Los yerros que comete cada uno suelen tener consecuencias sobre terceros que pueden llegar a marcar el devenir de los acontecimientos cotidianos y quebrar la normalidad de aquel sobre el que se ha volcado el fruto del dislate. En las secuelas de su necedad pensaba Basilio cuando, en el interior del coche, sentado junto a su padre, veía a través del parabrisas del coche transcurrir las calles desiertas, grises de piedra y augurio triste de la Semana Santa. Cómo justificar lo sucedido; no era posible hacerlo. Le desesperaba aquel silencio, el de su padre, adusto y contenido, el de Antonio Montejano, pesadamente atormentado, y el gemido apenas exhalado de Elena, tan abatida que parecía llevar sobre ella toda la pena del universo.
Y en aquel incómodo mutismo resonaban en su mente las palabras del Káiser antes de marcharse de aquel piso al que jamás debió haber entrado. Estaba convencido de que habría represalias contra él; el barón no iba a permitir una deslealtad evidente: su primer impulso de evitar que el doctor Gersdorff se llevase a Elena con la excusa de enseñarle algo que le iba a resultar muy interesante; su protesta frontal al barón al comprobar que no volvían al salón; su empeño, ya ciego en una tardía contrición, de arrancarla como fuera de las garras del seductor alemán; y la inesperada y sorprendente aparición de su padre y Antonio Montejano, se convertían irremediablemente en motivos más que sobrados para que el Káiser le machacase como un mísero gusano. Y así se sentía viendo sin mirar el Madrid de noche, como un gusano atormentado al recordar la ingenuidad en el rostro de Elena, sus ojos puestos en él cuando, sutilmente, era arrastrada del brazo por el doctor Gersdorff, después de haberla encandilado con su exquisita afabilidad consiguiendo que, poco a poco, cayera dócilmente en sus redes como cortejo previo sobre la incauta presa. ¿Cómo había podido llegar a permitirlo? ¿Cómo podía haber caído tan bajo?
Se habían despedido de Antonio Montejano y de Elena al llegar al rellano del primero; solo había hablado Rafael Figueroa utilizando pocas palabras, «Mañana hablaremos», sobre todo haciendo un ademán hacia Julita, que una vez fuera del coche había intentado hablar con Elena sin conseguirlo, porque su padre la había agarrado de los hombros y se la había llevado hacia el portal. Nadie había añadido nada, el silencio siguió como una estela maldita el paso ascendente de Antonio Montejano y su hija, mientras los Figueroa se acercaban a su puerta.
Una vez en el interior de la casa, Julia había entrado a ver a su madre por imposición de su padre, quedándose padre e hijo en el recibidor, desprendiéndose del sombrero, y haciendo tiempo hasta que Julia desapareció de su vista. Solo entonces su padre se había girado hacia él y le había dicho con voz tenue y un mohín circunspecto que se fuera a dormir, que ya hablarían de este asunto con la luz del día, y añadió: «Ah, y a tu madre, ni una palabra de este asunto».
Así quedó la cosa aquella noche entre los Figueroa. Cada uno se había ido a la cama con el peso de su culpa, con el exceso de dudas, con sentimientos encontrados e incomprendidos.
Doña Virtudes rezaba el rosario metida en la cama cuando entró su marido.
—¿Ya vienes? —le había dicho al verle.
—¿Pues no me estás viendo? —había contestado Rafael desdeñoso.
—Dice Julita que la película preciosa.
—Sí, eso dice.
—¿Ha llegado ya Basilio? —volvió a preguntar.
—Sí, mujer, ha entrado a casa conmigo. Ya está en su habitación.
—Pues podía haber pasado a darme las buenas noches —había protestado.
—Pero si nunca lo hace, ¿por qué iba a hacerlo hoy?
—Bueno…, eso sí que es verdad. Lo importante es que parece que se va encarrilando. Si ya lo decía yo, que es un buen chico… No han caído en saco roto mis rezos…, no, señor…, anda que no he rezado yo por él… Ese fue el deseo que pedí al Cristo de Medinaceli el primer viernes de marzo… A ver si me lo encarrilaba. Y mira, la una y media y ya en casa, tan a gusto… Y quiere estudiar… Si es un buen chico, lo que pasa es que ha tenido malas compañías, eso es lo que pasa, que el chico tiene buen fondo, pobrecito mío… Casi me lo echan a perder… Ay, Dios mío… —Había suspirado lacónicamente y retomó la retahíla del rezo bisbiseando—. Tercermisteriodoloroso… Lacoronacióndeespinas… Padrenuestroqueestasenlos…
—Aquí no quiero rosarios ni hostias —la había interrumpido con brusquedad su marido—. Ya sabes que no soporto ese zumbido. Si quieres rosario, te vas a otro sitio.
Doña Virtudes no le había contestado. Con gesto muy ofendido, en el que ni siquiera reparó su marido, había dejado las cuentas de nácar en la mesilla, apagado la luz de la lámpara y continuado con su sólito mutismo las odas y gracias al Cristo, al Santísimo y a las Vírgenes que habían ayudado a su vástago a retornar al buen camino.
Rafael Figueroa había agradecido el silencio y la penumbra para no ver y no ser visto.
Elena Montejano se arrebujó bajo el embozo y sintió la mano de su madre sobre su cabeza; la dulce caricia sosegaba su espíritu. Apenas habían hablado. Al entrar en casa, su madre se encontraba sentada en la mesa intentando concentrar su atención dispersa e inquieta en un libro a la luz de una lámpara de gas. Había levantado la cabeza, y al verlos a los dos juntos, sonrió. Estaba preocupada por Antonio, no así por Elena, sabía que regresaría con Julia y Basilio después del cine. Pero Antonio llegaba otra vez pasada la medianoche. Solía esperarle despierta, pendiente de los ruidos en la escalera, atenta al silencio para anticipar su presencia y su estado. El trabajo del juzgado le mantenía fuera de casa todo el día, pero al salir, en vez de volver a su lado, se entretenía en exceso y eso le dolía a Marta porque nunca antes lo había hecho, o no tan a menudo. Era como si no quisiera estar con ella, como si huyera de su compañía. Lo cierto era que Marta Ribas de Montejano volvía a estar recluida en aquel cuchitril horrible, sin otra cosa que hacer que ver transcurrir las horas, aumentado el tedio por la pena de la triste pérdida de doña Fermina.
Su anhelo de ocupar la casa cedida en el testamento hológrafo mantenía una esperanza de cambio, al menos en su entorno, pero temía que algo saliera mal y se viera privada de ese privilegio que tan generosamente le había dejado la entrañable anciana. Apenas hablaba con Camilo Bonilla, volcado en resolver papeleos para salir del país, abstraído en su propio mundo, ajeno al resto. Juana era quien más compartía con ella el entusiasmo de la nueva situación. Después de haber perdido a su señora de una forma tan trágica, la idea de que la casa fuera ocupada por los Montejano le había devuelto el ánimo. Marta, por su parte, deseaba disponer de espacio, de luz, de vistas a la calle, así como de sus discos, vajillas y mantelería, incluso de algunos de sus libros, que habían acabado en manos de doña Fermina, y sobre todo la posibilidad de poder recuperar su piano; sobre ello y la posible devolución, dadas las nuevas circunstancias, había hablado con Rafael Figueroa, aunque la respuesta que obtuvo de él fue un «Ya veremos, primero hay que saber si ese testamento es legal, luego hablaremos del piano».
Ella sabía que lo decía por despecho. Tras el desagradable encuentro que tuvo con él al salir de la casa de Roberta Moretti, y a sabiendas de que tenía sobre su cabeza la espada de Damocles de la posible delación de Rafael contándole a su marido que continuaba con el trabajo de asistente de esa mujer, había tomado medidas para evitar volver a ser descubierta. Seguía yendo al piso de Castellana dos o tres veces por semana, a media mañana, con el fin de abrir el correo, hacer alguna que otra transacción bancaria y redactar o enviar la correspondencia que Roberta le indicaba las veces que contactaba por teléfono con ella. Para disimular y evitar malos entendidos, se hacía acompañar por su hija Elena. Salían las dos con la cesta de la compra bajo el brazo (nada que ver con los trajes de Madeleine o los modelos Téllez que se acostumbró a lucir durante la estancia de Antonio en el hospital), callejeaban hasta estar seguras de que nadie las seguía (aquella seguridad no era acertada, entre otras cosas porque ninguna de las dos conocía al Orejas) y se encaminaban al paseo de la Castellana esquina Fernando el Santo.
En una de aquellas salidas las dos mujeres se encontraron no por casualidad, sino porque así lo había premeditado Elena, con Johann Merkt tocando en una de las calles adyacentes a Atocha. Después de escuchar una de sus melodías, Elena se lo presentó a su madre, convencida de que una vez le hubiera conocido sería ella misma la que no permitiría la boda con Mauricio Canales. Y lo cierto era que la amabilidad y dulzura del chico, además del hecho de que fuera violinista y de que también supiera tocar el piano, habían prendado a Marta. En dos ocasiones, antes de su misteriosa desaparición, los había acompañado en su camino, y Marta Ribas le había invitado a subir para que pudiera ver el piano de madame Moretti. Habían sido momentos de extraña felicidad: Marta en el despacho de Roberta, abriendo cartas y revisando papeles y documentos recibidos, mientras oía, sin llegar a escuchar, la tierna conversación que mantenían su hija y aquel chico, enmudecidos de pronto por la irrupción en el aire de las notas musicales, sobre todo piezas de Chopin que ejecutaba con una portentosa maestría (Hanno se reconocía como un auténtico devoto de la obra del compositor polaco, especialmente de sus Nocturnos).
Marta pensaba que aquel chico poseía un gran talento y llegó a entender el entusiasmo de su hija hacia él, incluso comprendió su enamoramiento. La miraba con tristeza porque sabía que con Mauricio Canales nunca sería feliz; tendría dinero, posición y medios para criar una familia sin apreturas, pero, por mucho que ella misma se quisiera convencer, nunca llegaría a enamorarse del juez; sin embargo, tampoco podría alcanzar la felicidad con aquel muchacho encantador, sensible y culto pero de futuro incierto, que permanecía en España de extranjis, expuesto a ser encarcelado o expulsado del país en cualquier momento, sin otro medio de sobrevivir que las limosnas obtenidas de su música y viviendo en una pensión de mala muerte. No se subsiste de amor, y no quería para su hija aquello de «Contigo pan y cebolla». Aquel muchacho no podía ofrecer a su hija nada firme o consistente… Esa y no otra era la cuestión que impedía el triunfo de un amor tan sano y verdadero como afirmaba su hija que ambos se profesaban.
Supo que, aquella noche de Viernes de Dolores, había ocurrido algo extraño, algo que ninguno de los dos le había querido referir. Antonio había llegado dolorido, pero no solo físicamente, el dolor lo traía en sus ojos, de desolación, de derrota, era como si arrastrase un sufrimiento desproporcionado imposible de soportar. A falta de morfina, le pidió algo para calmar el dolor y poder dormir un rato.
Cada día le pedía que consiguiera más morfina, pero era muy difícil de encontrar, muy cara, y en la farmacia no se la vendían si no era con una receta del médico, y Carlos Torres cada vez era más remiso a prescribirle las dosis solicitadas, aconsejándole con denuedo que intentara soportar el dolor y rebajarlo con un par de aspirinas.
Marta se desesperaba porque, además de comprar comida, perdía mucho tiempo en buscar la forma de conseguir esos malditos frascos que permitían que Antonio tuviera un descanso algo más sereno a su regreso del trabajo. El primer sueldo había menguado en botes de aspirinas y en la dichosa morfina. Ella seguía recibiendo el abultado sueldo que, durante su ausencia, Roberta le pagaba puntualmente cada semana a través de una transferencia bancaria a una de sus propias cuentas (ante la imposibilidad de abrir una a favor de Marta sin la firma y autorización de su marido), de la que ella podía disponer gracias a la autorización que la propia titular le había otorgado. Esas cantidades, y lo ahorrado en las últimas semanas desde que empezó a trabajar con madame Moretti, las tenía a buen recaudo en el armario de Elena. No quería decirle a Antonio que lo guardaba porque estaba segura de que lo hubiera invertido en morfina, tal vez por despecho o por simple necesidad.
El verse obligada a mentir a su marido sobre que había dejado el trabajo le había provocado una terrible desazón, que se había visto aminorada con la ausencia de Antonio la mayor parte de la jornada, cuando a los pocos días de su regreso del hospital se incorporó a su nuevo puesto en el juzgado. Esa ausencia, siempre tan incierta, le permitía a Marta moverse con algo más de facilidad, pero temía encontrarse con alguien conocido que pudiera verla y descubrir (como había sucedido con Rafael) que continuaba asistiendo, aunque fueran solo un par de horas y no a diario, a la casa de Roberta Moretti. Pero no podía dejarla después de lo que había hecho por ella con la información de sus padres, aún pendiente en lo referente a lo sucedido realmente a su madre; además, estaba la petición para que se apuntara a clases de piano en el conservatorio con el fin de intentar conocer la situación del hombre que todavía amaba. Ya le había comentado a Antonio que quería recibir esas clases; él no se había opuesto, tampoco la había animado, simplemente no le importaba. Así que pensaba acudir después de la Semana Santa para saber precios, horarios y los profesores que las impartían.
Le dio dos aspirinas con un vaso de leche caliente y, cuando se quedó dormido, fue a ver a su hija. Se había metido en la cama, pero sabía que no dormía. Acariciaba su pelo largo y abundante.
—¿Me vas a contar qué ha pasado? —Su voz dulce le resultaba reconfortante a Elena.
Madre e hija se miraron un rato en silencio. Las iluminaba la pequeña lámpara de gas que había llevado Marta.
Si su madre se enteraba de lo que le había hecho Basilio, estaba segura de que estallaría definitivamente la tragedia entre las dos familias. Eso mismo había apuntado Rafael Figueroa, avalado por su propio padre, en el largo rato que habían tenido que permanecer en el coche los cuatro esperando la llegada de Julita. Lo mejor era que nadie se enterase de esto, y mucho menos las madres. Siendo un hecho terrible, se había impedido el mal mayor; por lo tanto, todo había quedado en una actuación reprobable por parte de Basilio, así como en la estúpida imprudencia de Elena por dejarse camelar y entrar, cándidamente, en un juego demasiado peligroso. Basilio recibiría su merecido, ya se encargaría su padre, así se lo había asegurado a Antonio Montejano; y en cuanto a Elena, la boda con el juez Canales habría de acelerarse para conveniencia de todos.
—No ha pasado nada, madre, pero estoy muy triste.
—¿Tanto te ha afectado la película?
Al cabo de un pesado silencio, Elena contestó con voz queda.
—Ni me he enterado de qué iba.
—¿Por qué estás tan triste entonces?
—No sé nada de Hanno desde hace más de una semana.
Marta tragó saliva preocupada.
—Elena… Tienes que olvidarte de ese chico.
—No puedo, madre, no puedo olvidarlo. No me pidas eso.
La madre le chistó para que bajase la voz. No quería despertar a su padre.
—Cálmate, anda. Comprendo que estés así, a tu edad el amor se idealiza tanto…
—No lo idealizo, le quiero, madre, estoy enamorada de Hanno… Yo no puedo casarme con ese…, ese… No podéis hacerme eso, tienes que ayudarme o seré muy desgraciada…, muy desgraciada.
Hundió la cara en la almohada para ahogar el llanto que le quemaba los ojos. Todo parecía ponerse en su contra, todo se desmoronaba ante ella y era incapaz de hacer nada. Quería borrar de su mente la imagen de aquel hombre acercándose a ella, acariciando su cuello, la calidez de su aliento, los vanos intentos de desasirse de sus manos, su voz persuasiva y embaucadora hablándole al oído; se sentía tan culpable de haber entrado en aquella alcoba… Cómo había podido ser tan tonta. Cuando se quiso dar cuenta estaba atrapada, sola con aquel hombre, tan amable y atento al principio, antes de que la puerta se cerrase, antes de que empezase a sobarla sin pudor… Su respiración se aceleraba cuando lo recordaba: el tacto de aquellas manos largas y finas en su cintura, en su pecho… Se abalanzó sobre su madre buscando su abrazo, envuelta en un llanto desconsolado que ella interpretó de pena por la imposibilidad de su amor ingenuo y adolescente, tan puro y grato como la primavera que empezaba a florecer.
Aquella fue una noche en la que el sueño resultó esquivo y solo después de muchas horas alguno pudo, con las únicas armas del puro agotamiento, debelar a la vigilia en un inquieto duermevela.