—El chocolate Matías López, en el mercado no tiene igual, que es tan selecto y tan sabroso que no admite ningún rival. —La voz estridente y desafinada de Venancia canturreando al compás de los anuncios emitidos por la radio, que se sabía al dedillo, irrumpía en toda la casa mezclándose con el ruido de la loza y los cacharros trajinados—. Me ha lavado el vestidito, yo mi blusa me he lavado, lo he dejado muy blanquito, muy sedoso me ha quedado, porque, porque hemos usado Norit el borreguito.
Elena la oía desde el recibidor, esperando a que Julia terminara de arreglarse para salir juntas. Le gustaba oír otra vez la radio y los cantos alegres de Venancia, después de una semana de silencio, procesiones interminables y tediosos oficios, despejado ya ese olor a cera e incienso que lo impregnaba todo. Se alegraba de que hubiera acabado la Semana Santa; apenas quedaba un mes para las fiestas de San Isidro; el sol, las verbenas y la música alegrarían entonces las tardes y las noches, que ya empezaban a ser más cálidas y agradables.
—Es el Cola Cao desayuno y merienda. —El cántico festivo de la criada irrumpió de nuevo en los oídos de Elena, e incluso lo tarareó en silencio, moviendo los labios siguiendo el compás con la cabeza—. Es el Cola Cao desayuno y merienda ideal… Cola Cao…
—¡Venancia! —Doña Virtudes se acercaba por el pasillo; Elena se pegó a la pared para que no la viera—. Venancia, por el amor de Dios, calla un poco, que me tienes loca la cabeza.
—Vale, vale, no pene más la señora, que me callo como una tumba.
—Tampoco es eso, mujer, pero baja un poco la voz, que no estás en el teatro.
Elena oyó el taconeo de Julita.
—Y tú ¿adónde vas? —preguntó la madre al verla.
—Ya te lo he dicho antes, voy al Sepu con Elena.
—¿A estas horas?
—Sí. —Julita llegó al recibidor y, en voz baja, apremió a su amiga—. Vámonos.
—No vuelvas tarde —gritó la madre desde la mitad del pasillo—, ya sabes que a tu padre no le gusta esperar a comer.
—Que sí… —contestó en tono cansino.
Cerró la puerta y resopló sulfurada.
—¡Qué pesada está! No te puedes imaginar. Me estoy planteando lo de casarme, por no aguantarla a ella y a Virtudes, que parece que se ponen de acuerdo para acabar con mi paciencia.
—Dicen que las embarazadas están más sensibles.
—Pues será eso, chica, porque es que no puedo soportarlas. Además, desde hace dos días tengo unos ascos a la leche. No sabes qué arcadas me dan nada más olerla. Hago unos esfuerzos para no vomitar en la mesa… —Al llegar al portal, Julia descubrió el rostro de su amiga—. Hija, tienes una murria… Parece que te vayas de duelo.
—La verdad es que no estoy muy contenta que digamos.
—¿Qué ha pasado? ¿Te ha dicho algo tu padre?
—Pues sí… —dijo cariacontecida—. Algo me ha dicho…
Salieron a la calle y Julia agarró del brazo a su amiga. Caminaban las dos muy pegadas, algo inclinadas hacia delante y la una hacia la otra, con las cabezas casi juntas como si no quisieran que nadie pudiera oír lo que se contaban.
—Entonces, ¿ya sabe lo del violinista?
—Se llama Hanno…
—Bueno, Hanno, ¿lo sabe? ¿Qué ha dicho?
—Pues nada…, qué me va a decir…, que no se me ocurra volver a verle. Quien se la ha cargado ha sido mi madre, la pobre. Le ha montado una que no te puedes imaginar… Eso de que estemos en boca de la gente le pone malo. —Guardó silencio y soltó un largo y pesado suspiro—. El sábado será la pedida de mano.
—¿Y te vas a conformar? ¿No decías que te ibas a negar?
—No sé qué hacer, Julita.
—Pues decir que no, que no te vas a casar.
—Ya, pero… ¿y si Hanno no está tan enamorado de mí como yo me creo?
—Pues, hija, no sé yo que te diga…, pero yo creo que las cosas que te escribe únicamente salen cuando uno está coladito por alguien. Además, no hay más que ver cómo te mira, si se le cae la baba contigo… Bueno, contigo a cualquiera se le cae la baba, con lo guapa que eres.
—No seas boba, anda… —De nuevo unos segundos de silencio acompañaron su avance—. Es que hace días que no sé nada de él. Puede que me haya hecho ilusiones… Que lo que yo pensaba no haya sido nada más que una ilusión.
—Pues ¿sabes lo que te digo?, que él se lo pierde, chica. De todas formas, Elena, tienes que reconocer que futuro con él tenías poco, que en eso tiene razón mi madre…
—¿Tu madre habla de esto?
Julia apretó al brazo de su amiga y puso un mohín resignado.
—Mi madre habla de todo, parece mentira que no lo sepas, en todo se mete y todo lo tiene que comentar, y además tiene la comparsa de mi hermana, que en eso es clavadita a ella, oye. Pero lo que te decía, que de qué ibas a vivir…, no te veo yo a ti pidiendo limosna en la calle.
—Hanno no pide limosna, Julia —replicó airada—, él es un músico, un gran músico y vive de su música.
—Y, si es tan bueno, ¿por qué toca en la calle?
Elena se soltó del brazo de Julia queriendo mostrar su enfado hacia las palabras de su amiga. Las dos guardaron un rato de silencio, caminando sin rumbo por la plaza de Santa Ana, a paso lento, relajado.
—Lo siento, Elena…
—No lo sientas, si tienes razón.
Julia se quedó pensativa y sonrió, volviendo a coger a su amiga del brazo.
—Fíjate… Estoy pensando que, si al final decido casarme y tenerlo, y si tú también te casas y te quedas enseguida, en un año podemos estar paseando las dos con un cochecito de bebé. —La miró con los ojos chispeantes—. ¿No sería fantástico?
Elena pensó desolada en lo que había dicho su amiga. No quería ni imaginar su vida con Mauricio Canales.
—Si lo piensas bien… —agregó Julita con gesto cavilante—, el Canales tampoco está mal…
—Pues cásate tú con él, no te fastidia, para ti enterito.
—¿Y quedarte tú con mi Dioni? ¡Ni lo pienses!
Rieron las dos sin demasiadas ganas.
—Bueno, ¿adónde querías que te acompañase? —Miró el reloj de pulsera—. Es casi la una, yo tengo que estar de vuelta a las dos y media en punto.
La llevó hasta la plaza de Jesús y se detuvo frente a la puerta de la casa de comidas Casa Rufino. Entraron y comprobaron que había dos mesas ocupadas; en una de ellas, cuatro hombres comían garbanzos de una fuente que estaba en el centro de la mesa, hablaban y bebían, y al percatarse de la entrada de las chicas, echaron un rápido vistazo, uno de ellos hizo un comentario jaleado por los demás y continuaron escarbando con sus cucharas en el montón de legumbres; en la otra, algo más cercana a la puerta, se sentaba un hombre de mediana edad y aspecto tosco que les clavó los ojos mientras se liaba un cigarro de picadura.
Elena buscó detrás de la barra y al fondo vio a la señora Paula secando y apilando unos platos. Se acercó a ella y la mujer levantó la cara sin dejar su tarea. Cuando vio a Elena sus ojos se iluminaron, se le abrió una enorme sonrisa, dejó el trapo y el plato que tenía en las manos.
—Pero mira quién está aquí… ¡Rufino! ¡Rufino!, ¡sal, hombre, mira quién ha venido! —Se secaba las manos con el delantal y, cuando estuvo frente a Elena, le plantó dos besos, uno en cada mejilla—. ¿Cómo tú por aquí? —Miró por encima del hombro como si buscase a alguien—. ¿No viene Juanito contigo?
A Elena se le ensombreció el rostro. Por lo visto, ellos tampoco tenían noticias de Hanno.
Julita se había quedado en la puerta, incómoda por la mirada del hombre que acariciaba el fino papel de fumar doblándolo alrededor de la picadura. Tenía el gesto taimado y sus ojos eran tan negros como el carbón.
Elena explicó que había venido con su amiga y, antes de que pudiera decir mucho más, porque la señora Paula hablaba y hablaba sin parar, apareció el mesonero por la puerta de la cocina. La observó un rato pensativo, echó un rápido vistazo al local como si estuviera comprobando quién había, y solo entonces se decidió a salir, cansino, severo el rostro.
—Le estaba diciendo que hemos estado toda la semana con el local cerrado —continuó la señora Paula sin apenas fijarse en su esposo—; en la Semana Santa parece que la gente deja de comer, y como hay que cerrar tres días por obligación, pues aprovechamos para ir a Móstoles a pasarlo con la familia.
—Buenos días, señor Rufino —dijo Elena intentando ser amable.
El mesonero tenía algo turbador en la mirada.
—Yo venía a preguntarles si sabían algo de…
Tuvo que callarse porque el hombre le hizo un gesto con la mano echando una rápida ojeada al cliente que ya se encendía el cigarrillo.
—Anda, Paulita, pon de comer al caballero, que ya está preparado en la cocina.
Su mujer le miró y con un solo gesto de la cabeza entendió que tenía que hacer lo ordenado sin rechistar.
El señor Rufino miró a Julita, y Elena volvió a explicar que se trataba de una amiga. Hizo una indicación con un gesto y los dos se sentaron en una mesa esquinada, fuera del alcance de la mirada y, sobre todo, del oído del solitario que fumaba al otro lado del local. Era la primera vez que le veía por allí, y el mesonero solía recelar de los recién llegados, al menos hasta saber de qué pelaje eran.
—Siéntate —le dijo con su voz ronca en tono bajo—. No deberías ir preguntando por ahí, es peligroso.
—Es que no sé nada de él desde hace días.
El señor Rufino la observó con fijeza, como si estuviera escrutando su interior para entender sus intenciones. Al cabo, dio un profundo suspiro, echó otro vistazo al local y metió la mano en el bolsillo de su pantalón.
—Esta mañana, al abrir el mesón, me he encontrado con esto. —Puso encima de la mesa un sobre en el que había escrito a lápiz con letras toscas, casi infantiles, y plagado de faltas de ortografía: «A la atención del Señor Rufino. Casa de comidas Rufino. Plaza de Jesús. Madrid»—. El cartero la ha debido de echar por debajo de la puerta.
Elena miró el sobre, y luego alzó los ojos para clavarlos en el rostro redondo y mórbido del mesonero.
—¿Es…, es de Hanno? —preguntó contenida.
El hombre negó con un leve movimiento y los ojos bajos, fijos en el sobre tiznado por un evidente sobeteo. Elena oyó a su espalda la voz de Julia charlando con la señora Paula.
El señor Rufino dio la vuelta a la carta y miró el remite.
—Me la envía un tal Salustiano Rua Orgaz. —Guardó silencio y miró a Elena—. Yo no conozco a nadie con ese nombre… —El sobre estaba rasgado por la parte de arriba; sacó del interior la mitad de una cuartilla de papel mugrienta y mal recortada, la desdobló y se la mostró—. Mira, léelo tú misma.
Elena cogió el papel, asimismo manchado por el manoseo de dedos sucios, y leyó lo escrito con la misma letra que la del sobre:
Mi estimado Señor Rufino espero que ha la presente se encuentren vien usted asi como la señora Paula nosotros vien gracias ha Dios dentro de la pena de estar privado de livertad que tanto se hecha en falta. me dice Juanito que le de recuerdos y que tamvién se los de usted a su señora y a la chica esa que usted save esa de los ojos verde hesmeralda me escriba para darme noticia de como estan. suyo siempre, Salustiano Rua Orgaz.
Elena alzó los ojos para fijarlos en el adusto rostro del mesonero.
—¿Juanito… se refiere a…? —Apenas podía articular palabra, todas quebradas en su garganta por una emoción contradictoria que la ahogaba.
—Creo que sí —musitó él—, de lo contrario, no me lo explico.
—¿Y dónde está?
El señor Rufino miró de nuevo el sobre en el lado donde estaban escritos los datos del remitente.
—En Nanclares de Oca.
—¿Dónde es eso?
—Cerca de Vitoria. —El hombre suspiró con gesto grave—. Es una cárcel.
—¿En la cárcel? —preguntó asustada—. ¿Y por qué?
—Eso ya no lo sé. Pero está claro que le intervienen toda la correspondencia, la que envía y en su caso la que reciba, y él lo sabe; por eso ha utilizado a este… Salustiano. Ha pretendido que supiéramos dónde está.
—Pero… si él no ha hecho nada.
El mesonero la miró, sonrió lánguido y se acercó a ella bajando la voz.
—En este país no es necesario hacer algo para acabar con los huesos en la cárcel.
—Tenemos que ayudarle…
El hombre se envaró y se puso serio alzando una mano.
—Un momento, jovencita…, no te precipites. Sé por experiencia que meter las narices en estas cosas puede traer muchas complicaciones, incluso al propio interesado al que pretendes beneficiar.
—Pero… ¿y si necesita ayuda?
—Hija, esto es muy serio. Si le tienen intervenido el correo, significa que no quieren que sepamos dónde está; y si no quieren y nosotros nos ponemos a husmear, seguro que tendremos problemas… No sé si me entiendes.
Elena no sabía qué decir; tenía razón el mesonero, pero no podía quedarse con los brazos cruzados.
—¿Y si yo le escribo a ese Salustiano?
El hombre lo pensó un rato ceñudo, serio.
—Mira, esto es como caminar por el borde del precipicio, un mal paso y caes al abismo. En realidad, sabemos muy poco de ese chico… ¿Hace cuánto tiempo que le conoces?
Ella bajó los ojos un momento, pero enseguida se irguió como si lo hubiera pensado mejor, y le dijo con la firmeza de quien está enamorada:
—Hanno es bueno, señor Rufino. Nunca ha hecho mal a nadie…, y usted lo sabe. Una persona que toca el violín como él no puede ser malo.
El mesonero la miró primero muy serio, para luego esbozar una sonrisa llena de ternura por el afán y empeño de la chica. Movió la cabeza de un lado a otro sin decir nada.
—Tendré cuidado —insistió ella—, seré muy prudente en lo que escriba, si quiere se lo enseñaré a usted antes de enviarla…, pero al menos Hanno… Juanito sabrá que nos ha llegado su mensaje.
Después de un rato cavilante, el señor Rufino le dio la carta.
—Al final voy a tener que reconocer que los ruegos de Paulita son efectivos… Ese chico tiene mucha suerte, sí, señor, mucha suerte —dijo afable. Miró la carta unos instantes, pensativo, y se la tendió con gesto firme—. Está bien. Inténtalo. Pero mucho cuidado, no des demasiadas pistas, tan solo dale a entender que su mensaje ha llegado.
Elena cogió la carta entre sus manos como si fuera un tesoro y la guardó en su bolso.
—¿Cree que se puede hacer algo para…?
—Lo único que vamos a hacer es escribir a ese Salustiano con el fin de que Juanito sepa que sabemos dónde está. Ah, y será mejor que no te fíes de nadie, ni siquiera de tu amiga.
—Ella nunca diría nada si yo se lo pido.
—Las mujeres siempre tenéis algo que decir…, de bueno y de malo; tenéis la lengua blanda y larga, así que mejor ni una palabra, por si acaso.