El coche celular se detuvo justo frente al portal 10 de la plaza del Ángel; dos de los tres policías (el conductor no se movió del volante) descendieron calándose la gorra y cerrando la puertezuela con un fuerte golpe que retumbó seco y metálico en el vacío de la plaza. Se dirigieron al portal, pero, al ir a entrar, se toparon con doña Carmen y Carmenchu, que salían tocadas ya con su velo negro para asistir a la misa de ocho. Los buenos días de rigor dados por los dos policías, que se inclinaron corteses ante el paso de las señoras dándose un toque en la gorra, chocaron con la cara de estupefacción de las devotas vecinas, que se quedaron mirando cómo aquellos guardias uniformados iniciaban el ascenso hacia alguno de los pisos, preguntándose, con miradas curiosas, a cuál de ellos irían. En ese momento salió Donato de su oscura guarida, con su gesto ido y abstraído. Doña Carmen, al verlo, se adentró bajo el hueco de la escalera para acercarse al portero y habló con voz muy baja, atenta al taconeo de la autoridad.
—Donato, ¿ha visto usted?
—¿Qué es lo que se me supone que he tenido que ver, señora Carmen?
—Unos policías, que están subiendo a algún piso.
El portero, siguiendo su costumbre, encogió los hombros, echó un vistazo hacia arriba como para comprobar la información y contestó con su voz grave de barítono:
—Pues si le digo la verdad…, a mí nadie me ha informado sobre el susodicho asunto.
Doña Carmen desistió; era evidente que Donato nunca se enteraba de nada. Regresó junto a su hija Carmenchu, que se había mantenido en el hueco de la escalera, mirando hacia arriba, el velo caído a su espalda como si estuviera esperando la aparición de la imagen celestial, con el fin de determinar el destino exacto de los policías.
Enseguida salieron de dudas porque se detuvieron en el primero. Las dos mujeres se miraron abriendo mucho los ojos, alzando las cejas y expectantes.
—Es en casa del notario —susurró Carmenchu a su madre.
Donato pasó por su lado y las miró al bies. Llevaba una colilla apagada pinzada en los labios; sacó un chisquero y dio varios golpes a la rueda hasta que prendió la yesca; se la acercó al pitillo; aspiró el humo y lo soltó por la boca y la nariz; apagó y enrolló la tira de yesca y guardó el mechero. Observaba con cierto desprecio el gesto contraído que ponían las mujeres como si les fuera la vida en aquel asunto. «Gazmoñas entrometidas —se decía entre dientes—, que tienen que enterarse de todo y de todo han de hablar».
Carmenchu, ajena a la mirada del portero, subió sigilosa varios peldaños, haciendo un gesto con la mano en la boca para que se guardase silencio.
La puerta de los Figueroa se abrió.
—Buenos días. —Se oyó la voz potente de uno de los hombres—. ¿Basilio Figueroa Molina?
Contestó la voz temblona y vacilante de Venancia, que apenas se oía con el ruido de la calle que entraba por el portal abierto de par en par.
—Pues… no, no se encuentra…
Donato había cogido una escoba y, molesto por el inoportuno revuelo, aparentaba barrer la entrada sin perder de vista a las dos mujeres y al policía que permanecía en el interior del coche celular.
Cuando la criada les estaba diciendo que iba a dar aviso al señor, la interrumpió la voz aflautada de doña Virtudes, esa voz estridente que ponía cuando estaba nerviosa, y descubrir en la puerta de su casa a dos policías la había alterado mucho.
—¿En qué puedo ayudarles, agentes?
—Preguntamos por Basilio Figueroa Molina.
—Es mi hijo, pero… no está. ¿Para qué le requieren?, si puede saberse…
El policía que hablaba y que parecía el jefe se dirigió a ella con tono cansino, como si esperase la reacción de aquella mujer.
—Estuvimos aquí preguntando por Basilio Figueroa Molina hace más de dos semanas, hablamos con su marido de usted y nos aseguró, como padre del susodicho, que en cuanto regresara, él mismo se comprometía a su personación en comisaría.
—¿Estuvieron ustedes aquí…, y mi marido les dijo eso? —inquirió pasmada, arrastrando las palabras como si le pesaran en su cabeza.
—Señora, tenemos un poco de prisa… ¿Podría avisar a su hijo?
—¿Y puedo saber qué ha hecho?
—Hay una denuncia contra él y tiene que acompañarnos.
—¿Una denuncia…, una denuncia contra mi hijo? ¿Y se puede saber quién ha puesto una denuncia a mi hijo?
—Lo siento, señora, pero no podemos facilitarle esa información.
—¿Y de qué se supone que se le acusa a mi hijo en esa… —Hizo un gesto de desprecio y de afectada indignación—. En esa denuncia que ustedes dicen que se ha presentado?
El guardia calló un instante y exhaló un largo suspiro, cansado de la actitud prepotente de las madres que nunca llegaban a pensar en la posibilidad de que sus cándidos e inocentes vástagos, cuidados por ellas con esmero y dedicación, pudieran acabar convertidos en malhechores actuando al margen de la ley y el orden. Así que decidió aclararle la gravedad de la situación con la intención de que rebajase los humos y terminar el asunto de una vez.
—Sí, señora, estaré encantado de decírselo: a Basilio Figueroa Molina se le acusa de tráfico de drogas, además de ser sospechoso de asesinato…, en concreto de matar a una prostituta.
Las palabras de aquel policía cayeron en la escalera como una bomba. Doña Virtudes se quedó petrificada, detenida la respiración, abriendo y cerrando la boca como si estuviera boqueando, muda de espanto.
Un poco más abajo, en los primeros peldaños que partían del portal, doña Carmen y Carmenchu tenían la mano en la boca para no dar un grito por la impresión y se miraban con la interrogación grabada en sus ojos: «¿Tú has oído lo mismo que yo?».
De repente se oyó la voz potente de don Rafael Figueroa ordenando a su esposa que entrase en la casa.
—Ya me encargo yo de atender a estos señores.
La conversación a partir de ese momento fue tensa por ambos lados. A los policías les dijo que no sabía nada de su hijo desde hacía una semana; que estaban intentando descubrir su paradero, y volvía a dar su palabra de que, en cuanto le tuviera delante, él mismo se encargaría de llevarle a comisaría. Pero antes de cerrar, uno de los guardias hizo una pregunta que volvió a dejar atónitas a las dos mujeres, además de al notario y a la propia doña Virtudes, que se mantenía agazapada tras la puerta de la sala a la escucha de lo que su marido les decía a los guardias, con el corazón en un puño, desbocado su latido, asustada y horrorizada por lo que acababa de oír.
—Elena Montejano Ribas vive en el cuarto, ¿verdad?
Rafael Figueroa tardó en reaccionar.
—Sí…, pero… ella… ¿Para qué la requieren a ella? Es una niña.
—Eso no es de nuestra incumbencia, caballero. —Hicieron el amago de marcharse, pero antes, el policía que parecía el jefe se volvió hacia él y le dijo con seriedad—. Le sugiero, señor Figueroa, que encuentre a su hijo y que se presente cuanto antes a la autoridad; de lo contrario, su situación se le puede complicar aún más de lo que está.
Solo entonces se tocó el ala de la gorra e hizo una ligera inclinación para despedirse.
Mientras los dos policías iniciaban el ascenso hacia el cuarto piso, Rafael los miraba estupefacto. Cerró la puerta pensativo, sin moverse, abstraído; de repente se vio asaltado por la presencia de su esposa preguntándole qué había pasado, exigiendo una explicación a por qué no le había dicho nada de que habían estado preguntando por Basilio. Rafael no respondía porque no la escuchaba, su mente estaba en aquellos policías que subían a buscar a Elena. «No puede ser —se decía en un murmullo apenas audible—, no puede ser». Y entonces se ató el nudo del cinturón de su batín, que se había puesto sobre el pijama, abrió la puerta y, antes de salir, se volvió hacia su mujer y le espetó con autoridad que se quedase allí; cerró con un portazo para asegurarse de que obedecía su orden y subió al segundo.
Llamó varias veces al timbre de Mauricio Canales con insistencia y golpeando los nudillos contra la puerta. Al cabo de un rato apareció el juez con una camiseta blanca de algodón, los tirantes caídos desde la cintura a un lado y otro de sus caderas, la cara cubierta de espuma de afeitar y la cuchilla en la mano, a pesar de lo cual se le veía el gesto contrariado e irritado por las premuras y los golpes a horas todavía intempestivas.
—Pero qué…
—Mauricio —interrumpió el notario evidentemente nervioso—, me temo que tenemos un problema…, un grave problema. Será mejor que me acompañe. Es urgente.
—Qué es lo que urge tanto… Estaba terminando de afeitarme.
—Se trata de Elena…, su prometida.
—¿Qué le pasa a mi prometida?
—La busca la policía…
El juez se quedó atónito; miró hacia arriba como si buscase algo que le aclarase las palabras del notario. Ante el gesto de insistencia de Rafael Figueroa, el hombre se precipitó al interior de la casa para quitarse el jabón de la cara y ponerse una camisa, mientras el notario subía las escaleras hasta el cuarto.
La puerta ya estaba abierta, y Marta miraba atónita a los dos policías. Al ver a Rafael, sus ojos solicitaron su ayuda.
—Rafael…
—¿Está Antonio en casa?
—No. Se acaba de marchar al juzgado. Preguntan por Elena —dijo en un sollozo ahogado.
El policía, impaciente, arrugó la frente.
—Señora, ¿se encuentra su hija en casa, sí o no?
—Pero para qué quieren a mi hija…, si ella no ha hecho nada.
—No me cabe duda, señora, pero tiene que acompañarnos a la comisaría para hacerle unas preguntas. Eso es todo.
Marta miraba a Rafael por encima del hombro de los dos guardias, suplicándole amparo.
—Ahora sube Mauricio —dijo intentando invocar una calma que a él le faltaba.
Se había dirigido a ella, pero el policía se giró hacia él y le habló.
—Y se puede saber quién es ese Mauricio.
—Soy yo, agentes —respondió el mismo juez, que ya subía la escalera, con la camisa blanca abotonada hasta el cuello y colocándose el pelo con las manos—; jefe de casa y juez de primera instancia e instrucción del juzgado número 19 de esta villa. ¿Puedo preguntar qué ocurre?
Los policías se cuadraron al oírlo e hicieron el saludo de rigor a la autoridad. El que había actuado como portavoz se dirigió a él en una actitud más comedida, menos sobrada.
—Señor, tenemos orden del comisario Olarte de llevar a su presencia a dos personas de este edificio: don Basilio Figueroa Molina y la señorita Elena Montejano Ribas.
—Y ¿puedo saber la razón?
—Sí, señor, por supuesto. Existe una denuncia contra Basilio Figueroa Molina en la que se le acusa de tráfico de drogas y asesinato… de una prostituta…, y… —Hizo un gesto hacia la aterrada madre—. A la señorita Elena Montejano Ribas se le acusa de encubridora de dichos delitos.
—¡Dios santo! —La voz ahogada de Marta sonó como un desgarro. Rafael atisbó a Elena, escondida al fondo de la estancia, con el rostro desencajado.
—¿Cómo es posible? —preguntó el juez desconcertado—. Debe haber un error.
—Eso ya no lo sabemos, señor; tan solo cumplimos órdenes. Si lo desea, puede preguntar al comisario Olarte.
—Claro que se lo voy a preguntar —agregó Mauricio con evidente indignación—; faltaría más…, claro que se lo voy a preguntar.
—Pero ahora tenemos que llevarnos a…
—Ustedes no se van a llevar a nadie de este edificio.
—Pero, señor…
—Asumo toda la responsabilidad. Las personas que ustedes han venido a buscar son vecinos de este inmueble del que soy, como ya le he dicho, jefe de casa, y por tanto encargado de que aquí se cumpla estrictamente la ley. Tanto Basilio Figueroa como la señorita Montejano viven aquí y pertenecen a familias respetables y cumplidoras.
—Entonces…
—Entonces nada. Ustedes vuelvan a la comisaría. Yo me presentaré allí de inmediato y aclararé con el comisario Olarte este desagradable entuerto.
—Señor…, yo…
—¡Bajo mi responsabilidad! —exclamó vehemente Mauricio Canales, alzando el dedo al cielo como si fuera un pantocrátor.
Ante la imposibilidad de rebatir la voz de una autoridad judicial, los dos policías decidieron marcharse y explicar la situación a su superior para que él decidiera qué hacer. Se despidieron con extrema corrección y sin destilar la arrogancia, siempre asociada al uniforme, mostrada antes de la presencia del juez.
Una vez desaparecida la presencia de los guardias, los cuatro se miraron callados, en un silencio incómodo, mirándose unos a otros sin saber quién debía hablar y qué decir.
Fue el juez quien rompió el incómodo mutismo.
—Será mejor que me termine de vestir —dijo removiéndose molesto—. Me acercaré a la comisaría antes de pasar por el juzgado para saber qué ha ocurrido.
—Si no le importa, Mauricio, le acompañaré —añadió Rafael—. Podemos ir en mi coche.
El juez miró a Rafael, luego a Marta y por último de nuevo a Rafael, afirmando con la cabeza.
—Está bien. —Le miró de arriba abajo, y Rafael se dio cuenta de que todavía no estaba vestido.
—Deme unos minutos…
Miró a Marta, puso su mano sobre su hombro para mostrarle su apoyo y le sonrió.
—No te preocupes, debe ser una equivocación. Llama a Antonio…
—A Antonio déjelo estar, que hay mucha tarea esta mañana —interrumpió don Mauricio ufano.
—Pero… se trata de su hija.
—¿Cree usted, amigo Rafael, que el padre de la chica va a poder hacer algo en este asunto que no sea faltar a su puesto de trabajo como usted sugiere? —Un incómodo silencio se mezcló con miradas tensas y esquivas—. Deje el caso de mi cuenta; yo mismo le informaré de lo ocurrido en cuanto llegue al juzgado —se calló y miró su reloj de pulsera, herencia de su padre—. ¡Santo Cielo! ¡Qué tarde es! Le ruego se apresure porque yo debo estar en mi despacho no más tarde de las diez; así que disponemos del tiempo justo.
Mientras esto ocurría en el rellano del cuarto piso, los dos policías habían llegado al portal y se cruzaban con doña Carmen y su hija. Saludaron sin detenerse con un toque en la gorra y salieron. Donato los miró mientras subían al celular y, cuando el coche se puso en marcha, musitó para sí: «Mal asunto, sí, señor, malo…».
La madre y la hija salieron por fin a la calle, apresurando el paso en dirección a la iglesia de Santa Cruz, apuradas por el sonido de la campana que anunciaba el inminente comienzo de la eucaristía.