Julita Figueroa caminaba calle abajo taconeando con fuerza, el bolso bien apretado al cuerpo, la barbilla alta y la mirada al frente, obviando las súplicas de Dionisio, que con gesto desesperado intentaba convencerla de que se detuviera para hablar.
—¡Que no, Dioni, que te he dicho que me voy a casa y no hay más que hablar!
—Pero nena, por lo que más quieras, piensa un poco, que esa mujer nos está esperando, que ya le hemos pagado, Julita.
—¡Te he dicho que no y es que no!
Dionisio se enfurruñó y cambió las formas.
—Qué tozuda eres, chica, no hay quien te entienda. Pues te advierto una cosa: si te pones así, yo no quiero saber nada más de este asunto, acabamos y punto.
Fue en ese momento, al cambiar su novio de actitud y pasar de las súplicas a los reproches y amenazas, cuando Julia Figueroa se detuvo y, con una rabia que le quemaba por dentro, se encaró a él.
—¿Qué quieres decir, que me vas a dejar?
—Pues si te pones así de terca…
—Que yo no soy terca, y además, no te creas que te vas a ir de rositas, porque cuando mi padre me pregunte quién me ha hecho la tripa, no pensarás que me voy a quedar callada.
La sola idea de pensar que don Rafael Figueroa llegase a saber que había dejado preñada a su hija le desasosegaba sobremanera y sentía unos calores en las entrañas que le descomponían el cuerpo.
Dionisio decidió retomar la templanza como medio más conveniente de persuasión. Tenía que convencerla de que había que quitarse ese problema de una vez.
—Vamos a ver, Julita, compréndelo, mujer, que ahora no puedes tener un niño, que yo no tengo trabajo, que lo mejor es que te lo quites… Si es solo un momento, mujer, si ya te ha dicho, que no te duele ni nada…, que mañana ni te acuerdas.
Julita no ocultó su desdén a unas palabras tan vacuas para un asunto tan trascendente, al menos para ella.
—Pero qué bobo eres… Mañana ni me acuerdo… Hombres…, no tenéis corazón… Solo vais a lo que os interesa… Que ni me acuerdo, dice… Habrase visto el… zoquete este…
Arrancó a andar de nuevo, más estirada y ufana, destilando una afectada indignación.
—Julita, por favor, hazlo por nosotros, por nuestro futuro.
—¿Pues no dices que me vas a dejar? ¿Qué te importa nuestro futuro?
—Cómo voy a dejarte si tú eres mi pimpollo; vamos, nena, para un momento y hablemos con calma. —La cogió del brazo y la obligó a detenerse. Julita lo hizo pero de mala gana, sin mirarle, airada y esquivando sus ojos.
—Nenita —continuó Dionisio—, entiéndelo, ahora no puedes tenerlo. Déjame que apruebe la oposición y, cuando sea notario, nos casamos a lo grande y tenemos todos los niños que tú quieras. —Acarició su mejilla, pero ella lo rechazó con impostada brusquedad—. Vamos, nena, imagínate cómo será nuestra boda si vas con… ¿Qué va a decir la gente? ¿Quieres que todo el mundo te señale y murmuren de ti? ¿Y el vestido de novia? Tú que lo quieres blanco, con una cola de tres metros y un velo largo de encaje… ¿Te acuerdas, nenita? Eso querías, y ahora qué…, ¿lo vas a echar todo por la borda por algo que ni tú ni yo queremos…?
—¡No lo querrás tú! —exclamó rabiosa.
—¿Y tu boda soñada? Piénsalo. Habrás de renunciar a todo eso, Julia, ¡por lo que más quieras!
Julita resopló acongojada.
—Pero ¿tú has visto dónde quería hacérmelo? —protestó ella irritada y al punto del llanto—. Si había hasta una rata, Dioni, ¡una rata como un gato de grande!
—Bueno…, mujer…, una rata, una rata… Tampoco es para tanto. Esa mujer te lo ha dejado muy clarito, todo es muy rapidito. Te tumbas, te lo quita y ya está. Luego yo te llevo a casa y allí te das un baño con agua caliente, con mucha espuma como a ti te gusta, y mañana tan pancha.
A Julia Figueroa le sulfuraba ese desdén con el que hablaba su novio de lo que era importante para ella; esa actitud que le hacía sentirse como una estúpida, aunque estaba convencida de que el estúpido era él, y le hubiera abofeteado allí mismo, pero no lo hizo porque no quería recibir una de sus tarascadas; no era extraño en él la falta de paciencia debido a celos infundados, miradas inexistentes o fábulas que se montaba en la cabeza y que ella pagaba a gritos, empujones o algún que otro manotazo.
Bajó los ojos al suelo y tuvo muchas ganas de llorar, aunque se contuvo; no quería darle el gusto de mostrar abiertamente su debilidad, ya lloraría cuando estuviera sola. Se sentía tan asustada, tan aturdida; la vergüenza de que pudiera conocerse su grave pecado la agobiaba tanto que ya apenas dormía, pero por otra parte no estaba convencida de si realmente quería acabar con aquel embarazo. Se encontraba muy confusa y el tiempo corría en su contra, era consciente de que tenía que decidir ya si quedárselo y afrontar las consecuencias, o bien tenderse en esa cama de sábanas mugrientas, abrir las piernas y dejar que esa hacedora, de aspecto repugnante, metiera la cara entre sus muslos para arrancarle la incipiente vida que empezaba a formarse en sus entrañas. Todo aquello le estallaba en la cabeza, aumentando su incertidumbre y su inseguridad, a lo que se añadía la exasperante compañía de su novio, que, con sus cambios de humor, en vez de ayudarla, la hundía aún más en sus dudas insondables.
Después de salir del café Central habían cogido un taxi para acudir a su funesta cita con la abortera. Cuando Dionisio indicó al taxista la dirección, escrita en un trozo de papel por su amigo, el chófer había girado la cara para mirar, primero a Julita y después a Dionisio, preguntándoles si estaban seguros de que querían ir a ese barrio.
Durante todo el trayecto, Julita se sintió incómodamente observada por los ojos inquisitoriales del taxista reflejados en el estrecho espejo del retrovisor, castigando con su mirada torva su ignominia por lo que había hecho y por lo que iba a hacer.
Llegaron al lugar convenido pasadas las ocho y media. La calle era para desconfiar, solitaria y lóbrega. Dionisio le dijo al taxista que esperase porque hasta allí no llegaban los taxis, pero el conductor le contestó que ni hablar, que bastante que los había llevado hasta aquel antro, y en ese momento miró a Julia y le escupió sin reparo alguno, espetándole entre dientes si no le daba vergüenza hacer lo que iba a hacer. Ello supuso un rifirrafe de reproches y algún que otro insulto entre Dionisio y el conductor, que no llegó a mayores.
El frágil ánimo de Julita se resquebrajaba a cada paso que daban hacia el momento definitivo en el que no habría vuelta atrás. Esa idea de no retorno la espantaba tanto que le costaba avanzar y era su novio quien tiraba de ella impeliéndola a adentrarse primero en el portal, a ascender los cuatro sucios tramos de escaleras respirando un nauseabundo olor a podrido, y pasar a la casa, una vez abierta la puerta por una joven menuda de mirada bisoja y aspecto zarrapastroso que parecía extraída de una novela de Dickens; se trataba de la hija de la abortera, además de su ayudante, según supo una vez en la habitación donde se iba a hacer «la cosa». Aquella estancia a la que entró sin la compañía de su novio, que, cobardemente, insistió en quedarse fuera a esperarla, había sido mucho más de lo que Julita podía soportar: sombría, de paredes desconchadas y churretosas, con una ventana cerrada a cal y canto, una desnuda bombilla encendida de bujía colgaba desde el techo de un cable retorcido; pero lo más tétrico era el camastro de muelles, con un colchón sobre el que la hija de la abortera estaba colocando una sábana renegrida y un trozo de hule de color indefinido.
Cuando la chica terminó de hacer la cama, la abortera, malcarada, se había girado hacia ella.
—Quítate las bragas y súbete la falda hasta la cintura, y te me tumbas ahí con las piernas bien abiertas.
Aquellas degradantes palabras pronunciadas con tanto desdén provocaron en Julita una arcada. Se puso la mano en la boca y, al verla, la mujer le espetó con malos modos.
—Si vas a devolver, ahí tienes una palangana; a ver si me lo vas poner todo perdido. —Se giró dándole la espalda para seguir con los preparativos del instrumental, rezongando para sí misma—. Solo me faltaba… tener que limpiar la vomitona.
Su voz era como el gruñido de un gato y tenía el aspecto de una bruja, o al menos eso le había parecido a Julia, una bruja mala y usurera que lo primero que le había exigido, nada más entrar por la puerta, había sido el pago del servicio.
Julia se había sentido tan desamparada que le entraron unas incontenibles ganas de llorar y soltó un quejumbroso y desolador sollozo.
—Vaya por Dios, otra que me viene de plañidera… —La abortera se había acercado a ella y con muy mala baba le dijo—: Seguro que no llorabas cuando te la estaba metiendo.
Aquellas palabras, dichas con malicia, y la visión de la rata morronga introduciéndose tras el mueble sobre el que la hacedora preparaba sus diabólicos utensilios (entre los que pudo ver una aguja larga y fina, parecida a la que utilizaba su madre para tejer), fueron suficientes para que Julita, que sentía que se ahogaba en aquella habitación, se diera la media vuelta y saliera como alma que lleva el diablo.
A Dionisio apenas le había dado tiempo a verla pasar como una exhalación por delante de él, seguida de la hija de la abortera, que iba profiriendo unos gritos incoherentes inferidos contra ella, presa de una evidente corajina.
La pareja caminó durante un buen trecho sin ver un solo taxi. Encontraron una boca de metro y, montados en los vagones que horadaban la tierra, llegaron hasta la Puerta del Sol. Cuando salieron al exterior, el reloj de la Casa de Correos marcaba las diez y cuarto. Tenían tiempo para acudir al cine Madrid; así que al final se fueron a ver El milagro de Fátima, pero ninguno de los dos estuvo atento a la historia del médico ateo y volteriano, redimido de una vida impía e impura por la mismísima Virgen de Fátima, que se apiada del vividor materialista y desenfrenado; lo único que les arrancaba de su ensimismamiento eran las voces del personal que protestaba por los cortes y visión defectuosa de la copia, demasiado vieja y deteriorada.
Salieron del cine arropados por el gentío que hablaba y reía a su alrededor. Entre esa marabunta de rostros buscó Julita el de su amiga Elena, aunque estaba convencida de que Basilio no habría consentido asistir a semejante película. No la vio y la pareja se dirigió al punto de encuentro en el que habían quedado; caminaban en silencio, ella arrastrando una pesada cancamurria, él cavilante en un intento de encontrar una solución al enorme problema que la terquedad de su novia le había creado, además de haber perdido todo el dinero entregado para nada.
Al llegar a la Puerta del Sol, Julita reconoció el coche de su padre aparcado frente a la acera donde habían quedado con Elena y con su hermano. Se detuvo alarmada, lo que obligó a pararse a Dionisio, que no se había percatado de que fuera el auto de los Figueroa. Julia intuyó que algo grave había ocurrido. En el interior se atisbaban cuatro cabezas, un interior de silencio y llanto callado, de explicaciones entrecortadas, balbucientes, de censura y reprobación. Al llegar junto al coche, Julia se asomó y saludó a su padre con gesto circunspecto.
—Sube —dijo sin apenas mirarla, con una mueca grave y seria.
Dionisio, manteniéndose a prudente distancia, saludó con la mano a los del interior del coche y se despidió de Julia con una torpe inclinación, sin obtener respuesta ni de aquellos ni de esta. El ruido seco de la portezuela al cerrarse retumbó en la calle vacía, a esas horas desprovista del trajín diurno. Julia quedó sentada junto a Elena. Las dos amigas se miraron; Elena la interrogó con la mirada y ella hizo un gesto negando. Elena intuyó que había habido algún problema; apretó su mano y suspiró compungida bajando los ojos; a su lado iba su padre, serio y taciturno. Julia preguntó con voz débil que qué había pasado, a lo que su padre contestó (una vez puesto en marcha el coche e iniciada la marcha, con Basilio a su lado), que no había pasado nada, convencido Rafael Figueroa de que su hija pequeña sí había cumplido con el objeto de su salida nocturna asistiendo al cine. A partir de allí solo hubo silencio, roto por el rugir del motor avanzando por las calles hasta llegar a la plaza del Ángel. Descendieron todos, Elena del brazo de su padre, incapaz de mirar de frente, Basilio mohíno, igual que Antonio y Rafael. Julia no entendía nada, pero se dirigió al portal en silencio, igual que el resto.
Desde la ventana del segundo, escondido tras los finos visillos, Mauricio Canales observaba la escena; sostenía en la mano un enorme y humeante habano que le habían regalado; al ver bajar del coche a Elena Montejano, apretó maquinalmente el puro entre los dedos y sintió el crujir de la capa; se lo llevó a los labios, dio una calada larga y templada y, con el humo llenando la boca, paladeó el sabor picante y amargo del tabaco. Acababa de despachar a Pepe Mateos (oficial protervo y sin escrúpulos que trabajaba para él desde que le había perdonado la vida levantándole la pena de muerte dictada por un tribunal debido a su oscuro pasado en el Madrid sitiado de la guerra), que le había llevado la última información sobre los pasos dados por su futura prometida. La seguía desde hacía unas semanas; no estaba dispuesto a hacer el canelo con aquella chica, demasiado joven, demasiado bonita y demasiado cabeza loca, lo que podía llegar a suponer un arma de doble filo para él y un grave peligro para su respetabilidad ganada a pulso. Desde que había quedado definido el acuerdo de matrimonio, pero sobre todo desde que había colocado en su juzgado a Antonio Montejano como auxiliar saltándose todas las normas de contratación y jerarquía, habían llegado hasta sus oídos murmuraciones insidiosas sobre la hipotética cornamenta que le estaba brotando en su frente como consecuencia de una relación entre su pretendida, la hija del Enchufao, con un violinista del que, decían, andaba enamoriscada. Esa había sido la razón de encargar a Pepe Mateos (alias el Orejas, dada su facilidad para enterarse de todo lo bueno y lo malo que se cocía en Madrid, fuera público o privado) que siguiera los pasos de Elena Montejano con el fin de averiguar cómo y con quién se veía.
Los resultados no se hicieron esperar: efectivamente, las maledicencias eran ciertas y la joven cortejada por el juez Canales a menudo se encontraba con un muchacho extranjero que tocaba el violín en la calle, ya conocido de la policía y que había pasado alguna que otra vez por los calabozos de la Dirección General de Seguridad, sin mayores consecuencias para él que una temporada obligada de silencio y desaparición de las calles. Dada la facilidad de acceso a los registros policiales y sus buenos contactos, Mauricio Canales ordenó al Orejas que sacara toda la información del chico, incidiendo en sus puntos débiles. El confidente no tardó en encontrarlos, sobre todo uno que le hacía muy vulnerable: su documentación era falsa, y la razón de que no hubiera sido encarcelado o expulsado del país era que le había caído en gracia a un jefazo de la Brigada Político-Social a punto de jubilarse, apasionado de la música clásica y del violín.
Mauricio Canales había actuado con la presteza, muy propia en él, que desplegaba solo en aquellos casos que le interesaban, y ya se había hecho cargo del joven violinista alemán. Hacerlo desaparecer no había resultado nada complicado. En aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes había emitido un auto para su detención, encarcelamiento inmediato y aislamiento absoluto, con la orden expresa de la obligatoria revisión y confiscación de toda correspondencia recibida o enviada; aquello fue suficiente para hacer desaparecer definitivamente un molesto obstáculo para el juez Canales. Una vez celebrada la boda, ya se encargaría de echarlo definitivamente del país. No quería hacerlo antes porque, entonces, podría ponerse en contacto con ella por teléfono o a través de carta, y no quería arriesgarse.
Pero lo que le había traído aquella noche el Orejas le había dejado perplejo. La salida de Elena Montejano en compañía de ese truhan de Basilio Figueroa no le había gustado. No había estado de acuerdo en que su padre lo consintiera; se había enterado de esa salida por casualidad, en el juzgado, durante una breve conversación con su futuro suegro; Elena saldría esa noche a ver una película en el cine Madrid con su amiga Julia y el novio de esta, a los que acompañaba Basilio Figueroa; el juez había expresado, sin disimulo alguno, su desagrado por una salida que a él le parecía fuera de lugar; no era correcto, le había dicho, que una chica a punto de ser pedida en matrimonio se paseara de noche por la calle ennoviada con un mequetrefe. Antonio Montejano le había restado importancia: Basilio Figueroa era como su hermano y Julita era su mejor amiga; no había de qué preocuparse. Ante la insistencia del novio en ciernes sobre su incomodo, instándole a que impidiera esa salida de Elena, el padre de la chica le había aclarado que su hija estaba, todavía, bajo su custodia y que por tanto aún le correspondía a él decidir cuándo y con quién salía, al menos hasta que el compromiso se hiciera efectivo. El juez tuvo que morderse la lengua para no echarle a patadas de su puesto del juzgado que ocupaba gracias a él y como contraprestación a su compromiso matrimonial; pero no quiso echar más leña al fuego. Mauricio Canales era un hombre templado, astuto y taimado en su manera de proceder, y sabía esperar la mejor ocasión para lanzar el ataque efectivo, en el que no hubiera ningún fallo que pudiera entorpecer la finalidad que realmente buscaba; por eso calló y aparentó conformarse.
Tenía un humor de perros, no solo por la insolencia de Antonio Montejano, sino porque sus sospechas respecto de la mala cabeza de su pretendida se iban confirmando a cada paso que daba. El Orejas le había relatado que, después de haberse despedido de su amiga y del novio de esta, la pareja (Basilio y Elena) había emprendido un itinerario en solitario; le contó cómo habían ido caminando hasta un piso en el que, según su información, se celebraba una fiesta privada de las de postín, con asistencia de seductores de campanario, carcamales ávidos de carne núbil. Apostado a cierta distancia del portal, había esperado un buen rato hasta que vio llegar el coche de Rafael Figueroa, del que se bajaron el notario, el padre de la chica y otro caballero que no conocía. Los acontecimientos se habían precipitado al cabo de unos minutos: primero salió el desconocido, que, sospechosamente y con un aspecto claramente amedrentado, había emprendido una retirada paseo de Recoletos abajo; al cabo habían aparecido los padres (Rafael Figueroa y Antonio Montejano) con sus respectivos hijos. Se habían subido al coche y ante la imposibilidad de seguirles el paso, el Orejas había decidido ir a la zaga del hombrecillo que caminaba veloz por la calle como si le persiguiera el mismísimo diablo. Pepe Mateos tenía las piernas más largas y era más ágil que el notario catalán, así que le dio alcance sin mayor problema. Le había detenido con una excusa artera, enseñándole una aparente identificación policial, y le exigió, bajo la amenaza de ser detenido por desobediencia a la autoridad, que le contase lo ocurrido en el rato que estuvieron todos en aquel piso y la razón de su huida por piernas. El notario catalán, amedrentado por la posibilidad del escándalo, le contó todo lo que había presenciado con pelos y señales. Después, el Orejas le había dejado marchar condescendiente, indultándole de toda culpa, sin poder, eso sí, calmar el temblor que le removía el cuerpo de forma incontrolada.
Mauricio Canales esperó a que todos entrasen al portal y se fue hacia la puerta. Estaba dispuesto a exigir explicaciones de la asistencia a una fiesta privada de hombres provectos por parte de la que se iba a convertir en pocos días en su prometida. Descorrió sigiloso la mirilla, acechante, como un animal encaramado en la espesura a la espera del ataque. Cuando vio aparecer a Antonio y a su hija, puso la mano libre del habano en el pomo y a punto estuvo de abrir, pero logró contenerse; tomó aire, aferrado al picaporte de hierro frío. Era mejor esperar, pensó, mantener la mente fría y planear con serenidad los pros y los contras de la situación; no podía precipitarse y errar el tiro. Tenía que ser cauto. Ellos no sabían que poseía la información. Eso le daba ventaja de conocer hasta qué punto eran honestos con él o no. Ya se encargaría de ajustar cuentas en su momento. Había que tener paciencia y ser frío de mente y lento de corazón.
Retiró despacio la mano del pomo sin dejar de atisbar, enmascarado tras la rejilla, el ascenso de Elena (que volvió sus ojos un instante hacia la puerta, intuyendo su presencia, anunciada por los vapores del tabaco que se escapaban por la mirilla abierta), seguida de cerca por su padre, hasta que desaparecieron de su vista. Abismado, regresó a la soledad del salón, aquel salón que cada vez se le hacía más grande y más frío, una estancia nada acogedora ocupada por muebles austeros en exceso, sobrios, vulgares. Era en aquellos momentos de la noche cuando la casa se le caía encima; la soledad se hacía enorme en el silencio nocturno; echaba de menos la calidez sumisa de un cuerpo femenino, cansado de buscar fuera y pagando lo que necesitaba dentro: una mujer, eso le decían su madre y su tía, necesitaba una mujer que le esperase paciente en casa, que le tratase como a un rey.
Aspiró el humo de su habano y lo dejó retenido en la boca, soltándolo lentamente. Paciencia, esa era la clave para conseguir su fin, mucha paciencia, se repetía, Elena Montejano se había convertido en una verdadera bicoca para él; una mujer que podría colmar el proyecto que tenía en su cabeza, pero esa juventud vulnerable y frágil que le facilitaría moldearla a su antojo, también se le podía volver en su contra, al menos mientras no tuviera poder sobre ella; por eso había que andar con mucha cautela para que el intento de abandonar aquella tediosa soledad no se le volviera a deshacer en las manos.