El humo de los puros habanos hacía denso y pesado el aire, y parecía entumecer la conversación. Llevaban un rato hablando del tema y, por más vueltas que le daban, no acertaban a encontrar una explicación que aplacase su sorpresa.
—¿Y si el testamento no es legal? —preguntó Próculo, sentado en uno de los butacones del salón, sujetando el habano en una mano y en la otra una copa de coñac.
—Mucho me temo que lo es —contestó Rafael, que se hallaba de espaldas mirando por la ventana, algo abstraído.
—Pero usted ha dicho que no hay constancia del fallecimiento del hijo mayor —apuntó Mauricio, que había sido invitado por Rafael al verle bajar la escalera para comentarle el asunto de la herencia de doña Fermina—, y sin esa confirmación siempre cabrá la posibilidad de que ese testamento sea impugnado.
—Esa posibilidad existiría en el caso de que Adolfo Bonilla Carrascosa estuviera vivo o bien apareciera algún descendiente suyo, y lo cierto es que la notificación del fallecimiento a la madre procedente del hospital de Leeds puede no considerarse suficiente en este caso —puntualizó el notario—. Y en cuanto a los descendientes, según Camilo Bonilla no existe ninguno.
—Tendrá que probarse la muerte del hermano… Y del nieto —añadió el juez.
—Y así se lo he hecho saber al hijo de la difunta —agregó el notario—. Va a solicitar un certificado de defunción al hospital. No sabemos cuánto tiempo tardará; mientras tanto, seguirán los trámites para legalizar el testamento de doña Fermina. El heredero universal es su hijo Camilo; de eso no hay duda, el único heredero a falta de la prueba del fallecimiento de su hermano mayor; otra cosa son las cláusulas y condiciones que estableció doña Fermina respecto al uso de la casa.
—Pero has dicho que Camilo Bonilla está de acuerdo, ¿no es así? —preguntó Próculo.
Rafael Figueroa se volvió y afirmó con la cabeza.
—Entonces, ¿dónde está el problema?
—No lo hay —contestó el notario, bebiendo un trago de coñac—, ninguno… No es lo habitual, eso es todo.
—La verdad es que a mí me interesa que los Montejano salgan de la vida miserable en la que se encuentran —añadió Canales con una mueca de arrogancia—. Al fin y al cabo, en breve voy a emparentar con ellos y a nadie le gusta que sus consuegros tengan tantas… —calló un instante y movió la mano en la que tenía pinzado el habano humeante— necesidades.
—¿Qué tal va Antonio en el juzgado? —se interesó Rafael—. ¿Se ha adaptado bien?
—Más le vale… —contestó Mauricio con cierta ironía.
—Es un hombre muy trabajador —afirmó el notario.
—Eso lo dice usted porque es su amigo, Rafael —replicó el juez—, pero a mí me tiene que demostrar que lo es. Yo le he hecho este favor porque, como ustedes comprenderán, tengo que guardar un poco las apariencias, al menos hasta que me case.
—¿Está queriendo decir que, una vez conseguido el propósito de casarse con Elena, le va a echar a la calle?
—Yo no diría tanto, Antonio Montejano es un hombre…, ¿cómo diría yo…?, algo complicado, si me permiten los términos.
—No creo que lo sea. Antonio ha tenido mala suerte, solo eso.
—Qué me va a contar usted. Usted, que tantas veces ha acudido en su auxilio, incluso le ha tenido en su notaría y, por lo que parece, no le ha dado resultado.
—No es eso —replicó Rafael incómodo—, en la notaría no hay trabajo para él, si le mantuve contratado fue porque necesitaba un sueldo…, más bien fue por la amistad que nos une.
—Ya, ya, pues entiéndame a mí, yo le he conseguido un puesto en mi juzgado muy cómodo y muy bien remunerado, una sinecura, si usted me permite decirlo; eso sí, ha de demostrar que es merecedor de mi confianza.
—Será una mamandurria, como usted dice, pero tengo entendido que los días que lleva en el puesto viene agotado y con el horario más que pasado. Ayer mismo le vi entrar a las ocho de la tarde y esta mañana se ha ido antes de las nueve.
—Hay trabajo atrasado. Se está poniendo al día.
—Bueno, bueno —terció Próculo para calmar una tensión que se evidenciaba creciente—. Dejemos que el tiempo haga su labor. Antonio sabrá acomodarse a su nuevo puesto, estoy seguro. No se equivoca usted con él, Mauricio, ya se lo dije, confíe en mí, le conozco bien.
—Bien sabe usted que lo hago, padre Próculo; de hecho, he dado este paso porque usted me lo pidió…
—Y porque a usted le interesa —añadió el notario con algo de ironía.
—Bien…, sí…, es cierto, a mí también me ha interesado darle ese puesto…, pero estas cosas suponen un compromiso, pedir favores, mover puestos de gente de confianza, muy bien preparada, por cierto, para ponerle a él. No se puede usted hacer idea de las gestiones que he tenido que hacer para encajarle en la plantilla. En mi juzgado todos son funcionarios de nivel.
—¿Y para cuándo la boda? —preguntó don Próculo—. ¿Han fijado alguna fecha para la pedida de mano?
—Dejaremos que pase la Semana Santa. Mi familia y yo pensamos que la boda debería celebrarse a mediados de junio; queremos algo discreto, los más íntimos; eso sí, la ceremonia habrá de ser en los Jerónimos, oficiada por el coadjutor del obispo, que es pariente de mi señora madre, y concelebrada por usted, don Próculo, no faltaba más.
—¿Ha hablado ya con Elena? —preguntó el cura.
—No. —Alzó las cejas, como sorprendido—. No veo la necesidad.
—Pues debería usted hacerlo, Mauricio —apuntó el sacerdote—. Elena es una chica muy joven y he oído algo de que anda enamoriscada de un muchacho.
Canales se irguió con un gesto incómodo.
—Bueno… Yo poco puedo hacer todavía… Al fin y al cabo, aún no es oficialmente mi prometida, al menos hasta el día de la pedida. Eso se lo tendría que decir usted a su madre, aunque no sé qué es mejor, porque con esta conducta algo disoluta que se marca últimamente, nada bueno podría enseñarle.
—¿Qué quiere usted decir? —espetó Rafael claramente molesto por la alusión que había hecho a Marta.
—Pues lo que todo el mundo habla, que esa mujer está perdida y va a terminar echando a perder a su marido y a su hija.
—Y si piensa eso de los Montejano, ¿cómo se explica su interés por Elena? —le inquirió el notario dejando la copa y acercándose unos pasos hacia él.
—Los hijos no tienen por qué cargar con los vicios de los padres. ¿No cree usted?
—En mi casa no le voy a permitir que hable así de mis amigos.
—Usted y yo sabemos muy bien a qué se dedica esa a quien usted llama amiga…
Enfurecido por la rabia, Rafael se echó hacia él y le hubiera pegado un puñetazo si no hubiera sido por la rápida reacción de don Próculo, que se interpuso entre medias de los dos hombres.
La copa de Mauricio Canales cayó con estrépito al suelo y doña Virtudes, que escuchaba atenta toda la conversación detrás de la puerta, después de contenerse unos segundos con la mano en la boca, irrumpió en el salón para intentar evitar lo que ella consideraba una catástrofe.
El forcejeo acabó pronto. Rafael se recompuso enseguida, consciente de que se había excedido en la defensa del honor de Marta, un honor que ella misma se encargaba de mancillar con su actitud recurrente de no quedarse en el puesto que le correspondía.
Mauricio Canales, que del susto había soltado la copa pero no así el puro, se colocó la chaqueta con gesto indignado, obsequiado por las palabras de doña Virtudes disculpando la inexplicable actitud de su esposo, mientras don Próculo intentaba calmar a Rafael, que se había alejado del jefe de casa para colocarse de nuevo en la ventana que daba a la plaza.
—¡Esto es intolerable! —gritaba el agredido.
—Bueno, bueno, ya pasó —terció don Próculo—. Han sido días complicados para todos…
—Es que no hay derecho… Esto es un insulto…
—Vamos, vamos, no hay que sacar las cosas de quicio. Será mejor que nos vayamos…
Don Próculo, una vez controlado el arrebato de su amigo, se dispuso a sacar al juez de la casa para evitar otro ataque de ira provocado por otra de las incontinencias verbales, prodigadas con demasiada frecuencia por Mauricio.
—No se lo tome usted en cuenta —suplicaba doña Virtudes angustiada—, yo le aseguro que no ha querido ofenderle…
—Pues ha ofendido y mucho… Qué maneras… ¡A mí con estas! Qué falta de educación, qué poco tacto…
—Pero, hombre, si en esta casa se le aprecia a usted como si fuera de la familia, que ya lo sabe usted. No se lo tenga en cuenta, hombre.
Ya por el pasillo, Mauricio Canales, flanqueado por doña Virtudes y don Próculo, seguía trabado en su enojo.
—Vaya por delante que si no se lo tengo en cuenta es por deferencia a usted, doña Virtudes, que la considero a usted una santa, sí, señor, una santa…, que se tiene usted ganado el cielo…, y una señora… Y que le tengo mucho respeto, que si no de qué… Esto no se iba a quedar así, ya se lo digo yo. De ninguna manera iba a quedar así este asunto.
Cuando por fin doña Virtudes cerró la puerta, dio un profundo suspiro y se fue hecha un basilisco hacia el salón, donde estaba su marido de espaldas a la puerta mirando hacia la calle con la copa llena de nuevo en la mano. Obvió la presencia de Venancia, que recogía de rodillas uno a uno los cristales rotos y esparcidos por el suelo de madera y se dirigió a él.
—Pero es que te has propuesto enemistarnos nada menos que con Mauricio Canales.
—¿Desde cuándo te interesas tú por la amistad de ese baranda?
—Ese baranda, como tú lo llamas, es el jefe de casa, y juez y un vecino ejemplar, cosa que no se puede decir de todos en este edificio.
—Y si tanto le aprecias, ¿por qué lo has rechazado durante años como yerno? Hubieras hecho un buen apaño para tu hija.
—Pues…, por…, por… ¡No es ese el caso ahora, Rafael! La niña…
Rafael Figueroa se volvió y gritó desabrido.
—¡La niña va a cumplir treinta años! Cuando tú y mi amigo el curita queráis soltarla de vuestras garras, va a estar echada a perder; ni para vestir santos va a valer. ¡Una solterona gracias a tus disparatados enredos!
—No deberías hablar así de tu hija…
—Hablo como quiero, y déjame en paz, ¿quieres? Nadie te ha dado vela en este entierro.
Rafael le dio la espalda y prácticamente la olvidó, abstraído por lo que estaba ocurriendo en el exterior. Después de ver salir al sacerdote y a Mauricio Canales camino de la plaza de Santa Ana, hablando este último con vehemencia y aspavientos, con actitud reconciliadora el sacerdote, envuelto en el vuelo de su manteo, un coche se detuvo delante del portal, justo debajo de su ventana. Reconoció el Packard negro de la rica con la que Marta trabajaba. El chófer bajó del auto y entró en el portal.
Doña Virtudes daba las últimas órdenes a Venancia para recoger el desaguisado del coñac derramado.
Rafael pasó por delante de ella sin mirarla y, a grandes zancadas, se acercó a la puerta de entrada. Escuchó voces procedentes del portal, débil la de Donato y algo más grave la del recién llegado. Oyó atento los pasos ascendentes y abrió justo cuando el chófer alcanzaba el rellano.
Óscar le sonrió cordial. Llevaba la gorra sujeta bajo el brazo y el uniforme gris oscuro impecable.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó Rafael sin pensar muy bien sus palabras.
—No, se lo agradezco mucho, caballero.
—¿Busca a alguien?
El chófer frunció el ceño y, sin perder la sonrisa amable, contestó que sí.
—He de entregar un recado a la señora Ribas.
—No sé si estará en casa; si lo desea, se lo puedo entregar yo mismo.
—Es usted muy amable, caballero, pero no es necesario.
Óscar inició el ascenso; Rafael volvió a hablar.
—No es molestia. Seguro que la señora de Montejano no está. A estas horas suele acudir a misa de Santa Cruz.
Entonces pareció dudar un instante; sin embargo, prosiguió el ascenso diciéndole que si no estaba, la esperaría.
Rafael se quedó sin argumentos y de repente, solo, en el rellano, se sintió ridículo. Desconocía si Marta estaba en casa o no; había mentido y no sabía muy bien por qué. Se giró para entrar de nuevo en casa y vio a su mujer en la puerta.
—¿Tú qué haces aquí? —le espetó displicente.
Ella no le contestó. Se apartó para que entrase y fue tras él, siguiendo el paso de su esposo.
—Rafael…, ¿es cierto que la vieja estraperlista les ha dejado a Antonio y Marta su casa?
Rafael Figueroa se detuvo en seco y se giró, quedando frente a su mujer, con la curiosidad reflejada en su rostro.
—Cómo te gusta poner la oreja detrás de las puertas.
—No pensarás que yo…
—Yo no pienso nada, Virtudes, pero no está bien espiar conversaciones ajenas.
—¿Yo? ¿Escuchar yo conversaciones ajenas? Válgame el cielo. Será posible. Mira tú este.
El notario dio un suspiro y miró hacia la entrada. Su atención no estaba en su mujer, sino en la escalera, en ese chófer y en el recado que le llevaba a Marta. Se había convencido de que con la recuperación de Antonio y su regreso a casa, aquellas salidas, la libertad de entrar y regresar a cualquier hora se habían terminado, que había dejado definitivamente ese trabajo. Así se lo había confirmado Antonio. ¿Qué querría ahora de Marta aquella mujer?
Continuó su camino hacia el salón con la idea de ver salir al chófer, y en su caso a Marta, sintiendo los pasos de su mujer a su espalda.
—Pero…, dime…, ¿es cierto? —insistió doña Virtudes olvidado ya el orgullo herido—. ¿Es verdad que les ha dejado la casa?
—Sí. Y además, les ha dejado dinero para recuperar el piano.
—¿Nuestro piano?
—Nunca ha sido nuestro.
—Ah, pues eso ya lo veremos, porque claro, no se pensará esa que se lo vamos a regalar.
—Virtudes, te recuerdo que a nosotros no nos costó nada.
—Ya, bueno —respondió muy ufana—, pero el piano está en esta casa y lo que está aquí es de nuestra propiedad. Que lo hubieran pensado antes…
—Pero a ti qué te importa el maldito piano, si siempre has echado pestes de que se lo cogiera.
—No…, si a mí…, ya ves tú, qué más me da, si quieren el piano, pues que se lo lleven, pero eso sí, un coste por mantenerlo aquí han de pagar, eso por supuesto, faltaría más…
—Virtudes —la interrumpió dándole la espalda de nuevo, frente a la ventana, los ojos fijos en el coche aparcado en la puerta—, me duele la cabeza. No quiero hablar de este tema.
No habían pasado ni dos minutos cuando vio salir a Óscar. Se metió en el coche y se alejó. Se quedó pensativo, sin dejar de mirar la plaza. No paraba de darle vueltas a lo sucedido con el hijo de doña Fermina y con el testamento. En lo más hondo de su corazón, le rondaba la intención de impedir de alguna manera que los Montejano ocupasen la casa de doña Fermina; si ese maldito testamento de esa vieja loca se hiciera efectivo, Marta, y en cierto modo Antonio, dejarían de depender de él, serían más libres para rehacer su vida. Ya le había descolocado ese trabajo de Antonio a consecuencia del casamiento urdido por el tonto de Próculo, metiendo siempre las narices en asuntos que no le incumbían. Qué ocurrencia, casar al trompeta de Mauricio Canales con Elena, con la hija cedida a Antonio a conciencia de que era suya. Se había preguntado muchas veces si alguna vez Antonio había llegado a sospechar la verdad sobre lo que hubo entre Marta y él. Todavía se excitaba al recordar sus abrazos, sus besos entregados a pesar de su frágil resistencia, su olor, el tacto de su piel… Tomó aire para tranquilizar los latidos acelerados del corazón, cerró los ojos en un intento de hacer desaparecer aquellas evocaciones que le dolían, a pesar de ser las más hermosas de su vida, y cuando los volvió a abrir, la vio.
Se irguió y pegó la frente al cristal para asegurarse de que era Marta. Caminaba rápido hacia Santa Ana. Sin pensarlo, salió al pasillo, cogió el sombrero y salió al rellano, donde se topó de lleno con Eutimio Granados, que en ese momento pasaba a buscarle para la firma de una compraventa cuyos clientes, compradores y vendedores, estaban ya esperando y dispuestos en la sala de firmas.
—Tengo que salir, Eutimio —dijo esquivando el cuerpo del oficial—. No tardo en regresar…
—Pero, don Rafael, le están esperando…
Eutimio se quedó con la palabra en la boca, asomado a la barandilla viendo salir al notario como alma que lleva el diablo. Se introdujo en la notaría y fue directo a la ventana. Rafael Figueroa atravesaba la plaza del Ángel en dirección a Santa Ana. El oficial llevó su vista un poco más adelante para vislumbrar a Marta Ribas. Su boca se abrió esbozando una sonrisa malévola y satisfecha. Pensativo, se volvió y se dispuso a despachar a los que esperaban con alguna excusa procedente.
La misma imagen había tenido doña Virtudes de Figueroa, que al ver salir espantado a su marido se olió algo. Pero ella no sonrió; apretó la mandíbula conteniendo la rabia que le quemaba las entrañas, tomó aire hinchando los pulmones y lo soltó con un largo suspiro.
Rafael Figueroa la seguía, manteniendo una cierta distancia. Marta torció por la calle Príncipe y cruzó la Carrera de San Jerónimo hasta llegar a Alcalá. Bajó a Cibeles y torció a la izquierda por el paseo de Recoletos. Rafael cruzó al paseo central mientras Marta caminaba a buen paso por la acera, bordeando las verjas de la Intendencia General del Ejército.
Después de caminar un buen trecho, Marta entró en el portal de Moretti. Rafael Figueroa se adelantó un poco para posicionarse a cierta distancia del edificio y observar la entrada. Se trataba de un edificio de postín. Se preguntó qué haría allí. Estaba claro que había acudido al aviso que le había entregado el chófer de esa rica entrometida. Se encendió un cigarro sin saber muy bien qué hacer, si esperar o entrar a ese edificio y averiguar qué hacía allí Marta Ribas de Montejano; y en esas estaba cuando vio llegar un taxi que se detuvo frente al portal. Un hombre descendió del coche; a pesar de la distancia, le reconoció de inmediato en cuanto le vio la cara; era el empresario vasco que le habían presentado en el café Fuyma y que agasajaba a Marta descaradamente. Pablo Zabaleta se adentró en el imponente portal al que había entrado Marta hacía unos minutos y desapareció de su vista.
Sintió cómo le subía la sangre a la cabeza, el latido de sus sienes igual que si tuviera en su interior una campana hueca, y cómo la respiración se le aceleraba, presa de unos celos incontrolados. En ese momento pasó por su lado un muchacho voceando El Alcázar. Compró uno y se dispuso a esperar apoyado en el tronco de un árbol del paseo. No leía, solo lo tenía delante para ocultar su mirada fija en aquel portal, impaciente, agitado por sus conturbados pensamientos. Alzaba los ojos a la fachada del edificio preguntándose detrás de cuál de aquellas ventanas se hallaría Marta y lo que estaría haciendo con aquel hideputa. Se desesperaba al presumirlo cerca de ella, tal vez a solas, sin nada ni nadie que les impidiera mostrarse el uno al otro sin tapujos, sin trabas, ofreciendo él y aceptando ella halagos, lisonjas y muestras de pasión liberadas de cualquier cautela o prudencia.
Transcurrió más de una hora, y cuando ya estaba dispuesto a subir y arrancar la puerta si fuera necesario para pillar a los amantes envueltos en abrazos, tal y como se los imaginaba a consecuencia de sus ansias obsesivas y aumentadas con cada minuto de espera, vio salir del portal a Pablo Zabaleta. Camuflado tras el diario escrito, Figueroa observó al gachó: se mostraba sonriente, satisfecho, se colocó el sombrero y se ajustó la corbata, y en ese momento el notario sintió que el ardor de la sangre le quemaba las venas.
«Canalla», murmuró apretando el periódico hasta romperlo con sus dedos.
El empresario vasco esperó unos segundos en la entrada de la finca hasta que un taxi procedente de Fernando el Santo se detuvo junto a él; subió al coche y se alejó hacia el centro.
Rafael Figueroa experimentó unos celos desbocados; le habría arrancado a puñetazos esa sonrisa estúpida con la que había salido. Pero la atención puesta en aquel hombre que ya se alejaba en el interior del taxi quedó desbancada por la aparición de Marta en el umbral del enorme portalón. Se detuvo un instante en el escalón de entrada, se tocó la falda del vestido a la altura del cinturón como si corrigiera una arruga, e inició la marcha por la misma acera por la que antes había llegado.
Rafael tomó aire y echó a andar tras ella, acercándose a cada zancada un poco más. Ya no mantenía la distancia. Quería alcanzarla. Cuando lo hizo, la agarró del brazo con brusquedad obligándola a detenerse. Ella se volvió asustada.
—Rafael… ¿Qué haces?
—Dímelo tú.
—¿Qué tengo que decirte?
—¿De dónde vienes?
Estaban frente a frente. Ella desconcertada por su presencia inesperada, él furioso, con los ojos encendidos por la rabia, la mandíbula prieta y los puños cerrados contenidos de su fuerza.
—¿Por qué habría de darte explicaciones a ti?
—Tal vez será mejor que se las des a tu marido.
—Pero ¿se puede saber qué te pasa?
Rafael se arrimó tanto a su rostro que la obligó a inclinar la cabeza hacia atrás.
—Dime qué has hecho en ese piso más de una hora con ese… don Juan de pacotilla. —Su voz era ronca, rasgaba su garganta.
Marta dio un paso atrás, pero se topó con la pared, quedando acorralada por el cuerpo de Rafael.
—¿Me has seguido? —preguntó con voz temblona.
—¿Qué has estado haciendo, Marta? —La cogió del antebrazo y la zarandeó con violencia—. Dime, ¿qué has estado haciendo en ese piso con ese hombre?
—¡Nada que a ti te incumba! —gritó ella en un intento de zafarse del ataque y liberarse del miedo.
—¿Nada…? ¿Nada…?
—¿Tú quién eres para pedirme cuentas? ¡No eres mi marido, ni mi padre…! ¡No eres nadie, ¿te enteras?, nadie!
Rafael la miró humillado, enrojecido por la bilis que le hervía la sangre. Suspiró intentando tranquilizar su furia. La soltó y se apartó un poco de ella, pero sin darle apenas opción de escapar.
—Está bien…, tienes razón, no soy nadie para pedirte explicaciones… Se las vas a dar todas a tu marido, que está dejándose los cuernos en un trabajo miserable mientras la puta de su mujer se acuesta con un impresentable.
El gesto de horror de Marta provocó al notario una profunda satisfacción.
—Pero ¿qué dices? Estás loco… Rafael, cómo puedes pensar que yo… Estás loco.
—Sí, estoy loco, Marta. —Se arrimó a ella, cercándola contra la pared, hasta llegar a rozar su cuerpo y empezó a sentir el incontrolable hormigueo salaz en su bragueta—. Loco por ti…, y tú lo sabes, y te regocijas martirizándome…, haciéndome daño. ¿Por qué a él sí y a mí me desprecias?
Marta sintió la presión del deseo y le empujó intentando darle una bofetada que él evitó sin demasiado esfuerzo.
—¡Déjame! —gritó asustada; quiso liberarse de su acoso, pero la sujetó con fuerza. Ante la imposibilidad de moverse, le espetó rabiosa, mirándole a los ojos con rabia—. Déjame o grito.
—Grita si quieres. Eres una puta, Marta, a mí me rechazas y te vas a la cama con el primero que llega…
—¡Eso es mentira!
—¿Me vas a negar que has estado con ese Zabaleta más de una hora metida en un piso del portal del que acabas de salir?
Marta lo miraba agobiada por sus ojos inyectados de unos celos lacerantes. Tragó saliva porque sentía que le subía por la garganta la inquina de la afrenta inferida. Empezó a hablar con voz balbuciente, segura de que, dijera lo que dijera, Rafael Figueroa no quedaría satisfecho porque no quería creerla.
—El portal del que acabo de salir es el domicilio de Roberta Moretti. Pablo Zabaleta y ella han llegado a un acuerdo sobre unas obras que se van a hacer en Vizcaya. Yo…, yo solo he venido porque tenía que firmar unos documentos. Eso es todo.
—¿Y no puede hacerlo ella, tiene que llamarte a ti?
—Ella no está en Madrid. Está fuera de España. Era urgente firmarlos.
—Así que me confirmas que has estado sola con ese hombre durante todo ese tiempo.
—Rafael, no te consiento que pienses que yo…
Tuvo que callarse porque Rafael Figueroa la había cogido de la barbilla y, apretándola, se la levantó con brusquedad.
—Le dijiste a Antonio que esto de la rica se había acabado. ¿Se lo dijiste o no?
—Únicamente estoy haciendo un favor a Roberta —dijo llorando amargamente.
—¿Un favor?
—Ha sido una reunión de trabajo, nada más.
Rafael le soltó la cara y se recompuso.
—Está bien, está bien… Yo te creo, quiero creerte. Veremos qué opina tu marido.
Echó a andar y entonces fue Marta quien salió tras él.
—Rafael, espera. —Le agarró del brazo para que se detuviera—. No le digas nada a Antonio.
—¿Por qué no habría de hacerlo?
—No… —Su voz vacilante apenas salía de los labios—. No quiero darle un disgusto. Todavía está débil y…
—Tu marido no se encuentra bien y tú te metes con un tipo en un piso de lujo para hacer… ¿negocios?
—Rafael, por favor. No es lo que piensas, te lo prometo, por lo que más quieras, no pienses nada malo.
—Pues ya está —añadió él mostrando de repente una sonrisa sardónica—, si no ha pasado nada, no tienes de qué preocuparte, ¿no es cierto? Antonio lo comprenderá, seguro que lo entenderá.
Rafael quiso iniciar la marcha, pero ella volvió a detenerle de nuevo. Él la miró altivo, ella bajó los ojos al suelo con un gesto de desesperación.
—Te lo suplico, no se lo digas. No le digas que me has visto.
Rafael tragó saliva y percibió la amarga sensación del triunfo. La tenía en sus manos. De nuevo la tenía en sus manos.