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Elena, apoyados los codos en el estrecho alféizar y sujetándose la barbilla con las manos, atisbaba la cristalera entreabierta de la alcoba de Mauricio Canales, percibiendo el rumor de ruidos domésticos que ascendía por el patio, voces lejanas, aisladas y triviales amortiguadas por la ventolera de estridencias radiofónicas procedentes del receptor de Venancia, que con el buen tiempo tenía abierta de par en par la ventana de la cocina desde muy temprano. A su espalda, sabía de la presencia de su madre, sentada, cosiendo el bajo de una enagua; no le gustaba verla coser; le parecía que aquella postura la envejecía, marchitando su apostura arriscada y su elegancia; por eso se asomó al patio.

Con los ojos fijos en aquella habitación del segundo (escogida a propósito no solo por su mayor amplitud, sino porque, según le dijo, no le gustaban las alcobas que daban a la plaza, más ruidosas y expuestas que las interiores), y en las cortinas de encaje agitadas por la suave brisa, Elena se imaginaba casada con quien ya se había convertido en su prometido, Mauricio Canales Escamilla, tras una pedida de mano, austera y sin alharaca, en casa del novio: sus padres por parte de ella, y por la de él, doña Melchora, su madre y viuda de Canales, y doña Remedios Escamilla, hermana de doña Melchora y tía de Mauricio, además de don Próculo Calasancio y don Benito Escamilla Pizarro, primo hermano de las hermanas Escamilla, coadjutor del obispo y futuro oficiante de la ceremonia del enlace. El sencillo ágape estaba compuesto de unas pastas de té y unos pastelillos de crema, acompañados de un vino dulce. El regalo hecho a la novia por parte de la madre del novio había consistido en la pulsera que su difunto le regaló a ella por el nacimiento de Mauricio, la misma pulsera que le había entregado a su nuera fallecida (detalle ignorado por la familia Montejano) y que luego había recuperado el viudo con el resto de la herencia de la esposa.

Tenía que reconocer Elena que Mauricio Canales había sido muy cortés con ella, complaciente y agradable al trato, dejándola sorprendida por ello. Habían convenido tutearse, y lo cierto es que le pareció otra persona distinta a la que la tenía acostumbrada como jefe de casa y juez, además de vecino almidonado y distante en su trato habitual.

Doña Melchora asimismo se había mostrado solícita y afectuosa, y se había ofrecido a acompañarla y asesorarla sobre los gustos de su hijo para que pudiera completar el ajuar y lo necesario para la casa, demasiado tiempo ocupada por un hombre solo y con evidentes carencias del necesario toque femenino. Elena notó que este ofrecimiento no había gustado a su madre, pero a pesar de su rostro constreñido, Marta Ribas no había rechistado en toda la velada, esbozando sonrisas forzadas, sumisa, triste y ausente durante todo el acto de la pedida, dándole vueltas a lo sucedido en la noche anterior como colofón de su abatimiento. Antonio había llegado al filo de la medianoche y, tras inyectarse la morfina, se había acostado. Ella no tardó en hacer lo mismo después de haber recogido la ropa que su marido había dejado tirada según se la iba quitando. Se había desprendido del sostén y ya desnuda, de espaldas a él, cuando iba a ponerse el camisón, Antonio le había dicho que no lo hiciera, que se metiera en la cama así.

—Antonio…, no me apetece.

—A mí sí…, y mucho. Ven aquí.

Sin girarse, había vuelto la cara para descubrir aquellos ojos salaces, mirándola con un deseo primitivo. Hacía mucho tiempo que no la reclamaba.

—Estoy cansada… —había repetido en un intento de liberarse del anunciado acoso.

—Vuélvete, quiero verte.

Un silencio incómodo se había hecho en la alcoba iluminada solo con una pequeña lámpara que había sobre la mesilla. Marta había mirado la puerta para comprobar que estaba cerrada; tuvo el vívido deseo de salir corriendo y huir, desvanecido en cuanto oyó la voz ronca de Antonio reclamándola.

Se había vuelto despacio, sintiendo vergüenza de su desnudez expuesta, los ojos clavados en el suelo, sin ganas, sintiendo en su mente el rechazo a gritos de aquel deber de esposa.

Antonio no quitaba la vista de sus pechos desnudos. A Marta le pareció un desconocido, despojado del amor que ella le requería y que hacía tiempo se había esfumado entre los efluvios de la zafiedad, el alcohol, el desaliento (agravado últimamente por los efectos de la morfina), que la habían abocado con los años a aborrecer las obligaciones conyugales en la cama.

—Ven aquí. —Antonio retiró la colcha y la invitó con un gesto a tumbarse a su lado—. Te deseo tanto…

Marta había querido apagar la luz, pero él se lo había impedido con un gesto. Encogida, se había sentado en el borde del colchón; él se incorporó y, abrazándola por detrás, empezó a tocarla y besarla con demasiada ansia. Se dejó hacer sin ninguna resistencia. Una vez tumbada, sintió sus manos vagar desmañadas por todo su cuerpo, sus labios ocupando lugares recónditos de su boca y su respiración acelerada y caliente. Cuando se puso sobre ella, su peso (otras veces deseado) pareció aplastarla y se dio cuenta de que le estaba dando asco. Como si pretendiera huir de alguna manera de aquella asfixia, giró la cara hacia un lado justo en el momento en el que Antonio la obligó a abrir los muslos cerrados clavando entre ellos su rodilla; después, el aparente envite brutal, casi adolescente, y las embestidas groseras y lascivas que parecían no acabarse nunca; Marta se dio cuenta enseguida de la flacidez de la carne, de sus ansias por entrar en su cuerpo sin apenas conseguirlo, empujando con desesperación de no alcanzar la rigidez codiciada. «Me haces daño», le había dicho después de un rato de fallidos intentos. «Cállate», había contestado él con voz ronca y rota. Marta sentía un dolor interno, humillante, degradada en su propia debilidad. La frecuencia de las acometidas de la cadera contra sus muslos abiertos aumentó hasta que todo él se quedó tenso, acompañado de jadeos sofocados en la profundidad de la almohada, gemidos casi quejumbrosos apagados a medida que la calma llegaba. Había permanecido quieto sobre ella, como si estuviera derrotado tras una dura y cruenta batalla, y aquel peso casi muerto se le hizo más evidente; sin atreverse a mover ni un solo músculo, volvió a repetirle, en un compungido susurro, que le estaba haciendo daño. Él se deslizó de su cuerpo hasta quedar tendido a su lado, boca arriba. Marta cogió la sábana y se cubrió el pecho, muy despacio, como si temiera volver a despertar el deseo ya derramado en su interior. Le miró de reojo; tenía los ojos cerrados, su respiración acelerada, las manos en el pecho, los calzones en los talones, exhausto por el esfuerzo, oliendo a alcohol, a tabaco y a perfume barato de mujer traído hasta su cama desde la barra de algún burdel.

Ya no recordaba la última vez que había sentido placer con su marido. Hacía demasiado tiempo. Antonio nunca había sido un gran amante; correcto al principio, Marta nunca pudo evitar compararlo con su amigo y reconocía una enorme diferencia entre uno y otro: la fruición experimentada en brazos de Rafael nunca la había sentido con Antonio, la delicadeza de las manos y los dedos del amante nada tenían que ver con las caricias siempre torpes del esposo. Aquella ternura recordada…, los besos, los abrazos… Jamás llegó a sentir lo mismo en brazos de Antonio.

Elena se dio la vuelta al oír la voz de su padre.

—No me gusta que estés fisgoneando en la ventana. Te lo he dicho muchas veces.

—No estoy fisgoneando, es que no tengo otro sitio para asomarme.

—Puede que a final de mes tengas tantas ventanas que no sepas cuál elegir para hacerlo.

Marta, que había dejado la costura para servirle el café, le miró sorprendida.

—¿Has hablado con Camilo de la casa?

Antonio cogió un trozo de pan y lo desmigó en la leche caliente de la taza.

—Sí. A principios del mes que viene se marcha a América; ya tiene el billete de avión.

—¿Se va en avión? —preguntó Elena animada por la noticia del inminente cambio de casa. Su padre afirmó metiéndose una cucharada de pan migado en la boca—. Qué ilusión me haría a mí volar.

—Ya volaste cuando eras pequeña —añadió su madre.

—Yo no me acuerdo.

—Entonces —Marta volvió su atención a su marido—, ¿lo de la herencia ya está arreglado?

—Parece que sí, al menos eso me dijo ayer Mauricio. Los trámites van más rápido de lo previsto. Camilo quiere que firme el documento en el que me cede el uso de la casa, y me ha pedido que nos cambiemos en cuanto él salga por la puerta.

Esa simple noticia les había alegrado el día. Quedaba poco de estar en aquella casa que nunca habían sentido como suya. Eso pensaban madre e hija, viendo al esposo y al padre apurar el tazón de leche. Todo sería distinto desde el momento en que pudieran moverse en un espacio más abierto, más amplio, más luminoso, o al menos, eso querían pensar, que el cambio, el habitar un hogar de verdad podría cambiar su suerte, tenían que pensar que era posible, debían hacerlo para seguir adelante.

Cuando Antonio se marchó al juzgado, las dos mujeres se abrazaron alegres.

—Vamos a salir de aquí, madre. Por fin vamos a salir de esta casa.

—Sí… —contestó Marta. Su rostro se ensombreció de repente al recordar a la artífice de aquella alegría momentánea—. Pobre doña Fermina, no sé si alguna vez podré perdonarme que la dejé abandonada.

—Tú no la abandonaste, madre. Ella te quería mucho.

—Por eso, Elena, porque me quería mucho tenía que haber estado más pendiente de ella. Desde que pasó tengo una cosa aquí —dijo poniéndose la mano en el pecho—, como si me faltase el aire que respirar.

—No podías estar en todo, tenías que trabajar.

Marta miró a su hija con languidez.

—Sí. Tenía que trabajar y por eso abandoné todo lo que era importante, no solo a doña Fermina, sino también a ti y en cierto modo a tu padre.

—No digas eso, madre, a mí no me has abandonado nunca.

Marta sonrió entristecida. Desde aquella noche del Viernes de Dolores presentía que algo grave había ocurrido entre Basilio y su hija. Le había dado muchas vueltas y había llegado a la inquietante conclusión de que Basilio podría haber intentado sobrepasarse con ella; solo de pensar que pudieran tener algo entre ellos se le aceleraba el corazón, sabiendo como ella sabía que eran medio hermanos.

—Dime una cosa, Elena. —Se acercó a su hija y retiró el flequillo de su frente como cuando era una niña—. ¿Alguna vez Basilio ha intentado algo contigo?

—¿Qué quieres decir?

—Que si Basilio se ha intentado propasar contigo. Eres muy bonita, Elena, y él es un hombre…, y he pensado que tal vez…, él…

—No, no te preocupes, madre. Es un poco fantasma pero inofensivo, al menos conmigo.

—Entonces, ¿qué ocurrió aquella noche que saliste con él y con Julita?

El gesto de Elena cambió sin que ella pudiera evitarlo, evidenciando a la madre que algo grave e inconfesable había ocurrido.

—No pasó nada, ya te lo dije. Nada.

Tuvo que callarse porque se oyeron dos toques en la puerta.