3

Camilo Bonilla agarró del brazo a Marta Ribas y bajó la barbilla al pecho para hablarle en un tono confidencial.

—¿Va todo bien?

Ella sonrió. Caminaban lentamente recorriendo los paseos que horadaban los campos del cementerio sembrados de tumbas y lápidas, salpicado el plomizo mármol con el verdor de los incorruptibles cipreses. El sol quedaba a veces ocultado tras compactos nubarrones que amenazaban con verter su húmeda carga sobre las calles festejadas de Madrid.

—Claro. Todo bien.

—Pues tu cara me dice lo contrario.

—Me da mucha pena venir aquí, ya lo sabes. Echo mucho de menos a tu madre. Más de lo que nunca hubiera imaginado.

—Mamá te quería casi más a que a mí.

—¿Casi? —preguntó intentando hacer algo de broma para espantar la murria que la embargaba.

Se empujaron con suavidad y rieron comedidos, para después continuar su camino lánguido hacia la salida del camposanto.

—¿Vas a casa? —preguntó él.

—No. Antes tengo que ir a un sitio.

—Voy a coger un taxi, te dejo donde quieras.

—¿No te importa?

—No, si me dices qué te preocupa —insistió él.

—Me preocupan muchas cosas, parece mentira que no me conozcas, todo en mi vida es una gran preocupación.

Camilo Bonilla no dijo nada, a la espera de que Marta se decidiera a soltar el motivo de la melancolía que arrastraba como un pesado lastre. Habían ido juntos al cementerio a llevar flores a su madre. El día de San Isidro siempre había sido muy especial porque fue el día en el que doña Fermina se casó con su querido Adolfo Bonilla, y era de su gusto celebrar la fecha por todo lo alto, incluso durante los años que duró su viudez. Marta había quedado en acompañarle; por una parte, le apetecía visitar la tumba de la anciana; y como excusa para no quedarse sola todo el día en casa, ya que Elena pasaría la jornada festiva con su prometido y Antonio se había ido a comer con Rafael y Próculo a la finca de un conocido del notario que estaba cerca de Talavera de la Reina.

A primera hora de la tarde, justo antes de bajar a buscar a Camilo, se había presentado en su casa un muchacho barbilampiño muy aseado que le entregó una nota. La enviaba Roberta Moretti; acababa de llegar de Barcelona y quería verla cuanto antes. Marta le dijo al chico que intentaría pasarse aquella misma tarde.

Marta Ribas se detuvo y miró de frente a Camilo Bonilla.

—Roberta Moretti ha vuelto a Madrid. Voy a ir a verla.

—¿Vas a seguir trabajando con ella?

—Antonio no quiere ni oír hablar de eso, y mucho menos ahora, que gana más que suficiente —sonrió con cierto aire decaído.

—Tú también ganabas mucho, Marta. Bastante más que él.

—No es lo mismo. Él es el cabeza de familia.

Iniciaron el camino; esta vez fue Marta quien se colgó del brazo del hijo de doña Fermina.

—Mira, Marta, yo me voy de este país porque aquí siento que me ahogo. —La voz de Camilo sonó grave, casi trascendental—. No tengo libertad para ser yo mismo, para vivir la vida que quiero y no la que me impone gente que se regodea en un ideario miserable y perverso —se calló y se detuvo antes de seguir hablando, la miró y buscó sus ojos—. Y si me permites, Marta Ribas, y por el cariño que mi madre te tenía, y que yo mismo te profeso, tú deberías hacer lo mismo.

—¿Salir del país? —Sonrió divertida—. Qué cosas tienes.

—Sí, salir de este agujero en el que te hundes cada vez más, tú y todo lo que eres y lo que podrías ser y sentir.

—Es el agujero que me ha tocado, Camilo. Yo no puedo cambiar nada. Lo tuyo es otra cosa.

—Tienes que vivir tu vida, la vida que tú elijas y no la que te impone tu marido o esta sociedad de hipócritas y envidiosos.

—Ya vivo mi vida —añadió con una sonrisa sardónica, iniciando la marcha.

—No, Marta, estás viviendo la vida de tu marido, no la tuya. Piénsalo, tú vales mucho. Ya sabes que mi madre tenía algo de visionaria, y siempre decía que eres un diamante sin pulir.

—Un diamante sin pulir… —Después de un silencio, dio un profundo suspiro y se irguió como si retomase su propia identidad. Sonrió y se aferró a su brazo—. Te agradezco mucho los consejos. Anda, démonos prisa. No quiero que se me haga tarde.

Marta Ribas descendió del taxi y esperó a que se alejase alzando la mano para despedir al hijo de doña Fermina. Entró en el portal y subió los peldaños blancos y bien lustrados que la llevaron delante del ascensor. No vio al portero; era día de fiesta y seguramente habría salido a alguno de los actos que se celebraban por el centro. Abrió la puerta del elevador y, cuando iba a entrar, oyó un ruido a su espalda. Se volvió asustada y se quedó atónita.

—¿Qué haces tú aquí?

—Señora Ribas, disculpe mi atrevimiento, pero no tengo adónde ir… Necesito ayuda.

Johann Merkt estaba allí, parado delante de ella igual que una aparición, con la funda del violín pegada a su cuerpo; despeinado y sudoroso como si hubiera corrido durante horas. Era evidente que el chico estaba en apuros. Dejó que entrase al habitáculo y le dio al botón que puso en marcha el mecanismo de elevación.

—¿Qué te ha pasado? Hacía tiempo que no sabíamos nada de ti.

Los ojos de Johann se clavaron en los de Marta, rebosando una extraña mezcla de franqueza y temor.

—He estado en la cárcel y me he escapado. —Ante el envaramiento de ella, mostrando su recelo, trató de calmarla—. Yo le juro por lo más sagrado, señora, que no he hecho nada malo.

—Entonces, ¿qué pretendes? ¿Por qué estás aquí?

—No tengo adónde ir.

—¿Y qué quieres que haga yo?

En ese momento llegaron al último piso. El ascensor dio una pequeña sacudida al frenar. Marta y Johann se quedaron un rato mirándose con fijeza, analizando el uno el interior del otro.

—Tiene razón, señora —dijo él bajando la cabeza desazonado—. No debía haber venido. Lo siento, me marcharé ahora mismo.

Abrió la puerta, salió al descansillo y empezó a bajar las escaleras.

—Espera —dijo Marta ya en el rellano—. ¿Adónde piensas ir? —Su silencio esquivo le confirmó que carecía de respuesta—. Sube, anda, y me cuentas lo que ha pasado.

El chico se volvió y la miró indeciso, vacilante, sin decidirse a moverse.

—Vamos, sube. Te presentaré a Roberta, estoy convencida de que le encantará conocerte.

Roberta Moretti los recibió con una sonrisa, extrañada de ver al chico, pero complacida por la respuesta inmediata de Marta Ribas. Una vez hechas las presentaciones y acabados los recibimientos, Marta explicó a grandes rasgos (los pocos que conocía) quién era Johann Merkt. Roberta Moretti le pidió que tocase algo con su violín. Interpretó primero una pieza corta, la Sonata n.º 6, de Paganini, a la que siguieron algunas otras solicitadas por Roberta, que quedó absolutamente fascinada por su virtuosismo.

Después, al calor de una taza de té y unas pastas, Hanno explicó su paso por la cárcel y su fuga, y la intención de salir fuera de España como única posibilidad de evitar ser detenido y extraditado a Alemania, donde se le podría acusar de alta traición y condenar a muerte.

—Sí que tienes un problema, muchacho —dijo Roberta al cabo de un rato de charla—. Con la historia que me has contado no te libras, en el mejor de los casos, de una larga pena de cárcel, si no de la muerte, de tal forma que el mundo se perdería a uno de los mejores violinistas que he oído en toda mi vida. Y eso yo no lo voy a permitir. Voy a encargarme de ti. Te proporcionaré la documentación necesaria para que salgas de España.

Johann Merkt no daba crédito a lo que estaba escuchando.

—No quiero causarle ninguna molestia, señora.

—No lo haces. Estaré encantada de enviarte a Nueva York. Allí tengo familia y buenos amigos que, estoy segura, sacarán buen partido de ti y de tu música. Tengo un olfato especial para la gente con talento, Johann, y no es por adularte, pero presiento que tú lo tienes. Así que no se hable más. Te quedarás aquí bajo mi amparo. En mi casa estarás a salvo mientras resuelvo los trámites.

Una vez dicho esto, Roberta avisó a la criada y le ordenó que acomodara a Johann en una de las alcobas y que dispusiera todo para que estuviera cómodo y pudiera asearse un poco; antes de que se retirase, exigió a la mujer una absoluta discreción, advirtiéndola que nadie debía saber de su existencia. La criada afirmó y salió seguida del violinista.

Marta y Roberta se quedaron solas en el gran salón.

—Y tú, ¿cómo estás? —preguntó Roberta encendiendo un cigarrillo.

—Como siempre.

—¿Y tu marido? ¿Se ha recuperado?

—Le ha quedado un dolor crónico como secuela, y toma demasiada morfina. Pero es lo único que le calma; eso dice…, la morfina y el alcohol son lo que le mantiene en pie.

—Mal asunto, Marta. Esa mezcla puede resultar muy peligrosa.

—Lo sé. Aunque poco puedo hacer yo. Le ha cambiado hasta el carácter. Está siempre enfadado, tenso. Es como si viviera con un extraño… —calló y la miró turbada, como si se hubiera dado cuenta de que estaba hablando más de lo que debía—. Lo siento. No tengo a nadie a quien contarle… Lo siento.

Roberta Moretti la observó un rato en silencio, valorativa.

—¿Voy a poder contar contigo?

Marta bajó los ojos apesadumbrada.

—Me temo que no. Antonio tiene un buen trabajo; mi futuro yerno le ha colocado en el juzgado y gana un buen sueldo.

—¿Tu futuro yerno? No sabía que tu hija se iba a casar.

En ese mismo instante, Johann se dirigía por el pasillo al cuarto de baño con el fin de asearse, cuando escuchó lo dicho por su anfitriona. Al oír las palabras de Roberta, se detuvo en seco y, sin poder evitarlo, se quedó a la escucha, sintiendo cómo el latido de su corazón se aceleraba.

—Ha sido todo muy rápido —dijo Marta—. Se trata de un vecino, un viudo. —Dio un largo suspiro mientras hablaba como si desatara su resignación—. Joven y bien posicionado. Un buen partido, como diría mi marido.

—¿Y tu hija está de acuerdo? Es muy joven todavía para pensar en eso.

—Yo me casé a su edad. Elena es una mujer. Y no es solo la posición, Mauricio es buen hombre, y la verdad es que no está nada mal. Además, Elena necesita centrar su vida. Corren malos tiempos para todo y temo que yerre el paso. —Hablaba pensando en el día en el que la policía se había presentado en su casa, y cómo Mauricio había impedido que detuvieran a Elena. Gracias a él, la denuncia contra ella había sido archivada—. Ese matrimonio es una buena solución para ella.

Mientras, Johann Merkt cerraba los ojos abrumado por aquellas palabras, convencido de que el yerro al que se refería la madre de Elena era él mismo.

—Sigo pensando que no es muy acertado concebir el matrimonio como una mera solución a los errores de la juventud, por muy graves que estos sean. Es lo bueno que tiene ser joven, tienes la oportunidad de rectificar.

—No siempre —contestó Marta—. En este caso, cada vez estoy más convencida de que es una buena opción para ella. Además, la tendré muy cerca de mí, puerta con puerta. Estará bien.

Hanno oyó un ruido y se movió hacia el baño para evitar ser descubierto por la criada escuchando la conversación.

En el salón, Roberta aspiraba el humo del cigarro expulsándolo con lentitud por la boca y la nariz, callada, valorando las palabras de Marta, sin dejar de observarla.

—Marta, traigo noticias de tu madre.

Marta Ribas se irguió alertada, con sus ojos interrogantes clavados en Roberta. Abrió la boca y luego volvió a cerrarla, incapaz de decir nada.

—Está muerta —le anticipó Roberta como si quisiera borrar cualquier atisbo de esperanza que pudiera crecer en su mente.

Marta apenas se inmutó, asumida la pérdida desde hacía tiempo.

—¿Qué ocurrió?

—Estuvo detenida con tu padre, pero a ella la enviaron en un tren a Auschwitz —calló unos segundos antes de continuar—: ¿Comprendes lo que eso significa?

—He leído algo en los periódicos.

—En esos lugares la gente se volatilizó. Había hornos crematorios y el fuego hacía desaparecer a cientos de miles de personas. Solo puedo decirte que el tren en el que iba llegó a ese infierno en septiembre del cuarenta y cuatro, y que de allí salieron con vida muy pocos. Tu madre no estaba entre ellos. Es imposible saber nada más, ni cómo fue, ni cuándo… Quizá sea mejor mantener la ignorancia.

Marta afirmaba con el gesto constreñido por una sensación extraña de dolor no físico, sino mental, como si el solo hecho de pensar le resultase lacerante. Tomó aire y, conteniendo la respiración como si estuviera sumergida en el agua, cerró los ojos un rato, para expulsar poco a poco el aire retenido en sus pulmones, en un silencio solemne y denso. Abrió los ojos y miró a Roberta.

—Agradezco profundamente lo que ha hecho, no se imagina cuánto, a usted y a madame Hardion.

—No tienes que agradecer nada. Madame Hardion es una mujer honesta consciente de que se cometió una terrible injusticia con tus padres. Y en cuanto a mí, este asunto también me lo debía a mí misma. —Cogió la taza de té, dio un sorbo y volvió a dejarla con parsimonia—. Dime una cosa, ¿qué piensas hacer con tu vida?

Marta esbozó una lacia sonrisa.

—Tiene gracia. Es la segunda vez que me hacen hoy esa pregunta. —Suspiró con largueza—. Quedarme en casa y atender a mi marido, supongo. Nos vamos a cambiar de piso. Una vecina que me apreciaba mucho nos ha dejado en su testamento el uso de su casa; está en la misma escalera, en el segundo, encima de lo que fue mi hogar. —Alzó las cejas como si se diera ánimo a sí misma con sus palabras—. Y justo enfrente de donde vivirá mi hija cuando se case.

—Eso es una buena noticia. Al menos saldrás de ese piso que tanto odias.

—Sí. Además, voy a recuperar mi piano. Mañana mismo pensaba ir al conservatorio. Con la excusa de solicitar unas clases particulares, espero indagar sobre lo que me pidió…

—Olvídate de ese asunto —interrumpió haciendo un ademán negativo con la mano—, está cerrado.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que no va a hacer falta que te acerques al conservatorio, al menos con esa excusa, porque mi batalla por Francisco Castillo Valdivieso ha terminado definitivamente.

—¿Ha podido hablar con él?

—No, exactamente. Lo vi en Barcelona, él no me vio a mí. Participaba en unos conciertos en el Liceo con motivo de la Semana Santa. Tiene una amante, una mujer de veinticinco años con la que retozaba como un adolescente. Por lo que supe, está con ella desde hace más de tres años. Por supuesto, sigue siendo un marido y padre ejemplar, atento y complaciente con su familia. Me siento capaz de competir con una esposa rutinaria, pero no con una amante, muy joven y muy bella, por cierto. No quería admitirlo, pero lo cierto es que ha pasado demasiado tiempo y una guerra por medio que acabó con muchas cosas: amores, proyectos, sueños truncados no solo por las bombas, sino por la separación y la ausencia; y en esta ausencia, otra más avispada me tomó la delantera. —Aspiró el humo de su cigarrillo y lo soltó ufana, igual que si echara el asunto fuera de sí con el simple hecho de soplar—. Así que he decidido cerrar mi historia con Francisco Castillo para siempre.

—Lo siento.

—No lo sientas, Marta. Por un hombre hay que luchar mientras tengas armas con las que poder dar la batalla. Y hay que saber retirarse cuando sabes que has perdido. De lo contrario, lo único que conseguirás es arrastrarte por el fango, y yo no estoy dispuesta a eso. —Aplastó el cigarrillo en el cenicero como si con él quisiera dar por terminado el asunto—. Así que ahora podrás ir al conservatorio sin preocuparte de buscar nada, tan solo tu propio beneficio, y creo que la música es lo único que puede salvarte, Marta Ribas, porque estás aprisionada en una trampa de la que no sabes o no puedes salir.

Se levantó y se acercó a un escritorio que tenía junto a uno de los ventanales. Abrió un cajón y sacó un sobre. Volvió a sentarse y se lo tendió a Marta.

—¿Qué es? —preguntó tomándolo.

—El contrato que firmaste conmigo y lo que te corresponde de liquidación.

Marta Ribas abrió el sobre y miró en su interior.

—Esto es mucho dinero, no puedo aceptarlo.

—Claro que puedes. Con ese dinero podrás pagar tus clases sin necesidad de pedir ni un céntimo a tu marido.

—Yo… No sé qué decir…

—No tienes que decir nada, Marta. Yo me dedico a invertir en negocios en los que confío sacar beneficio, y considero ese dinero una inversión en ti, en lo único que puede mantenerte a flote. Espero que sepas aprovecharlo.

Hubo un silencio grato, cargado de indecisión y sonrisas vacilantes.

—¿Y usted qué va a hacer?

—Tutéame, te lo suplico, ya no trabajas para mí; te considero una buena amiga.

—¿Te quedarás en Madrid mucho tiempo?

Hizo un mohín arrugando la nariz.

—No suelo quedarme mucho tiempo en ningún sitio. He cerrado varios contratos aquí, en Barcelona y en Vizcaya; buenos negocios que se pondrán en marcha en estos meses. Estaré por aquí mientras necesiten de mi supervisión. Luego, haré lo que he hecho siempre, ir de aquí para allá, buscando un lugar en el que quedarme definitivamente.

—Si alguna vez necesitas de mí…

—Lo sé. Te mandaré aviso…, con discreción siempre.

Resonaron las melódicas campanadas de un reloj de cuco, y Marta se sobresaltó.

—Qué tarde es. Tengo que marcharme.

Las dos mujeres se levantaron.

—Mantenme informada de esas clases; hazme caso, dedícate en cuerpo y alma a ellas. La música puede salvarte.

—Roberta, has sido como un milagro en mi vida.

—Vaya… —Hizo una mueca intentando disimular su rubor—. Nunca nadie me había dicho una cosa así. Gracias. —Las dos mujeres avanzaron por el pasillo cogidas del brazo—. Y no te preocupes por ese chico, yo me encargaré de que no le pase nada malo y de que cruce la frontera sin contratiempos.

—Le alegrará saberlo a mi hija. —Sonrió pensativa—. Estaba medio enamorada de él.

—No me extraña, es un hombre muy apuesto.

Antes de irse, Hanno salió a despedirse volviendo a reiterar su gratitud. Con mucha prudencia, le pidió que le comunicase a Elena que estaba bien.

—Se lo diré. Cuídate. Te deseo suerte.

Hanno se quedó en medio del pasillo, observando a las dos mujeres alejarse, pensativo y algo apesadumbrado. No comprendía por qué Elena no le había dicho que estaba comprometida con un hombre y que en poco tiempo iba a casarse; qué razón tenía para ocultarle una cosa así. No dejaba de pensar en la tarde anterior, en el contacto de su cuerpo y de sus labios. Estaba convencido de que ella sentía lo mismo que él. Adoraba a esa chica, la amaba apasionadamente, pero no podía ofrecerle nada. No era nadie, no tenía nada.