Las semanas transcurrieron como fina llovizna caída en campo seco, calando con sus días y sus noches hasta lo más profundo de las conciencias, apaciguando ánimos en el lento transcurrir de las horas, desencadenando anhelos, torturando mentes o deseando el giro del hado impuesto por voluntades ajenas.
La suave calidez primaveral dio paso al bochorno estival, ralentizando la existencia en horas de siesta y noches eternas de insomnio.
Julita Figueroa pasaba largos ratos sentada en el mirador de su alcoba, desde donde atisbaba la plaza del Ángel y, un poco más allá, la de Santa Ana, suspirando por el hijo perdido, arrojado a un vacío ignominioso al que ella misma había sido arrastrada como si fuera una torrentera de cantos y agua impetuosamente precipitada por la pendiente de sus entrañas. Desesperada, había deseado incluso quedar de nuevo embarazada, llenarse otra vez de un hijo con el que suplir la desgarradora oquedad de su cuerpo exánime, y con esa razón incrustada en su mente, había llamado mansamente al novio escabullido, alejado del peligro y de la pena, reposado una vez diluido el problema. Dionisio había tenido que soportar el largo y fastidioso sermón admonitorio de don Próculo, por un lado, y la reprensión atrabiliaria del padre de la chica, provisional preparador e incierto suegro, que a punto estuvo de ahogarle cuando, en un descuido, le agarró del cuello y le apretó con tanta gana que no lo hubiera contado si no es porque la divina providencia y la fuerza más bruta del cura consiguieron liberar al muchacho, ya morado, de las garras vigorosas de don Rafael Figueroa.
El chico desapareció y no volvió a asomarse por la casa ni para recitar temas de Civil o Hipotecario ni para acercarse a la chica, temeroso de perder su débil resuello a manos del notario. Pero Julia suplicó una cita al chico y quedaron los novios una tarde de principios de junio en un café cercano a la casa de doña Celia. No hubo preámbulos, ni excusas, ni explicaciones. Julia le expresó abiertamente su determinación, su afán y su voluntad para que la dejase de nuevo en estado, como único medio de recuperar lo que tan neciamente había malogrado. Dionisio, abrumado por la demanda y la insólita insistencia, se asustó aún más que con la posible estrangulación del padre, y con algo de maña y mucho descaro, salió a escape y dejó a la chica solícita, desorientada y llorosa, sentada en el velador del café, con la cuenta por saldar y arruinada la vida.
Quedó definitivamente abatida de aquella última batalla, extenuada de aflicción, caminando bajo la tormenta desatada con virulencia, oyendo en cada trueno el grito del cielo acusándola de su pecado, sin escabullirse de ella, dejando que la lluvia empapase su cuerpo como vano intento de limpiar su alma.
No había vuelto a salir desde aquella tarde, permaneciendo la mayor parte del tiempo sola, envuelta en la lobreguez de sus pensamientos, lamiendo sus propias heridas sin añorar la compañía de nadie porque a nadie esperaba a su lado.
Su hermano Basilio regresó a finales de junio, tras haber recuperado el control de su vida y extraída de sus entrañas la perniciosa adicción que mermaba sus sentidos. Los primeros días de su obligado encierro, privado del polvo blanco y del alcohol, habían resultado mucho más penosos de lo que nunca se hubiera imaginado, tanto que requirió la compañía constante de uno de los monjes con el fin de intentar aplacar, a base de rezos y palabras serenas y sosegadas, la ansiedad desmedida y la agresividad desatada por la falta orgánica de la droga; pero cuantas más oraciones oía, más se desataba su ira, llegando en alguna ocasión a agredir, sin mayores consecuencias, a alguno de sus lazarillos en aquella particular travesía del desierto. Poco a poco, la vehemencia, la irritabilidad, la crispación irracional consecuencia de la cura habían ido templando, calmadas a base de estrictos horarios, jornadas que empezaban antes del amanecer y terminaban con la anochecida, comida frugal, ejercicio y aire fresco y limpio; silencio, soledad, meditación, cantos litúrgicos y oración envolvieron el espíritu atribulado del vástago herido de los Figueroa, y transcurrido el tiempo se le concedió la oportunidad de regresar al mundo. Y lo hizo, pero no al lodazal en el que se había movido. Basilio parecía otro, más delgado, taciturno y contrito; había desaparecido en él la gallardía y el desparpajo jactancioso que antes destilaba, incluso se había apagado aquella fascinación que su sola presencia provocaba.
El regreso de Basilio a casa había sido frío, sin alharacas ni algarabía de nadie, ni siquiera de la madre, que no había levantado cabeza, una vez desvelada la falta de carácter seráfico de su hijo varón. No obstante, doña Virtudes intentaba suplir su congoja culpable tratándole como a un niño enfermo y desvalido, colmándole de cuidados y arrumacos que no sirvieron de nada porque su adorado hijo se había convertido en un témpano impenetrable, y sus afectos maternales se estrellaban en él como en un muro de piedra, incapaz de mostrar emoción alguna.
Su padre, a veces, se sentaba a su lado, adusto y distante, incapaz de comprender dónde y cómo había fallado su atención para que su hijo cayera en aquel vacío; y allí permanecía un rato largo, fumando un cigarro en un inquieto silencio, contemplando aquella mirada abismada, perdida en las profundidades de un océano brumoso, dispuesto a ser el faro que guiase el regreso del hijo perdido en las nieblas del mar abierto.
Desde el primer momento, Basilio Figueroa colaboró activamente con la policía, declarando al comisario Olarte todo lo que sabía sobre el barón y su organización, lugares, contactos y datos que fueron suficientes para detener al Káiser y a una gran parte de sus secuaces, desmantelando con éxito la compleja red de tráfico de drogas, obras de arte y prostitución, incluyendo a menores, chicos y chicas muy jóvenes, engañados primero y arrojados después a una vida miserable de palizas y adicción con el fin de atajar cualquier resistencia al sometimiento de la mafia.
El éxito policial fue de tal calibre que las antiguas fechorías de Basilio Figueroa quedaron mitigadas, encumbrado casi a la calidad de adalid de la justicia. Sin embargo, no todos pensaban así; a los golpeados como consecuencia de su expiación que penaban a la sombra de una celda, lejos de olvidar el nombre del chivato, se les iría grabando en la memoria el fuego, lento y tedioso, del paso del tiempo.