Antonio Montejano apagó la luz del despacho y salió al pasillo. Vio acercarse al vigilante y mientras le esperaba, se encendió un cigarrillo.
—¿Ya se marcha usted, don Antonio?
—Sí, Prudencio —contestó cansino—, ya me voy. ¿Le apetece a usted un cigarro?
—Sí se lo voy a aceptar, con el permiso de usted. —Cogió un pitillo de la cajetilla que le ofrecía Antonio Montejano—. Es usted muy amable. Fíjese que, en cuanto usted salga por la puerta, me quedo aquí más solo que la una, toda la noche, y se hace larga, ya se lo digo yo, muy larga.
—Al menos no le manda nadie, porque por lo visto en este juzgado todo el mundo tiene tarea que darme.
Era el vigilante un hombre menudo y seco como la mojama, pero afable y muy sagaz.
—Trabaja usted demasiado, don Antonio, y no se le ve buena cara, no, señor, no tiene usted buen semblante.
Antonio Montejano tenía un fuerte dolor en la espalda y, desde hacía un rato, la cabeza parecía que iba a estallarle.
—Estoy cansado, eso es todo.
Los dos hombres avanzaban lentamente por el lóbrego y largo pasillo, vacío desde hacía horas de funcionarios y personal administrativo.
—Don Antonio, yo ya soy perro viejo y veo cosas que a la mayoría se le pasa por alto… Lleva usted aquí muy poco tiempo, pero ya le voy calando, no sé si me entiende.
Antonio se giró un poco hacia él, pero no dijo nada.
—Ya sabe que aquí se le tiene como al enchufao del juez Canales…
—Vaya, veo que no pierden el tiempo, al menos en eso de calificar antes de conocer.
—Ya le digo yo… —El vigilante le miró al bies antes de continuar—. Mire, don Antonio, aquí a nadie se le ocurre echar tantas horas como echa usted, lo suyo es una excepción, se lo digo yo, que llevo en este juzgado unos cuantos años y conozco de qué pie cojea cada uno.
—Alguien tendrá que hacer el trabajo.
—No le digo yo que no, pero desde que se ha incorporado entra usted el primero y no hay día que no salga a las tantas. Hágame caso, don Antonio, no malacostumbre al personal, porque si lo hace al final será usted quien pringue con todos los marrones, que aquí los hay y muy gordos.
Llegaron a la puerta y Prudencio abrió la cerradura con una de las llaves de un puñado que sacó del bolsillo, enlazadas en un alambre. Antonio salió a la calle mientras el vigilante quedaba dentro del edificio.
—Agradezco sus consejos, Prudencio, procuraré tenerlos en cuenta.
—Vaya usted con Dios; hasta el lunes, don Antonio.
Antonio Montejano inició el regreso a casa aspirando el aire fresco del anochecer. Otro día que salía pasadas las ocho, agotado y alicaído. Iba despistado pensando en lo que le había dicho el vigilante cuando el pitido de un coche le sobresaltó haciéndole dar un salto hacia atrás para evitar ser atropellado.
—¡Pero Antonio, hombre, si quieres matarte vete al viaducto!
—Rafael… —dijo con el susto en el cuerpo al ver a su amigo sacar la cabeza por la ventanilla—, joder, casi me matas… Ni te he visto.
—No hace falta que lo jures, te me has echado encima. Menos mal que iba despacio, que si no te arrollo. ¿Adónde vas?
—A casa. Salgo ahora del juzgado.
—Te invito a una copa.
—Me duele la cabeza.
—Joder, Antonio, te pareces a mi mujer. Anda, sube, he quedado en el Abra con un colega. Así hablamos un rato, que con este oficio que te ha dado el ganoso de tu futuro yerno no hay quien te vea. Sube.
Antonio se montó en el auto y emprendieron camino hacia la Gran Vía.
—Rafael, necesito que me consigas morfina a buen precio.
—¿Sigues inyectándote esa mierda?
—Esa mierda es lo único que me ayuda a estar en pie. Me duele todo el cuerpo, y la cabeza… —calló para ponerse los dedos en las sienes en un intento de relajar el latido que le atormentaba desde la media tarde—, es como si tuviera un campanario atronándome dentro. Te aseguro que no puedo soportarlo.
—Eso se te cura con un buen güisqui y buena compañía.
Entraron en el Abra, donde, sentado en un rincón, los esperaba Bernabé Capdevilla Busquets, un notario catalán (de aspecto austero, baja estatura, seco de carnes, muy educado y apocado en exceso) que había arribado a Madrid por unos días para resolver un asunto de una herencia algo turbia.
Bebieron durante un buen rato. El güisqui soltó la lengua, habitualmente prudente, de don Bernabé, así como un exceso de salacidad, habitualmente reprimida. Rafael Figueroa oteó lo que había disponible en el local. Se acercaron a las dos únicas mujeres que parecían estar de bureo, pero los despacharon con viento fresco.
—Nada, Bernabé, que hoy no nos comemos ni una rosca; como es Viernes de Dolores, la que más y la que menos anda regurgitando sus pecados al oído de algún cura.
—No creía yo que en Madrid existiera tanta gazmoñería.
—Esto es cosas de los curas, y hoy al menos se puede tomar una copa, que desde el Miércoles Santo y hasta el Sábado de Gloria estamos a verlas venir.
—Ah, pues eso hay que solucionarlo, que yo no he venido a Madrid para estar de floreo. —El hombre se levantó y se tambaleó oscilante debido a los efluvios que el exceso de alcohol empezaba a provocar en su equilibrio—. Os voy a llevar una fiesta a la que me ha invitado un buen amigo… No pensaba ir…, porque a mí eso de los saraos privados no me termina de convencer… Pero dadas las circunstancias, creo que será la forma de salvar la noche… —Se llevó la mano al bolsillo y extrajo la cartera, la abrió y sacó un papel con una dirección escrita—. Mi amigo me ha dicho que asisten unas noietas de primer orden, tú —e insistió con marcada vehemencia catalana—, de categoría, ¿eh?
Antonio se resistió un poco, pero lo cierto era que los dos güisquis que se había bebido habían acorchado algo el dolor.
Salieron del Abra y se subieron en el coche.
—¿Adónde vamos? —preguntó Rafael con las manos sobre el volante, mirando en el retrovisor el reflejo del señor Capdevilla, que se había sentado en el asiento de atrás.
—Toma —le dijo el catalán entregándole el trozo de papel escrito—, esta es la dirección.
Llegaron hasta la calle Villanueva y don Bernabé Capdevilla Busquets le dijo que detuviera el coche. Al bajar, oyeron las campanadas de la iglesia de San Manuel y San Benito.
—Són ja les deu? —preguntó el catalán.
—Acaban de darlas —contestó Rafael.
—No sabía que era tan tarde, tú, en Madrid se me pasa el tiempo volando. Espero que no se hayan llevado a todas las chicas —añadió don Bernabé con el paso oscilante—, porque vengo encendido.
El portal estaba abierto y, en cuanto entraron, apareció el portero perfectamente uniformado, una figura espigada y algo tétrica que les preguntó, con voz profunda y seca, que adónde se dirigían.
—Vengo invitado por el doctor Gersdorff. Soy Bernabé Capdevilla Busquets, notario del Ilustre Colegio de Notarios de Barcelona.
El portero miró una lista que llevaba en la mano.
—Muy bien, señor Capdevilla, es el quinto izquierda —dijo plegando la puerta del elevador para invitarles a entrar.
—No, no —dijo el notario catalán con un gesto altivo—, de ninguna manera, yo a esos trastos no me subo, que los carga el diablo.
—Pero, señor, con el principal son seis pisos.
—Nada, nada. Un poco de ejercicio nos vendrá bien.
—Yo me niego a subir por las escaleras —dijo Rafael entrando en el ascensor seguido de Antonio—. Te esperamos arriba.
—Estos trastos no son nada seguros, te lo digo yo.
—Nos arriesgaremos, Bernabé. —Le hicieron un saludo y, antes de que el portero cerrase, el catalán se coló en el interior.
—Si hay que morir, mejor bien acompañado. Així doncs cap a munt i que sigui el que Deu vulgui.
Desde el rellano se oían voces, risas y música de swing con el volumen muy alto procedente de un gramófono.
—Parece que la cosa está animada —dijo don Bernabé tras haber recuperado el color perdido durante el lento ascenso.
Les abrió una criada vestida con uniforme negro, delantal blanco y cofia. Les hizo pasar a una salita pequeña que había junto al recibidor y les pidió que esperasen un instante mientras daba aviso de su llegada. El jaleo era entonces más estridente: carcajadas y jarana daban muestra de que la gente se divertía de lo lindo.
Antonio Montejano estaba aturdido. Rafael se le acercó y le echó la mano por el hombro en un gesto amigable.
—Mañana tendrás la morfina, no te preocupes. Eutimio tiene un contacto directo y lo saca a buen precio.
—No sé yo si fiarme de ese cabrón…
—No te preocupes, después de lo que pasó es capaz de inyectarse él la morfina para asegurarse de que es buena.
—Y dile que se modere en la comisión, que ahora puedo pagarte, pero no estoy para dispendios.
—¿Ya te ha dado el primer sueldo el capullo de tu yerno?
Antonio sonrió ante la guasa.
—Me ha pagado más que tú en un año. —Le empujó con cordialidad.
—Es lo que tiene que hacer, el paniaguado ese.
—Ya veo que no te cae bien mi yerno.
—Hombre, qué decirte, como vecino y jefe de casa se le puede soportar, conmigo no se mete, por tanto…, a mí, como si se tira al monte, pero como tu yerno y tu jefe…, puff. —Quebró el gesto con una mueca—. Qué quieres, no me gusta.
Antonio encogió los hombros.
—Que no es tan malo, hombre. Qué quieres, ¿que Elena acabe con un cascaciruelas que me la desgracie para siempre?
—Yo no digo nada, tú sabrás lo que haces… Al fin y al cabo, es tu hija.
—Hablando de otra cosa, me ha dicho Camilo Bonilla que pretende irse a final de mes. ¿Crees que estará todo el tema del piso arreglado para cambiarnos?
—Los trámites de la testamentaría llevan su tiempo, el hecho de que la vieja hiciera el testamento por su cuenta tiene sus inconvenientes.
—Pero si el propietario y único heredero quiere darnos la llave…
—¿Te fías de la palabra de un invertido que no ha pegado un palo al agua en toda su vida y que ahora se va a América detrás de las faldas de un hombre casado?
—No se trata de su palabra, es la voluntad de su madre, y él quiere cumplirla. ¿Qué problema hay?
—Pues yo no me fío. —Se separó un poco de él y se puso de frente—. ¡Por Dios, Antonio, espabila! Entiendo que estas cosas hayan cegado a Marta, pero tú…, tú estás en el mundo, y sabes que nadie da nada a cambio de nada. ¿Quién te dice a ti que el maricón este no te pone una denuncia por ocupar su casa?
—Creo que ves fantasmas donde no los hay, Rafael.
—Hazme caso, espera hasta que todo esté atado y bien atado. Cuando el usufructo sea firme y legal. Solo entonces tendrás el derecho de ocupar y usar esa casa. No te la vaya a liar.
Se callaron porque oyeron unas voces no precisamente de diversión, sino más bien de bronca. Don Bernabé, que se había quedado amodorrado en un cómodo sillón, se sobresaltó y se levantó alertado. La pendencia se acercaba. Antonio y Rafael se miraron incrédulos al reconocer una de las voces que protestaba.
—Es… —balbució Rafael—. No puede ser…
Se precipitaron al recibidor y se toparon con Basilio, a quien llevaban a rastras en dirección a la salida con malas formas dos hombres muy corpulentos. Al ver a su padre, se le mudó la cara igual que si hubiera visto a un espectro, y sobre todo al descubrir detrás a Antonio Montejano.
—Pero… ¿y este qué hace aquí? —preguntó Rafael Figueroa.
Su hijo intentó zafarse de los dos hombres que porfiaban para echarlo de la casa. Consiguió soltarse y se fue hacia su padre.
—Padre, ayúdame…, tienes que ayudarme.
Los dos hombres le agarraron de nuevo y le sacaron a empujones. Al forcejeo, y después de reaccionar a la inesperada aparición de su hijo, se unió Rafael y a continuación lo hizo Antonio, procurando sobre todo que cesaran los puñetazos y golpes inferidos a un Basilio acobardado y muy agitado.
Don Bernabé Capdevilla, apostado en la puerta de la casa, miraba la escena atónito, sin propósito de intervenir y sin comprender nada de lo que estaba ocurriendo.
En el rellano hubo cruce de golpes, empujones, insultos y alguna que otra bofetada entre unos y otros hasta que los dos matones, satisfechos de haber cumplido el cometido, se metieron en la casa y cerraron de un portazo, dejando en el suelo a Basilio Figueroa. Unos segundos antes, el notario catalán, don Bernabé Capdevilla Busquets, nada amigo de trifulcas y convencido de ser el siguiente en recibir la tunda, se había escondido en la salita de espera.
Rafael Figueroa atendió enseguida a su hijo, que permanecía en el suelo ocultando el rostro entre las manos.
—Pero ¿tú no tenías que estar con tu hermana y con el tonto de su novio en el cine? Como se entere tu madre de que has dejado sola a Julita, te arranca la piel a tiras, te lo digo yo que te la arranca, y con toda la razón, y te aseguro que yo la ayudo… Anda, tarambana, que eres un tarambana. Vamos a buscarlos; al menos, que lleguéis juntos a casa.
Entre Antonio, que había recibido algún golpe en el forcejeo, y Rafael levantaron del suelo al maltrecho Basilio. Creían que estaba borracho porque le costó enderezarse, pero de repente, alzó el rostro y miró a su padre con los ojos llenos de lágrimas y encendidos de impotencia, le agarró de los hombros y, con gesto suplicante y desgarrador, le dijo:
—Padre…, no podemos marcharnos…, no podemos…
—¿Qué quieres, que te maten? —le inquirió de malas maneras—. Vamos.
Basilio se mantuvo inmóvil, aferrado a su padre sin mirar en ningún momento a Antonio Montejano.
—No puedo… ¡Ella está ahí dentro!
—¿Quién…? —Rafael miró hacia la puerta cerrada unos segundos y luego volvió los ojos a su hijo—. No me digas que has traído a tu hermana a una fiesta de estas…
—No es Julia…, es… —En ese momento dirigió sus ojos a Antonio Montejano, tan solo un instante, suficiente para que el otro reaccionase.
—¿Elena? ¿Mi hija está ahí dentro?
Basilio bajó los ojos y sollozó con amargura y desesperación.
La primera reacción de Antonio Montejano fue abalanzarse contra él, agarrarle de la pechera y encarársele.
—¡Yo te mato, Basilio…! ¡Te mato!
Lo soltó como quien suelta un hato de basura y se fue a la puerta dispuesto a tirarla abajo si fuera necesario, pero justo en ese momento se abrió y apareció el rostro acongojado de don Bernabé, que pretendía huir sigilosamente de la casa. No le dio tiempo ni a retirarse. Antonio Montejano le empujó y se adentró en el interior, seguido de Basilio y Rafael Figueroa.
—Tiene que estar en una de las habitaciones —dijo Basilio, al comprobar que se adentraban en dirección al salón que estaba al final de aquel pasillo.
Antonio se detuvo un instante y le miró fulminándole. Luego volvió a dar unos pasos.
—¡Elena! ¡Elena! —gritó para que su voz se escuchara por encima de la música—. ¡Elena!, ¿dónde estás?
En ese momento apareció la criada que les había abierto la puerta y, ante la irrupción de los invitados recién llegados, se dio la vuelta para dar cuenta de la invasión.
Los tres hombres llamaban a voces a Elena y aporreaban las puertas por las que pasaban, cerradas a cal y canto a un lado y a otro del largo pasillo, sin conseguir abrir ninguna.
Antonio sintió el corazón tan acelerado que creyó volverse loco.
El gramófono se desconectó y en el silencio retumbaron gritos que llamaban a Elena. Una voz apagada se oyó detrás de una de las puertas, justo cuando los alertados por la criada aparecían por el pasillo: primero los dos gorilas que habían echado a Basilio, y luego un grupo más numeroso, todos caballeros trajeados, con copas en la mano y gesto contrariado; detrás se asomaron tímidamente algunas mujeres. Rafael Figueroa se dio cuenta de que eran chicas muy jóvenes, demasiado jóvenes. Desesperado, comprendió lo que estaba sucediendo en aquel lugar y se unió a su amigo en el aporreo de la puerta tras la que habían oído la voz de Elena.
Un hombre muy alto, corpulento y elegantemente vestido con pajarita y con un puro humeante en la mano, se adelantó con gesto adusto y claramente molesto.
—Puedo preguntar qué hacen ustedes en mi casa.
—¡Abra esta puerta inmediatamente! —gritó Antonio fuera de sí.
—¿Por qué tendría que hacerlo? Esto es una propiedad privada. Les exijo que se vayan o llamaré a la policía.
—Yo soy quien voy a llamar a la policía si no abre ahora mismo.
Antonio volvió a dar dos golpes contra la madera con los nervios descontrolados.
El barón tenía los ojos puestos en Basilio.
—¿Qué significa esto, Basilio? —le espetó con malas formas.
—Déjela salir, barón, se lo suplico. Él es… —Basilio señaló a Antonio Montejano, que no cejaba en el aporreo de la puerta—, es el padre de la chica…
El barón le fulminó con la mirada y con un solo gesto, los dos matones que momentos antes le habían echado de la casa se acercaron a la puerta, apartando de malas maneras a Antonio y a Rafael. Llamaron con dos suaves toques y hablaron en alemán con alguien que les contestó desde dentro con solo dos palabras. Al cabo de unos segundos de tensión y silencio, la puerta se abrió despacio y apareció un hombre alto y de aspecto elegante, en camisa, sin corbata y con gesto entre el desconcierto y el estupor.
El barón se dirigió a él en alemán, mientras que Antonio, impaciente, empujó la puerta para ver a su hija intentando recomponer su ropa y su pelo, la cabeza baja y el rímel corrido del llanto.
—Elena… —Antonio entró en la habitación, un lugar amplio y profusamente decorado, con una cama enorme en el centro cubierta con una rica colcha de seda y brocados, todavía intacta aunque algo arrugada; una pequeña lámpara encendida envolvía la estancia en un ambiente sombrío y pesado.
—Papá… —Elena lo miró y, sin separar los brazos de su pecho, como si se estuviera cubriendo, se dejó cobijar por el abrazo paterno, sacudida por un llanto incontenible.
—Les ruego que salgan de mi casa inmediatamente —dijo el barón con gravedad.
—Esto no va a quedar así —dijo Rafael Figueroa enrojecido de indignación; había reconocido al barón de verle en Chicote, el Abra o el Pasapoga—. Es una menor, voy a llamar a la policía ahora mismo. Se les va a caer el pelo a todos.
—Padre —intervino Basilio, consciente de lo inconveniente de esa llamada—, será mejor que nos vayamos…
El barón apenas pestañeó ante la amenaza. Miró al bies a Basilio y luego dijo con frialdad:
—Haga caso a su hijo. Márchense y olviden esta noche y este lugar.
—¡Yo no me voy de aquí sin verle a usted detenido! Basilio, ve a avisar a la policía.
El barón, claramente incómodo por la insistencia del padre de Basilio Figueroa, arrugó la frente, se llevó el puro a la boca en un gesto petulante de suficiencia y habló soltando el humo lentamente.
—No me gusta que la policía se inmiscuya en mis asuntos, pero si usted se empeña, seré yo quien denuncie a su hijo Basilio por prostitución de menores. Fue él quien trajo a esa chica a mi casa, y el que la ofreció… Y el que ha cobrado por ello.
—A mí usted no me amenaza —replicó Rafael sin amedrentarse—. Usted es el dueño de esta casa y es usted el responsable de lo que aquí ocurre.
El Káiser fijó sus ojos en Rafael sin disimular su desdén y al cabo le habló con una tranquilidad exasperante.
—Vamos a hacer una cosa, voy a pasar por alto su impertinencia y, sobre todo, la molestia que su presencia me ha causado a mí y a mis invitados. Ahora bien, si usted se empeña en seguir importunando, le aseguro que yo mismo me encargaré de que su hijo no salga de la cárcel en unos cuantos años, por supuesto, con el consiguiente descrédito social para toda su vida.
—No me da usted ningún miedo… ¿Me oye?
—Pues le conviene tenerlo…, por su hijo… Le conviene hacerme caso.
Rafael Figueroa iba a replicarle, cada vez más enervado e indignado por la frialdad y arrogancia con la que hablaba aquel hombre, pero su hijo Basilio se lo impidió agarrándole por el brazo.
—Padre, déjalo ya… Es mejor que nos vayamos.
Antonio salió con su hija de la habitación y pasó entre medias de todos los que se habían reunido en el pasillo. Le había puesto su abrigo sobre los hombros y la llevaba pegada a él, cabizbaja, llorosa y encogida.
—¡Esto no se va a quedar así! —espetó Rafael Figueroa con el dedo índice alzado, mientras Basilio tiraba de él para marcharse—. ¿Me oye? ¡Usted no sabe con quién está hablando!
Basilio consiguió arrastrar a su padre a la zaga de Antonio y Elena, pero en cuanto dio la espalda al Káiser oyó su voz fría y cortante como un cuchillo.
—Basilio, ya hablaremos tú y yo.
El hijo de Figueroa se detuvo y se volvió tragando saliva. Y su padre se revolvió con rabia contenida.
—¡No se acerque a mi hijo! ¿Me ha entendido bien? Alemán de mierda… —esto último lo masculló con gesto despectivo—. ¡Te echo de España, fíjate lo que te digo, a patadas te echo…! No te jode el tipo este, nos va a venir aquí a amedrentar… —y volvió a murmurar una retahíla de insultos airado, arrastrado por su hijo—, cabrón…, joputa…
El Káiser esbozó una sonrisa calculada, criminal, y Basilio se estremeció sintiendo la piel erizada.
Bajaron en el ascensor en silencio, sin mirarse sino al bies, esquivos, todos menos Elena, que escondía el rostro en el regazo de su padre, llorosa, azarada.
Nadie reparó en la ausencia de Bernabé Capdevilla Busquets, que recuperada su habitual prudencia, había salido de la casa sigiloso al constatar la gravedad del altercado, convencido de que las controversias surgidas entre padres e hijos debían ser solventadas en familia, sin la presencia de extraños que pudieran interferir en la conciliación del asunto.