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Elena Montejano llevaba más de una hora sentada en el borde de la cama de Julita. La habitación permanecía en una amortiguada penumbra a pesar de que ya pasaba el mediodía, con las cortinas echadas evitando que el esplendor de la primavera penetrase a raudales por la cristalera. Julia lo quería así, decía que le molestaba la claridad. Seguía con los dolores de cabeza que la mantenían postrada y casi a oscuras. Llevaba así quince días, sin apenas levantarse de la cama, sin querer hablar con nadie, aunque agradecía la compañía de su amiga; por eso Elena bajaba a verla cada día y se quedaba con ella un buen rato, casi siempre en silencio porque poco había que decir, y lo que se hablaba se convertía en susurros como si tuvieran miedo a ser escuchadas aunque nadie hubiera que pudiera hacerlo porque la casa de los Figueroa parecía vacía, sin vida, sumida en una extraña sensación de soledad que se había instalado en aquel piso.

Doña Virtudes apenas salía de la sala del mirador si no era para ir a la misa de primera hora o para sentarse a la mesa; a veces rezaba, otras, las más, miraba absorta por la ventana sin pensar en nada, o en todo, incapaz de analizar o de comprender la causa de sus desgracias; cuando se movía por la casa lo hacía sigilosa, vagando como alma en pena, tan ligera que parecía levitar por no dejar constancia de su presencia, lo que provocaba algún que otro susto a la pobre Venancia, que de repente se la encontraba de sopetón sin saber ni el cómo ni por dónde de su fantasmal aparición; de vez en cuando se asomaba a la alcoba de su hija y, sin apenas acercarse, preguntaba si se encontraba bien, su gesto distante, incómoda, seria, rígida, sin ningún atisbo de calor maternal, apesadumbrada siempre como si arrastrase sobre ella la penitencia de todos los pecados de la humanidad.

Virtuditas, por su parte, una vez pasados los oficios y celebraciones propios de la Semana Santa, se pasaba el día fuera, haciendo obras piadosas entre los más necesitados, impartiendo clases de hogar y de cocina a pesar de que nada sabía ni de una cosa ni de otra, siguiendo los pasos de María Antonia Zarzalejos, una mujer de Acción Católica dos años mayor que ella, a quien había conocido en unos ejercicios espirituales celebrados durante la Cuaresma y que la tenía obnubilada por su personalidad arrolladora, fascinada por su forma de estar y de moverse en el mundo, por su palabra, incluso por una atrayente y arrebatadora belleza, irradiada a pesar de permanecer ocultos sus encantos bajo las castas ropas.

Elena hizo amago de levantarse.

—Me voy a tener que marchar.

—No te vayas —protestó Julita desde la blandura de su almohada—, todavía es pronto.

—Tengo que salir, Julia.

—Cuando te vas, me quedo tan sola…

—Mañana vendré otro rato, pero tienes que intentar levantarte. No puedes quedarte todo el día en la cama metida.

—No quiero levantarme. Me mareo si lo hago.

—Claro, no me extraña. Aquí todo el día encamada, sin salir y sin ver la luz, con el tiempo tan bueno que hace ya. Además, me ha dicho Venancia que apenas comes.

—Me quiero morir.

—No digas tontunas. —Elena cogió la mano de su amiga y la apretó con afecto—. Mañana es San Isidro. Mauricio me ha dicho que me va a llevar a la misa que celebran en la ermita del Santo, y luego daremos una vuelta por los puestos. También van a venir doña Melchora y la tía de Mauricio. Si quieres, te paso a buscar y te vienes.

Julia la miró un rato en silencio.

—¿Ya sabes la fecha de la boda? —preguntó.

—Todavía no. Doña Melchora no quiere convite y Mauricio dice que sí. Así que en esas están.

—¿Y tú lo quieres?

Elena encogió los hombros.

—A mí me da igual, que hagan lo que quieran. ¿Te vendrás conmigo? El médico ha dicho que puedes levantarte.

—No sé. Ya veré cómo amanezco mañana, pero ya te adelanto que no me apetece mucho. Si fuéramos solas, pero con ese…

De nuevo el silencio cortaba el aire entre las dos amigas, dudas y penas disimuladas a ratos, temores a la incertidumbre de un futuro errado antes incluso de vislumbrarse a sus ojos, miedo a las secuelas de equívocos cometidos y por cometer, a los vientos helados que se avecinaban a pesar de que el tiempo veraniego ya se empezaba a presentir.

—¿Sigues manchando? —preguntó Elena después de un rato.

—No tanto, pero me siento tan débil. No me apetece ni abrir los ojos.

Elena no estaba segura de preguntar, sabía que era un tema delicado.

—¿Te ha llamado Dionisio?

Julia Figueroa negó con la cabeza.

—No me importa. No quiero verle nunca más.

El llanto volvió a arrasarle los ojos, ya quemados por lágrimas constantes; Elena intentó consolarla.

—No te merece. Es un idiota. Ya encontrarás a otro mejor.

—¿Quién me va a querer con lo que he hecho? Dime, ¿quién? Me voy a quedar sola para toda la vida. Ni para monja valgo…

El llanto inundó las sábanas y las palabras de aliento de Elena ocuparon los minutos siguientes; pero qué podía decirle; rebuscaba en su mente algún lenitivo que resultase efectivo para lo que Julia Figueroa penaba. No había consuelo posible para ella que no fuera el paso del tiempo, el transcurrir de los días para echar sombras a lo hecho, a la pérdida irreparable, al daño incuestionable. Después de intentar animarla de todas las maneras posibles, Elena Montejano había llegado a la conclusión de que la profunda herida inferida en el corazón de Julia Figueroa tardaría mucho en curarse.

—Tengo que marcharme —dijo cuando la notó algo más calmada; se levantó y le dio un beso en la frente—. Luego pasaré para quedar mañana a la misa. Te vienes conmigo y no se hable más. Aquí metida se atontolina una; no te vas a recuperar nunca si sigues ahí encajada.

Julia no dijo nada. No podía decir nada porque no podía explicar lo que sentía; cómo expresar el vacío inmenso, frío, ocupado solo por el peso plomizo de la culpa, una culpa que la ahogaba y no la dejaba dormir, ni comer, ni pensar con claridad, convertidos sus días en un lóbrego y sórdido celaje.

Cuando salió de la habitación, Julia se mantuvo alerta oyendo los pasos de su amiga alejarse hacia la puerta, con el deseo infinito de salir corriendo tras ella y huir de aquella ratonera en la que estaba metida, pero otras fuerzas que no eran suyas y sobre las que no tenía voluntad la obligaban a quedarse quieta, engullida por la lana del colchón y retenida por las sábanas blancas, amarrada a su propia desesperación, cumpliendo el sacrificio de su necedad.

Elena sabía que tenía tiempo de sobra para acercarse a la casa de comidas. Cada martes acudía allí con el fin de saber si había noticias de Hanno, encontrando siempre la misma respuesta negativa del señor Rufino. Doña Paula la obligaba a sentarse y la invitaba a una taza de café o a un refresco, y charlaban un rato. No les había dicho que se iba a casar; le parecía que si lo decía sería imposible echar marcha atrás, romper el hechizo en el que se consideraba aojada y detener lo que parecía inevitable; pero a pesar del esfuerzo invertido en no pensar, en no considerarlo parte de su vida, cada día que pasaba le acercaba más a esa boda que era la suya: la compra de sábanas, mantelerías, toallas y otros enseres que ya había empezado a encargar doña Melchora, todo a su gusto, ya que, a pesar de que era Elena quien tenía que elegir (eso decía su futura suegra), a la hora de escoger no la dejaba meter baza, y cuando le preguntaba (en muy contadas ocasiones) parecía no esperar respuesta, al menos de Elena, porque era la misma doña Melchora quien se contestaba a sí misma y salía de sus propias dudas.

Sin embargo, aquel día, cuando abrió la puerta de Casa Rufino, notó que había algo nuevo por la expresión de doña Paula. En el local había bastante jaleo; todas las mesas estaban ocupadas menos una; albañiles y trabajadores de una obra cercana comían con ansia el cocido de Rufino, mientras doña Paula recorría de aquí para allá las mesas, sirviendo jarras de vino, cestas de pan y fuentes colmadas de garbanzos y berza.

—Pasa a la cocina, anda…

Le había dicho doña Paula acercándose un instante a ella con una sopera humeante en las manos. Los hombres miraban de reojo a la recién llegada, suscitada su atención al no ser algo habitual entre la clientela que entrase una chica guapa y sola en el local.

Elena pasó por detrás de la barra y empujó la puerta de la cocina. Allí estaba el señor Rufino afanado en distribuir un flan enorme en distintos platos. Al oír la puerta levantó la vista dispuesto a dar órdenes a su esposa, pero cuando vio a Elena detuvo toda actividad y se quedó con la pala de servir suspendida en la mano con un trozo de flan oscilantemente mórbido sobre ella en un difícil equilibrio que terminó por ceder precipitándose a la fuente de donde lo acababa de coger.

—Elena. —El mesonero miró a un lado y a otro como si comprobase que nadie veía su encuentro. Dejó la paleta, hizo el gesto inconsciente de secarse las manos con el mandil y se acercó a ella—. Tengo noticias —dijo en un susurro.

—¿De…?

Tuvo que callarse antes de pronunciar el nombre porque así se lo pidió con un enérgico gesto el señor Rufino.

En ese momento entró Paula y le pidió los flanes.

—Ahí los tienes —dijo él—. Ahora vuelvo.

El matrimonio se miró y la mujer le dijo un «Ten cuidado» inquietante.

Luego le hizo a Elena una seña para que lo siguiera y salieron por la parte de atrás a un patio interior; sacó del bolsillo una llave que introdujo en la cerradura de otra puerta situada enfrente. Le indicó que entrase.

—Voy a encerrarte, volveré en unos minutos. —Se acercó a ella mientras cruzaba el umbral y le habló muy quedo—. Por favor, no hagáis ni un solo ruido…

Elena no entendía nada, pero hizo lo que el señor Rufino le dijo. Una vez dentro vio cómo el mesonero cerraba la puerta echando la llave y oyó cómo se alejaba. Se volvió algo confusa para ver una habitación en penumbra. Olía a especias, tela de saco y madera empapada de vino. Cuando los ojos se le acostumbraron, se dio cuenta de que debía de estar en el almacén de la casa de comidas.

—Elena.

La voz de Hanno hizo que su corazón saltara de emoción. Miró a un lado y otro y le vio salir de detrás de una alacena sonriente.

—Hanno… —No pudo reprimirse y se lanzó a sus brazos—. ¿Cómo es que…? Hanno…, pero cómo…

—Elena…

Las caricias y abrazos se perdían sin recato en los cuerpos, envueltos en la sombra y amparados en ella, como si ambos hubieran perdido cualquier atisbo de pudor o vergüenza. Aquella fue la primera vez que Hanno le besó los labios, y la primera que Elena sintió la presión de su cuerpo en el suyo; la sensación de abismo la hizo pensar que se elevaba del suelo para levitar. Fueron unos minutos de abrazos y besos desordenados, ansiosos, oliendo el aliento del otro, el sudor del tiempo, el aroma desprendido de la piel acariciada.

—¿Cuándo has salido? —preguntó Elena una vez que las ansias se calmaron, de pie los dos, abrazados, enlazado el uno al otro como si nada ni nadie tuviera suficiente fuerza de separarlos.

—Me he escapado.

Elena, que mantenía el rostro pegado a su pecho, lo miró alarmada, acariciando sus mejillas, que olían a jabón.

—¿Te has escapado? Y ahora ¿qué vas a hacer?

—Tengo que salir de España. No puedo quedarme. Es imposible. Solo he vuelto a Madrid para verte y para recoger mi violín.

—¿Y adónde irás?

—No lo sé… Intentaré llegar a América.

Elena se quedó mirándole en silencio. Todos los que pretendían huir pensaban en América. Aquel lugar tan lejano parecía el paraíso. Los ojos de él permanecían clavados en los suyos como si se quisiera beber su mirada. Tenía su pecho pegado a su torso y se sentía bien. Pensó que nunca antes había estado tan cerca de un hombre. Entonces su rostro se ensombreció y bajó los ojos, aflojando el abrazo y dejando caer sus manos hasta ese momento aferradas a la espalda de Hanno.

—Ya no volveré a verte…

Su voz salía rota. Se dio la vuelta para evitar revelar el incipiente llanto.

—Elena, quiero que vengas conmigo —dijo él con una firmeza arrebatadora, cogiéndola por los hombros y acercando la cara a su pelo.

—Yo no puedo…

—Elena, te quiero y quiero pasar toda mi vida a tu lado.

Ella se volvió hacia él, lo miró lánguida y sonrió con tristeza.

—Cómo puedes decir eso, si apenas me conoces…

—Lo suficiente para saber que eres la mujer de mi vida, la mujer con la que siempre soñé compartir mi existencia.

—Ya… —añadió compungida—, pero yo no puedo acompañarte; además, no lo haría porque…

—¿No me quieres?

Ella le miró a los ojos con ternura.

—Claro que te quiero, desde el primer momento en que te vi…

—Pues entonces, ¿qué nos impide estar juntos?

Ella sonrió con la pesadumbre reflejada en sus labios.

—Todo, Hanno, todo a mi alrededor me impide estar contigo. Las cosas no funcionan como tú quieres, yo no soy libre como tú… Mis padres no consentirían que nosotros…, que tú y yo… Aquí, si no hay matrimonio por medio…

—Pues casémonos. Ahora mismo si es necesario.

Ella cambió la pesadumbre por un mohín de dicha contenida.

—¿Me estás pidiendo que me case contigo?

—Te pido la luna si tú la quieres. Claro que quiero que te cases conmigo. Te amo, Elena, te amo más…, más que a mi música. Tu recuerdo me ha acompañado cada minuto, cada hora, cada día y cada noche de mi encierro. Tú ocupas mi vida, ya no sabría vivir si no es a tu lado…

Sus últimas palabras habían sido tan sinceras, tan llenas de súplica, cargadas de tanta ternura que Elena se estremeció y dejó que la envolviera de nuevo con su acogedor abrazo.

—Pero Hanno… —le dijo con la mejilla pegada a su pecho—, yo no puedo… ¿No lo entiendes? —Volvió a mirarle a los ojos—. No puedo llegar a casa y decirle a mi padre que me voy contigo.

Hanno bajó los ojos al suelo, derrotado, para luego volver a alzar la mirada al rostro anhelante de Elena.

—Te esperaré en América. Sé que necesitas tiempo, arreglar las cosas con tu familia, explicarles. Yo no puedo esperar, Elena, tengo que irme. Los estoy poniendo en un grave aprieto —dijo refiriéndose a los mesoneros—. Bastante he abusado de su confianza. Pero estoy seguro de que tu madre no se opondrá a nuestro amor, Elena, lo sé, ella es consciente de lo que sentimos, nos ha visto juntos.

Ella volvió a ponerse seria y a darle la espalda. Le había venido a la cabeza Mauricio y su boda. ¿Cómo decirle que estaba ya comprometida y que se iba a casar con otro en cuestión de unos meses? Negó con la cabeza y repitió, apenas musitando, que no podía ser.

—Comprendo que estés desconcertada, que no te esperases esto. Pero las circunstancias son las que son. Si consigo salir de España, te escribiré…

—¿Y si no lo consigues? ¿Y si te cogen antes de salir?

Esquivando la mirada de Elena, dio un largo y pesado suspiro.

—Tengo que intentarlo. No puedo rendirme.

—Tú no has hecho nada. No pueden culparte de nada. Tan solo tocas música en la calle. Es posible que si te entregas…, tal vez si explicas…

Hanno puso su mano sobre los labios de Elena para hacerla callar. Ella aspiró el aire para meterse en los sentidos ese aroma a polvo y madera.

—Si lo hago, me expulsarán del país y me entregarán al gobierno alemán. Ya te dije que en Alemania la deserción se paga con la vida. Estaban a punto de hacerlo, por eso tuve que escaparme. No hay otra solución, Elena.

—Tiene que haberla —replicó Elena con una idea rondándole la cabeza. Podía ser un disparate, pero si sabía hacerlo podría resultar—. A lo mejor puedo ayudarte.

—¿Tú? ¿Cómo?

—Hay alguien que conozco y que tiene muchas influencias…

—No quiero implicarte en nada que te perjudique.

—No te preocupes. No me pasará nada.

En ese momento se oyó ruido en el patio. El señor Rufino metió la llave en la cerradura y abrió.

—Elena, tienes que marcharte. Te ha visto entrar mucha gente y no quiero que nadie sospeche.

—¿Puedo volver mañana?

La figura del señor Rufino parado en el umbral de la puerta se recortaba en la claridad del patio.

—Puedes, pero ven un poco antes. Esta es muy mala hora.

Elena abrazó a Hanno pegándose a él con ansia. Se besaron varias veces hasta que el mesonero volvió a instar a Elena para que saliera.

—Volveré mañana.

—Piensa en todo lo que te he dicho, Elena, piénsalo… Te esperaré siempre…

El señor Rufino cerró la puerta dejando en el interior oscuro a Hanno; pasaron de nuevo a la cocina.

—Elena —le dijo el mesonero—, no te aseguro que mañana esté aquí. Yo no le puedo ocultar por más tiempo. Me estoy jugando el pescuezo, compréndelo.

—Lo entiendo. Voy a intentar hablar con alguien para ver si puede ayudarle.

—No le digas a nadie que está aquí —lo dijo casi suplicante—. Me buscas un lío y de los gordos.

—No se preocupe, señor Rufino, no le diré a nadie que está aquí.

—Si pudiera conseguir papeles… Pero yo no tengo dinero, ni contactos, ni influencias que puedan ayudarle.

—Yo sí. Déjeme intentarlo.

—Ten mucho cuidado, niña, esto es muy peligroso.

—Lo tendré.