Las calles resplandecían de luz y la gente, vestida con sus mejores galas, paseaba bajo balcones engalanados con banderas y colgaduras. En el cielo se atisbaban algunas nubes blancas que, guateadas de algodón, se movían pesadas en un horizonte celeste.
Elena se había puesto ropa nueva, comprada unos días antes en compañía de su madre: una blusa de satén roja ceñida al talle y escote en forma de corazón, y una falda gris de línea aerodinámica; una moda muy americana, le había dicho la dependienta de la tienda; por si hacía fresco, había cogido una rebeca negra de lana fina; las medias color carne y los zapatos topolinos completaban el atuendo.
Se despidió de su madre con un beso; su padre, al ser día de fiesta, todavía dormía. Salió y descendió las escaleras hasta el segundo; se detuvo delante del domicilio de Mauricio Canales; habían quedado a las diez, y eran menos cinco. Llamó al timbre y esperó algo nerviosa.
Cuando el juez abrió la puerta la encontró con una sonrisa abierta, casi infantil, dispuesta a agradar a su prometido; pero su risa quedó helada ante la mirada contrariada del novio, recorriéndola de arriba abajo, desaprobando claramente lo que veía.
—¿Dónde te crees que vas así? —preguntó con el ceño fruncido.
Elena se miró a sí misma para intentar encontrar lo que podía haberle molestado.
—¿No te gusta?
—¿No pensarás que vas a ir de mi brazo con esa pinta?
Elena volvió a mirarse, pasmada por las palabras de Mauricio.
—Es ropa nueva… Voy bien, ¿no?
—¿Que vas bien? —Alzó las cejas con reprobación—. ¿Tú qué pretendes, que me pegue con medio Madrid porque mi prometida va buscando guerra y provocando como una furcia?
—Mauricio…, yo… no creo…
—Es tarde, Elena —la interrumpió con autoridad de magistral—, sube y cámbiate inmediatamente, no me gusta llegar tarde. Tenemos un banco reservado en las primeras filas y si nos retrasamos habrá que sortear a la chusma que se pone atrás.
—¿Y qué me pongo? —preguntó con ingenuo desconcierto.
—Algo más adecuado, vamos a misa, no de farra con unos amigos. Y recuerda quién eres, Elena, mi mujer ha de ser un ejemplo de discreción y recato, no olvides el puesto que ocupo. Cuanto antes lo aprendas, mejor.
Y cerró la puerta dejándola en el rellano, boqueando, incapaz de asimilar lo que acababa de pasar. Subió de nuevo al cuarto y su madre se sorprendió al verla de nuevo.
—¿Qué pasa? ¿Te has olvidado algo?
—Me ha dicho que me cambie…, que así no puedo ir.
Marta observó el aspecto de su hija para luego encoger los hombros.
—¿Que no puedes ir así? ¿Y cómo quiere que vayas?
—No sé…, dice que más discreta…, recatada.
Marta afirmó con un gesto de desaprobación contenida; tomó aire y lo soltó con desidia.
—Pronto empieza este. Anda, ven, vamos a ver si encontramos algún traje que le parezca bien a ese mojigato.
Se cambió y se puso un vestido camisero pasado de moda abotonado en el pecho, de flores marrones y rosas. Su madre le sugirió que se quitase también los zapatos porque no le pegaban con el vestido, así que se puso los viejos, y con la chaqueta en el brazo volvió a bajar a casa de Mauricio.
Cuando abrió, la miró otra vez de arriba abajo examinándola con esmero, hasta que relajó el gesto y sonrió satisfecho.
—Esto está mejor. Nos vamos.
—Paso un momento a ver a Julia, le dije ayer que se podía venir con nosotros.
—Ni hablar, Elena, de eso nada. No podemos esperar ni un minuto más, mi madre y mi tía deben de estar ya en la ermita y no me gusta que estén solas. —Cogió el sombrero y cerró la puerta.
—Pero es que ayer quedé en que iría a buscarla, necesita salir y que le dé el sol.
—Elena, no me gusta repetir las cosas, me parece una pérdida de tiempo. Si Julia Figueroa quiere salir a dar un paseo, que llame a su novio; tú tienes otras obligaciones.
No pudo o no quiso rechistar. Salieron a la calle y, una vez colocado el sombrero, Mauricio Canales volvió a mirarla como si le echase el último vistazo.
—¿Llevarás el velo para la misa?
—Lo llevo en el bolso.
Afirmó dando su aprobación; con un refinado gesto caballeroso le brindó su brazo, del que ella se colgó. Era la primera vez que estaba tan cerca de su prometido y se sentía incómoda; no sabía cómo andar, temía acercarse demasiado, molestarle en su paso, y eso le hacía caminar envarada, sin naturalidad. Por otro lado, no se le iba de la cabeza el recuerdo del encuentro con Hanno, sus besos y abrazos, su rostro, su olor, se le habían incrustado en los sentidos; había estado toda la noche deleitándose en ellos, soñando despierta en cómo sería su vida en aquel paraíso americano anhelado por todo aquel que pretendiera libertad. Con estos pensamientos y caminando tan cerca de Mauricio tuvo la angustiosa sensación de que podría llegar a notárselo, y eso le provocaba cierto desasosiego que le parecía imposible de disimular.
La pareja inició la marcha hacia la Gran Vía, desde donde tomarían un taxi que los llevase a la ermita de San Isidro. Cuando se alejaban, Elena se volvió para mirar las ventanas de la casa de Julia. Se iba a extrañar de que no fuera a buscarla, pobrecita, pensó. Mauricio, entonces, tiró de ella para que mirase al frente, y se dejó llevar con mansedumbre.
No se dirigieron la palabra durante el trayecto, atisbando ella por la ventanilla el ir y venir de la gente con aires de fiesta y alegría; era tal la afluencia de los que se dirigían a la pradera de San Isidro que, cerca ya de la ermita, acabó por convertirse en una multitud que dificultaba el avance del taxi, circunstancia que exasperó a Mauricio.
—¿No puede ir más deprisa? —le dijo al conductor—, a este paso llegaremos tarde a la misa.
—Como no quiera que me lleve al personal por delante… —replicó petulante el taxista.
—Pues no sería mala idea para limpiar las calles de esta turbamulta… —espetó furioso y contenido—. Maldita sea… No saben ni caminar por donde deben…
Cuando bajaron del taxi, Mauricio cogió del brazo a Elena, que ya llevaba el velo sobre su cabeza, y la arrastró hacia el interior del templo. Llegaron al segundo banco, donde ya estaban sentadas doña Melchora y Remedios Escamilla. El recibimiento no fue grato; reprocharon la tardanza y el hecho de que, después de estar de pie derecho (así lo dijo rugiendo en susurros doña Melchora) esperándoles en la puerta un buen rato, empujadas y zarandeadas por la multitud que ya abarrotaba la ermita, habían tenido que entrar ellas solas con el fin de evitar que les quitasen el sitio reservado para autoridades y sus familias.
Mauricio dijo que lo sentía y que no volvería a pasar. A Elena la sentaron entre el hijo y la madre, bien apretada entre los dos cuerpos al haber demasiada gente ocupando el mismo banco. Se sintió entre extraños, desconocidos que iban a pasar a formar parte de su vida cotidiana en muy poco tiempo. Sacudió sutilmente la cabeza para arrojar esas ideas de la mente y bajó los ojos al misal que ya tenía sobre las rodillas. Entonces se dio cuenta de que no se había confesado, de que no podría comulgar, y estaba segura de que a Mauricio no le iba a gustar. Giró la cabeza mirando a un lado y otro buscando un confesionario.
—¿Te puedes estar quieta? —le susurró él.
—Es que me quiero confesar —murmuró ella pegando la barbilla al pecho para evitar que doña Melchora la oyera.
—Ahora no. Si te levantas, te va a ver todo el mundo. ¿No podías haberlo pensado antes?
—No me he acordado.
Mauricio sentía la rabia que le quemaba por dentro. Qué clase de pecados podría tener para necesitar confesión. Empezó la misa, pero apenas atendió a lo que el párroco de La Paloma, celebrante principal, decía, ni siquiera fue capaz de atender con diligencia el sermón, a sabiendas de la costumbre que tenía su madre de comentar después su contenido. Desde que había estado en el despacho del comisario Olarte escuchando las palabras de Rafael Figueroa, le atormentaba la duda sobre la virtud de su prometida, pero a su vez, esa sombra cernida sobre su reputación encendía un deseo salaz hacia ella hasta extremos incontenibles, tanto que había tenido que acudir a un burdel en un vano intento de desahogar su frustración sin conseguirlo, debido a la creciente obsesión por lo prohibido, por lo que todavía no podía tomar hasta recibir la bendición de un cura a pesar de considerarlo ya suyo. Había tenido varias broncas con su madre por su empeño en retrasar la boda para hacer las cosas en condiciones, porque no había ninguna prisa, alegaba doña Melchora poco convencida todavía de la conveniencia para su hijo de una chica tan joven y con tan pocos recursos, qué más daba un mes antes que después; mejor esperar y hacerlo todo como Dios manda. Pero Mauricio veía un reto demasiado arduo el simple hecho de esperar. Él quería que la boda se celebrase ya, a principios de junio si fuera posible, no importaba el convite ni siquiera el viaje de novios, se podría organizar para agosto, una visita a San Sebastián o a Santander y para casa. Pero doña Melchora mandaba mucho más de lo que él estaba dispuesto a admitir, así que no tenía más remedio que atemperar su deseo.
Elena no se atrevió a levantarse a confesar y tampoco fue a comulgar, por lo que recibió la fría mirada de reproche de doña Melchora, así como un «Ya hablaremos tú y yo» de Mauricio, que sonaba a amenaza.
Sin embargo, toda la tensión reinante por la llegada precipitada a la ermita del Santo y el frío recibimiento de las dos mujeres, además de la censura por no levantarse a comulgar, parecieron quedar a un lado cuando salieron a la pradera, empapados del ambiente festivo, del que era casi imposible inhibirse. Así, el trato se relajó y Elena pudo disfrutar de los puestos de barquillos y rosquillas, de los organillos con sus sonidos melodiosos solazando el paseo; le fascinaba observar a las manolas moviéndose jacarandosas con las manos en las caderas, la flor roja o blanca en la cabeza y los vestidos largos de colores vivos envueltos en vistosos mantones de Manila, o el donaire de los chulapos con sus chaquetillas de rayas ajustadas al cuerpo, sus pantalones oscuros, botines y gorra a cuadros blanquinegra bien calada y el pañuelo anudado al cuello, que parecían haber sacado de casa toda la alegría, encerradas y ocultas las penas al menos por ese día. Los más atrevidos bailaban el chotis, con más o menos maña, al son de la vigorosa melodía que el organillero iba liberando a base de darle al manubrio.
Corría una brisa cálida que hacía agradable el paseo. Unas veces se agarraba, ya más confiada, al brazo de su prometido, y otras se soltaba para acercarse a algún puesto o detenerse para admirar algo que le llamase la atención. Luego volvía a buscar su brazo y continuaban hablando, riendo y comentando la fiesta, el tiempo, la primavera ya casi instalada en el cielo a pesar de los nubarrones que amenazaban las verbenas de la tarde. Elena estaba a gusto; incluso Mauricio, despojado de la severa solemnidad que le otorgaba la toga, parecía mucho más seductor, más campechano y cercano de lo que ella pensaba.
Doña Melchora y su hermana, cansadas del trajín, decidieron tomar un taxi y regresar a casa, dejando a la pareja que disfrutase del resto de la jornada. Mauricio consintió en todos los caprichos que le pidió Elena: le compró almendras garrapiñadas, una bolsa de barquillos y la invitó a una limonada. Luego se fueron a comer a un buen restaurante.
Elena pensó que no podría ir a ver a Hanno, era imposible escabullirse. Además, tenía que pedirle ayuda a Mauricio. Durante toda la comida estuvo pensando cómo afrontar el tema, incapaz de encontrar la manera ni el momento al copar la conversación Mauricio con temas tales como la boda, sus preferencias en la manera de llevar la intendencia de la casa, los hijos que a él le gustaría tener, viajes que había hecho y los que podrían hacer juntos. La perorata derrochada por Mauricio había sido tan arrolladora que hubo momentos en los que Elena se descubrió oyendo pero no escuchando, como si hubiera regresado de un sueño (dormida con los ojos abiertos y aparentemente atenta a las palabras sonantes) y de repente se viera de nuevo enfrente de aquel hombre que no dejaba de hacer planes sobre ellos dos y su futura vida en común.
Llegaron al portal cuando daban las cinco sin que Elena hubiera podido afrontar el tema; se le acababa el tiempo y la oportunidad; podrían pasar días hasta que se vieran de nuevo a solas, y la situación de Hanno no podía esperar; el tiempo corría en su contra. Tenía que hacerlo, al menos intentarlo. Estaba convencida de que si sabía explicárselo, Mauricio la ayudaría. En su condición de juez, no debía de resultarle nada complicado conseguir la documentación necesaria para que una persona saliera del país; si lo había hecho con Camilo Bonilla, por qué no iba a hacerlo con un chico inofensivo cuya única arma era su violín, eso pensaba ella con mágica candidez.
Subieron la escalera hablando de lo bueno que estaba el postre que habían pedido y de lo bien que lo habían pasado. Al llegar al descansillo del segundo, Mauricio se volvió hacia ella.
—¿Quieres pasar?
—No sé si debo…
—No te preocupes, no estaremos solos. La criada de mi madre suele pasarse por aquí para hacer limpieza y hoy es el día que toca.
—¿En el día de San Isidro se hace limpieza? —preguntó ella, convencida de que nadie trabajaba los días festivos y mucho menos los del santoral.
—Elena, estás hablando de una criada…
La respuesta fue en apariencia tan obvia que Elena no dijo nada. Aceptó, dispuesta a encontrar la forma de hablar a Mauricio del asunto que le interesaba.
La única vez que había estado en aquella casa había sido el día de la pedida de mano. La primera impresión que tuvo fue de rechazo. El pasillo tenía sus paredes cubiertas con un papel oscuro que le parecía horrible, y el salón, con aquellos muebles demasiado antiguos y demasiado rústicos para su gusto, resultaba de todo menos acogedor. Pero lo que más le había llamado la atención de aquella casa era el olor, un extraño olor a tiempo retenido mezclado con un aroma a colonia rancia, el mismo que dejaba Mauricio Canales a su paso cuando bajaba la escalera.
Entraron en el salón. A Elena le dio la sensación de que la casa estaba vacía porque no se oía trajinar a nadie y todo parecía cerrado a cal y canto.
—Siéntate, por favor. ¿Te apetece una copa de vino dulce? —le ofreció Mauricio destilando amabilidad.
—No, gracias. No bebo nada de alcohol.
—Eso está muy bien —dijo echando el mosto en una pequeña copa de cristal—, pero una copita de este vino no hace mal a nadie.
Se acercó y se la tendió. Elena cogió la copa obediente. Se había sentado en el mismo sillón en el que estuvo el día de la pedida. No se sentía muy cómoda a solas con él sin el bullicio de gente alrededor, pero intentó relajarse para afrontar la conversación sobre Hanno. No sabía cómo reaccionaría si le decía que se había escapado de la cárcel, pero tenía que convencerle de que no había hecho nada malo y que lo único que quería era salir de España y tocar su violín en América. Se estremecía al evocar las palabras de Hanno, escuchadas de sus labios tan cercanos, tan tiernos, tan voluptuosos, de la petición de matrimonio que le había hecho. Le resultaba chocante que en tan poco tiempo se le hubieran declarado dos hombres tan distintos entre sí y con motivaciones tan diferentes, y más paradójico era que, entre los dos, el que más le convenía a ojos del mundo era aquel al que no llegaría a querer nunca, teniendo que abandonar la opción que le pedía el corazón, la que en realidad deseaba, que era irse con aquel violinista bohemio (como le había calificado cariñosamente su madre) a recorrer la tierra prometida del otro lado del océano. Abismada en estos pensamientos, suspiró sin darse cuenta de que Mauricio la observaba.
—¿En qué estás pensando?, si puedo saberlo —preguntó el juez, de pie, con una mano en el bolsillo del pantalón y sosteniendo en la otra un vaso con güisqui.
—En nada.
—¿No te encuentras cómoda? Dentro de muy poco tiempo, este va a ser tu hogar.
—No, no, si estoy bien…, muy bien, lo que pasa es que… —calló y miró hacia la puerta del salón—. No oigo a la criada.
—Me gusta que el servicio sea discreto, no soporto las maritornes que arman ruido y molestan con su presencia. Las mujeres gárrulas me dan dolor de cabeza. Mi madre es de la misma opinión, por eso contrata a gente que no se hace notar cuando los señores están en casa.
—Ya… Pues esta sí que es silenciosa —dijo soltando una risa estúpida, fruto de los nervios.
—Elena, quiero que te sientas a gusto en esta casa, deseo hacerte feliz, créeme. Ahora mi objetivo principal es ese, hacerte la vida fácil y más grata; puedes disponer de lo que quieras y cuando quieras —se calló un instante y sonrió abiertamente—; si te gustan las criadas parlanchinas, contrataremos a las más habladoras de todo Madrid, y si no las encontramos aquí, pues las buscaremos por el resto del mundo hasta dar con lo que tú quieras.
Elena le miró y encontró en él un gesto amable, sereno y tranquilo. Era el momento, pensó. Bajó la cabeza sin saber cómo empezar.
—Mauricio, ¿te podría pedir un favor? —preguntó para romper el hielo que congelaba sus palabras.
—Ya te he dicho que estoy para complacerte, Elena.
—Es que tengo un amigo que tiene un problema…
—¿Un amigo?
—Bueno, no exactamente, es más bien un… conocido, pero tiene un problema.
—¿Qué clase de problema?
—Es que… necesita… —Elena no podía disimular su nerviosismo, aumentado porque Mauricio se sentó frente a ella, tan cerca que su pie, cruzada su pierna sobre la rodilla de la otra, casi le rozó la falda—. Necesita salir de España.
El silencio, añadido a la mirada de Mauricio, cortó el aire que respiraba Elena.
—¿Tienes un… amigo?
—Conocido —puntualizó de inmediato ella para no comprometer la situación—, solo es un conocido.
—Rectifico entonces, ¿tienes un… conocido que necesita salir de España? —Las palabras salían de sus labios lentas, medidas; la voz grave, inquisitorial.
—Es que como tú has arreglado los papeles a Camilo Bonilla para que se vaya a Nueva York, y este chico quiere ir también allí, pues he pensado que tú…, como eres juez, que a lo mejor podrías arreglarle el asunto.
—¿Y a qué se dedica ese… conocido tuyo…, ese casi amigo?
—Es músico —dijo convencida, sin darse cuenta de que con sus palabras estaba clavando un afilado cuchillo en el centro de la vanidad del juez que le estaba lacerando por dentro—. Toca el violín y lo hace muy bien. Si pudieras oírle…
Mauricio Canales tomó aire para mantener la calma. Bebió un trago de su vaso y lo dejó en la mesa. Cogió con parsimonia un cigarrillo y lo encendió, todo sin mirarla ni una sola vez.
Por un momento le llegó a enternecer la candidez de la chica. Sabía muy bien de qué clase de amigo le hablaba, cómo no iba a saberlo. Le habían comunicado que Johann Merkt se había fugado de la prisión junto a otros tres alemanes hacía dos días ocultándose en una camioneta de la basura. Ya se había detenido a los otros evadidos; sin embargo, no había sido posible dar con el que más le interesaba. Y ahora, su prometida, cándida e ingenua, se lo estaba poniendo en bandeja. Se preguntaba dónde estaría escondido. Era evidente que le había visto, o al menos se había puesto en contacto con él de alguna manera. Pepe Mateos la había seguido hasta una casa de comidas de la plaza de Jesús, donde entraba para volver a salir al poco rato. Se trataba de un lugar conocido por la parejita (como se refería a ellos el Orejas con sorna), porque allí habían comido alguna que otra vez juntos. Desde que le había quitado de la circulación, Elena había acudido cuatro veces, la última ayer mismo, a mediodía; a la salida, según le informó el Orejas, la notó más nerviosa, como si estuviera gratamente alterada. Pepe Mateos tenía habilidad para calar el sentir de la gente, por esa razón, y oyendo lo que acababa de decir Elena, estaba claro que en esa casa de comidas sabían algo del violinista. Fumaba con aparente tranquilidad mirándola con tanta fijeza que Elena se removió inquieta.
—Y dices que quiere salir de España. ¿Y por qué no le dices que venga a verme y hablamos del tema?
—Es que…, bueno, no puede, porque se ha… —De repente le subió un calor por el cuello porque se dio cuenta de que un juez nunca querría ayudar a un fugado. Tomó aire y tragó saliva esquivando la mirada de Mauricio.
—Tal vez… ¿tiene problemas con la justicia? —preguntó él condescendiente.
Tenía que facilitarle las cosas. El juez sabía que no debía espantar la presa; ya que le había mostrado su simpleza ingenua, debía aprovecharse de ella.
—La verdad es que sí.
—¿Necesita documentación legal para poder salir del país?
Ella lo miró como si la estuviera salvando de un naufragio.
—Sí. Eso es exactamente. Pero él no ha hecho nada, Mauricio. Te lo aseguro. No ha hecho nada.
Mauricio cogió el vaso con una sonrisa maliciosa en los labios, dio un trago y luego aspiró el humo soltándolo a continuación con parsimonia.
—Está bien, ayudaré a tu amigo. Le tramitaré la documentación necesaria para que pueda salir del país.
—¿Lo harás? —Elena estuvo a punto de saltar a su cuello para darle un abrazo, pero se contuvo a tiempo. Su sonrisa iluminó su cara y se irguió ufana por haber conseguido su propósito—. Gracias, muchas gracias, Mauricio. Eres muy bueno.
Mauricio atisbó la curva de su pecho y sintió un latigazo por dentro. Apuró el güisqui y se levantó pausado a llenarse el vaso.
—Brindemos por tu amigo y por su viaje a las Américas.
Elena bebió sin poder disimular la satisfacción que le rebosaba.
—¿Cuándo podrás arreglárselo? Es un poco urgente…
—Urgente, dices —repitió Mauricio con una mueca obsequiosa.
—Sí, necesita salir cuanto antes.
—Tramitar la documentación para un… amigo lleva su tiempo. Además, tiene unos costes. ¿Qué me da tu amigo a cambio?
Elena abrió la boca sorprendida, para luego cerrarla. Movió la cabeza a un lado y a otro.
—No puede darte nada, no tiene nada. Lo único de valor que posee es su violín y ese es su medio de vida, es como si formase parte de su cuerpo; separarse de él sería como si le arrancaran un brazo.
Mauricio bebió un trago largo y sintió el líquido arrastrando su ira por la garganta.
—Veo que sabes mucho de ese conocido…, y parece que le aprecias.
—Bueno, no es eso, es que es un buen chico y quiero ayudarle, eso es todo.
—Entonces ese conocido tuyo…, casi amigo, no tiene nada con que pagar el favor que me pides; un favor, por otra parte, muy delicado, no sé si lo sabes.
—Ya, pero los favores no se cobran, ¿no?
—Yo sí, de ese modo ni debo ni me debe nadie. —Dejó el vaso en la mesa y se levantó tendiéndole la mano—. Ven, quiero enseñarte algo.
Elena dejó la copa y se levantó animada por la idea de que Hanno tendría papeles. Salieron del salón y se dirigieron al final del pasillo; Mauricio llevaba de la mano a Elena. Se detuvo delante de una puerta y la abrió.
—Adelante, pasa, no temas.
Elena tomó aire porque la estancia a la que la invitaba a entrar era su alcoba: a la vista, su cama, y a un lado, la ventana cubierta por los visillos que ella veía desde su atalaya. Como un torrente frío y demoledor le vino a la memoria la noche de la fiesta que acompañó a Basilio. Aquel hombre de aspecto encantador, su voz silbante y embaucadora, abriendo la puerta e invitándola a entrar en una habitación mucho más grande y bonita que aquella, haciendo lo mismo y diciendo las mismas palabras que había pronunciado Mauricio, «Adelante, no tengas miedo».
Se detuvo en el umbral.
—Mauricio, no creo que sea conveniente.
—Elena, soy tu prometido, nos vamos a casar dentro de poco, ¿piensas que puedo querer algo malo para ti? Solo quiero enseñarte algo. Vamos, pasa. Confía en mí. Aprende eso también, a confiar en quien va a ser tu compañero el resto de tu vida.
Aquellas palabras estremecieron a Elena. Sintió su mano en su cintura impeliéndola con sutileza para que entrase, y lo hizo, de nuevo lo hizo, y como había ocurrido con aquel alemán, la puerta se cerró a su espalda, y se volvió y se sintió de nuevo encerrada.
—Mauricio, me quiero ir…
—¿Es que no quieres que le arregle los papeles a tu amigo?
—Sí, pero no está bien que estemos aquí, en tu habitación. No está bien…
—No está bien —repitió irónico—. ¿Tú sabes lo que está bien y lo que está mal, Elena?
Elena encogió los hombros insegura.
—El que estemos aquí solos no está bien.
Mauricio no dijo nada, la estuvo mirando durante un rato, tanto que Elena se removió incómoda.
—No me gusta nada ese vestido que llevas.
Elena lo miró sorprendida. Se revisó como si comprobase la ropa que llevaba puesta y volvió a mirarle.
—Pero si me has dicho antes que iba bien…
—Quítatelo.
—¿Cómo?
—Ya te he dicho que no me gusta repetir las cosas. Quítate ese horrible vestido.
Elena se fue hacia la puerta dispuesta a salir de allí, pero tuvo que detenerse, agarrada la mano al pomo al notar la brusquedad de las palabras de Mauricio.
—Ni se te ocurra marcharte. —La voz de Mauricio entró en sus oídos como un frío cuchillo.
—Esto no está bien, Mauricio.
—Haz lo que te digo o te aseguro que tu amigo lo va a pasar muy mal.
Ella se volvió y se encaró con él.
—¿Qué quieres decir?
Mauricio la miró fijamente un rato.
—Quiero cobrarme el favor que le voy a hacer a tu amigo. Desnúdate, Elena, no me obligues a hacerlo a mí. Solo quiero verte sin ese horrible vestido que no te merece.
Elena sintió la mente espesa, como si una nebulosa se hubiera filtrado en sus pensamientos a través de sus ojos. Después de un rato, incapaz de reaccionar, sin pensar, desabrochó uno a uno los botones de su vestido y, lentamente, dejó que se deslizase hasta quedar en sus tobillos. La enagua blanca cubría su piel pero dejaba entrever sus curvas.
—Deja que me vaya, por favor… —musitó Elena, cerrando los ojos para no ver la mirada lasciva que proyectaba sobre ella.
Mauricio la rodeó y se puso a su espalda.
Sentía su respiración acelerada en la nuca. Intentó moverse, pero él la retuvo agarrándola por los hombros con firmeza. Luego, un escalofrío le recorrió la espalda cuando sintió sus labios cálidos y húmedos en su cuello y sus manos bajaron lentamente hasta tocar sus pechos. Se removió de nuevo y entonces oyó su voz susurrante envuelta en una autoridad impenitente.
—Te vas a estar muy quietecita mientras yo compruebo si, como dicen por ahí, le has dado a otro lo que por derecho me pertenece.
Aquellas palabras arrancaron la voluntad de Elena, paralizando cada uno de sus músculos. Notó las manos de Mauricio deslizar de sus hombros los tirantes de la enagua, que se precipitó a sus pies, y luego sus dedos hurgando en los corchetes del sostén y la liberación de la sujeción.
—Mauricio…, por favor…
—Sshh, calla. —Su voz era suave y susurrante—. No digas nada, ven.
Solo en ese momento abrió los ojos para verse arrastrada a la cama. Se resistió tímidamente, vedada su mente para rebelarse, sin entender por qué no lo hacía, por qué no le detenía. La hizo sentarse y luego la empujó suavemente para que se tumbase, quedando él de pie, mirándola. Desde aquella postura, pensó que aquel hombre era un gigante que había sometido su voluntad. Vio cómo se desabrochaba el pantalón y volvió a cerrar los ojos. Cuando sintió su peso sobre ella se removió, pero su voz, conminándola a que se estuviera quieta, volvió a impedir su propósito.
Notó primero su piel, fría y sudorosa, y la firmeza de su sexo sobre su vientre y sus manos amasando su cuerpo y su rodilla abriéndose paso entre sus muslos, y luego apretó los ojos y los labios y estiró el cuello como si quisiera dejar su mente al margen de aquel momento. A la impetuosa embestida percibió un dolor agudo y punzante. No pensó nada, cerró su razón a cualquier sentimiento que tuviera su cuerpo y durante el tiempo que duró aquello, dejó de ser ella. Oía su respiración acelerada, sus suspiros cada vez más vehementes, más fuertes, hasta que de repente todo se detuvo.
En cuanto se vio liberada, se levantó y recogió su ropa sin mirar a su espalda. Cuando se estaba vistiendo se dio cuenta de que tenía sangre en los muslos. Lloró con amargura y siguió vistiéndose, sin importar que se manchase la ropa.
—Elena…
Ella se volvió furiosa.
—¡Déjame en paz, no quiero volver a verte en la vida! ¿Me oyes? Eres un…
Mauricio se levantó y ella, al verlo, se volvió para abrir la puerta, pero él se lo impidió, cogiéndola con fuerza del brazo.
—¡Déjame! —gritó.
—Cállate la boca si no quieres que te la parta —le espetó zarandeándola furioso—. Y escucha muy bien lo que te voy a decir. Lo que hoy ha pasado será algo habitual en muy poco tiempo. Tan solo me he tomado un aperitivo de lo que será mío cuando seas mi esposa —calló un instante y esbozó una sonrisa, aflojando la presión de su mano—. Estoy contento porque he sido yo quien te ha estrenado. Eso me gusta. Había pensado otra cosa y reconozco que me equivoqué contigo. A partir de ahora, te aseguro que todo va a ir mucho mejor entre nosotros.
—No me voy a casar contigo. Le voy a decir a todo el mundo lo que me has hecho.
—Tú no vas a decir nada a nadie de lo que ha pasado aquí. Es una cosa entre tú y yo.
—Que te crees tú eso. —La rabia de Elena le rebosaba por cada poro de su piel—. Todo el mundo va a saber qué clase de hombre eres…
—A mí nadie me amenaza —la interrumpió frunciendo el ceño—, ¿te enteras? Y me repugna la gente desagradecida.
—Yo no tengo nada que agradecerte. No quiero que hagas esos papeles a mi amigo. No quiero nada tuyo. Y no te amenazo.
Mauricio la miró unos segundos con una mueca mordaz y fría en los labios.
—Elena, escúchame bien, tú no vas a decir nada de lo que ha pasado aquí porque si lo haces me puedes perjudicar mucho, y eso no nos conviene a ninguno, ni a mí, ni a tu padre, y tampoco a ti.
—Cuando mi padre sepa lo que me has hecho… ¡Nadie te va a volver a mirar a la cara!
Mauricio mostraba una tranquilidad que exasperaba aún más el blando ánimo de Elena.
—A ver si te lo explico con más claridad, Elena. Tú vas a mantener la boca bien cerrada porque, como yo me entere de que le has ido con el cuento a alguien, te aseguro que yo mismo me encargaré de que pases una buena temporada en la cárcel. Recuerda que gracias a mí no has sido detenida. —Consciente del efecto demoledor que le estaban causando sus palabras, Mauricio se acercó un poco más a ella—. Tengo en mis manos tu libertad; si te callas y te casas conmigo, vivirás como una reina; de lo contrario, puedo hacer que te caigan más de diez años de prisión. Piensa un poco, Elena, una vida grata y cómoda a mi lado, o la cárcel.
—Serías capaz… —susurró ella acongojada y con un nudo en la garganta.
—Claro —contestó ufano—. Mi reputación está por encima de nimiedades de una golfa que voy a convertir en mi esposa. Y ahora, ve al baño; lávate y arréglate el pelo, no quiero que nadie murmure sobre tu aspecto. Y date prisa, tienes que subir a tu casa. No quiero que tus padres piensen que no respeto a su hija haciéndola llegar a horas intempestivas para una señorita.
Elena entró en el cuarto de baño, se miró en el espejo y no se reconoció. Se lavó la cara y su sexo dolorido, sin dejar de llorar. Se atusó el pelo y salió al pasillo.
Cuando se encaminaba a la puerta, Mauricio salió a su paso.
—Tengo que irme.
—Recuérdalo, Elena, ni una palabra. Y buena cara —dijo cogiéndole la barbilla y levantándola para que le mirase—. Si me haces caso, te garantizo que todo irá como la seda. Ya lo verás.
Elena salió al descansillo y empezó a subir la escalera, pero cuando llegó al tercero se detuvo. Esperó unos segundos para asegurarse de que Mauricio se había alejado de la puerta, descendió de nuevo y pasó de puntillas por delante de su puerta, bajó a la calle y echó a andar apretando los puños contra su vientre, conteniendo las lágrimas, intentando respirar a bocanadas el aire que parecía faltarle, sintiendo un dolor intenso que le atravesaba la carne. Cuando llegó frente a la puerta de Casa Rufino, se quedó quieta, sintiendo un terrible desamparo, una terrible sensación de soledad.