Flavio Tassoni, además de tocar con maestría el piano, manejaba el violín y el violonchelo. Era un hombre culto y refinado en sus maneras, pulcro en el vestir y acendrado en su aspecto; sin embargo, en el trato con sus congéneres se le tildaba, como poco, de raro, ya que apenas hablaba con nadie: daba sus clases, que algunos llegaban a calificar de magistrales, y una vez terminada su jornada, se marchaba. Poco se sabía de su vida más allá de las clases y tareas del conservatorio; cuando abandonaba el edificio de la calle San Bernardo, que en su día había sido el palacio de la familia Bauer, su figura y su presencia desaparecían tragadas por el hueco, estrecho y profundo, de la boca de metro de Noviciado. Apenas se relacionaba con los compañeros y el trato con los alumnos era distante y frío; para muchos, su carácter rayaba en lo antipático; solo algunos consideraban un exceso de prudencia como la causa de su retraimiento.
Era el tercer año que daba clases en el conservatorio de San Bernardo. Llegado desde Milán, huyendo como tantos, espantado por el horror de una guerra que le había arrancado una parte de su existencia, sepultada junto a su esposa y sus dos hijas bajo los escombros de la que había sido su casa en uno de los muchos bombardeos que al final devastaron la ciudad. Pero la circunstancia de aquella pérdida terrible, de esa velada soledad debido al desgarro familiar, era ignorada por todos, receloso defensor de la intimidad de su dolor e implacable guardián de tan amargos recuerdos.
Apaciguaba su desesperación con la música, tocando constantemente, intentando componer de nuevo, sin conseguir otro resultado que la aridez del pentagrama, imposibilitado para nada que no fueran sonidos sin sentido que no servían de nada ni sonaban a nada, negros y vacíos como su alma.
Se ganaba la vida enseñando en el conservatorio a los pocos que, a su estricto criterio, merecían la dedicación de su tiempo, rechazando sin ambages aquellos que le resultaban incapaces de alcanzar el nivel que exigía en sus clases. Cada principio de curso acudían al conservatorio una riada de hijos de papá, la mayoría niñas y adolescentes ruidosas y atolondradas, lo que aumentaba su exasperación, convencido de que la mayoría de las mujeres, con honrosas excepciones, no estaban hechas tanto para interpretar la música sino para sentirla, para apreciarla y para ser el objeto de ella, el verdadero acicate del músico en el acto de componer y ejecutar; era evidente que muchas de ellas no estaban allí por vocación musical ni porque la música corriera por sus venas, simplemente les gustaba el piano o el violín o la viola, o lo que era peor, llegaban a la escuela por imposición de los padres o por el afán de aparentar de las madres, con el único fin de exhibirlas después ante sus invitados como auténticos monos de feria. De entre todos los nuevos alumnos, Flavio Tassoni elegía meticulosamente quién era merecedor de su magisterio. Aquella selección no era lo habitual, de hecho, no se le permitía a nadie este privilegio, nada más que a él porque su talento y sus dotes pedagógicos superaban con mucho al resto del profesorado. Asimismo disponía de un don especial para percibir qué alumno tenía posibilidad —siempre con mucha dedicación y más esfuerzo— de llegar a ser virtuoso de la música. De ese modo, rechazaba, salvo muy escasas excepciones, a los que habían cumplido los diez años, aduciendo que la música había que libarla desde los primeros balbuceos de un bebé, y en el caso del piano, no aceptaba alumnos que, habiendo cumplido esa edad, llegasen al conservatorio sin tener ya un sólido aprendizaje del instrumento, porque según él, a esas edades resultaba ya imposible alcanzar la excelencia en la coordinación de sus manos para la sublimidad en la ejecución de las obras al piano.
Su singularidad le hacía parecer extravagante para todos, y a él no le importaba navegar en ese epíteto que le convertía en alguien distinto y aislado en un mundo aparte en el que se sentía muy cómodo.
Marta Ribas le conoció el mismo día que acudió al conservatorio. Había llegado a primera hora de la mañana, después de que Antonio saliera camino del juzgado, dispuesta a encontrar algún profesor que le impartiera clases de perfeccionamiento con el fin de desentumecer sus anquilosados dedos debido a la falta de práctica. Tocar el piano era algo íntimamente suyo, algo que no necesitaba del consentimiento de nadie, tan solo de su voluntad, consciente de que, en aquel momento más que nunca, la música era lo único que podía salvarla de la apatía que se cernía sobre ella como cuervo a la espera de la absoluta indefensión de su presa; el contacto de sus dedos con las teclas, liberados los sonidos diáfanos desde la enorme caja de resonancia, la hacían alzarse del mundo y elevarse en un éxtasis redentor que le permitía continuar respirando.
Durante el trayecto en el metro que la llevaba a Noviciado, sentía una grata presión en el pecho, como si aquel vagón la llevase a un lugar mágico y sagrado. Su emoción se reflejó en sus ojos al salir al exterior, liberada de las entrañas de la tierra, y encontrarse con el edificio del conservatorio. La calle San Bernardo bullía de gente procedente de la Universidad Central. El ambiente era extraordinario, risas y voces hilarantes, algarada de jóvenes radiantes de vida y proyectos. Sorteando a unos y a otros, incluso requebrada a su paso con lindos piropos por algunos de los chicos, cruzó la calle para acercarse, con paso lento e indeciso, al que fue palacio de los Bauer. Tuvo que esquivar a un nutrido grupo de chicas que, en ese momento y de forma atarantada, bajaba las escaleras. Una vez en el amplio recibidor, se encontró sola, como si todo el mundo hubiera abandonado el edificio; no se veía a nadie, los sonidos amortiguados de la calle parecían lejanos en el silencio; buscó con la mirada a quien dirigirse y de repente sus sentidos se vieron arrastrados por una melodía que, embaucadora, rasgaba el aire quebrando el silencio para llegar a lo más hondo. Era el quejido del Preludio de la Suite 1 para violonchelo, de Bach, interpretado por una mano muy experta.
Se dejó llevar por las notas hacia una puerta entreabierta que había frente a la entrada. La abrió despacio, temerosa de romper aquel hechizo, y accedió a una especie de pequeño teatro: a la izquierda se abría el patio de butacas; al fondo, el escenario, sobre el que se encontraba un hombre sentado en una silla con el violonchelo entre sus piernas, absolutamente abismado en las notas arrebatadas con pasión en cada movimiento del arco acariciando las cuerdas; permanecía casi en la penumbra, iluminado solo por un pequeño flexo que había sobre una mesa como un Cristo redentor en el altar de una iglesia donde todo estaba preparado para que los ojos no pudieran separarse del sagrario. Se quedó quieta, escuchando, embargada por esa extraña emoción a la que la música transportaba su alma, esa sensación de eterna serenidad, de sosiego, esa quietud espiritual que la reconciliaba con el mundo. Esos arpegios finales, esa armonía que parecía quebrada, y el final leve y suave hasta llegar al sublime silencio en el que la melodía continúa dentro de los sentidos, circulando como la sangre por las venas, haciendo latir el corazón, otorgando la explosión de la vida. Suspiró sin mover un solo músculo mientras el maestro se mantenía abrazado al violonchelo enmudecido, agradecido, en esa profunda relación que los unía para siempre. Alguien sentado en la primera fila tosió y el maestro levantó la cabeza.
—¡Esto es música! —gritó como si hubiera despertado a una fiera—. ¡Esto es la música y no el ruido que usted toca, señorita Toledano! Si no ensaya, si no mantiene una intensa relación con el instrumento, nunca podrá sacar más que ruido de su cello. Estudie y ensaye, de día y de noche, no haga otra cosa en todo el verano si quiere continuar en mis clases en septiembre.
El hombre se levantó y Marta, temerosa de ser descubierta, salió casi de puntillas al gran vestíbulo de la entrada. En ese momento vio a una mujer menuda y enjuta que se metía en la garita sobre la que había un cartel en el que se leía «Secretaría». Se acercó para preguntar y allí le llegó su primer desencanto en sus intenciones: a aquellas alturas de curso, pocos profesores estarían dispuestos a comprometerse a dar clases particulares.
—Yo le diría que ninguno. —Los ojos de aquella mujer eran como frías cuchillas, atisbándola por encima de las gafas, minúsculas y frágiles, que le pendían de la nariz—. La mayoría se van fuera de Madrid durante el verano, huyen del calor sofocante. Y los pocos que se quedan tienen más que cubiertas las horas con los alumnos que se presentan por libre en septiembre.
Ante la insistencia de Marta, la mujer revisó un listado de nombres descartando, uno a uno, a los profesores de piano que había en la escuela. Se despojó de sus gafas y la miró.
—Tan solo queda el profesor Tassoni; es el único que no se mueve de la ciudad y, que yo sepa, no da clase a nadie. Pero ya le digo yo que con ese no tiene nada que hacer. No admite alumnos fuera del horario del conservatorio y mucho menos de su edad, menudo es… —La mujer se estiró un poco desde el interior de su garita y le habló en voz más baja y confidencial arrugando la nariz y la boca en un mohín de rechazo—. Parece que está siempre enfadado, es huraño y desabrido… —Hizo un gesto condescendiente—. Educado, eso sí, todo hay que decirlo, muy educado, pero con un carácter y un humor de perros. —Encogió los hombros y alzó las cejas con gesto despectivo—. Dicen que es un genio…, un maestro, pero aquí tienden a elevar a los altares a cualquiera que venga de fuera. Todo lo que no sea nuestro, lo que no sea español, siempre les parece mejor.
Marta le pidió que le permitiera hablar con él, tal vez ella podría convencerle, y cuando la mujer le explicaba que eso era imposible porque en esos días andaban con exámenes y audiciones, y que apenas tenían un minuto de tiempo, se calló y miró por encima del hombro de Marta. Ella se volvió y descubrió al hombre al que había visto tocar el violonchelo dirigiéndose a la calle.
—Ahí le tiene, siempre corriendo. Parece que le persiguiera el diablo… Qué hombre.
—¿Es ese el profesor Tassoni?
—El mismo.
Marta la dejó con la palabra en la boca alejándose a la carrera detrás de él sin ni siquiera despedirse de la mujer, a lo que esta replicó con un exabrupto que quedó en su garganta. Marta Ribas salió con tanto ímpetu que se dio de bruces con el profesor, que se había detenido en lo alto de la escalinata a hablar con una alumna. El topetazo provocó la caída al suelo de la carpeta de piel que Flavio Tassoni sujetaba bajo el brazo, desparramándose por los escalones partituras y otros escritos que guardaba en su interior. La situación resultó muy incómoda. Marta, azarada por su torpeza, no dejaba de repetir un «Lo siento» cada vez que recogía una de las partituras, amontonándolas desordenadamente en sus manos, mientras él, con gesto desconcertado, recogía a su vez las hojas dispersadas por el suelo, temeroso de que se estropearan, pisoteadas por alguien que entrase despistado.
—Lo siento —dijo por enésima vez Marta, cuando ya no quedaba ningún papel en el suelo, entregándole el montón que había recogido.
—Va usted demasiado deprisa por la vida, señora —le dijo irritado—. Debía tener más cuidado.
El hombre guardó las hojas en la carpeta sin apenas mirarla, y se dispuso a salir a la calle.
—Señor Tassoni, quería hablar con usted.
—Lo siento. No tengo tiempo…
—Solo será un momento.
—No acostumbro a hablar con las madres de los alumnos antes de los exámenes.
—No soy la madre de ningún alumno. Quiero que me dé usted clases de piano.
Tassoni la miró un instante, para luego negar con un gesto.
—Tendrá que venir en septiembre, cuando empiece el curso…
—Dejé de ser alumna hace mucho tiempo. Tengo la carrera de música desde hace muchos años, señor Tassoni, y toco el piano desde que tengo uso de razón.
—Entonces se ha equivocado de sitio. El conservatorio no es su lugar. —Inició la marcha de nuevo en dirección a la Gran Vía.
—Quiero recibir clases particulares —le dijo teniendo que alzar la voz para que le oyera por encima del bullicio de la calle.
—No doy clases fuera del conservatorio…, lo siento.
Tassoni caminaba demasiado rápido para que Marta Ribas pudiera seguirle el paso con normalidad; además, tuvo que esquivar a un grupo de chicas que se cruzó con ellos.
—Señor Tassoni, se lo suplico. —Le alcanzó y se puso a su lado—. Escúcheme un momento. Necesito esas clases.
—Si lo que tiene es algún compromiso social que resolver, yo no puedo ayudarla, señora. Me dedico a enseñar música, no a audiciones para señoras refinadas.
—No tengo ninguna audición ni necesito nada por compromiso social… —Se detuvo y le dijo alzando la voz mientras él se alejaba—. Sin la música me ahogo…
Aquellas palabras provocaron que Tassoni se parase en seco. Se giró despacio. Ella permanecía quieta a un par de metros, su mano en el pecho como si las últimas palabras le hubieran salido del corazón. Flavio la miró unos segundos y luego se acercó despacio.
—¿Qué ha dicho? —preguntó frente a ella, mirándola por primera vez a los ojos.
—Necesito tocar el piano para respirar… Me ahogo, señor Tassoni, la música es lo único que puede ayudarme a sobrevivir.
Un extraño silencio los aisló de las estridencias de voces y del rugir de motores renqueantes de gasógeno. Sus ojos puestos el uno en los del otro, auscultando a través de ellos los sentimientos más frágiles y ocultos.
—Iba…, voy… —La voz balbuciente del profesor rompió el hechizo—, iba a tomar un café… Estamos en plenos exámenes. Tan solo dispongo de unos minutos. Si quiere acompañarme…
Marta Ribas reparó entonces en el fuerte acento italiano que indicaba su procedencia, ya inferida de su nombre.
Aceptó y los dos iniciaron la marcha, algo más calmada, hasta llegar a un viejo café unos metros más adelante. Sentados en uno de los veladores, alejados de la algarabía de jóvenes que departían vehementes junto a la barra o dispersados en las mesas, en un ambiente cargado de humo y aroma a café, procurando inhibirse del bullicio, Marta Ribas intentó explicar a Flavio Tassoni, a grandes rasgos y sin entrar en ninguna intimidad, las razones por las que necesitaba esas clases. Él la escuchó atento, sin abrir la boca sino para tomar su café caliente, mirándola muy fijamente, examinando cada uno de sus gestos, analizando sus formas y sus maneras. Cuando Marta se calló, Flavio Tassoni miró el reloj y se levantó como un resorte.
—Señora Ribas, lo siento mucho… —dijo buscando con denuedo unas monedas en el fondo del bolsillo del pantalón—, pero tengo que marcharme. Hace diez minutos que debería estar examinando a una tanda de estúpidos que, más que tocar, aporrean con saña el piano.
Ella lo miraba sin moverse.
—¿Me dará esas clases?
—Será mejor que busque a otro. A mí me es imposible…
—No quiero buscar a otro… —calló un instante—. Profesor Tassoni, antes… le he escuchado tocar el violonchelo.
Tassoni echó unos céntimos sobre la mesa y la miró con fijeza, valorando su respuesta. Sacó un lápiz de su carpeta y cogió un trozo de papel sobre el que escribió algo con rapidez. Luego se lo tendió.
—Esta es mi dirección. La espero esta tarde a las cuatro. Le haré una prueba. Solo entonces contestaré a su pregunta.
Ella miró el papel.
—¿No sería mejor hacerme la prueba en el conservatorio?
—El conservatorio es para los alumnos, señora Ribas, no para caprichos.
—Lo que le estoy pidiendo no es un capricho.
—Eso lo decidiré yo. —Hizo un amago de marcharse, pero se detuvo y volvió a mirarla—. Le advierto, señora Ribas, que no estoy dispuesto a perder el tiempo, es un lujo que no me puedo permitir. Sea puntual.
Se puso el sombrero y se alejó con prisas, desapareciendo entre el gentío, dejando a Marta sola, pensativa, mirando la dirección escrita. Se sentía desolada. Perder el tiempo… Aquel hombre tosco y hostil pensaba que para ella tocar el piano era perder el tiempo, un capricho. No estaba segura de acudir a esa cita. Tomó aire. Cómo iba a ir a la casa de un hombre al que no conocía de nada. Era una locura.
Sin embargo, después de comer, se volvió a calzar los zapatos y salió a la calle. Le dijo a Elena que iba otra vez al conservatorio para hacer una prueba con un profesor.
El calor era sofocante y el sol parecía castigar con su flama la espalda de Marta Ribas, por eso agradeció el frescor cavernario del portal 16 de la calle Lagasca. Ascendió lentamente las escaleras hasta el cuarto. El rellano era pequeño y el calor que se acumulaba allí resultaba sofocante. Cuando estaba delante de la puerta, miró el reloj; faltaban cinco minutos para las cuatro. Antes de llamar, se secó el sudor de la cara y del cuello con un pañuelo. Respiró para sosegarse. Le temblaba la mano al pulsar el llamador. El rugido del timbre resonó en el interior, al que siguió un silencio de voces lejanas y trasteo de cacharros. Era la hora de la siesta y el tiempo parecía haberse detenido en un extraño impasse. Oyó pasos acercarse y la puerta se abrió.
Flavio Tassoni apareció en camisa, sin corbata y con los mismos pantalones de la mañana. Se saludaron con corrección. La hizo pasar. Se hacía evidente la incomodidad de ambos.
Marta, muy cohibida, siguió al profesor por un estrecho pasillo hasta llegar a una sala. Lo primero que vio fue un piano de pared Montano. Había además un sillón y una mesa sobre la que se esparcían partituras y varios tipos de pentagramas, algunos emborronados y llenos de tachones, evidencias de frustrados intentos. Era una estancia pequeña y algo oscura, muy poco decorada, de paredes desnudas de adornos, con una sola ventana que estaba entreabierta y por donde se colaba el murmullo de voces y el sonido de algún que otro coche que transitaba por la calle.
Flavio Tassoni la invitó a que se acercase al piano.
—Toque la pieza que quiera. Demuéstreme lo que sabe —dijo mientras él tomaba asiento en el sillón.
Marta Ribas se volvió hacia el Montano, dejó el bolso, separó el taburete y se sentó dejando al maestro a su espalda; levantó la tapa y se quedó mirando fijamente las teclas de marfil, concentrada, las manos sobre sus muslos estirándolas sutilmente, valorando qué pieza ejecutar. Alzó los brazos sobre el teclado sin llegar a posar los dedos, adelantó un pie hasta el pedal, tomó aire y, cerrando los ojos, se dejó llevar, sintiendo el tacto de sus dedos sobre el bruñido marfil, interpretando Claro de luna, de Beethoven. Al apagarse la sonoridad de las notas vibrantes y fuertes del magnífico instrumento, Marta levantó los ojos para descubrir a su lado a Flavio Tassoni, mirándola con la emoción reflejada en sus ojos. Ella suspiró como si regresara de un profundo sueño. El silencio se rompió cuando él le pidió que tocase algo más. Marta volvió a poner los dedos sobre las teclas y arrancó del vientre de madera de caoba la melodía de Mozart Fantasía en re menor.
Cuando terminó, Flavio Tassoni manifestó que le daría clases, allí, en su casa, cada tarde a partir de las cuatro. Ella había tardado en aceptar, pensativa. Sus reticencias se hicieron evidentes para el profesor Tassoni.
—¿Qué ocurre? ¿No es eso lo que quería, que le diera clases particulares?
—Sí… Claro que quiero esas clases, pero…
—¿No se fía de mi magisterio? —preguntó sin ocultar su contrariedad—. Puede preguntar en la escuela, ellos podrán informarle sobre mi trayectoria…
—No me hace falta informarme sobre usted; con verle cómo interpreta a Bach me basta para saber que es usted un maestro.
—Entonces…, ¿qué problema tiene? No lo entiendo.
—Señor Tassoni, ¿me permite hacerle una pregunta?
Tassoni no respondió, se mantuvo impertérrito ante ella.
—¿Vive usted solo?
—Completamente solo. ¿Supone eso algún impedimento para usted?
—No…, no, por supuesto… Lo que ocurre es que… esta es su casa…, y no estoy segura de que mi marido apruebe el que reciba las clases aquí.
Flavio Tassoni abrió las manos como si quisiera mostrar una honestidad puesta en entredicho.
—Es lo único que le puedo ofrecer, señora Ribas.
—Tal vez…, si pudiera venir a mi casa…
Negó con firmeza.
—Mire, señora Ribas, no acostumbro a dar clases fuera del conservatorio; en realidad, desde que vivo en Madrid, no lo he hecho con nadie a pesar de que he tenido ofertas muy sustanciosas, se lo aseguro. Le puede parecer vanidoso por mi parte, pero lo cierto es que considero mi tiempo demasiado valioso y no me gusta perderlo con principiantes adocenados. Con usted estoy haciendo una excepción…, y si le soy sincero, aún no sé muy bien qué razón me lleva a hacerle este ofrecimiento. Mis condiciones no son negociables; le daré clases de lunes a viernes de cuatro a seis de la tarde; exijo puntualidad, no admito faltas de asistencia ni excusas sobre ellas; para mí la dedicación a la música está por encima de todo…, incluido marido e hijos. Si llegó a sacar la carrera tan joven como me ha dicho, sabrá muy bien que la música requiere una estricta disciplina, y en ningún momento dude de que voy a demandar de usted disciplina y trabajo. Para dominar con maestría el piano son necesarias muchas horas. Si acepta mis reglas, empezaremos mañana mismo; si tiene alguna duda, puede marcharse.
Marta Ribas, sentada, miraba al profesor Tassoni, que permanecía de pie a su lado, las manos metidas en los bolsillos, ceñudo y arisco, como si la estuviera amonestando.
—Acepto sus condiciones —dijo convencida de que de nuevo tendría que mentir a Antonio sobre el lugar en el que recibiría las clases—. Necesito la música mucho más de lo que estoy dispuesta a admitir.
Flavio Tassoni la miraba con fijeza, mientras ella dejaba sus ojos posados en el piano.
—Hay otro asunto importante, señora Ribas… Mis clases no son baratas.
—Eso no importa —le había dicho ella. Cerró la tapa del piano con mucho cuidado, se levantó y le tendió la mano dispuesta a marcharse—. Entonces, estamos de acuerdo, señor Tassoni, estaré aquí mañana a las cuatro en punto.
Flavio Tassoni cogió con delicadeza la mano tendida sin dejar de mirarla a los ojos, se inclinó y la besó sin apenas rozarle la piel del dorso.
—Estaré esperándola.
—Gracias.
—No me las dé. Mis clases no son gratuitas en ningún sentido. Mis alumnos del conservatorio comentan que soy feroz con ellos.
—Creo que podré soportarlo.
De esta manera había comenzado a llenar su vida de los sonidos arpegiados del piano, de escarpadas escalas, de eufonías solitarias, de notas encadenadas repetidas e insistidas. El estudio de las partituras y la recuperación de conceptos de solfeo empezaron a absorber buena parte de las horas que pasaba en casa, sin poder tocar el piano porque seguía arrumbado en el salón de los Figueroa. A falta de instrumento, las prácticas exigidas las suplía con sus dedos sobre la mesa, ejecutando cada pieza en su cabeza como había hecho tantas veces, con la misma pasión y la misma energía. A pesar de este inconveniente no revelado al maestro por vergüenza (le había dicho que era dueña de un Steinway, lo que supuso su sincera admiración), o por miedo a que se negara a continuar con las clases, teniendo en cuenta que para él un pianista había de convivir con su piano como si fuese parte de sí mismo, las clases con Flavio Tassoni eran, efectivamente, de un nivel de exigencia absoluto. En las dos horas que estaba sentada delante del piano apenas podía levantar los dedos del teclado, tocando y repitiendo una y otra vez la pieza elegida, intentando conseguir siempre la perfecta ejecución, a criterio del profesor. Resultaba agotador para Marta, pero llegaba a casa satisfecha. Tal y como le había dicho Roberta Moretti, la música le salvaba de la apatía que porfiaba por instalarse en su vida.