalizada la guerra y como gratificación a la causa nacional, el puesto de administrativo, o chico para todo, como él decía para sí. Se había creado don Urbicio fama de bueno y dispuesto, siempre con una sonrisa en los labios, sereno de temperamento, sus escritos eran impecables, tanto los mecanografiados, que no tenían ni una sola mácula, como los manuscritos realizados con letra aterciopelada, que parecía pintada en vez de escrita y legible a los ojos de cualquiera. El día que don Mauricio Canales le llamó a su despacho y le anunció que ya era hora de que empezase a tener vida más allá de las cuatro paredes del juzgado y le entregó un sobre con dos mil pesetas como finiquito de su contrato, Urbicio Fresneda no tuvo arreos para decir nada, se calló sumiso, agradeció al juez las atenciones recibidas y se marchó con los ojos llorosos sin apenas despedirse sino de quienes con él se cruzaron en su corto camino al destierro. Al cabo de tres días, apareció Antonio Montejano y todos entendieron que el despido de Urbicio Fresneda había sido causado por un enchufado, que para más inri, iba a ser el suegro del juez instructor: el yerno colocando al suegro. Pronto corrieron por todos los departamentos del edificio los chascarrillos malintencionados señalando a Antonio Montejano como el Enchufao, recomendado y protegido, y para contrarrestar tamaña arbitrariedad, se confabularon todos con el fin de no hacer la vida cómoda ni fácil al prosaico ínclito.

Estas circunstancias, unidas a otras muchas, agriaron aún más el carácter de Antonio hasta resultar insoportable; siempre de mal humor, huraño, ceñudo y cerril sin causa ni razón. Apenas se le veía sonreír si no era con unas copas de más, sonrisa beoda y adulterada, y su conversación se redujo a frases cortas y despectivas. Cualquier cosa podía molestarle, y eso fue lo que ocurrió en la notaría el día en el que se procedía a dar validez oficial y pública a la entrega del uso de la casa de la señora Fermina.

Camilo Bonilla se había sentado frente a Antonio Montejano. Presidiendo la mesa ovalada de caoba, Rafael Figueroa leía el documento deprisa, con desgana, sin apenas vocalizar. Marta Ribas permanecía al otro lado, más alejada, sentada frente al notario; junto a ella, Eutimio Granados, de pie, a la espera de la firma del documento.

—¿Estáis de acuerdo con los términos aquí referidos?

Antonio y Camilo asintieron a la pregunta del notario.

—Entonces, procedamos… Eutimio, por favor.

Eutimio Granados se acercó al notario, cogió la carpeta que contenía el papel y lo colocó frente a Camilo Bonilla, tendiéndole asimismo una pluma; el hijo de doña Fermina suspiró satisfecho, miró a Marta sonriente y estampó su rúbrica con energía en el trazo, como si con ello desatase un poco más el yugo que le apretaba el cuello. Después, el oficial cogió de nuevo el documento y lo llevó hacia Antonio, pero antes de dejarlo delante de él, Rafael le detuvo con un gesto adusto.

—Eutimio…, primero ella. —Hizo una seña hacia Marta.

—Tendré que firmar yo —reclamó Antonio Montejano desabrido.

—Es ella la beneficiaria del derecho de usufructo, Antonio. Tú solo autorizas su firma.

Eutimio retiró los papeles y se acercó hasta donde estaba Marta Ribas, los colocó delante de ella y le tendió la pluma.

Marta miró primero a Rafael, que seguía serio y ceñudo, luego a Camilo, que se mostraba ufano y contento, y por último a su marido, el único que no la miraba.

—¿Firmo? —preguntó indecisa.

Antonio Montejano la miró y contestó despectivo.

—Firma, mujer, firma. Que no puedo perder todo el día.

Marta Ribas estampó su rúbrica y entonces sí que la llevó delante del esposo, ya ofendido. Rafael le señaló el lugar en el que debía reforzar la firma de Marta.

—Así que, mi querido Camilo, la casa se la dejas a ella —dijo Antonio con sorna.

—Yo no dejo nada, Antonio, fue mi madre. Cumplo su voluntad.

Antonio Montejano se levantó y dijo que tenía que marcharse al juzgado. Eutimio Granados salió con él.

—¿Cuándo os pensáis cambiar? —preguntó el notario dirigiéndose a Marta.

—Camilo se va el lunes. En cuanto sea posible.

—Habla con Juana —dijo Camilo, levantándose, dispuesto a marcharse—. Está deseando que yo desaparezca para que entres en casa.

—No digas eso —replicó Marta con una sonrisa—. Esa mujer te adora, y tú lo sabes. Lo va a pasar muy mal cuando te vayas.

Camilo se despidió aduciendo otros asuntos que resolver antes de coger su avión, que le sacaría de España en menos de cuatro días. Estaba nervioso y a la vez eufórico por encontrarse con su amante, que le esperaba desde hacía más de un mes al otro lado del océano.

Marta se levantó, le dio un par de besos, uno en cada mejilla, y esperó a que saliera. Cuando se quedaron solos, se volvió a Rafael Figueroa, que estaba de espaldas encendiendo un cigarro.

—Rafael, quiero que me devuelvas el piano.

El notario se volvió y fijó sus ojos en ella.

—Qué prisas te han entrado…

—Estoy recibiendo clases y necesito practicar.

—Parece que os empiezan a ir bien las cosas.

—¿Es que no te alegras por ello?

Se acercó hasta ella y quedó a muy poca distancia. Su mirada torva alertó a Marta.

—No puedo alegrarme si es a costa de vender al mejor postor a tu propia hija.

—Pero ¿qué estás diciendo? —Su pasmo se mezclaba con la indignación que sentía al escuchar aquellas palabras—. Eres un miserable.

—Ya puedes tener cuidado con ese yerno que vas a echarte. No me gusta. Nunca me ha gustado, y mucho menos para Elena.

—¿Y a ti qué te importa con quién se case Elena?

—Claro que me importa… —Se quedaron en silencio, mirándose de hito en hito, tensos—. Al fin y al cabo…, se trata de mi hija.

Marta Ribas arrugó la frente y esquivó los ojos.

—No digas estupideces, Rafael, tú deliras…

—¿Qué creías, que no sé que Elena es hija mía? Lo sé desde el primer momento.

Ella le miró un instante y movió la cabeza.

—Estás loco, Rafael, completamente loco…

—Dime que no es verdad —le espetó con vehemencia—, mírame a los ojos y dime que Elena no es hija mía…

—Tengo que marcharme.

Rafael Figueroa reaccionó, la agarró del brazo con fuerza y la retuvo.

—Espera, Marta…, si tu quisieras…, yo… —Su voz tembló; tragó saliva y su nariz aleteó como si le faltase el aire.

—Suéltame, me haces daño.

—No puedo más, Marta, te lo suplico…, me vuelvo loco solo con verte… Lo que hubo entre nosotros…

—¡No, Rafael, entre nosotros no hubo nunca nada!

—¡Mientes! —interrumpió alzando la voz y apretando aún más el brazo de ella—. Aquellos días… Tú te entregaste… Hubo amor en esa entrega, Marta…, no me puedes negar lo que sentiste en mis brazos…, hay cosas que jamás se olvidan. —Se acercó hasta casi rozarle los labios mientras ella, envarada, mantenía la respiración—. Dime si no es en mí en quien piensas cuando Antonio te toca.

Ella se removió incómoda, pero él la retuvo con fuerza.

—No puedes negarlo, lo veo en tus ojos…

—Claro que lo niego, y lo único que puedes ver en mis ojos es desprecio. Has intentado destrozar la vida de Antonio, sin darte cuenta de que destrozabas también la mía y la de mi hija; siempre has querido acabar con él, quitarle de en medio porque para ti Antonio dejó de ser tu amigo para convertirse en un estorbo —calló un instante, los ojos fijos en los de Rafael, chispeantes de bravura y rabia contenida durante años—. Entérate de esto de una vez, Rafael Figueroa, nunca pensé en ti más allá de lo que eres, el amigo de mi marido…

Él esbozó una sonrisa sarcástica.

—¿Y a todos los amigos de tu marido te entregas como lo hiciste conmigo?

Ella guardó silencio durante un rato, observando la profundidad de sus pupilas, desnudos sus sentimientos ante aquella mirada inquisitiva que dejaba al descubierto sus recuerdos más miserables.

—Déjame en paz, Rafael, olvídame de una vez y déjanos vivir.

—No me rechaces, Marta. No lo merezco. Lo que pasó…

—Lo que pasó fue un error que lleva el nombre de mi hija —espetó con un aspaviento.

—Tan solo por eso ya me lo debes…

—Yo no te debo nada.

—Te equivocas… Me lo debes todo, Marta…, aunque te pese, me lo debes todo a mí. Nunca he reclamado lo que es mío… He mirado hacia otro lado permitiendo que Antonio se quedase con mi hija como si fuera suya.

—¿Y ahora pretendes presentarte como un buen padre o como el traidor de tu mejor amigo?

—Te recuerdo que tú fuiste parte activa en esa traición.

Ella tragó saliva. Le miró con pesadumbre y afirmó.

—Y lo llevo penando diecinueve años. —Por fin consiguió soltarse del amarre de la mano del notario. Tomó aire y le miró apretando los labios—. En cuanto me cambie a casa de doña Fermina, quiero que me devuelvas el piano.

—No te vas a librar de mí tan fácilmente, Marta. Voy a luchar por tenerte. Es lo único que me importa. Recuperarás tu piano y yo te recuperaré a ti, lo voy a hacer a costa de lo que sea y de quien sea. Tenlo por seguro.

Marta Ribas salió del despacho notarial con un nudo en la garganta, intentando tragar la rabia que le ahogaba. Eutimio la observó y sonrió ladino. El oficial se regodeaba en el padecimiento ajeno, sobre todo de aquellos que en algún momento le habían humillado o menospreciado, así que asistía a la caída de la férrea estabilidad personal de Rafael Figueroa con afán y regodeo. Sabía el oficial que un hombre desesperado es capaz de cualquier cosa, y Rafael Figueroa estaba abrumado por los contratiempos que habían cercenado su ánimo aumentando su exasperación, y un hombre acorralado arremete como un toro en su afán de encontrar la salida, sea cual sea la misma. Él, mientras tanto, observaría atento la contienda desde la barrera.