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Julia Figueroa amontonaba la baraja para hacer otro solitario en una mesa aparte del grupo. El aburrimiento le pesaba como una losa de mármol, amodorrada por el runrún de la charla que mantenían las mujeres reunidas alrededor de la sotana de don Próculo, que, como era habitual en él, saboreaba con fruición una enorme torrija que doña Virtudes le había servido en un plato de postre de porcelana blanca con filo de oro. El cura había sido invitado a casa de los Figueroa tras haber asistido, junto a las tres mujeres de la casa, doña Virtudes y sus dos hijas, al sermón de las Siete Palabras, celebrado en la parroquia de San José y pronunciado por el padre Arturo Gallo, profesor de Sagrada Teología del Seminario de los Sagrados Corazones de Miranda, y amigo personal de don Próculo. La comida, siendo Viernes Santo, había sido frugal: potaje de garbanzos y bacalao, sin vino, ni pan, ni postre, en adecuado cumplimiento del preceptivo ayuno; por eso entraban tan bien aquellas primorosas rebanadas de pan empapadas en leche y aromatizadas con canela elaboradas por Venancia y que le salían como los ángeles, a criterio de todo el que las probaba. Se les acababa de unir doña Carmen, su hija Carmenchu, así como los señores de Espinosa, doña Prudencia y don Escolástico, dispuestos a no dejar pasar la ocasión de probar una torrija (o dos si fuera posible), con el propósito de asistir después, todos juntos y con el estómago lleno, a cumplir con los Divinos Oficios, que aquella tarde habían de ser más largos de lo habitual, empezando con el viacrucis, seguido de la Corona Dolorosa, para terminar con el Sermón de la Soledad.

Disponían de más de dos horas antes de acudir a las Calatravas, lugar en el que aquella noche concelebraba don Próculo, y entre sorbo y sorbo de café y sin perder de vista la enorme bandeja (cada vez más vacía) de deliciosas torrijas, daban cuenta de unos y otros asuntos sin dejar títere con cabeza y sin demasiado respeto al atribulado duelo que aparentaban mantener por la sagrada muerte de Cristo en la cruz.

Hasta aquel momento, Julita apenas había reparado en el contenido de la conversación, ensimismada en sus cosas, pero cuando empezaron a hablar de Elena, puso atento el oído.

—Me han oído bien… —intrigaba doña Prudencia, la señora de Espinosa, con resabio—, pidiendo por tocar en la calle, igual que un mendigo…, así como se lo digo…

—Pero qué poca vergüenza —agregaba doña Virtudes ofendida—, a punto que está de casarse… Porque el mismo don Mauricio me confirmó, en la procesión del Cristo, que la pedida de mano va a ser el próximo sábado…, en su casa, claro —dijo con una mezquina sonrisa—, no la van a hacer arriba.

—Señoras… —intervino lacónico don Próculo, con la intención de compensar la situación—. No seamos maldicientes.

—Ah, no, don Próculo —replicó doña Prudencia mostrando un ademán de indignación—, lo que yo he dicho es la pura verdad, que lo he visto con estos ojos que Dios me ha dado —dijo dándose varios toques con la yema del dedo bajo el ojo—, yo y mi Escolástico, ¿verdad, Tico?

El marido asintió de inmediato con la boca llena de la dulce tostada que le había tocado en suerte.

—Que me vaya al infierno si estoy mintiendo…

—Doña Prudencia… —terció de nuevo el sacerdote con voz complacida—, un poco más de templanza en sus palabras, que estamos en Viernes Santo, por el amor de Dios…

—Pero si es que es verdad, don Próculo, que la chica se está viendo con ese… —calló doña Prudencia poniendo un gesto desabrido—, yo qué sé cómo llamarlo…, titiritero o músico callejero o lo que sea; y la madre lo sabe porque mi Tico y yo los hemos visto a los tres paseando, tal cual, como si se conocieran de toda la vida. Ya ves tú, anda que si se entera don Mauricio…, tan confiado que anda él… —hablaba moviendo la cabeza de un lado a otro, cabizbaja, como si le fuera la vida en lo que contaba—. Con lo bien que se está portando con ellos.

—Demasiado bien, diría yo —añadió ufana doña Virtudes—, y lo malo es que algunos confunden la generosidad y abusan, y les ofreces el dedo y si te descuidas te arrancan el brazo… ¡Anda que no lo sabré yo! ¡A mí me lo van a decir! ¡Pues no los conozco yo a estos ni nada!

—Virtudes… —volvió a terciar el cura—, contención…

—Contención, contención —murmuró la señora de Figueroa como si estuviera ofendida—. Pues menuda mamandurria ha encontrado el padre gracias a la dichosa boda —calló un instante y echó el cuerpo hacia delante como para contar una confidencia y, alzando la mano para enfatizar, dijo—: Creo que no da ni un palo al agua…, ahora… cobrar, cobra; ya lo digo yo, que por lo que sé ha recibido más de trescientos duros. ¡Ya me dirán si no es…!

Los reunidos, a excepción de don Próculo y Virtuditas, que apenas atendía, y por supuesto Julita, se admiraron con severa indignación de la cantidad nombrada por la anfitriona envueltos en murmullos y frases cruzadas entre unos y otros.

—Señoras… —de nuevo el sacerdote tuvo que contener aquel chismeo de vecindad—, moderen sus palabras, por el amor de Dios, que como sigan así van a tener que salir de aquí directas al confesionario.

—Pero, padre, no me diga usted que los defiende… —dijo doña Virtudes en tono de reproche.

—Yo no defiendo nada, Virtudes, solo digo que chismorrear está mal —añadió limpiándose la comisura de los labios con una servilleta de hilo blanquísima y almidonada.

—Pero estará de acuerdo en que habrá que decir la verdad, digo yo, porque si se monta un escándalo en el edificio, algo tendremos que decir los vecinos.

—No son los vecinos quienes han de juzgar nada —dijo el cura exasperado ante la porfía en la murmuración—, para eso ya está Dios Nuestro Señor, que es más justo y caritativo que todos nosotros juntos. Así que dejemos el asunto y tengamos la fiesta en paz.

Pero aquellas fieles chismosas no eran fáciles de arredrar y doña Prudencia, que acababa de tragar el último trozo de la segunda torrija que se llevaba al estómago, quiso dejar claro su apoyo a la postura de la anfitriona de tales delicias.

—Pues yo, padre —dijo limpiándose con mucha delicadeza la boca con una servilleta de hilo blanco que tenía bordada una diminuta flor en una esquina—, con todo el respeto que sabe que tanto yo como mi Escolástico le profesamos, tengo que decirle que estoy de acuerdo con doña Virtudes y soy de la opinión de que algo había que hacer respecto a este asunto, porque no me diga usted que como don Mauricio se entere la va a armar gorda, y un hombre herido en su honor de esa forma, si es hombre como Dios manda, sabe Dios cómo puede reaccionar, usted ya me entiende…, y con toda la razón, no me irá usted a decir que no. Y luego no queda más que llorar las desgracias por no haber atado en corto a las mujeres que no saben estar en su sitio. Las cosas hay que hacerlas antes, no a toro pasado.

Las mujeres aprobaron con gestos y palabras cruzadas entre unas y otras lo dicho por doña Prudencia.

Entonces, en medio de aquel revuelo, don Escolástico Espinosa levantó la mano solicitando toda la atención, y con mucha solemnidad, de acuerdo a su costumbre de sentar cátedra cada vez que pronunciaba una frase de más de tres palabras, dijo con gesto circunspecto:

—Mi querido don Próculo, le voy a conferir a usted la razón en que no se debe andar por ahí con chismes ofidianos referidos a causas ajenas, y mucho menos, como usted mismo ha apuntado muy acertadamente, en jornadas de luto como es el día en el que estamos y en el que conmemoramos el inmenso sacrificio que Cristo Nuestro Señor hizo para nuestra salvación —hizo una pausa antes de continuar, intentando no perder el afinado tono campanudo que, a su criterio, le estaba saliendo de perlas y se sentía crecido porque las mujeres asentían con prudente vehemencia—; no obstante, tiene usted que reconocerme, pensando en nuestro querido vecino don Mauricio, persona considerada por todos de conducta intachable, que debería ponerse atención a este asunto, no vaya a ser que, pudiendo hacer por nuestra parte, provoquemos, con nuestra inacción, que el honor de nuestro ilustre convecino y jefe de casa pueda resultar dilacerado; porque no me negará usted, mi admirado don Próculo, que como a esa niña no la embride alguien, se cierne un evidente peligro, y hay que reconocerle aquí, a las señoras, que la madre de la susodicha no ayuda en nada a la causa, más bien la empeora y mucho.

Una vez dicho esto, se quedó mirando muy fijo a don Próculo, que lo miraba a su vez valorativo. El silencio se mantuvo durante unos segundos, a la espera de que hablase la voz autorizada de la Iglesia.

El cura bajó los ojos y resopló como si quisiera quitarse de encima la caspa de murmuración que se le incrustaba en cada poro de la piel. Volvió a mirar a los allí reunidos, y deseoso de acabar aquella tertulia que, con el estómago lleno, ya empezaba a aburrirle, resolvió con voz firme y potente.

—Muy bien, don Escolástico, es posible que tenga usted algo de razón. En cuanto me sea posible, hablaré con Antonio, a ver si conseguimos aclarar este asunto y evitar males mayores.

—No ha de dejarse pasar ni un día más esta vergüenza que estamos padeciendo todos —exigió de repente doña Carmen muy seria.

Don Próculo arrugó el entrecejo y le replicó con desdén:

—¡Doña Carmen, mujer, no diga usted jeremiadas! ¡Qué vergüenza ni qué ocho cuartos! He dicho que hablaré con Antonio y no se hable más del asunto.

De nuevo estalló un barullo de todos hablando con todos.

Julita escuchaba contenida las cosas que se estaban diciendo, y sus ojos se cruzaron con los de su hermana Virtudes. Esquivó la mirada disimuladamente y continuó con su intento imposible de resolver aquel maldito solitario.

Virtuditas carraspeó y dijo irguiéndose en la silla:

—Cuidadito, que hay ropa tendida.

Todos enmudecieron de pronto y miraron hacia Julita, que les lanzó una fugaz ojeada para centrarse de nuevo en la baraja de cartas.

Cambiaron de tema. Las procesiones, el tiempo, la lluvia y lo que habían estrenado el Domingo de Ramos fueron los temas de conversación cruzada que mantuvieron en los minutos siguientes.

Se oyó el timbre de la entrada. Julia se levantó y salió corriendo al pasillo.

—Ya voy yo, Venancia.

Cuando abrió se encontró con Elena.

—Hola.

—Hola, Julia ¿qué haces?

—Nada, aquí, aburrida. ¿Y tú?

—Pues igual.

Las dos se quedaron calladas unos segundos.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Elena.

—Ya ves tú… Ir a los oficios, qué remedio. ¿Y tú?

—Pues no sé… Mis padres se van a visitar a una señora conocida de mi padre que está muy malita… A mí no me apetece… Si quieres vamos juntas a los oficios.

—Bueno, pero tenemos que ir a las Calatravas.

—Bueno.

—¿Cómo estás?

—¿Y tú?

—Bah, no sé… Pasa, anda, vamos a mi cuarto, que aquí oyen hasta las paredes.

Se oía el barullo al final del pasillo tras la puerta del salón que Julia había entornado al salir.

Entraron las dos en el cuarto de Julita. Elena se dejó caer en el borde de la cama, mientras que su amiga se acomodaba en un sillón enfrente; cogió un oso de peluche y lo apretó contra su pecho.

—Pondría música, pero si nos oye mi madre nos mata.

—No, si no me apetece.

—¿Sabes algo de tu…, de Hanno?

Elena negó con tristeza.

—El Porculo va a hablar de eso con tu padre.

Julita le había hablado en voz baja y acercando el cuerpo hacia delante.

Las dos amigas se miraron unos segundos en silencio. Julia no podía decirle todo lo que había oído, pero tenía que advertirle de que estaba en el punto de mira de los cotilleos vecinales.

—¿De qué? —preguntó al cabo.

—De tus encuentros con el violinista. La Pollo y el Tico os han visto, y en compañía de tu madre.

Julita, en su afán de poner mote a todo el mundo, llamaba así a doña Prudencia, debido a que decía que su cuerpo tenía la misma forma que la de un pollo: piernas cortas y muy finas, barrigona y un pecho prominente, casi desproporcionado.

—El violinista tiene un nombre —replicó Elena desabrida no tanto por su amiga, sino por el afán de cotilleo que tenían algunos.

—Mujer, no te pongas así conmigo.

Elena se calló y bajó los ojos. Le embargaba una profunda tristeza.

—No me importa —dijo de repente sin levantar la vista—, que se lo cuente si quiere.

El tedioso silencio las envolvió y dejó en evidencia el aumento del murmullo procedente del salón y el arrastre de las sillas por el suelo. Parecía que la reunión estaba tocando a su fin.

—¿Y tú? —preguntó Elena al cabo, señalando con un gesto a la tripa—. ¿Cómo vas?

Julia bajó los ojos y antes de hablar encogió los hombros.

—Ahí sigue… No me noto nada, solo por las mañanas. Lo paso muy mal con el desayuno, pero luego nada, como si no pasara nada.

—¿Cuándo lo vas a decir?

—No sé…

—Pero tendrás que hacerlo… En poco tiempo se te va a notar y tendréis que casaros.

—Yo con ese idiota no me caso.

—Pero, Julia, ¿qué otra cosa puedes hacer?

—No lo sé… —Alzó los ojos y la miró con fijeza como si se estuviera defendiendo de un ataque—. ¿Y tú? ¿Sigues pensando en casarte con el juez?

—De ninguna manera.

—¿Y cuándo se lo vas a decir a tu padre? Porque algún día lo tendrás que decir.

—Pues cuando don Próculo le cuente lo de Hanno…, entonces se lo diré, que estoy enamorada de Johann Merkt y que, por mucho que se empeñe en que es bueno para mi futuro, no me voy a casar con ese emperejilado que parece un figurín de escaparate.

Julia, ajena al problema de su amiga, saltó del sillón y fue a sentarse al lado de su amiga, quedando frente a frente sobre la cama.

—Estoy pensando en decírselo a don Próculo —dijo Julita bajando mucho la voz y encogiendo los hombros como si sus palabras le pesaran.

—¿Vas a decirle a don Próculo que estás embarazada?

—Ssss… —dijo Julita encogida y con cara de susto al oír la palabra de boca de Elena.

—¡Tú estás loca!

—Si se lo digo en confesión, no le quedará más remedio que ayudarme, y no podrá contárselo a nadie.

—Pero si es que tienes muy poco donde elegir, Julia, o lo tienes o te lo quitas, y don Próculo te va a decir que te cases y que apechugues con la barriga.

—Ya…, pero al menos él sabrá cómo decírselo a mis padres —añadió Julia Figueroa con un extraño gesto de confianza.

Se mantuvieron calladas con miradas esquivas e inseguras.

—¿Crees que es una buena solución?

Julia arrugó el ceño y su rostro se ensombreció.

—Pues no, claro que no es buena solución, ¿pero es que hay alguna? —Hizo una mueca de desesperación—. Ay, Elena, es que lo pienso y no me veo con un niño, y mucho menos casada…, es que no me veo… Yo no quería que las cosas fueran así. Siempre he soñado que a mi boda asistirían muchos invitados, y que yo sería el centro de atención de todos. —Al decir eso se estiró con un gesto orgulloso—. Yo, la novia toda vestida de blanco y con una cola muy larga y con un ramo de rosas blancas…, porque yo quiero rosas blancas. —Sus ojos brillaban ilusionados y sonrientes—. Y luego irme de luna de miel a San Sebastián o a Sevilla…, o a Granada, que creo que es muy bonita.

—Y Dionisio, ¿qué te dice?

Al nombrarlo, desapareció el brillo de la mirada y su rostro se tornó de nuevo sombrío.

—¿Ese? Ese es un… —Apretó los labios rabiosa—. No me ha vuelto a llamar desde…, bueno, desde el día que no quise… Ni una llamada, Elena, ni saber de mí quiere; y como es Semana Santa y no viene a cantar los temas con mi padre, pues eso, ni aparecer…

—Los hombres… Siempre igual… Prometen, prometen y a la hora de la verdad salen corriendo.

Las dos se quedaron calladas un buen rato hasta que la puerta se abrió de golpe. Virtuditas asomó la cabeza. Al ver a Elena se puso seria.

—Ah, eras tú… —Obviando su presencia, se dirigió a su hermana—. Que dice mamá que te prepares, que nos vamos.

—Elena viene con nosotros —dijo Julia levantándose.

Virtuditas volvió a mirar a la amiga de su hermana.

—Tú sabrás.

Cerró la puerta y Julia se quitó la camisa tostada que llevaba para ponerse el jersey de punto negro que le había dejado Venancia planchado y perfectamente doblado sobre la cómoda. Se volvió y miró a su amiga.

—¿Tú vas a ir así?

Elena se miró.

—No tengo otra cosa. Lo nuevo que me compré es de más color.

—Si quieres, te dejo algo.

—No. Me pondré el abrigo, como es oscuro…, y con las medias negras…

Julia se puso de perfil y se tocó la tripa con la mano.

—¿Tú crees que se me nota?

—No, no se te nota nada. Si estarás de dos meses…

—Pues a veces me hincho como una peonza.

—¿Sabes algo de tu hermano?

Encogió los hombros.

—Que está bien. Es lo único que me dicen. Como tú tampoco me quieres contar nada…

Elena bajó la cara para no encontrar los ojos de su amiga. No le había dicho lo ocurrido en aquella dichosa fiesta. Le daba tanta vergüenza que se azaraba con solo pensarlo. Únicamente que se había metido en un lío y poco más.

Basilio Figueroa se había visto obligado a salir de Madrid. Dos días después del desagradable altercado, dos policías (dirigidos por la mano negra del barón) se habían presentado en la casa reclamándole para un interrogatorio. Quiso la suerte que en el piso solo estuvieran Venancia, que fue quien abrió la puerta, Rafael Figueroa, que les atendió, y Basilio, que por supuesto se previno de permanecer oculto, eso sí, con la oreja pegada a la puerta y el corazón tan acelerado que creyó ser descubierto por el golpeteo. El notario había podido vadear el asunto con los dos guardias, asegurándoles que su hijo no estaba en casa y prometiendo (en vano, porque sabía que no lo cumpliría) que, en cuanto regresara, él mismo acompañaría a su hijo a la Dirección General de Seguridad, donde se le reclamaba. Desde el primer momento, Basilio Figueroa había intentado justificarse, pretendiendo salir indemne del tremendo dislate cometido con Elena Montejano, pero lo cierto es que Rafael Figueroa no necesitó de las explicaciones de su hijo porque las encontró, encarnizadamente duras, de boca de Eutimio Granados, que le puso al tanto de quién era y cómo actuaba el famoso Káiser, Freiherr von Schwarzschild, barón de la Renania, un matón arribista y sin escrúpulos dedicado al tráfico de todo lo que le pudiera reportar beneficios, incluyendo la prostitución de menores.

Rafael Figueroa había cerrado los ojos al oír aquellas palabras de boca de su hombre de confianza, unas palabras graves y contundentes que cayeron como un mazazo sobre su alma, dolorido y llagado en la conciencia al comprender la clase de sucios negocios en la que había caído su hijo. «¿Por qué no me lo avisaste?», le había reprochado sin apenas fuerza en su voz. «Don Rafael, le dije que tuviera cuidado con Basilio…, y usted…» «Yo… nunca hubiera pensado que mi hijo…», la voz quebrada del notario conmovió al oficial. «A veces los padres son los últimos en darse cuenta de los defectos de sus hijos… Don Rafael…, yo… le aseguro que intenté hablar con él, pero… Lo siento». Eutimio Granados había terminado por disculparse ante la desolación de un padre al descubrir en qué clase de monstruo se ha convertido su hijo delante de sus propias narices. Por supuesto, aquello debía quedar entre ellos, ni una palabra a nadie, y mucho menos a Antonio Montejano.

Había sido el propio Eutimio Granados el encargado de manejar los hilos necesarios para que Basilio Figueroa desapareciera por una buena temporada, así se lo había dicho a Rafael Figueroa: si no lo hacía no tendría escapatoria, o la muerte o, en su caso, la detención y la cárcel; ya se encargaría el barón de urdir una trama lo suficientemente consistente para enredarle de tal forma que ni el mejor abogado del mundo pudiera librarle con su defensa de una sentencia condenatoria. El Káiser no perdonaba, le confirmó Eutimio, nunca lo hacía.

Nadie, salvo Rafael Figueroa y el propio Eutimio Granados, conocía el verdadero destino de Basilio. A la madre le dijeron que se iba a pasar un curso al extranjero, a una universidad inglesa de nombre impronunciable. Le habían extrañado tantas prisas, a mitad de año académico, así como tanto sigilo exigido por su marido, pero de esas circunstancias no decía nada; al contrario, doña Virtudes lo trocó todo a su propio interés y no dudó en pavonearse de la suerte que habían tenido al haber encontrado plaza en la prestigiosa institución (impronunciable, repetía ella a quien le preguntaba), y que la precipitada salida de Basilio se debía a que le habían avisado con muy poco tiempo para incorporarse a las clases una vez pasada la Pascua.

Lo cierto era que Basilio Figueroa penaba sus culpas en la celda del monasterio de Montserrat, sometido a la estricta y austera vida monacal: horarios, rezos y alimento, e intentando salir del oscuro pozo de una adicción que empezaba a reportarle consecuencias muy nocivas.

—No hay nada que contar, Julia, ya te lo he dicho —replicó Elena—. Ya conoces a tu hermano. Se metió en un lío y nada más; nos encontramos con mi padre y con el tuyo, y nos llevaron a buscarte.

—Pues, hija, tú tienes una cara desde entonces…

—Déjalo ya, anda, que no quiero hablar del tema. Oye… —Se levantó y se acercó a su amiga, buscando ella esta vez mayor confidencialidad—. ¿Querrás acompañarme a un sitio el lunes a mediodía?

—¿Adónde?

—Ya te lo diré… ¿Querrás o no?

Una nueva irrupción de Virtuditas las obligó a callar, pero esta vez no hubo más tregua, había que irse. Elena salió al pasillo dispuesta a subir a su casa a coger el abrigo, el bolso y el velo. Se encontró de bruces en el recibidor con el grupo de las torrijas. Al verla, todos callaron.

—Buenas tardes —musitó ella, sonrojada al notar las miradas viperinas posadas en ella.

Salió al rellano y, antes de llegar a la escalera, oyó la voz de don Próculo.

—Elena.

Ella se volvió y vio al grupo amontonado observando aparentando disimulo.

—Dile a tu padre que tengo que hablar con él, que mañana me pasaré a verle a eso del mediodía.

—Yo se lo digo… —Dudó un instante sin saber si seguir o no—. Voy a por mi abrigo.

—Ve, hija, ve.

Mientras subía, Elena oyó el murmullo de voces y taconeos que ya empezaban a bajar hacia el portal. No quiso pensar, estaba segura de que de alguna manera se solucionaría todo, o de eso quería convencerse.