Julita caminaba de puntillas intentando amortiguar el retumbar de sus tacones en el vacío del templo. Apenas había algunas devotas arrodilladas y dispersas murmurando letanías. El olor a incienso y a cera se mezclaba con el aire frío y húmedo; se estremeció y, al llegar al banco junto al confesionario, se cruzó la rebeca en el pecho; pensó que tenía que haber cogido la chaqueta más gorda; aquella iglesia siempre estaba helada. Miró hacia el frente; había dos velas encendidas en el altar mayor con sus llamas titilantes como puntos brillantes a los que dirigir los ojos; lo demás estaba casi en penumbra, invitando al susurro y a los movimientos lentos y sigilosos. La madera de los bancos crujía con estridencia cuando alguna de las feligresas orantes se removía en su sitio, y se percibía, aumentado como un eco, el bisbiseo de sus rezos. Un ruido distinto, el abrir y cerrar de una puerta, la hizo enderezarse en el asiento poniéndose alerta.
Se escucharon pasos sordos y, por un lado del altar, apareció la figura imponente de don Próculo, con el alba blanca sobre su sotana negra y la estola morada penitencial cayendo desde el cuello hacia el pecho; llevaba en la mano un libro, seguramente un Evangelio para poder dedicar el tiempo a la lectura piadosa en caso de que se lo permitiera la afluencia a reconciliar; aquella hora era bastante floja, aunque había días y días; los viernes, por ejemplo, llegaban más mujeres que hombres, y sin embargo los lunes eran sobre todo varones los que clavaban su rodilla humillados ante su presencia para limpiar las conciencias de los vicios propios de la carne. Pero los martes, y más a primera hora de la tarde, solía ser un día tonto al que apenas se acercaban dos o tres beatas viejas que poca cosa tenían que penar.
En cuanto lo vio, Julia Figueroa se arrodilló y se tapó la cara con las manos; fue un impulso no pensado; en la oscuridad de sus ojos sentía el latido de su corazón acelerado y la respiración entrecortada como si sus manos la privasen del aire. Oyó a don Próculo abrir la portezuela del confesionario con apariencia de historiado armario ropero; Julia miró entre sus dedos y vio cómo se sentaba en el interior con estruendo de chirridos y crujir de telas y madera; una vez dentro, cerró la trampilla, se cruzó la estola sobre el pecho, tomó aire y miró al frente, dando muestras de la espera paciente y serena. Fue en ese momento cuando los ojos de Julita se cruzaron con los suyos; había ido bajando las manos dejando su cara al descubierto. Don Próculo le dedicó un gesto adusto y continuó en su actitud de permanencia.
«Tengo que hacerlo, tengo que hacerlo», se repetía Julita con los ojos cerrados y las manos juntas, suplicantes, como si estuviera rezando muy concentrada. Nadie más que ella esperaba a reconciliar con don Próculo; no le quedaba más remedio que acercarse.
Tomó aire y se precipitó hacia el confesionario; al pasar por delante, no lo miró; se fue hacia el lateral de la derecha y se arrodilló en el escalón sintiendo que el corazón se le desbocaba. Oyó que se abría la rejilla y acercó la cara hasta apoyar la frente en la celosía.
—Ave María Purísima —dijo con voz queda.
—Sin pecado concebida.
—Padre, soy Julita…
—Lo sé, Julia. —La voz susurrante del cura parecía silbar en los oídos de la chica—. Me alegra oírte, hace tiempo que no vienes a confesar.
—Ya le dije…, he estado yendo a los Jerónimos, con un cura más…, bueno, con otro cura.
—Más joven —añadió condescendiente—. Está bien, no pasa nada. La persona que elijas para cumplir con el sacramento de la confesión es indiferente; lo importante es cumplir con tus obligaciones como cristiana. A ver, cuéntame, ¿qué te trae hoy por aquí?
—Padre… —calló y tragó saliva. Tenía esa cosa en la garganta, ese pálpito acelerado que ahogaba las palabras entorpeciendo el habla. Notaba el silencio expectante del cura, su rostro abultado vislumbrado en la oscuridad del otro lado, esa respiración pausada que aumentaba su nerviosismo.
—Vamos, vamos, hijita…, ¿qué es lo que te preocupa?
—Padre…, es que… yo… Esto que le voy a decir no se lo puede decir a nadie, ¿verdad? —le salió de una vez, igual que si hubiera escupido las palabras.
—Claro, hija mía, estamos en el secreto de confesión, lo que aquí se hable quedará entre tú y yo a los ojos de Nuestro Señor, que todo lo ve y todo lo oye, y además es Él quien perdonará tus faltas. Anda, habla tranquila, que no ha de salir ni una palabra de aquí.
Don Próculo se imaginaba que los pecados de la carne empezaban a morder a la pobre Julita; ya tenía edad y era algo esperado, y además teniendo novio; estaba seguro de que el chico había intentado hacer manitas y ahora ella no sabía cómo y de qué manera parar esa situación tan incómoda para una mujer que pretenda ser decente. Se sabía el discurso al dedillo, a todas les decía lo mismo: había que perseverar en el camino de la virtud, que las tentaciones eran pruebas que Dios les enviaba para fortalecer su espíritu joven y débil, y para reconducir y enderezar el alma tibia de los muchachos de voluntad más frágil y de natural salaces.
—Entonces…, aunque sea muy gordo lo que voy a contar, ¿no se lo va a decir a nadie?
Don Próculo se alertó. Tal vez era algo más que manitas y tocamientos; habría que dar paso entonces a la fase siguiente: el miedo a las penas del infierno, al baldón de por vida, a la amenaza de una deshonrosa soltería si seguía por ese camino porque, al fin y al cabo, los hombres se divierten con las frescas y se casan con las decentes, y una cosa es un beso, un roce despistado, alguna que otra caricia inconveniente, y otra muy distinta es la entrega absoluta a la concupiscencia, el abandono a la lascivia con el manifiesto incumplimiento del sexto mandamiento. Miró de reojo a Julia y apenas vislumbró su rostro, agachado hacia sus manos, juntas sobre la repisa, en una actitud apocada.
—¿Qué ha pasado? No temas contármelo, estás aquí para enmendar tus errores y faltas ante Dios, que sabrá perdonarte con justicia y caridad —calló un instante—. ¿Qué ha pasado, Julita?, ¿has hecho algo con tu novio que sepas que no está bien?
Julia, atortolada, levantó la cara y miró al cura. ¿Cómo lo había sabido? Nunca le había contado nada a don Próculo de los intentos previos de Dionisio, ni de sus propios deseos nocturnos, de sus malos sueños, de su excitación y de su mala conciencia porque le gustaba, sobre todo cuando no podía evitar tocarse en la soledad de su cama. Todas aquellas cosas las había confesado con el cura de los Jerónimos. Tenía la boca seca, el paladar entumecido y agarrotada la lengua; intentó salivar. Bajó la cabeza y miró de nuevo sus manos.
—Padre…, yo… no sé cómo decirlo, me da mucha vergüenza.
—Julia. —La voz de don Próculo se agravó volviéndose cavernosa—. ¿No te habrás acostado con Dionisio?
—Padre…, yo…
El sacerdote abrió los brazos y echó una mirada flemática al cielo, bajando después los párpados con el fin de contener su enorme decepción.
—¡Julia, por el amor de Dios, pero cómo has podido…! ¿Pero se puede ser más incauta…?, Señor, Señor… —Percibió el sollozo de la penitente—. Sí, ahora a llorar… A ver…, cuéntame, ¿cuántas veces?
—Pues… no sé…
—¿No lo sabes? ¿Tantas han sido que has perdido la cuenta?
—Tres… o cuatro, creo…
—Dios santo… —El tono de don Próculo parecía doloroso, como si lo escuchado a través de la rejilla le estuviera lacerando el alma—. ¿Cómo es posible?, ¿cómo has podido caer así, hija mía? ¿Cómo has podido?
—Yo…, padre, yo no quería…, pero Dioni…
—Ya, ya, no querías… Podría creerme eso si hubiera sido una vez, pero niña, tres o cuatro veces…, ya es mucho caer sin que uno quiera —se calló durante un rato, pensativo, intentando recomponer su discurso. Julia Figueroa no era una penitente cualquiera, era la hija de uno de sus mejores amigos; él la había bautizado, le había dado la primera comunión y la había preparado para la confirmación; la había visto crecer y ahora…, se había perdido en brazos de ese majagranzas de Dionisio. Pensaba en él y en doblarle a palos por lo que había hecho. Oyó que Julia suspiraba lánguidamente, sonándose la nariz—. A ver cómo resolvemos esto, hijita, ahora que el mal ya está hecho…, porque… habréis ido hasta el final, me imagino.
—Yo… no sé… —Encogió los hombros.
—No sabes, no sabes…, qué listas andáis para lo que queréis, y luego bien que os hacéis las tontas. Te quiero decir que si habéis consumado.
Ella levantó los ojos y, lánguidamente, movió la cabeza afirmando.
El cura resopló como un toro a punto de embestir. Se persignó varias veces ahuyentando los diablos que se cernían a su alrededor.
—Hijita, hijita, qué error, qué error más grande has cometido. ¿Y dónde, dime, dónde habéis cometido tan grave pecado?
—En casa de una señora que alquila habitaciones, cerca de Atocha.
—¿No será una tal doña Celia?
Julia abrió mucho los ojos y miró al cura a través de los diminutos agujeritos que formaban la celosía.
—Usted… ¿conoce usted a…?
—Julia —la interrumpió con indulgencia—, aquí vienen muchos como tú a contarme sus miserias. Y esa casa de apariencia decente es un auténtico lupanar de perdición para infelices como tú, que os dejáis llevar por la lujuria.
—Padre…, yo… No pensará que yo…
—Yo qué voy a pensar —cortó impaciente—, aquí poco hay que pensar ya, a toro pasado, qué vamos a pensar… Bueno, lo importante ahora es que estás aquí. Me imagino que estarás arrepentida.
—Sí…, sí, padre, muy arrepentida… Fíjese usted que no duermo, ni como, y tengo una cosa aquí que parece que no puedo respirar.
—No me extraña. Cómo has podido caer en eso, Dios mío, cómo has podido dejarte vencer… —Hablaba para él, con un ligero balanceo del cuerpo adelante y atrás, hasta que de repente se detuvo quieto, nervioso—. Bueno, vamos a ver, Julia Figueroa, ahora toca recomponer el mal hecho. Pero no solo tú vas a enmendar la plana; Dionisio también tiene su responsabilidad. ¿Sabes si se ha confesado sobre esto?, ¿si está arrepentido como tú?
Julia se quedó pensativa. ¿Arrepentido Dioni? No lo creía. Él estaba a lo suyo.
—Pues…, la verdad…, yo no lo sé…
—Bien, entonces ahí va a estar tu primera misión: tienes que conseguir que lo haga, que venga a confesar, que ya le enderezaré yo a ese sinvergüenza.
—¿Y si no quiere?
—Pues utiliza tu capacidad de convicción, hija mía; te has dejado seducir, pues ahora te toca a ti llevarle de la mano a la senda de la virtud. Porque casaros, por ahora, no se puede ni pensar, ¡si es un silbante! Y me da a mí que ese le da poco al estudio como para sacar Notarías.
—Padre…, es que…
—Otra cosa más, Julita —continuó sin atenderla, dando vueltas en la cabeza a la imagen de Julia en brazos de ese rufián, una imagen que le provocaba tanto malestar que parecía hervirle la sangre—, tienes que tenerle a raya, ¿me oyes? Pero cuando te digo a raya es a raya; ni esto se puede pasar, ni un beso ni la mano ni nada. Que sepa dónde estás ahora. Date a valer, hijita, ya que no has sabido, ahora te toca ser mucho más dura. Tienes que ganarte la virtud perdida a base de sacrificio… Y misas…, misa y comunión diaria, para tenerte controlada, y ya te daré libros para que leas y entiendas lo que te podía haber sucedido si hubieras seguido por ese camino.
—Padre…, hay algo más…
La voz temblona de Julia le salió como desbocada; hacía un rato que no escuchaba la retahíla que le estaba soltando el sacerdote en voz baja pero con el tono bronco, claramente enfadado e impaciente. No le importaba eso. Tenía que contarle lo demás, tenía que hacerlo para saber qué solución dar a su problema.
El silencio envolvió a los confesantes y se oyó el crujir de la iglesia, el bisbiseo de los rezos, los pasos de alguien que llegaba o se iba; el mundo de fuera parecía ajeno para los dos rostros separados por la rejilla: uno sentado, almidonado en su propia arrogancia; encogida y arrodillada la otra.
—¿Qué puede haber además de lo que me has contado, Julia?
—Padre…, yo…, es que yo… creo que… Estoy embarazada.
Lo dijo rápido, casi sin mover los labios, en voz baja y pegando la barbilla al pecho.
—¿Que estás qué…?
De nuevo un pesado silencio, esta vez tenso y espeso, como si el aire se hubiera vuelto irrespirable, la saliva fuera más densa y se hubiera coagulado la sangre en las venas. El cura se puso la mano en la frente y bajó la cara vencido, abrumado por el peso de aquella confesión.
Al cabo, fue Julia quien rompió el silencio, más segura ahora porque se sentía algo más aliviada una vez soltado el lastre, desprendida de una parte de la carga transmitida al otro lado de la celosía.
—No sé qué hacer… Dioni dice que me lo tengo que quitar, que es muy fácil, pero a mí me da mucho miedo…
El cura no reaccionaba. Se le oía aspirar con ansia el aire llenando los pulmones para oxigenar su mente. Movía la cabeza una y otra vez negando la evidencia y musitando algo inaudible como pesarosas letanías.
—Padre…, por favor…, dígame qué hago… ¿Sigo con ello o me lo quito?
—Esto lo tiene que saber tu padre. —La voz de don Próculo se había vuelto grave, dura, parecía otra persona.
Julia se irguió sobre sus rodillas, apartándose de la celosía como si le hubieran escupido en la cara.
—No…, eso no…, no puede hacerlo, es secreto de confesión.
—Y lo voy a respetar, Julia; vas a ser tú quien se lo diga. Esto hay que solucionarlo ya. ¿De cuántas faltas estás?
—Ya son dos… Pero es que mi madre me está empezando a notar algo raro, porque por las mañanas tengo muchas náuseas y he cogido un asco a la leche que no puedo ni verla, y el otro día Venancia me dijo que llevaba mucho sin usar los paños. Yo creo que ella ya se lo huele.
—Está bien… Actuemos con tranquilidad. Vamos a ver, Julia, esto se lo tienes que contar a tu padre…
—Yo no puedo…
—Sí podrás, yo te ayudaré, estaré contigo, pero tienes que ser tú. Ahora te daré la absolución y te marchas a casa. Ya arreglaré yo un encuentro con tu padre, hoy mismo si es posible, en el despacho de la parroquia para que nadie nos pueda molestar.
Julia oyó el susurro de la absolución.
—¿No me va a poner penitencia?
El cura se calló y arrugó la frente lacónico.
—Bastante penitencia llevas encima, hija mía. —Terminó las preces y Julia bajó la cabeza para recibir el perdón cuando don Próculo hizo en el aire una señal de la cruz con el brazo en alto—. Ve con Dios, Julia, y espera mi aviso.
Se levantó y se oyó el golpe de la ventanilla al cerrarse. Después el silencio.