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—Entonces, señor Figueroa, ¿su hijo Basilio trabaja para Freiherr von Schwarzschild, más conocido como el barón o el Káiser?

—No sé si mi hijo trabaja para ese hombre, pero sí es cierto que conoce de sus sucios negocios, y por lo que sé, ha intervenido en alguno de ellos.

El comisario Olarte y don Mauricio Canales se miraron serios.

—¿Sabe usted qué clase de negocios? —preguntó el comisario con aparente prudencia.

—No estoy muy seguro, pero creo que tráfico de drogas y… —Miró un instante a Mauricio Canales—. También prostitución; tengo entendido que consigue chicas… menores.

—¿Quién le ha informado de esa clase de negocios del barón? —Hizo un movimiento al aire con la mano.

—Tengo mis contactos.

—¿Se refiere a su hijo cuando habla de contactos?

—Mi hijo está desaparecido desde hace dos semanas.

—¿Desaparecido? ¿Por propia voluntad, tal vez…?

—Sí.

—¿Sabe dónde está?

Rafael Figueroa fijó sus ojos en el comisario, que le miraba desde el otro lado de la mesa, ceñudo, su calva brillante, el bigote estrecho y negro como pintado a raya sobre la piel blanca y mórbida. Al cabo, el notario afirmó con un solo gesto precipitando los ojos a sus manos, esquivo, derrotado.

El comisario se removió en la silla, que rechinó bajo su peso. Ladeó la cabeza como si estuviera escrutando la expresión del notario. Suspiró y habló con voz pausada pero firme.

—Señor Figueroa, creo que no es necesario decirle que su hijo está metido en un buen lío.

—Mi hijo no ha matado a nadie. Es un tarambana, un inconsciente, y se ha metido cocaína, pero es incapaz de matar.

—Los padres solemos cegarnos con los hijos creyendo que son los angelitos que nosotros quisimos que fuesen; ¿no lo cree usted así, señor Figueroa?

—Es posible, pero la ceguera tiene un límite, y yo le digo que mi hijo no ha matado a nadie.

—Sin embargo, hay una denuncia contra él.

—Eso es cosa de ese Káiser, la venganza por chafarle la noche de farra y me imagino que un buen negocio con las menores. Yo estaba delante cuando le amenazó.

En ese momento, sintió la mirada penetrante y torva de Mauricio Canales, que escuchaba la conversación de pie, alejado de la mesa donde se enfrentaban el comisario Olarte y Rafael Figueroa, los brazos cruzados sobre el pecho, apoyada la espalda en una librería de madera noble abarrotada de libros de derecho de Aranzadi. Apenas le miró un par de segundos el notario, incapaz de enfrentarse al reproche acusatorio de su gesto.

—¿Su hijo sabía que en esa fiesta se traficaba con menores y que se pagaban cantidades indecentes de dinero por desvirgar a las chicas?

Rafael Figueroa tragó saliva.

—Algo me contó…

—¿Algo? —Ante el silencio incómodo de Rafael, el comisario se removió, puso los codos sobre la mesa y echó el cuerpo hacia delante, para captar más su atención—. Señor Figueroa, no voy a negarle que este asunto es muy feo y que su hijo está metido hasta el cuello en la mierda, pero le advierto que le conviene colaborar, porque es la única manera de poder ayudarle, en el caso de que hubiera algo que pudiéramos hacer por él.

—Mi hijo no ha matado a nadie —repitió insistente.

—Le aseguro que quiero creer que su hijo no ha matado a esa prostituta, tal y como dice la denuncia.

—¿Y quién le ha denunciado? —preguntó el notario despectivo.

—Otra prostituta que afirma haberlo visto todo: cómo su hijo, Basilio Figueroa, y su acompañante, la señorita Montejano, llegaron a una calle de las afueras, les vendieron cocaína a varias de ellas y que Rosa Carvajosa, la muerta, les dijo que no podía pagar su dosis, y que entonces su hijo se enfadó y que se fue hacia ella, sujetándola de un pañuelo que llevaba en el cuello y con el que le apretó la garganta hasta ahogarla. Todo delante de la señorita Montejano y de la testigo que firma la denuncia.

—¿Y cómo sabe esa mujer que eran mi hijo y Elena Montejano?

—Por lo visto, son bien conocidos en ciertos ambientes nocturnos.

—Eso es mentira —dijo Rafael espetando la rabia que le rebosaba en las entrañas—. Todo eso es una falacia urdida por ese barón de pacotilla. Amenazó a mi hijo delante de todos. Es su forma de actuar; cuando le fallas, te funde; no perdona. Eso es lo que me contó mi hijo; por eso tuvo que desaparecer, para evitar su venganza.

—¿Y la señorita Montejano?

—Elena es una víctima de todo esto. Ella… —Miró de nuevo a Mauricio, solo un instante, lo suficiente para suponer que estaba tenso como una estaca, el gesto grave, encrespado, pero reprimido y perfectamente contenido—. Ella fue a esa fiesta engañada por mi hijo Basilio. No sabía lo que había allí. Pensaba que era una fiesta sin más, tomar una copa, bailar alguna pieza y a casa. Eso le dijo Basilio para convencerla de que le acompañase a ese piso. Se tienen confianza…, se han criado como hermanos.

Mauricio por primera vez se removió y dio unos pasos para acercarse algo más a la mesa y al notario. Su voz salió hueca, ronca y seca.

—¿Está queriendo decir que la virginidad de Elena Montejano se puso en venta en esa fiesta?

Rafael Figueroa mantuvo la mirada de Mauricio Canales, lo suficiente para dar a entender que la pregunta no necesitaba respuesta.

El juez se giró dándole la espalda, se puso la mano en la nuca y tomó aire. Sentía una presión en el pecho. El relato del Orejas no había llegado a esos términos. Según Pepe Mateos, el notario de Barcelona, le había contado que los matones de la casa habían intentado echar al chico, pero que alertados por la presencia en el interior de la Montejano, se habían vuelto a adentrar los tres (Rafael y Basilio Figueroa y el padre de la chica) en la casa llamándola a voces, y había sido en ese momento cuando aprovechó para escabullirse sin llamar la atención y sin enterarse, por tanto, de que Elena Montejano estaba encerrada en una alcoba con un hombre. Mauricio había caído en el mismo error que Elena, convencido de que la pareja había asistido a una fiesta de postín a tomar una copa, escuchar música y exhibirse, sin más, y sin menos, pero en ningún momento se le había pasado por la cabeza que su prometida había sido una de las mercancías de aquella saturnal de sexo y droga.

—Señor Figueroa —habló el comisario con voz gutural y seca—, voy a proponerle una cosa. Hace mucho tiempo que mi departamento anda tras los pasos de ese barón; pero hay que reconocer que es muy astuto y sabe muy bien cómo no dejar ni una sola huella de sus fechorías, y siempre se las arregla para quedar limpio e impune de sus crímenes, que, le puedo asegurar, son numerosos. Si su hijo colabora con nosotros y nos ayuda a pillar a ese malnacido, es posible que podamos ayudarle a salir mejor del trance al que se enfrenta.

Mauricio Canales los observaba hosco, apoyado de nuevo en la librería.

—¿Qué quiere decir?

—Que la única manera de evitar la cárcel o lo que es peor, una posible condena al garrote, será la colaboración con la justicia para desarmar una trama de delincuencia dirigida por ese alemán. No obstante, me veo en la obligación moral de advertirle que esa colaboración no estaría exenta de riesgos.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que nosotros, como autoridad, podríamos hacer la vista gorda a cosas y hechos… más que evidentes contra su hijo…, pero no estoy seguro de lo que sería capaz de hacer el barón en caso de verse acorralado e incriminado gracias al testimonio de su hijo —calló unos segundos—. No sé si me entiende.

Rafael Figueroa se quedó pensativo, valorando las palabras del comisario. Su vida se desplomaba a cada paso que daba. Hacía tan solo unos días que había acompañado a su hija pequeña para que le practicasen un aborto en un frío consultorio de un pueblo perdido de la sierra de Madrid. Había conducido el coche Eutimio Granados; él sabía dónde era y Rafael no tenía el cuerpo para guiar; en el asiento de atrás, Julia, sola, callada en el trayecto hacia el lugar del encuentro, abatida al regreso, acobardada, como si en vez de un aborto le hubieran arrancado una parte de su vida. La operación había durado un par de horas, durante las cuales Eutimio y Rafael habían dado un largo paseo por el campo (aconsejados por el médico que atendió el asunto). A su regreso se la habían encontrado sentada en la sala de espera, ya dispuesta y arreglada para regresar a su vida ordinaria, como si nada hubiera pasado; pero Julia Figueroa tenía en sus ojos una profunda tristeza que parecía cincelada a fuego. El médico les había dicho que debía guardar unos días de reposo y estar pendiente de posibles hemorragias e infecciones, el peligro más evidente de este tipo de prácticas. Bien lo sabía él, recordando aquella noche nefasta cinco años atrás: su particular viaje a los suburbios de Madrid para arrancarle a otra chica de la misma edad que Julia el hijo no deseado, la secuela de la flaqueza del hombre en el frágil cuerpo de una mujer joven, rebosante de sensualidad apagada ahora por la aguja asesina que le arranca el latido distinto al suyo propio.

Desde que habían regresado de aquel maldito consultorio, Julia no parecía reaccionar, siempre metida en la cama, sin apenas comer y llorando continuamente. Su mujer preguntó al principio, sin obtener una respuesta clara, tampoco fue necesario, ella sabía lo que tenía su hija, percibía el vacío de su cuerpo, la muerte sobrevenida de la vida no nacida. Flotaba en el ambiente una oscura nube de tristeza, de silencio que ni siquiera llenaba las estridencias emitidas por la radio, agravado todo por la dolorosa ausencia de Basilio. El problema con la maldita droga le dolía a Rafael como si tuviera un puñal clavado en el pecho, agudizado el sufrimiento por la incertidumbre de su evolución, la imposibilidad de comunicarse con él para conocer cómo estaba, condición indispensable de los monjes, absoluta incomunicación para dejar que el cuerpo y el alma se purguen y regeneren sin interferencias exteriores. No le quedaba más remedio que colaborar. Sus opciones eran nulas. Ya se lo había adelantado Eutimio Granados, la única posibilidad de salvar el pellejo sería la colaboración con la policía. Él sabía de estas cosas.

—Intentaré ponerme en contacto con mi hijo. Por ahora es lo único que puedo prometerle. Pero le ruego que dejen a Elena Montejano tranquila, ella no tiene culpa de los errores que haya podido cometer Basilio.

—Lo siento, pero tendrá que venir a declarar.

Mauricio Canales se adelantó para dirigirse al policía.

—Comisario Olarte, yo me hago responsable de la señorita Montejano. Ella no sabe nada.

—¿Cómo está tan seguro, Canales?

—Hágame caso, ella no tiene nada que ver con este asunto; tal y como le ha dicho el señor Figueroa, ella solo es una víctima. Si le parece, dejemos la declaración para más adelante, cuando el hijo de don Rafael se decida a colaborar…, y estoy seguro de que lo hará. Entonces le confirmará sin lugar a dudas lo que le estoy diciendo, la señorita Montejano es inocente.

El comisario miró a uno y a otro, valorativo, alzó las cejas y se levantó dando por terminada la entrevista.

—Está bien, Canales, lo dejo en sus manos, al fin y al cabo, es usted hombre de leyes y sabe muy bien cómo funciona esto. Señor Figueroa, espero noticias de su hijo, pero no deje pasar demasiado tiempo, le advierto que va en su contra.

El juez y el notario salieron de la comisaría.

—Le acerco hasta el juzgado.

—No. Déjelo. —Su gesto era frío, despectivo, y su mirada torva y contenida hería la endeble sensibilidad del notario—. Prefiero caminar un poco. Necesito respirar aire para desintoxicar mi mente de toda la mierda que he oído ahí dentro.

—Mauricio…, yo…, siento lo que ha ocurrido.

—No lo sienta. Ya está hecho. Tengo que marcharme. Buenos días, Rafael.

Rafael Figueroa vio alejarse a Mauricio Canales. Luego se metió en el coche y apretó con fuerza el volante. ¿Qué había hecho mal? ¿En qué había fallado?